Sacerdotes de Santiago participaron en el día de la santificación del clero
El jueves 31 de mayo por la mañana, más de
doscientos presbíteros de Santiago participaron en una jornada de
reflexión sobre la esencia del sacerdocio en el Santuario de Schonstatt.
Más de doscientos
presbíteros de la mayoría de las parroquias de Santiago asistieron a una
jornada de reflexión en el día de santificación del clero. “Estamos
invitados a ser sacerdotes de acuerdo al corazón de Cristo”, afirmó
monseñor Ricardo Ezzati, Arzobispo de Santiago, tras participar del día
de santificación del clero. “Me acordaba esta mañana de una meditación
que hacía mi fundador a sus hermanos salesianos. Él decía que uno estaba
llamado a ser sacerdote siempre: Cuando estaba en el altar, en el
confesionario, cuando estaba en la oficina de un ministro y cuando
estaba en el patio jugando con los jóvenes”, sostuvo. “La santidad del
sacerdote consiste en ser auténticos y humildes representantes de
Jesucristo a través de toda la vida y con toda su vida, donde quiera que
esté”, manifestó.
Luego del rezo de tercia, el Vicario General del Arzobispado de
Santiago, presbítero Rodrigo Tupper, expuso ante sus hermanos sacerdotes
la reflexión: “El presbítero como ministro de la palabra, de la
eucaristía, de la comunión eclesial y de la caridad”.
Amigos y servidores de Jesús
Somos los amigos de Jesús, dijo el padre Tupper casi al inicio de su
intervención. Los consagrados reciben una “invitación singular en su
amistad y de profundizar en su servicio”, afirmó. “Es una elección que
ciertamente no se agota en nosotros pues, a pesar de ser hecha a los
doce, es una elección que abarca a todos los miembros de la Iglesia que
Jesucristo encabeza. Sin embargo, también es verdad que hay para los
obispos, los presbíteros, los diáconos y los hermanos y hermanas de
especial consagración, una invitación singular en su amistad y de
profundizar en su servicio”, explicó. “Es el privilegio de los que han
dejado casa, padre, madre, hijos y hermanos para servir a Jesús y para
servir con Jesús. Un privilegio que por venir del Hijo hecho siervo de
Dios, nos pone por debajo y no por arriba de los bautizados y de
quienes, sin conocerlo, buscan a Dios, buscan al Señor”, dijo a los
asistentes.
Esta amistad entre el presbítero y Jesucristo debe traducirse en
servicio. “Nuestro título de honor es, entonces, ser
ministros-servidores de Jesús, sirviéndolo a El a lo largo de toda su
existencia y en la hondura de todo su misterio”, sostuvo. En este
sentido llamó la atención sobre la tentación del señorío que acecha a
los discípulos de Jesús. En su reflexión manifestó claramente que “a
Jesús sólo se le puede comprender desde la humildad, desde los últimos
lugares, desde el lavado de los pies, incluso desde esta teología de
rodillas, como dicen algunos. Es decir a El sólo se le puede comprender
desde la forma en que El ha querido mostrarse a la humanidad… haciéndose
siervo por amor”. Ahondando en este punto realizó una exaltación de
servicio no como una actividad de segunda clase, sino como una manera de
ser el alma de este mundo. Más tarde señaló que la clave de el
presbiterado discipular y misionero está “en la donación servicial”, ya
que allí “se experimenta el gozo de ser ministros del Señor: servidores
de la Palabra, de la Eucaristía, de la Comunión, de la Caridad. No hay
otro camino”, aseveró. “Los caminos de los dominadores, de los altivos,
de los abusadores, son caminos viejos, demasiado traqueteados como para
ser capaz de levantar la mirada”, añadió.
Finalmente relevó la actitud de María al visitar a su prima Isabel como
ejemplo de caridad, de servicio y de comunión. “Si nos fijamos bien
–explicó-, son las cuatro dimensiones de nuestro servicio sacerdotal,
las cuatro dimensiones de la verdadera Iglesia postconciliar, las
dimensiones que fundan la vida de la humanidad, simplemente porque el
servicio lo recibimos para el bien de los demás y no para nuestra propia
edificación”. Concluyó: “Una sociedad en que falte la Palabra, el
sentido; en que se sofoque la gratitud, la bendición; en que se destruya
la comunión y se pervierta el amor, es una sociedad que no tiene nada
que ofrecer a sus habitantes. Por eso, nuestro servicio ministerial
realizado en Nombre de Jesús, nuestro amigo más cercano, y con el don
femenino del espíritu Mariano, no sólo construye la Iglesia. Es un
servicio que construye humanidad”.
