CRISTIANISMO COMO ADVIENTO
¿ESTAMOS
SALVADOS? O, JOB HABLA CON DIOS
JOSEPH RATZINGER
LaA Iglesia celebra esta semana el adviento, y nosotros con ella.
Si reflexionamos sobre lo que aprendimos en nuestra infancia acerca del
adviento y su sentido, recordaremos que se nos dijo que la corona de adviento,
con sus luces, es un recuerdo de los miles de años (quizás miles de siglos) de
la historia de la humanidad antes de Jesucristo. Nos recuerda a todos aquella
época en que una humanidad irredenta esperaba la salvación. Nos trae a la
memoria las tinieblas de una historia todavía no redimida, en la que las luces
de la esperanza sólo se encendían lentamente hasta que, al fin, vino Cristo,
luz del mundo, y lo libró de las tinieblas de la condenación. Aprendimos
también que estos miles de años antes de Cristo eran un tiempo de condenación,
a causa del pecado original, mientras que los siglos posteriores al nacimiento
del Señor son «anni salutis reparatae», años de la salvación restablecida.
Recordaremos, finalmente, que se nos dijo que en adviento la Iglesia, además de
pensar en el pasado, en el período de condenación y de espera de la humanidad,
se fija también en la multitud de los que aún no han sido bautizados, para los
que todavía sigue siendo adviento, porque esperan y viven en las tinieblas de
la falta de salvación.
Si reflexionamos como hombres de nuestro siglo, y con las
experiencias del mismo, sobre las ideas aprendidas de niños, veremos que apenas
si podemos aceptarlas. La idea de que los años posteriores a Cristo, comparados
con los precedentes, son de salvación nos parecerá una cruel ironía si
recordamos fechas como 1914, 1918, 1933, 1939, 1945; fechas que indican los
períodos de guerras mundiales, en las que millones de hombres perdieron sus
vidas, a menudo en circunstancias espantosas; fechas que reviven el recuerdo de
atrocidades en las que la humanidad no se vio nunca anteriormente. Una fecha
(1933), que nos recuerda el comienzo de un régimen que alcanzó la perfección
más cruel en la práctica del asesinato en masa; y, finalmente, brota la memoria
de aquel año en el que la primera bomba atómica explotó sobre una ciudad
habitada, ocultando en su deslumbrante resplandor una nueva posibilidad de
tinieblas para el mundo.
Si pensamos en estas cosas, no nos resultará fácil dividir la
historia en un período de salvación y otro de condenación. Y si, ampliando aún
más nuestra visión, contemplamos la obra de destrucción y desgracia llevada a
cabo, en nuestro siglo y en los anteriores, por los cristianos (es decir por
los que nos llamamos hombres «salvos»), no seremos capaces de dividir los
pueblos en salvados y condenados. Si somos sinceros, no volveremos a construir
una teoría que distribuya la historia y los mapas en zonas de salvación y zonas
de condenación. Más bien, nos aparecerá toda la historia como una masa gris, en
la que siempre es posible vislumbrar los resplandores de una bondad que no ha
desaparecido por completo, en la que siempre se encuentran en los hombres
anhelos de hacer el bien, pero en la que también siempre se producen fracasos
que conducen a las atrocidades del mal. En esta reflexión queda claro que el adviento
no es (como quizá pudo decirse antiguamente) un santo entretenimiento de la
liturgia que, por así decir, nos presenta el pasado y nos muestra lo que
entonces ocurrió, para que podamos gozar con mayor alegría y felicidad la
salvación de nuestros días. Tras las ideas anteriores, tendremos que reconocer
que el adviento no es un puro recuerdo y distracción sobre el pasado, sino que
el adviento es nuestro presente, nuestra realidad: la Iglesia no juega; nos
muestra la realidad de nuestra existencia cristiana. Con este período del año
litúrgico despierta nuestras conciencias, forzándonos a reconocer la falta de
salvación no como un hecho que se dio alguna vez en el mundo, y que todavía se
da en algún sitio, sino como un hecho situado en medio de nosotros y de la
Iglesia.
Me parece que en esto corremos un cierto peligro: querer
ocultarnos la realidad. Vivimos, por así decir, con los ojos cerrados, porque
tememos que nuestra fe no pueda soportar la luz plena y deslumbradora de los
hechos. Nos encerramos en nosotros mismos y procuramos no pensar en ellos para
no derrumbarnos. Pero una fe que se oculta la mitad, o más, de los hechos, es
en el fondo una forma de negación de la fe o al menos una forma muy profunda de
credulidad mezquina, que teme que la fe no pueda competir con la realidad. No
se atreve a aceptar que ella es la fuerza que vence al mundo.
