Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo

Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo
Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo

domingo, 16 de septiembre de 2012

Mi paz os doy (Jn 14,27 Benedicto XVI y su mensaje de Peregrino al pueblo Libanes y al mundo árabe 14 al 16 de Septiembre 2012



سَلامي أُعطيكُم (Mi paz os doy) (Jn 14,27)









Vengo también para decir lo importante que es la presencia de Dios en la vida de cada uno y cómo la forma de vivir juntos, esta convivencia que desea testimoniar vuestro país, será profunda en la medida en que esté fundada en una actitud de acogida y benevolencia hacia el otro, en la medida que esté enraizada en Dios, que desea que todos los hombres sean hermanos. El famoso equilibrio libanés, que quiere seguir siendo una realidad, se puede prolongar gracias a la buena voluntad y al empeño de todos los libaneses. Sólo entonces podrá servir de modelo para los habitantes de toda la región, y del mundo entero. No se trata únicamente de una obra humana, sino de un don de Dios que hay que pedir con insistencia, preservar a cualquier precio, y consolidar con determinación.
Más allá de vuestro país, vengo también hoy simbólicamente a todos los países de Oriente Medio, como un peregrino de paz, como un amigo de Dios, y como un amigo de todos los habitantes de todos los países de la región, cualquiera que sea su pertenencia y su creencia. Cristo les dice también a ellos: «سَلامي أُعطيكُم». Vuestros gozos y penas están continuamente presentes en la oración del Papa y pido a Dios que os acompañe y alivie. Os puedo asegurar que rezo particularmente por todos los que sufren en esta región, que son muchos. La imagen de san Marón me recuerda lo que vivís y soportáis.
DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI Aeropuerto Internacional Rafik Hariri, Beirut Viernes 14 de septiembre de 2012








Es providencial que este acto tenga lugar precisamente en el día de la Fiesta de la Cruz gloriosa, cuya celebración nació en Oriente en el año 335, al día siguiente de la Dedicación de la Basílica de la Resurrección, construida sobre el Gólgota y el sepulcro de Nuestro Señor, por el emperador Constantino el Grande, al que veneráis como santo. Dentro de un mes se celebrará el 1.700 aniversario de la aparición que le hizo ver, en la noche simbólica de su incredulidad, el crismón resplandeciente, al mismo tiempo que una voz le decía: «Con este signo vencerás». Más tarde, Constantino firmó el edicto de Milán y dio su nombre a Constantinopla. Pienso que la Exhortación puede ser leída e interpretada a la luz de la fiesta de la Cruz gloriosa y, de modo particular, a partir del crismón, la X (khi) y la P (rhô), las dos primeras letras de la palabra Χριστός. Esa lectura conduce a un verdadero redescubrimiento de la identidad del bautizado y de la Iglesia y, al mismo tiempo, constituye como una llamada al testimonio en la comunión y a través de ella. La comunión y el testimonio cristiano, ¿acaso no se fundan en el Misterio pascual, en la crucifixión, en la muerte y resurrección de Cristo? ¿No alcanzan en él su pleno cumplimiento? Hay un vínculo inseparable entre la cruz y la resurrección, que un cristiano no puede olvidar. Sin este vínculo, exaltar la cruz significaría justificar el sufrimiento y la muerte, no viendo en ello más que un fin inevitable. Para un cristiano, exaltar la cruz quiere decir entrar en comunión con la totalidad del amor incondicional de Dios por el hombre. Es hacer un acto de fe. Exaltar la cruz, en la perspectiva de la resurrección, es desear vivir y manifestar la totalidad de este amor. Es hacer un acto de amor. Exaltar la cruz lleva a comprometerse a ser heraldos de la comunión fraterna y eclesial, fuente del verdadero testimonio cristiano. Es hacer un acto de esperanza.