Posteriormente, los presbíteros asistentes se reunieron en grupos para
reflexionar tres preguntas. La primera referida a lo que más les
entusiasma del servicio presbiteral, la segunda apuntó al aporte del
clero en la construcción de una nueva humanidad y la tercera, a los
aspectos que más cuestan en el servicio a los hermanos.
- Lea intervención completa del padre Rodrigo Tupper
Opiniones de los asistentes
“Este día es para ayudarnos a pedir perdón, porque hemos tenido muchos
dolores y que la gente ha lamentado. Muchas cosas no han estado bien y
no los hemos sabido acompañar. Deberíamos, como decía Rodrigo muy bien,
servir desde nuestra sencillez, volver a nuestros orígenes. La Iglesia
nació en Nazaret, sencilla, humilde y la hemos ido construyendo con
mucho autoritarismo, metiéndonos en la vida de las personas con poco
respeto y eso no nos hace bien”. Renato Giavio, párroco Jesús Servidor,
Peñalolén.
“Me llegó mucho el tema del servicio, planteado desde la alegría del
servicio, desde el enfoque de Jesús, que no es el de los poderosos. Me
gustó esa frase fuerte que dijo que los poderosos miran al pueblo de
Dios como a unos pobres infelices. Me impactó". David Mondaca, párroco
de San Vicente Palloti, Quinta Normal.
“Tengo mucha alegría de escuchar a un hermano mayor sacerdote que nos
anima en nuestra tarea tan hermosa del sacerdocio. Me quedo disfrutando y
gustando de la invitación a ser amigo de Jesús y de servir como lo
hacía Jesús, mirando desde abajo”. Fernando Valdiveso, vicario
parroquial Nuestra Señora de Las Mercedes, Puente Alto.
Santiago, 31/05/2012
El presbítero como ministro de la Palabra, de la Eucaristía, de la comunión eclesial y de la caridad
Servidores de Jesús y con Jesús
Día de Santificación del Clero Santuario de Schoensttat
31 de mayo de 2012
La Vicaría para el Clero ha tenido la bondad
de pedirme una breve reflexión sobre “El presbítero como ministro de la
Palabra, de la Eucaristía, de la Comunión Eclesial y de la Caridad”.
Sólo el título propuesto constituye una meditación porque, es obvio,
estas cuatro dimensiones conciliares del presbiterado no pueden tratarse
de una vez. Por otra parte, me estimula el hecho providencial de que
estemos reunidos justamente en la fiesta de la Visitación de la Virgen
María a Santa Isabel, pues en este acontecimiento se dan con nitidez las
cuatro dimensiones señaladas, unidas en torno al servicio, que es el
espíritu de fondo que las anima. Es decir, el ser ministros, o sea,
servidores de estas dimensiones de la misión presbiteral, a la cual
consagramos nuestra vida.
1. Somos los amigos de Jesús
Tenemos el enorme privilegio de haber sido elegidos por el Señor Jesús
para estar con Él y para ser enviados por El . Es una elección que
ciertamente no se agota en nosotros pues, a pesar de ser hecha a los
doce, es una elección que abarca a todos los miembros de la Iglesia que
Jesucristo encabeza. Sin embargo, también es verdad que hay para los
obispos, los presbíteros, los diáconos y los hermanos y hermanas de
especial consagración, una invitación singular en su amistad y de
profundizar en su servicio. Es el privilegio de los que han dejado casa,
padre, madre, hijos y hermanos para servir a Jesús y para servir con
Jesús. Un privilegio que por venir del Hijo hecho siervo de Dios, nos
pone por debajo y no por arriba de los bautizados y de quienes, sin
conocerlo, buscan a Dios, buscan al Señor. Podemos, entonces, decir con
todas sus letras que tenemos el enorme privilegio de haber sido elegidos
para servir como Jesús. ¿Habrá un servicio mayor y más hermoso en este
mundo? Verdaderamente, no sólo por teología sino por mi experiencia
personal, en estos veinte años de ministerio he aprendido que no hay
otra mejor ni más fecunda.
