Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo

Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo
Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo

jueves, 11 de abril de 2013

Así es nuestro Dios, es un padre para nosotros











Ciudad del Vaticano, 10 abril 2013 (VIS).-El Santo Padre ha dedicado la catequesis de la audiencia general de los miércoles al valor salvífico de la resurrección de Jesús. Después de haber recorrido la Plaza de San Pedro en automóvil descubierto y saludado a los miles de personas que aplaudían a su paso, el Papa ha explicado que la fe cristiana “se basa en la muerte y resurrección de Cristo, como una casa construida sobre los cimientos: si estos ceden, toda la casa se derrumba. En la cruz, Jesús se ofrece a sí mismo ;tomando sobre sí nuestros pecados y descendiendo en el abismo de la muerte y en la resurrección los derrota, los elimina y abre el camino para renacer a una nueva vida”.

“Con la resurrección de Jesús -ha proseguido- sucede algo absolutamente nuevo: somos liberados de la esclavitud del pecado y nos convertimos en hijos de Dios, somos engendrados a una nueva vida. ¿Cuando ocurre ésto? En el Sacramento del Bautismo que en la antigüedad, se recibía normalmente por inmersión ... después del cual los bautizados salían de la pila y se ponían la nueva vestidura blanca, es decir nacían a una nueva vida, sumergiéndose en la muerte y resurrección de Cristo. En la Carta a los Romanos San Pablo escribe: “Habéis recibido el Espíritu que os hace hijos adoptivos, por medio del cual exclamamos:" ¡Abba! Padre ". El Espíritu que hemos recibido en el bautismo nos enseña, nos empuja a llamar a Dios “Padre” o mejor. “Abbà” que significa “papá”. Así es nuestro Dios: es un papá para nosotros. Este es el don más grande que recibimos del Misterio Pascual de Jesús. Dios nos trata como hijos, nos comprende, nos perdona, nos abraza, nos ama aun cuando nos equivocamos”.

Sin embargo, esta relación filial con Dios “no es como un tesoro que escondemos en un rincón de nuestras vidas: debe crecer, ser alimentada cada día con la escucha de su Palabra la oración, la participación en los sacramentos, sobre todo la Penitencia y la Eucaristía y la caridad. ¡Podemos vivir como hijos! Esta es nuestra dignidad, tenemos dignidad de hijos. Comportémonos como verdaderos hijos. Esto significa que cada día tenemos que dejar que Cristo nos transforme ...significa tratar de vivir como cristianos, tratar de seguirle, incluso si vemos nuestras limitaciones y nuestras debilidades. La tentación de dejar de lado a Dios para ponernos a nosotros mismos en el centro nos acecha siempre...Por eso tenemos que tener el valor de la fe y no dejarnos llevar por la mentalidad de quien nos dice: "Dios no hace falta, no es importante para ti." Al contrario, sólo comportándonos como hijos de Dios, sin desanimarnos por las caídas, sintiendo que nos ama nuestra vida será nueva, inspirada por la serenidad y la alegría. ¡Dios es nuestra fuerza! ¡Dios es nuestra esperanza!

“Nosotros somos los primeros que tienen que mantenerse firmes en esta esperanza y ser un signo visible, claro y brillante para todos- ha subrayado el Obispo de Roma- El Señor resucitado es la esperanza que no falla, que no defrauda . ¿Cuántas veces en nuestra vida las esperanzas se desvanecen? ¿Cuántas veces las expectativas de nuestros corazones no se hacen realidad? La esperanza de los cristianos es fuerte, segura, arraigada en esta tierra, donde Dios nos ha llamado a caminar, y está abierta a la eternidad, porque está fundada en Dios, que es siempre fiel... Ser cristiano no se reduce a seguir unas órdenes: quiere decir estar en Cristo, pensar, actuar y amar como Él, es dejar que él tome posesión de nuestra vida y la cambie, la transforme, para liberarla de la oscuridad del mal y del pecado”.

“A quien nos pide dar cuenta de la esperanza que hay en nosotros, mostremósle a Cristo Resucitado y hagámoslo con el anuncio de la Palabra, pero sobre todo con nuestra vida de resucitados. Mostremos la alegría de ser hijos de Dios, que nos da la libertad de vivir en Cristo, que es la verdadera libertad, la de la esclavitud del mal, del pecado y de la muerte! Miremos a la patria celestial y así tendremos una nueva luz y más fuerza en nuestras tareas y esfuerzos diarios. Es un valioso servicio que tenemos que prestar a este mundo nuestro que a menudo ya no es capaz de levantar la mirada hacia arriba, hacia Dios”.

Al final de la audiencia el Papa ha bajado a la Plaza para saludar y abrazar a las personas discapacitadas que asistían a la catequesis.

CATEQUESIS COMPLETA


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!:
En la última Catequesis, nos hemos centrado en el acontecimiento de la Resurrección de Jesús, en el que las mujeres tuvieron un rol particular. Hoy me gustaría reflexionar sobre su significado salvífico. ¿Qué significa la Resurrección para nuestra vida? ¿Y por qué sin ella es vana nuestra fe? Nuestra fe se basa en la muerte y resurrección de Cristo, así como una casa construida sobre los cimientos: si estos ceden, se derrumba toda la casa.