Ecclesia in Medio Oriente nos permite repensar el presente para considerar el futuro con la misma mirada de Cristo. Por sus orientaciones bíblicas y pastorales, por su invitación a una profundización espiritual y eclesiológica, por la renovación litúrgica y catequética que propugna, por su llamamiento al diálogo, quiere trazar un camino para encontrar lo esencial: la sequela Christi, en un contexto difícil y a veces doloroso, un contexto que podría hacer aflorar la tentación de ignorar u olvidar la cruz gloriosa. Ahora es precisamente cuando hay que celebrar la victoria del amor sobre el odio, del perdón sobre la venganza, del servicio sobre el dominio, de la humildad sobre el orgullo, de la unidad sobre la división. A la luz de la fiesta de hoy, y con vistas a una aplicación fructífera de la Exhortación, os invito a todos a no tener miedo, a permanecer en la verdad y a cultivar la pureza de la fe. Ese es el lenguaje de la cruz gloriosa. Esa es la locura de la cruz: la de saber convertir nuestro sufrimiento en grito de amor a Dios y de misericordia para con el prójimo; la de saber transformar también unos seres que se ven combatidos y heridos en su fe y su identidad, en vasos de arcilla dispuestos para ser colmados por la abundancia de los dones divinos, más preciosos que el oro (cf. 2 Co 4,7-18). No se trata de un lenguaje puramente alegórico, sino de un llamamiento urgente a llevar a cabo actos concretos que configuren cada vez más con Cristo, unos actos que ayuden a las diferentes Iglesias a reflejar la belleza de la primera comunidad de creyentes (cf. Hch 2,41-47; segunda parte de la Exhortación); unos actos similares a los del emperador Constantino, que supo dar testimonio y sacar a los cristianos de la discriminación para permitirles vivir abierta y libremente su fe en Cristo crucificado, muerto y resucitado para nuestra salvación.

Ecclesia in Medio Oriente ofrece elementos que pueden ayudar a un examen de conciencia personal y comunitario, a una evaluación objetiva del compromiso y del deseo de santidad de todo discípulo de Cristo. La Exhortación abre a un verdadero diálogo interreligioso basado en la fe en Dios Uno y Creador. Quiere también contribuir a un ecumenismo lleno de fervor humano, espiritual y caritativo, en la verdad y el amor evangélico, que extrae su fuerza del mandato del Resucitado: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,19-20).

La Exhortación, en todas y cada una de sus partes, quiere ayudar a cada discípulo del Señor a vivir plenamente y a transmitir realmente lo que él ha llegado a ser por el bautismo: un hijo de la luz, un ser iluminado por Dios, una nueva lámpara en la oscuridad inquietante del mundo, para que en las tinieblas resplandezca la luz (cf. Jn 1,4-5 y 2 Co 4,1-6). Este documento quiere contribuir a despojar a la fe de lo que la desfigura, de todo lo que puede oscurecer el esplendor de la luz de Cristo. La comunión es entonces una verdadera adhesión a Cristo, y el testimonio es un resplandor del Misterio pascual, que da pleno sentido a la cruz gloriosa. Nosotros seguimos y «predicamos a Cristo crucificado […] fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1, 23-24; cf. Tercera parte de la Exhortación).
«No temas, pequeño rebaño» (Lc 12,32) y acuérdate de la promesa hecha a Constantino: «Con este signo vencerás». Iglesias de Oriente Medio, no tengáis miedo, pues el Señor está verdaderamente con vosotras hasta el fin del mundo. No tengáis miedo, pues la Iglesia universal os acompaña con su cercanía humana y espiritual. Con estos sentimientos de esperanza y de aliento a ser protagonistas activos de la fe por la comunión y el testimonio, mañana entregaré la Exhortación postsinodal Ecclesia in Medio Oriente a mis venerados hermanos patriarcas, arzobispos y obispos, a todos los sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, a los seminaristas y a los fieles laicos. «Tened valor» (Jn 16,33). Por intercesión de la Virgen María, la Theotókos, invoco con afecto sobre todos vosotros la abundancia de los dones divinos. Que Dios conceda a todos los pueblos de Oriente Medio vivir en paz, fraternidad y libertad religiosa.  لِيُبَارِك الربُّ جميعَكُم [Que Dios os bendiga].