Es muy impresionante ver como Jesús se pone por debajo de la humanidad y
no teme ocupar el último lugar – el de los siervos – cuando se trata de
amar y de salvar a todos los elegidos. El se nos ofrece para ser
comido, alimentándonos con el Pan de la Palabra y el Pan de la Vida. Ese
es un auténtico privilegio. Es el privilegio de ser amigos y servidores
del que llega hasta el extremo del amor, entregándonos su Espíritu, su
vida, para que podamos vivir en comunión que es la condición esencial
para que el mundo “crea”. Por lo tanto el Señor no nos deja solos en la
elección: como buen amigo que nos pide estar con El, nos da el ejemplo,
permaneciendo con nosotros, con la fuerza de su Espíritu hasta el final
de los tiempos. De esa manera nos capacita para que en nuestra condición
de servidores podamos dar testimonio del amor entrañable de nuestro
Dios.
En el don de la vida de Jesús se sintetiza, de una manera maravillosa,
la Eucaristía, la Palabra, la Caridad y la Comunión Trinitaria. No hay
Palabra más plena de Jesús que el silencio de su desnudez en una Cruz,
despojado de todo, por amor. No hay Eucaristía más plena que el momento
en que El nos entrega su Cuerpo y derrama su Sangre para el perdón de
los pecados. No hay acto de amor mayor que este de dar la vida por los
que se ama. Y en medio de tan profunda donación y de tan doloroso
abandono, cuando parece que este impresionante sacrificio no llevara a
ninguna parte, emerge silenciosamente la mano del Padre que sostiene a
su Hijo en la Cruz y el Espíritu que lo conforta en sus últimos
momentos.
Esta presencia trinitaria transforma el árbol de la Cruz en Árbol de la
Vida; el patíbulo tan temido, en el Trono de la Misericordia – “el
tribunal de la gracia” - expresado en esa imagen tan conmovedora del
Padre que sostiene con sus manos el travesaño que muestra los brazos
abiertos de su Hijo Amado, clavados en el madero, dando su vida por la
salvación del mundo. Es el don de la vida que bebemos en cada Eucaristía
y que recibimos en el Perdón Sacramental. La Vida que se hace Unción de
los Enfermos y Viático de los moribundos. ¡Es que Dios Padre jamás
abandona a una hija o a un hijo caído, menos aún al Hijo Amado y a
aquellos que El mismo le ha confiado por ser sus amigos y servidores!
2. Somos servidores de Jesús
Nuestro título de honor es, entonces, ser ministros-servidores de Jesús,
sirviéndolo a El a lo largo de toda su existencia y en la hondura de
todo su misterio. Nuevamente es El quien nos ha dado el ejemplo del amor
preferencial. Así como El entra al mundo diciendo “he aquí, oh Dios,
que vengo a hacer tu voluntad”, María, Madre y discípula, dirá “he aquí
la esclava del Señor, hágase en mi según tu Palabra”. Esa es la
respuesta que se espera de nosotros que gozamos de manera preferente su
amistad. Es lo que decimos sacramentalmente el día de la ordenación: "sí
quiero, con la gracia de Dios”.
Es oportuno recordarlo:
El Señor Jesús, nuestro amigo, nos preguntó y nos sigue preguntando a través de nuestro Obispo que es presencia real del Señor:
“¿ Quieres unirte cada día más estrechamente a Cristo,
Sumo Sacerdote, que por nosotros se ofreció al Padre como Víctima Santa,
y unidos a El ofrecerte a Dios para la salvación de la humanidad ?
¡Sí, quiero hacerlo, con la gracia de Dios!”.
Ahora bien, desde el mismo momento en que acogemos el enorme privilegio
de ser los “amigos” de Jesús – para estar con El – empezamos a sentir el
deseo de ser los “amigos” enviados para salir con El a anunciar su
Palabra, a reunir en comunión a los que crean en su nombre, a través del
Bautismo y la Eucaristía, y a amar como El nos ha amado, especialmente a
los pobres, a los desvalidos, a los que no encuentran posada en este
mundo.