En la cruz, Jesús se ofreció a sí mismo tomando sobre sí nuestros pecados y, descendiendo al abismo de la muerte, es con la Resurrección que la vence, la pone a un lado y nos abre el camino para renacer a una nueva vida. San Pedro lo expresa brevemente al comienzo de su Primera carta, como hemos escuchado: "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible" (1, 3-4).

El Apóstol nos dice que con la resurrección de Jesús llega algo nuevo: somos liberados de la esclavitud del pecado y nos volvemos hijos de Dios, somos engendrados por lo tanto a una vida nueva. ¿Cuando se realiza esto para nosotros? En el Sacramento del Bautismo. En la antigüedad, este se recibía normalmente por inmersión. El que sería bautizado, bajaba a una bañera grande del Baptisterio, dejando sus ropas, y el obispo o el presbítero le vertía por tres veces el agua sobre la cabeza, bautizándolo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

A continuación, el bautizado salía de la bañera y se ponía un vestido nuevo, que era blanco: había nacido así a una vida nueva, sumergiéndose en la muerte y resurrección de Cristo. Se había convertido en hijo de Dios. San Pablo en la Carta a los Romanos dice: "Ustedes han recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar:" ¡Abbá, Padre!" (Rm. 8,15).
Es el mismo Espíritu que hemos recibido en el bautismo que nos enseña, nos impulsa a decir a Dios: "Padre", o más bien, " Abbá", que significa "padre". Así es nuestro Dios, es un padre para nosotros. El Espíritu Santo suscita en nosotros esta nueva condición de hijos de Dios. Y esto es el mejor regalo que recibimos del Misterio Pascual de Jesús. Es Dios que nos trata como hijos, nos comprende, nos perdona, nos abraza, nos ama aún cuando cometemos errores. Ya en el Antiguo Testamento, el profeta Isaías dice que aunque una madre pueda olvidarse del hijo, Dios nunca nos olvida, en ningún momento (cf. 49,15). ¡Y esto es hermoso!

Sin embargo, esta relación filial con Dios no es como un tesoro que guardamos en un rincón de nuestras vidas, sino que debe crecer, debe ser alimentado cada día por la escucha de la Palabra de Dios, la oración, la participación en los sacramentos, especialmente de la Penitencia y de la Eucaristía, y de la caridad. ¡Podemos vivir como hijos!
Y esta es nuestra dignidad --tenemos la dignidad de hijos. ¡Comportémonos como verdaderos hijos! Esto significa que cada día debemos dejar que Cristo nos transforme y nos haga semejantes a Él; significa tratar de vivir como cristianos, tratar de seguirlo, a pesar de nuestras limitaciones y debilidades. La tentación de dejar a Dios a un lado para ponernos al centro nosotros, siempre está a la puerta y la experiencia del pecado daña nuestra vida cristiana, nuestra condición de hijos de Dios.
Por eso debemos tener la valentía de la fe y no dejarnos llevar por la mentalidad que nos dice: "Dios no es necesario, no es importante para ti", y otras cosas más. Es justamente lo contrario: solo comportándonos como hijos de Dios, sin desanimarnos por nuestras caídas, por nuestros pecados, sentiéndonos amados por Él, nuestra vida será nueva, inspirados en la serenidad y en la alegría. ¡Dios es nuestra fuerza! ¡Dios es nuestra esperanza!

Queridos hermanos y hermanas, antes que nada debemos tener  bien firme esta esperanza, y debemos ser un signo visible, claro y brillante para todos. El Señor resucitado es la esperanza que no falla, que no defrauda (cf. Rm. 5,5). La esperanza no defrauda. ¡Aquella del Señor! ¡Cuántas veces en nuestra vida las esperanzas se desvanecen, cuántas veces las expectativas que llevamos en nuestro corazón no se realizan! La esperanza de nosotros los cristianos es fuerte, segura y sólida en esta tierra, donde Dios nos ha llamado a caminar, y está abierta a la eternidad, porque está fundada en Dios, que es siempre fiel.
No hay que olvidarlo: Dios es siempre fiel; Dios es siempre fiel a nosotros. Estar resucitados con Cristo por el bautismo, con el don de la fe, para una herencia que no se corrompe, nos lleva a buscar aún más las cosas de Dios, a pensar más en Él, a rezarle más. Ser cristiano no se reduce a seguir órdenes, sino que significa estar en Cristo, pensar como él, actuar como él, amar como Él; es dejar que él tome posesión de nuestra vida y que la cambie, la transforme, la libere de las tinieblas del mal y del pecado.

Queridos hermanos y hermanas, a los que nos piden razones de la esperanza que está en nosotros (cf. 1 P. 3,15), señalemos al Cristo Resucitado. Señalémoslo con la proclamación de la Palabra, pero sobre todo con nuestra vida de resucitados. ¡Mostremos la alegría de ser hijos de Dios, la libertad que nos da al vivir en Cristo, que es la verdadera libertad, la que nos salva de la esclavitud del mal, del pecado y de la muerte!
Miremos a la Patria celeste, tendremos una nueva luz y fuerza aún en nuestras obligaciones y en el esfuerzo cotidiano. Es un valioso servicio que le debemos dar a nuestro mundo, que a menudo ya no puede mirar a lo alto, que no es capaz de elevar la mirada hacia Dios.





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