VISITA A LA BASÍLICA DE SAN PABLO DE HARISSA Y FIRMA DE LA EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POST-SINODAL DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI Harissa  Viernes 14 de septiembre de 2012



Acabo de plantar con vosotros un cedro del Líbano, símbolo de vuestro hermoso país. Al ver este arbolito y las atenciones que necesitará para fortalecerse y llegar a extender majestuosamente sus ramas, pienso en vuestro país y su destino, en los libaneses y sus esperanzas, en todas las personas de esta región del mundo que parece conocer los dolores de un alumbramiento sin fin. He pedido a Dios que os bendiga, que bendiga al Líbano y a todos los habitantes de esta región que ha visto nacer grandes religiones y nobles culturas. ¿Por qué ha elegido Dios esta región? ¿Por qué vive en la turbulencia? Pienso que Dios la ha elegido para que sirva de ejemplo, para que dé testimonio de cara al mundo de la posibilidad que tiene el hombre de vivir concretamente su deseo de paz y reconciliación. Esta aspiración está inscrita desde siempre en el plan de Dios, que la ha grabado en el corazón del hombre. Me gustaría hablar con vosotros de la paz, pues Jesús ha dicho: سَلامي أُعطيكُم (Mi paz os doy).

Un país es rico, ante todo, por las personas que viven en su seno. Su futuro depende de cada una de ellas y de su conjunto, y de su capacidad de comprometerse por la paz. Este compromiso sólo será posible en una sociedad unida. Sin embargo, la unidad no es uniformidad. La cohesión de la sociedad está asegurada por el respeto constante de la dignidad de cada persona y su participación responsable según sus capacidades, aportando lo mejor que tiene. Con el fin de asegurar el dinamismo necesario para construir y consolidar la paz, hay que volver incansablemente a los fundamentos del ser humano. La dignidad del hombre es inseparable del carácter sagrado de la vida que el Creador nos ha dado. En el designio de Dios, cada persona es única e irremplazable. Viene al mundo en una familia, que es su primer lugar de humanización y, sobre todo, la primera que educa a la paz. Para construir la paz, nuestra atención debe dirigirse a la familia para facilitar su cometido, y apoyarla, promoviendo de este modo por doquier una cultura de la vida. La eficacia del compromiso por la paz depende de la concepción que el mundo tenga de la vida humana. Si queremos la paz, defendamos la vida. Esta lógica no solamente descalifica la guerra y los actos terroristas, sino también todo atentado contra la vida del ser humano, criatura querida por Dios. La indiferencia o la negación de lo que constituye la verdadera naturaleza del hombre impide que se respete esta gramática que es la ley natural inscrita en el corazón humano (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007, 3). La grandeza y la razón de ser de toda persona sólo se encuentra en Dios. Así, el reconocimiento incondicional de la dignidad de todo ser humano, de cada uno de nosotros, y la del carácter sagrado de la vida, comportan la responsabilidad de todos ante Dios. Por tanto, debemos unir nuestras fuerzas para desarrollar una sana antropología que integre la unidad de la persona. Sin ella, no será posible construir la paz verdadera.

Aún siendo más evidentes en los países que sufren conflictos armados –esas guerras llenas de vanidad y de horror-, los atentados contra la integridad y la vida de las personas existen también en otros países. El desempleo, la pobreza, la corrupción, las distintas adicciones, la explotación, el tráfico de todo tipo y el terrorismo comportan, además del sufrimiento inaceptable de los que son sus víctimas, un deterioro del potencial humano. La lógica económica y financiera quiere imponer sin cesar su yugo y hacer que prime el tener sobre el ser. Pero la pérdida de cada vida humana es una pérdida para la humanidad entera. Ésta es una gran familia de la que todos somos responsables. Ciertas ideologías, cuestionando directa o indirectamente, e incluso legalmente, el valor inalienable de toda persona y el fundamento natural de la familia, socavan las bases de la sociedad. Debemos ser conscientes de estos ataques contra la construcción y la armonía del vivir juntos. Sólo una solidaridad efectiva constituye el antídoto a todo esto. Solidaridad para rechazar lo que impide el respeto de todo ser humano, solidaridad para apoyar las políticas y las iniciativas que actúan para unir los pueblos de modo honesto y justo. Es grato ver los gestos de colaboración y verdadero diálogo que construyen una nueva manera de vivir juntos. Una mejor calidad de vida y de desarrollo integral sólo es posible compartiendo las riquezas y las competencias, respetando la identidad de cada uno. Pero un modo de vida como éste, compartido, sereno y dinámico, únicamente es posible confiando en el otro, quienquiera que sea. Hoy, las diferencias culturales, sociales, religiosas, deben llevar a vivir un tipo nuevo de fraternidad, donde lo que une es justamente el común sentido de la grandeza de toda persona, y el don que representa para ella misma, para los otros y para la humanidad. En esto se encuentra el camino de la paz. En ello reside el compromiso que se nos pide. Ahí está la orientación que debe presidir las opciones políticas y económicas, en cualquier nivel y a escala mundial.