Por el contrario, creer verdaderamente significa contemplar la
realidad con corazón valiente y abierto, aunque esto vaya contra la imagen que
a veces nos hemos hecho de la fe. Algo típico de la existencia cristiana es que
nos abrevamos a hablar con Dios desde el abismo de nuestras tinieblas y
tentaciones, igual que Job. Es esencial que no pensemos ofrecer a Dios
solamente una mitad de nuestro ser (la parte buena), reservando el resto por
temor a enojarlo. No; precisamente ante él podemos y debemos colocar, sin
ambages, toda la carga de nuestra existencia. Olvidamos demasiado que en el
libro de Job, transmitido por la sagrada Escritura, Dios proclama, al final,
que Job es justo, aunque le ha dirigido los más duros reproches; mientras que
sus amigos son falsos oradores, a pesar de haber defendido a Dios, y haber
buscado a todo una solución bonita y una respuesta.
Comenzar el adviento no significa otra cosa que hablar con Dios
igual que Job. Significa ver con valentía toda la realidad, el peso de nuestra
existencia cristiana, y presentarla ante el rostro justiciero y salvador de
Dios, aunque no podamos dar ninguna respuesta —como Job—, sino que tengamos que
dejársela a Dios, manifestándole qué faltos de palabras nos encontramos en
nuestra oscuridad.
La promesa incumplida
Intentemos, pues, reflexionar ahora en la presencia de Dios sobre
esta plena realidad del adviento, que no es un juego, sino la esencia de
nuestra vida cristina. Tomo dos imágenes y pensamientos de la sagrada
Escritura, que muestran patentemente la forma en que nos afectan a los hombres
de hoy los problemas del adviento y la manera de experimentar su realidad; pero
no lo hago para efectuar un análisis profano, sino intentando entablar un
diálogo con Dios.
En el profeta Isaías (c. 11) se encuentra la visión del tiempo
mesiánico, cuando haya llegado el retoño de David, el salvador. Sobre este
período se dice:
Habitará el lobo con el cordero, y el leopardo se acostará con el
cabrito, y comerán juntos el becerro y el león, y un niño pequeño los
pastoreará. La vaca pacerá con la osa, y las crías de ambas se echarán juntas,
y el león, como el buey, comerá paja. El niño de pecho jugará junto al agujero
del áspid, y el recién destetado meterá la mano en la caverna del basilisco. No
habrá ya más daño ni destrucción en todo mi monte santo, porque estará llena la
tierra del conocimiento del Señor, como llenan las aguas el mar (Is 11, 6-9).
Se describe la época del mesías como un nuevo paraíso. Es verdad
que muchas de estas cosas son simple imagen. Pues el que los osos y corderos,
los leones y las vacas vivan tranquilamente juntos es, naturalmente, una visión
imaginaria que desea expresar algo más profundo. No esperamos que se produzca
esto en nuestro mundo. Pero el texto cala mucho más hondo; esta imagen habla de
la paz, que será la señal de los hombres salvados. Dice que los hombres
redimidos son hombres de paz; que no actúan ya con malicia, malvadamente,
porque la tierra está llena del conocimiento de Dios, que la cubre como un mar.
Los hombres salvos —dice el texto— viven de la cercanía y de la realidad de
Dios, de forma que son plenamente pacíficos.
Pero, ¿qué ha sucedido de esta visión en la Iglesia, entre
nosotros que nos llamamos «salvados»? Todos sabemos que no se ha cumplido, que
el mundo ha sido, y sigue siendo más que nunca, un mundo de lucha, de
inquietud, un mundo que vive de la guerra de unos contra otros, un mundo
marcado con la ley de la maldad, de la enemistad y del egoísmo; un mundo que no
está cubierto por el conocimiento de Dios —como la tierra por las aguas—, sino
que vive alejado de él, en medio de tinieblas.
Esto nos conduce a un segundo pensamiento, que se impone cuando
leemos la profecía de la nueva alianza en Jeremías:
Esta será la alianza que yo haré con la casa de Israel en aquellos
días, palabra de Yavé. Yo pondré mi ley en ellos y la escribiré en su
corazón... (Jer 31, 33). E Isaías dice lo mismo con más claridad: Todos tus hijos serán
adoctrinados por Yavé (Is 54,
13).
En el Nuevo Testamento, el mismo Señor cita este texto (Jn 6, 45),
indicando que en el tiempo de la nueva alianza ya no es necesario que unos
hombres hablen a otros de Dios, porque todos están llenos de su presencia. En
los Hechos de los apóstoles se vuelve a insistir en esta idea; en el discurso
de pentecostés recuerda san Pedro una profecía semejante del profeta Joel, y
dice que ahora se ha cumplido esta palabra:
Sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu
sobre todos los hombres, y profetizarán vuestros hijos e hijas (Hech 2, 17; Joel 3, 1-5).