De esta manera nos transformamos en ministros del Señor en dos planos:
servimos al Señor que es la Palabra y servimos la Palabra del Señor en
la mesa de la humanidad, para que sean muchos y ojalá todos, los que
vengan a alimentarse del Pan que da la Vida eterna… Servimos al Señor
que personifica la Eucaristía y nos hacemos servidores del Bautismo, del
Perdón y de la Eucaristía en nombre del Señor. Servimos al Señor que es
amor y nos hacemos diáconos del amor en medio del mundo.
Y precisamente por servirlo en medio de este mundo, especialmente los
que somos sacerdotes seculares estamos llamados a tener simpatía por el
mundo, por los tiempos que vivimos, por las búsquedas de la gente de
este tiempo, así personalmente nos disgusten. En la medida en que somos
servidores de Jesús, no importan tanto nuestros gustos y opiniones,
siempre respetables. Lo que importa es saber qué le gusta a El… Y no
sólo lo que le gusta sino lo que está obrando ahora a través del Su
Espíritu Santo: a El le gusta “sanar al que está enfermo, ser fuente
del consuelo, gozo que enjuga las lágrimas, brisa en las horas de fuego y
reconforta en los duelos”, como lo acabamos de cantar en Pentecostés.
3. La tentación del señorío, es decir, del anti ministerio
Sin embargo, es precisamente en el vértice de nuestra vida, en este
hecho prodigioso de ser servidores del Señor y servidores en nombre del
Señor, el momento y el lugar donde el espíritu del mal viene a imponer
su propio señorío. Esto no es nuevo. Ya lo vivieron los apóstoles en
esas interminables discusiones a lo largo del camino o al terminar la
Última Cena, cuando querían saber quien se iba a sentar a la derecha y
quien a la izquierda, o quien sería el mayor entre ellos. La respuesta
siempre fue directa: el que quiera ser el mayor hágase el servidor de
todos:
“Los reyes de los paganos los tienen sometidos
y los que imponen su autoridad
llevan el título de benefactores.
Entre Uds., nada de eso:
el más importante entre Uds.
compórtese como si fuera el último
y el que manda como el que sirve […]
pues yo estoy entre Uds. como el que sirve”
Y para no fijarnos sólo en los apóstoles, preguntémonos con la mano en el corazón:
¿No tenemos, a veces, la tentación de sentirnos superiores a los laicos?
¿No sentimos la tentación de ser autoritarios en vez de ejercer el
servicio de la autoridad? ¿No sentimos la tentación de imponer nuestra
visión de Iglesia? ¿No nos pasa, a veces, pensar que no tenemos más que
aprender sobre teología, sobre liturgia, sobre la Escritura, sobre el
servicio de caridad de la Iglesia? ¿No se da en algunos de nosotros la
tentación de descuartizar el ministerio: es decir, yo sirvo la Palabra,
yo sirvo la Eucaristía… la solidaridad y la justicia son cosas de los
laicos? O al revés, lo que vale es lo social, lo de la espiritualidad es
demasiado etéreo para mi…
Muchas veces se nos acusa de caer en estas tentaciones: de ser señores
en vez de servidores, de ser impositivos en vez de propositivos, de
sentir que la Iglesia le pertenece al clero y, a lo más, a los
consagrados…
Estamos en el vértice, estamos en la clave: a Jesús sólo se le puede
comprender desde la humildad, desde los últimos lugares, desde el lavado
de los piés, incluso desde esta teología de rodillas, como dicen
algunos Es decir a El sólo se le puede comprender desde la forma en que
El ha querido mostrarse a la humanidad… haciéndose siervo por amor. Por
lo mismo, esta es la forma obligada de comprender el designio de Dios y
la acción del Espíritu Santo que se opone radicalmente al mundo carnal,
como nos enseña San Pablo, haciendo suyo ese himno de la primera
comunidad, al cual antepone una breve exhortación:
“No hagan nada por ambición o vanagloria, antes, con humildad, estimen a
los otros como superiores a Uds. mismos. Nadie busque su interés sino
el de los demás. Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús,
quien a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de der igual a Dios;
sino que se vació de sí
y tomó la condición de esclavo
haciéndose semejante a los hombres.