Para abrir a las generaciones futuras un porvenir de paz, la primera tarea es la de educar en la paz, para construir una cultura de paz.

El espíritu humano tiene el sentido innato de la belleza, del bien y la verdad. Es el sello de lo divino, la marca de Dios en él. De esta aspiración universal se desprende una concepción moral sólida y justa, que pone siempre a la persona en el centro.

Evidentemente, hay que desterrar la violencia verbal o física. Ésta es siempre un atentado contra la dignidad humana, tanto del culpable como de la víctima.

La educación en la paz formará así hombres y mujeres generosos y rectos, atentos a todos y, de modo particular, a las personas más débiles. Pensamientos de paz, palabras de paz y gestos de paz crean una atmósfera de respeto, de honestidad y cordialidad, donde las faltas y las ofensas pueden ser reconocidas con verdad para avanzar juntos hacia la reconciliación. Que los hombres de Estado y los responsables religiosos reflexionen sobre ello.

Debemos ser muy conscientes de que el mal no es una fuerza anónima que actúa en el mundo de modo impersonal o determinista. El mal, el demonio, pasa por la libertad humana, por el uso de nuestra libertad. Busca un aliado, el hombre. El mal necesita de él para desarrollarse. Así, habiendo trasgredido el primer mandamiento, el amor de Dios, trata de pervertir el segundo, el amor al prójimo. Con él, el amor al prójimo desaparece en beneficio de la mentira y la envidia, del odio y la muerte. Pero es posible no dejarse vencer por el mal y vencer el mal con el bien (cf. Rm 12,21). Estamos llamados a esta conversión del corazón. Sin ella, las tan deseadas “liberaciones” humanas defraudan, puesto que se mueven en el reducido espacio que concede la estrechez del espíritu humano, su dureza, sus intolerancias, sus favoritismos, sus deseos de revancha y sus pulsiones de muerte. Se necesita la transformación profunda del espíritu y el corazón para encontrar una verdadera clarividencia e imparcialidad, el sentido profundo de la justicia y el del bien común. Una mirada nueva y más libre hará que sea posible analizar y poner en cuestión los sistemas humanos que llevan a un callejón sin salida, con la finalidad de avanzar, teniendo en cuenta el pasado, con sus efectos devastadores, para no volver a repetirlo. Esta conversión que se requiere es exaltante, pues abre nuevas posibilidades, al despertar los innumerables recursos que anidan en el corazón de tantos hombres y mujeres deseosos de vivir en paz y dispuestos a comprometerse por ella. Pero es particularmente exigente: hay que decir no a la venganza, hay que reconocer las propias culpas, aceptar las disculpas sin exigirlas y, en fin, perdonar. Puesto que sólo el perdón ofrecido y recibido pone los fundamentos estables de la reconciliación y la paz para todos (cf. Rm 12,16b.18).

En el Líbano, el cristianismo y el Islam habitan el mismo espacio desde hace siglos. No es raro ver en la misma familia las dos religiones. Si en una misma familia es posible, ¿por qué no lo puede ser con respecto al conjunto de la sociedad?