Una vez más hemos de reconocer lo lejos que nos encontramos de un
mundo en el que no es necesario ser instruido sobre Dios, porque él está
presente en nosotros mismos. Se ha afirmado que nuestro siglo se caracteriza
por un fenómeno totalmente nuevo: por la incapacidad del hombre para
relacionarse con Dios. El desarrollo social y espiritual ha provocado la
aparición de un tipo de hombre que juzga inválidos todos los puntos de partida
para conocer a Dios. Sea esto verdad o no, hemos de conceder que la lejanía de
Dios, la oscuridad y problemática sobre él, son hoy más intensas que nunca;
incluso nosotros, que nos esforzamos por ser creyentes, tenemos con frecuencia
la sensación de que la realidad de Dios se nos ha escapado de las manos. No nos
preguntamos a menudo: ¿sigue él sumergido en el inmenso silencio de este mundo?
¿No tenemos a veces la impresión de que, después de mucho reflexionar, sólo nos
quedan palabras, mientras la realidad de Dios se encuentra más lejana que
nunca?
Demos un nuevo paso. Creo que la auténtica tentación del cristiano
de hoy no consiste en el problema teórico de si Dios existe, o si es trino y
uno; tampoco en si Cristo es, simultáneamente, Dios y hombre. Lo que hoy nos
angustia y nos tienta es, más bien, el hecho de la inoperabilidad del
cristianismo: tras dos mil años de historia cristiana no vemos que se haya
producido una nueva realidad en el mundo; éste sigue inmerso en los mismos
temores, dudas y esperanzas que antes. También en nuestra existencia individual
advertimos la debilidad de la realidad cristiana en comparación con todas las
otras fuerzas que nos agobian. Y si, después de vivir cristianamente en medio
de todos los esfuerzos y tentaciones, sacamos el resultado final, nos invadirá
de nuevo el sentimiento de que la realidad se nos ha escapado, de que la hemos
perdido, y sólo nos queda un último recurso a la débil lucecilla de nuestra
buena voluntad. Entonces, en estos momentos de desánimo, cuando recorremos
retrospectivamente nuestro camino, brota la pregunta: ¿para qué todo este
conjunto del dogma, del culto y de la Iglesia, si al final volvemos a
encontrarnos sumergidos en nuestra propia miseria? Esto nos hace volver al
problema del mensaje del Señor: ¿qué es lo que él ha anunciado en realidad, y
qué ha traído a los hombres? Recordaremos que, según la narración de san
Marcos, todo el mensaje de Cristo se compendia en estas palabras:
Se ha cumplido el tiempo, y el reino de Dios está cercano: arrepentíos
y creed en el evangelio (Mc 1.
15).
«Se ha cumplido el tiempo, el reino de Dios ha llegado». Tras
estas palabras se encuentra toda la historia de Israel, ese pequeño pueblo que
fue juguete de las potencias mundiales, y que probó sucesivamente todas las
formas de gobierno existentes; hasta que, al fin, al ver que éstas no le traían
la salvación, se dio cuenta de su fracaso. Aprendió muy bien que, cuando
gobiernan los hombres, las cosas ocurren muy humanamente, es decir con muchas
miserias e irresoluciones. En esta experiencia de una historia llena de
desengaño, de servidumbre, de injusticia, Israel anheló cada vez más
fuertemente un reino que no fuese de los hombres, sino de Dios; un reino de
Dios en el que reinaría el verdadero Señor del mundo y de la historia.
Gobernaría él, que es la misma verdad y justicia, para que, por fin, las únicas
fuerzas dominantes en el hombre fuesen la salvación y el derecho. El Señor
responde a esta espera represada a través de los siglos cuando dice: ha llegado
el tiempo, ha llegado el reino de Dios. No es difícil imaginar la esperanza que
producirían estas palabras. Pero también es muy comprensible nuestro desencanto
cuando contemplamos lo que ha sucedido.
La teología cristiana, que se encontró pronto con esta discrepancia
entre espera y cumplimiento, hizo del reino de Dios un reino celeste, situado
en el más allá; la salvación del hombre la convirtió en salvación del alma, que
también se realiza en el más allá, después de la muerte. Pero con esto no da
ninguna respuesta. Porque lo grandioso del mensaje consiste en que el Señor no
habla solamente del más allá y del alma, sino que llama a todo el hombre en su
corporalidad y en cuanto incluido en la historia y la sociedad; lo grandioso
consiste en que promete su reino a unos hombres que viven corporalmente con
otros hombres. Cuanto más bello es este conocimiento redescubierto por la
investigación bíblica en nuestro siglo (que Cristo no sólo miraba al más allá,
sino que se refería al hombre concreto), tanto mayor puede ser nuestro
desengaño y desánimo cuando contemplamos la historia real que no es
verdaderamente un reino de Dios.