Y mostrándose en figura humana, se humilló
se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo exaltó,
y le concedió un Nombre superior a todo nombre,
para que ante el nombre de Jesús, toda rodilla se doble,
en el cielo, la tierra y el abismo;
y toda lengua confiese:
¡Jesucristo es Señor!, para gloria de Dios Padre”.
Por eso, mientras la Iglesia, nuestra Iglesia, mi parroquia, mi
comunidad, no se transforme en servidora de su hermano, de su hermana,
de su barrio, de la ciudad, del mundo, perdemos literalmente el tiempo
por nuestro antitestimonio, o pescaremos sólo con caña lo que puede
pescarse con la red. Pues, como dice un antiguo adagio de autor
desconocido: “El mundo es de quien lo ama y mejor sabe demostrárselo”
4. La recuperación del servicio
En fin, para bien y para mal somos ciudadanos del mundo en que vivimos
del que, siguiendo la Carta a Diogneto, estamos llamados a ser como el
alma [de este mundo] por nuestra manera de vivir. Y si hay algo que
escasea en la cultura de estos tiempos es el sentido del servicio.
Incluso la palabra “servicio” se usa menos que antes cuando era un
orgullo ser un “servidor público”, término que no se refería sólo al
empleado que trabaja para el Estado sino también a políticos y
magistrados. El término ha adquirido un sabor a “personal de servicio”
para designar empleos menores o menos considerados por la opinión común,
como que incluso en ciertos lugares públicos hay “baños de servicio” y
“puertas de servicio” para que estos empleados menores puedan transitar…
En cambio, en el ámbito de la fe, pertenecer a la raza del Siervo de
Yahvé es estar llamado a la vocación plena. Esa vocación de quien es
capaz de asumir en su propia carne el dolor de la humanidad. Puede que
la gente lo considere un fracasado, alguien castigado por Dios… y sin
embargo, es el servidor que tiene su carne herida por las transgresiones
de la humanidad. Esta es la forma creativa como El ha descubierto que
se pueden transformar en gracia, en vida. Esa es la actitud que
corresponde a un discípulo y seguidor de Jesús, el Siervo por excelencia
que, con la calidad de su donación, ha demostrado ser el Verbo, La
Palabra, creadora y salvadora. Ha demostrado también ser el que se pone a
la Mesa para servir su propia vida en alimento. Y ha demostrado que es
el camino para acoger la comunión trinitaria y gustarla en la comunión
de la familia humana.
Tal vez, para potenciar esta actitud clave del “ministerio pastoral” sea
necesario redescubrir el gozo de servir, la alegría de vivir como
servidores, como ese que nos muestra y nos enseña Jesús al lavar los
pies de los discípulos:
“Comprenden Uds. lo que acabo de hacer? Uds. me llaman maestro y Señor, y
dicen bien. Pues bien, si yo que soy el Maestro y el Señor les he
lavado los pies, también Uds. deben lavarse los pies unos a otros. Les
he dado ejemplo para que hagan lo mismo que yo hice con Uds. Yo les
aseguro que el sirviente no es más que su señor, ni el enviado más que
quien lo envía. ¡Serán felices si, sabiendo estas cosas, Uds. las ponen
en práctica”.
Siguiendo este mismo camino, la Conferencia de Aparecida nos exhorta
recordando las palabras del Papa Paulo VI en Evangelii Nuntiandi:
“Conservemos, pues, el fervor espiritual. Conservemos la dulce y
confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar
entre lágrimas. Hagámoslo —como Juan el Bautista, como Pedro y Pablo,
como los otros Apóstoles, como esa multitud de admirables
evangelizadores que se han sucedido a lo largo de la historia de la
Iglesia— con un ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de
extinguir.
Sea ésta la mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y ojalá que el
mundo actual —que busca a veces con angustia, a veces con esperanza—
pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes
y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del
Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante
todo en sí mismos, la alegría de Cristo, y aceptan consagrar su vida a
la tarea de anunciar el reino de Dios y de implantar la Iglesia en el
mundo”.