Una sociedad plural sólo existe con el respeto recíproco, con el deseo de conocer al otro y del diálogo continuo. Este diálogo entre los hombres es posible únicamente siendo conscientes de que existen valores comunes a todas las grandes culturas, porque están enraizadas en la naturaleza de la persona humana. Estos valores que están como subyacentes, manifiestan los rasgos auténticos y característicos de la humanidad. Pertenecen a los derechos de todo ser humano. Con la afirmación de su existencia, las diferentes religiones ofrecen una aportación decisiva.

La libertad religiosa tiene una dimensión social y política indispensable para la paz. Ella promueve una coexistencia y una vida armoniosa a causa del compromiso común al servicio de causas nobles y de la búsqueda de la verdad que no se impone por la violencia sino por «la fuerza de la misma verdad» (Dignitatis humanae, 1), la Verdad que está en Dios. Puesto que la creencia vivida lleva invariablemente al amor. La creencia auténtica no puede llevar a la muerte. El artífice de la paz es humilde y justo. Los creyentes tienen hoy, por tanto, un papel esencial, el de testimoniar la paz que viene de Dios y que es un don que se da a todos en la vida personal, familiar, social, política y económica (cf. Mt 5,9; Heb 12,14). No se puede consentir que el mal triunfe por la pasividad de los hombres de bien. Sería peor que no hacer nada.

ENCUENTRO CON LOS MIEMBROS DEL GOBIERNO, DE LAS INSTITUCIONES DE LA REPÚBLICA,  EL CUERPO DIPLOMÁTICO, LOS RESPONSABLES RELIGIOSOS Y
LOS REPRESENTANTES DEL MUNDO DE LA CULTURA DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI Salón 25 de Mayo del Palacio Presidencial de Baabda
Sábado 15 de septiembre de 2012







Tenéis un lugar privilegiado en mi corazón y en toda la Iglesia, porque la Iglesia es siempre joven. La Iglesia confía en vosotros. Cuenta con vosotros. Sed jóvenes en la Iglesia. Sed jóvenes con la Iglesia. La Iglesia necesita vuestro entusiasmo y creatividad. La juventud es el momento en el que se aspira a grandes ideales, y el periodo en que se estudia para prepararse a una profesión y a un porvenir. Esto es importante y exige su tiempo. Buscad lo que es hermoso y gozad en hacer el bien. Dad testimonio de la grandeza y la dignidad de vuestro cuerpo, que es «para el Señor» (1 Co 6,13b). Tened la delicadeza y la rectitud de los corazones puros. Como el beato Juan Pablo II, yo también os repito: «No tengáis miedo. Abrid las puertas de vuestro espíritu y vuestro corazón a Cristo». El encuentro con él «da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, 1). En él encontraréis la fuerza y el valor para avanzar en el camino de vuestra vida, superando así las dificultades y aflicciones. En él encontraréis la fuente de la alegría. Cristo os dice: سَلامي أُعطيكُم (Mi paz os doy). Aquí está la revolución que Cristo ha traído, la revolución del amor.
Las frustraciones que se presentan no os deben conducir a refugiaros en mundos paralelos como, entre otros, el de las drogas de cualquier tipo, o el de la tristeza de la pornografía. En cuanto a las redes sociales, son interesantes, pero pueden llevar fácilmente a una dependencia y a la confusión entre lo real y lo virtual. Buscad y vivid relaciones ricas de amistad verdadera y noble. Adoptad iniciativas que den sentido y raíces a vuestra existencia, luchando contra la superficialidad y el consumo fácil. También os acecha otra tentación, la del dinero, ese ídolo tirano que ciega hasta el punto de sofocar a la persona y su corazón. Los ejemplos que os rodean no siempre son los mejores. Muchos olvidan la afirmación de Cristo, cuando dice que no se puede servir a Dios y al dinero (cf. Lc 16,13). Buscad buenos maestros, maestros espirituales, que sepan indicaros la senda de la madurez, dejando lo ilusorio, lo llamativo y la mentira.

Sed portadores del amor de Cristo. ¿Cómo? Volviendo sin reservas a Dios, su Padre, que es la medida de lo justo, lo verdadero y lo bueno. Meditad la Palabra de Dios. Descubrid el interés y la actualidad del Evangelio. Orad. La oración, los sacramentos, son los medios seguros y eficaces para ser cristianos y vivir «arraigados y edificados en Cristo, afianzados en la fe» (Col 2,7). El Año de la fe que está para comenzar será una ocasión para descubrir el tesoro de la fe recibida en el bautismo. Podéis profundizar en su contenido estudiando el Catecismo, para que vuestra fe sea viva y vivida. Entonces os haréis testigos del amor de Cristo para los demás

Por tanto, Cristo os invita a hacer como él, a acoger sin reservas al otro, aunque pertenezca a otra cultura, religión o país. Hacerle sitio, respetarlo, ser bueno con él, nos hace siempre más ricos en humanidad y fuertes en la paz del Señor.
La fraternidad es una anticipación del cielo. Y la vocación del discípulo de Cristo es ser «levadura» en la masa, como dice san Pablo: «Un poco de levadura hace fermentar toda la masa» (Ga 5,9). Sed los mensajeros del evangelio de la vida y de los valores de la vida. Resistid con valentía a aquello que la niega: el aborto, la violencia, el rechazo y desprecio del otro, la injusticia, la guerra. Así irradiaréis la paz en vuestro entorno.
Él no ha vencido el mal con otro mal, sino tomándolo sobre sí y aniquilándolo en la cruz mediante el amor vivido hasta el extremo. Descubrir de verdad el perdón y la misericordia de Dios, permite recomenzar siempre una nueva vida. No es fácil perdonar. Pero el perdón de Dios da la fuerza de la conversión y, a la vez, el gozo de perdonar. El perdón y la reconciliación son caminos de paz, y abren un futuro.

Jóvenes libaneses, sois la esperanza y el futuro de vuestro país. Vosotros sois el Líbano, tierra de acogida, de convivencia, con una increíble capacidad de adaptación. Y, en estos momentos, no podemos olvidar a esos millones de personas que forman la diáspora libanesa, y que mantienen fuertes lazos con su país de origen. Jóvenes del Líbano, sed acogedores y abiertos, como Cristo os pide y como vuestro país os enseña.Para terminar, volvámonos a María, la Madre del Señor, Nuestra Señora del Líbano. Ella os protege y acompaña desde lo alto de la colina de Harissa, vela como madre por todos los libaneses y por tantos peregrinos que acuden de todas partes para encomendarle sus alegrías y sus penas. Esta tarde, confiamos a la Virgen María y al Beato Juan Pablo II, que me precedió aquí, vuestras vidas, las de todos los jóvenes del Líbano y de los países de la región, especialmente de los que sufren la violencia o la soledad, de los que necesitan consuelo. Que Dios os bendiga a todos. Y ahora, todos juntos, la imploramos.
ENCUENTRO CON LOS JÓVENESDISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI Explanada frente al Patriarcado maronita de Bkerké Sábado 15 de septiembre de 2012






En este domingo en el que Evangelio nos interroga sobre la verdadera identidad de Jesús, henos aquí con los discípulos por la senda que conduce a los pueblos de la región de Cesarea de Filipo. «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc 8,29), les preguntó Jesús. El momento elegido para plantear esta cuestión tiene un significado. Jesús se encuentra en un momento decisivo de su existencia. Sube hacia Jerusalén, hacia el lugar donde, por la cruz y la resurrección, se cumplirá el acontecimiento central de nuestra salvación. Jerusalén es también donde, al final de estos acontecimientos, nacerá la Iglesia. Y cuando, en ese momento decisivo, Jesús pregunta primero a sus seguidores: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (Mc 8,27), las respuestas que le dan son muy diferentes: Juan el Bautista, Elías, un profeta. También hoy, como a lo largo de los siglos, aquellos, que de una u otra manera, han encontrado a Jesús en su camino, ofrecen sus respuestas. Éstas son aproximaciones que pueden permitir encontrar el camino de la verdad. Pero, aunque no sean necesariamente falsas, siguen siendo insuficientes, pues no llegan al corazón de la identidad de Jesús. Sólo quien se compromete a seguirlo en su camino, a vivir en comunión con él en la comunidad de los discípulos, puede tener un conocimiento verdadero. Entonces es cuando Pedro, que desde hacía algún tiempo había vivido con Jesús, dará su respuesta: «Tú eres el Mesías» (Mc 8,29). Respuesta acertada sin duda alguna, pero aún insuficiente, puesto que Jesús advirtió la necesidad de precisarla. Se percataba de que la gente podría utilizar esta respuesta para propósitos que no eran los suyos, para suscitar falsas esperanzas terrenas sobre él. Y no se deja encerrar sólo en los atributos del libertador humano que muchos esperan.