Por otra parte, si le preguntamos al pueblo de Dios por los presbíteros,
a quienes ama y necesita, Aparecida nos responde con un texto que
seguramente ya habremos meditado, pero que es conveniente recordar:
“El Pueblo de Dios siente la necesidad de presbíteros-discípulos: que
tengan una profunda experiencia de Dios, configurados con el corazón del
Buen Pastor, dóciles a las mociones del Espíritu, que se nutran de la
Palabra de Dios, de la Eucaristía y de la oración;
de presbíteros-misioneros; movidos por la caridad pastoral: que los
lleve a cuidar del rebaño a ellos confiados y a buscar a los más
alejados predicando la Palabra de Dios, siempre en profunda comunión con
su Obispo, los presbíteros, diáconos, religiosos, religiosas y laicos;
de presbíteros-servidores de la vida: que estén atentos a las
necesidades de los más pobres, comprometidos en la defensa de los
derechos de los más débiles y promotores de la cultura de la
solidaridad.
También de presbíteros llenos de misericordia, disponibles para administrar el sacramento de la reconciliación”.
La clave de este presbiterado discipular y misionero está precisamente
en la donación servicial en que se experimenta el gozo de ser ministros
del Señor: servidores de la Palabra, de la Eucaristía, de la Comunión,
de la Caridad. No hay otro camino. Es una actitud que trae contrariedad.
Nadie lo niega. Pero es el único camino original. Los caminos de los
dominadores, de los altivos, de los abusadores, son caminos viejos,
demasiado traqueteados como para ser capaz de levantar la mirada. Todos
ellos miran para abajo, para la tierra, y ven a la gente como pobres
infelices a quienes ellos y sólo ellos deben gobernar. En cambio, el
camino del servicio inaugurado por Jesús nos hace mirar para arriba,
ensanchando nuestros horizontes, el que mira hacia arriba descubre en la
gente el rostro de los “patroncitos” que piden nuestro servicio. Esa
actitud de quien mira hacia lo alto, refleja al hombre esperanzado, y la
esperanza siempre trae consigo la alegría, la esperanza está embarazada
de la alegría!!. Esta actitud nos hace estar atentos al don, y por
cierto al don del Espíritu que nos conduce a la plenitud de vida en la
resurrección para recibir de manos de Dios Padre el gozo que nada ni
nadie nos podrá arrebatar .
5. María, la servidora por excelencia
El día de hoy, lo decía, al comienzo, nos regala una mirada mariana de
nuestro ministerio, de nuestro servicio. En esta escena destaca la
Palabra, la de Isabel y la de María, verdaderas confesiones de fe que
han pasado a ser oración permanente de la Iglesia. Isabel confiesa a
María como “madre de mi Señor… bendita entre las mujeres y bendito el
fruto de tu vientre” . María, por su parte, animada por alguien que
logra atisbar su misterio, nos regala el Magníficat que nunca nos
cansamos de rezar, sobre todo cuando cae la tarde del día . En ambas
destaca la Caridad, el servicio: la joven Virgen de Nazaret que recorre
más de 100 kilómetros para ir a acompañar a su prima anciana que por
primera vez va a dar a luz en su vejez. Son tres meses de cariño, de
cuidados mutuos, de oración agradecida.
La escena destaca de manera impresionante la comunión entre estas santas
mujeres y el fruto bendito de cada vientre, que las habita, y culmina
en esa oración eucarística, la más hermosa, en que María bendice a Dios
por sus obras, por el cumplimiento de sus promesas, y por haber puesto
su mirada en esta humilde servidora, madre, imagen y figura de la Nueva
Humanidad, la de Jesús.
Si nos fijamos bien, son las cuatro dimensiones de nuestro servicio
sacerdotal, las cuatro dimensiones de la verdadera Iglesia
postconciliar, las dimensiones que fundan la vida de la humanidad,
simplemente porque el servicio lo recibimos para el bien de los demás y
no para nuestra propia edificación.
Una sociedad en que falte la Palabra, el sentido; en que se sofoque la
gratitud, la bendición; en que se destruya la comunión y se pervierta el
amor, es una sociedad que no tiene nada que ofrecer a sus habitantes.
Por eso, nuestro servicio ministerial realizado en Nombre de Jesús,
nuestro amigo más cercano, y con el don femenino del espíritu Mariano,
no sólo construye la Iglesia. Es un servicio que construye humanidad.
Concluyamos nuestra meditación con las palabras del ángel, diciendo
juntos: Dios te salve, María…
Rodrigo Tupper Altamirano, Pbro
Vicario General y Moderador de la Curia
Arzobispado de Santiago