Al anunciar a sus discípulos que él deberá sufrir y ser ajusticiado antes de resucitar, Jesús quiere hacerles comprender quién es de verdad. Un Mesías sufriente, un Mesías servidor, no un libertador político todopoderoso. Él es siervo obediente a la voluntad de su Padre hasta entregar su vida. Es lo que anunciaba ya el profeta Isaías en la primera lectura. Así, Jesús va contra lo que muchos esperaban de él. Su afirmación sorprende e inquieta. Y eso explica la réplica y los reproches de Pedro, rechazando el sufrimiento y la muerte de su maestro. Jesús se muestra severo con él, y le hace comprender que quien quiera ser discípulo suyo, debe aceptar ser un servidor, como él mismo se ha hecho siervo.

Decidirse a seguir a Jesús, es tomar su Cruz para acompañarle en su camino, un camino arduo, que no es el del poder o el de la gloria terrena, sino el que lleva necesariamente a la renuncia de sí mismo, a perder su vida por Cristo y el Evangelio, para ganarla. Pues se nos asegura que este camino conduce a la resurrección, a la vida verdadera y definitiva con Dios. Optar por acompañar a Jesucristo, que se ha hecho siervo de todos, requiere una intimidad cada vez mayor con él, poniéndose a la escucha atenta de su Palabra, para descubrir en ella la inspiración de nuestras acciones. Al promulgar el Año de la fe, que comenzará el próximo 11 de octubre, he querido que todo fiel se comprometa de forma renovada en este camino de conversión del corazón. A lo largo de todo este año, os animo vivamente, pues, a profundizar vuestra reflexión sobre la fe, para que sea más consciente, y para fortalecer vuestra adhesión a Jesucristo y su evangelio.

Hermanos y hermanas, el camino por el que Jesús nos quiere llevar es un camino de esperanza para todos. La gloria de Jesús se revela en el momento en que, en su humanidad, él se manifiesta el más frágil, especialmente después de la encarnación y sobre la cruz. Así es como Dios muestra su amor, haciéndose siervo, entregándose por nosotros. ¿Acaso no es esto un misterio extraordinario, a veces difícil de admitir? El mismo apóstol Pedro lo comprenderá sólo más tarde.
En la segunda lectura, Santiago nos ha recordado cómo este seguir a Jesús, para ser auténtico, exige actos concretos: «Yo con mis obras, te mostraré la fe» (2,18). Servir es una exigencia imperativa para la Iglesia y, para los cristianos, el ser verdaderos servidores, a imagen de Jesús. El servicio es un elemento fundacional de la identidad de los discípulos de Cristo (cf. Jn 13,15-17). La vocación de la Iglesia y del cristiano es servir, como el Señor mismo lo ha hecho, gratuitamente y a todos, sin distinción. Por tanto, en un mundo donde la violencia no cesa de extender su rastro de muerte y destrucción, servir a la justicia y la paz es una urgencia, para comprometerse en aras de una sociedad fraterna, para fomentar la comunión. Queridos hermanos y hermanas, imploro particularmente al Señor que conceda a esta región de Oriente Medio servidores de la paz y la reconciliación, para que todos puedan vivir pacíficamente y con dignidad. Es un testimonio esencial que los cristianos deben dar aquí, en colaboración con todas las personas de buena voluntad. Os hago un llamamiento a todos a trabajar por la paz. Cada uno como pueda y allí dónde se encuentre.
SANTA MISA Y ENTREGA DE LA EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL
PARA ORIENTE MEDIOHOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Beirut City Center Waterfront  Domingo 16 de septiembre de 2012



 Queridos hermanos y hermanas, dirijámonos ahora a María, Nuestra Señora del Líbano, en torno a la cual se encuentran los cristianos y los musulmanes. Pidámosle que interceda ante su divino Hijo por vosotros y, en particular, implorando el don de la paz para los habitantes de Siria y los países vecinos. Conocéis bien la tragedia de los conflictos y de la violencia, que genera tantos sufrimientos. Desgraciadamente, el ruido de las armas continúa escuchándose, así como el grito de las viudas y de los huérfanos. La violencia y el odio invaden sus vidas, y las mujeres y los niños son las primeras víctimas. ¿Por qué tanto horror? ¿Por qué tanta muerte? Apelo a la comunidad internacional. Apelo a los países árabes de modo que como hermanos, propongan soluciones viables que respeten la dignidad de toda persona humana, sus derechos y su religión. Quien quiere construir la paz debe dejar de ver en el otro un mal que debe eliminar. No es fácil ver en el otro una persona que se debe respetar y amar, y sin embargo es necesario, si se quiere construir la paz, si se quiere la fraternidad (cf. 1 Jn 2,10-11; 1 P 3,8-12). Que Dios conceda a vuestro país, a Siria y a Oriente Medio el don de la paz de los corazones, el silencio de las armas y el cese de toda violencia. Que los hombres entiendan que  todos son hermanos. María, que es nuestra Madre, comprende nuestras preocupaciones y necesidades. Con los patriarcas y los obispos aquí presentes, encomiendo a Oriente Medio bajo su materna protección (cf. Proposición 44). Que con la ayuda de Dios nos convirtamos, trabajando con ardor por instaurar la paz necesaria para una vida armoniosa entre hermanos, no importa su proveniencia o convicciones religiosas. Ahora oremos: Angelus Domini...
 
BENEDICTO XVI ÁNGELUS Beirut City Center Waterfront Domingo 16 de septiembre de 2012







El mundo árabe y el mundo entero habrán visto, en estos momentos de turbación, a los cristianos y a los musulmanes reunidos para celebrar la paz. Es tradición de Oriente Medio recibir al huésped de paso con consideración y respeto, y vosotros lo habéis hecho. Os lo agradezco a todos. Pero, a la consideración y al respeto, habéis añadido algo más: algo parecido a una de esas famosas especias orientales que enriquecen el sabor de los alimentos: vuestro calor y vuestro corazón, que me han despertado el deseo de volver. Os lo agradezco de manera especial. Que Dios os bendiga por ello.
Pido a Dios por el Líbano, para que viva en paz y resista con valentía todo lo que pueda destruirla o minarla. Deseo que el Líbano siga permitiendo la pluralidad de las tradiciones religiosas, sin dejarse llevar por la voz de aquellos que se lo quieren impedir. Le deseo que fortalezca la comunión entre todos sus habitantes, cualquiera que sea su comunidad o su religión, rechazando resueltamente todo lo que pueda llevar a la desunión y optando con determinación por la fraternidad. He aquí las flores que agradan a Dios, las virtudes posibles y que convendría consolidar enraizándolas más. 

La Virgen María, venerada con tierna devoción por los fieles de las confesiones religiosas aquí presentes, es un modelo seguro para avanzar con esperanza por el camino de una fraternidad vivida y auténtica. El Líbano lo ha entendido bien al proclamar desde hace algún tiempo el 25 de marzo como día festivo, permitiendo así a todos sus habitantes vivir con más serenidad su unidad. Que la Virgen María, cuyos antiguos santuarios son tan numerosos en vuestro país, siga acompañándoos e inspirándoos.
CEREMONIA DE DESPEDIDA DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Aeropuerto Internacional Rafik Hariri, Beirut  Domingo 16 de septiembre de 2012


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