Podemos ampliar estas ideas si nos fijamos en el mensaje moral de
Jesús, en esas palabras del sermón del monte, que contraponen a la casuística
de los fariseos un simple llamamiento al bien:
Habéis oído que se dijo a los antiguos: no matarás; el que matare
será reo de juicio. Pero yo os digo que todo el que se irrita contra su hermano
será reo de juicio; el que le dijere «tonto» será reo ante el sanedrín y el que
le dijere «loco» será reo de la gehenna del fuego (Mt 5, 21 s).
Cuando escuchamos estas palabras nos encanta la sencillez con que
se destruyen las distinciones morales de la casuística, con que se prescinde de
una teología moral que pretende capacitar al hombre para engañar a Dios con artimañas
y procurarse la salvación. Nos entusiasma la sencillez con que no exige un
precepto particular sino un «sí» incondicionado al bien. Pero cuando
reflexionamos más de cerca sobre las palabras «el que dice a su hermano
"tonto" será reo del infierno», nos resulta un juicio terrible, y la
casuística de los fariseos casi llega a parecernos una forma de compasión, ya
que al menos intenta conciliar el precepto con la debilidad humana.
Podemos aún reflexionar sobre lo que dijo Cristo a los dignatarios
del Antiguo Testamento y a sus discípulos: cómo exigió que ya no hubiese más
títulos, ya que todos son hermanos al vivir del mismo Padre (Mt 23, 1-12). ¡Con
qué frecuencia hemos conciliado estas palabras, en la teoría y en la práctica,
con las realidades que experimentamos en la Iglesia, con todos los rangos y
distintivos, con todo el fausto cortesano! Pero hay cosas más profundas que
estos problemas externos que, si bien no debemos infravalorar, tampoco debemos
exagerar. Nos vemos forzados a preguntar: ¿no se ha desmoronado el ministerio
neotestamentario en su misma esencia? San Agustín tuvo que decir a sus fieles
que las duras palabras del Señor contra los servidores del Antiguo Testamento
servían también para los servidores de la Iglesia:
En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los
fariseos. Haced, pues, y guardad lo que os digan, pero no los imitéis en las
obras, porque ellos dicen y no hacen. Atan pesadas cargas sobre las espaldas de
los hombres, pero ellos ni con un dedo hacen por moverlas (Mt 23, 24).
¿Estamos salvados?
Pasemos ahora de la Escritura a la teología y veamos cómo ha
explicado la salvación. Advertimos que ha seguido dos caminos, el de la
teología occidental y el de la oriental. La teología occidental ha construido
un sistema propio; dice que Dios fue infinitamente injuriado por el pecado, de
forma que era necesaria una reparación infinita. Esta reparación infinita, que
no podía ofrecerla ningún hombre, la llevó a cabo Cristo, el Hombre-Dios. El
individuo particular recibe este beneficio a través de la fe y del bautismo, de
manera que se le perdona la culpa general e indeleble que precede a cualquier
otro pecado particular. Pero en este nuevo ámbito en que se encuentra debe
andar con mucho cuidado. Cuando entra en la arena de la vida cristiana tiene la
impresión de no haber sido salvado, como si en este sistema de gracia se
hubiese quedado en un lugar inaccesible, teniendo el hombre que actuar y
merecer sin su auxilio. De este modo, el sistema salva realmente la idea de la
redención, pero ésta no actúa en la vida sino que permanece en algún sitio
oculto, en un ámbito inabarcable de injuria y bondad infinitas, mientras
nuestra existencia se desarrolla en las mismas tentaciones y dificultades, como
si toda esta construcción no existiese.
La teología oriental ha explicado la salvación como una victoria
conseguida por Cristo sobre el pecado, la muerte y el demonio. Estas potencias
han sido vencidas por el Señor de una vez para siempre, y así el mundo está
salvado Pero insistamos: cuando contemplamos la realidad de nuestras vidas,
¿quién se atreve a afirmar que estas fuerzas del pecado han sido derrotadas?
Por nuestra propia existencia, llena de tentaciones, sabemos muy bien el poder
inmenso que conservan. Y, ¿quién puede decir seriamente que la muerte ha sido
vencida? Quizás nos enfrentamos aquí con el aspecto más humano de la
no-salvación del hombre: en todas nuestras enfermedades, debilidades, soledades
y necesidades seguimos sometidos al poder de la muerte y de su incesante
presencia.
El Dios oculto
Es adviento. Y cuando reflexionamos en todas estas cosas que
teníamos que decir —como Job hablando con Dios— experimentamos con plena
evidencia que realmente todavía hoy sigue siendo adviento para nosotros. Pienso
que debemos aceptar esto con sencillez. El adviento es una realidad incluso
para la Iglesia. Dios no ha dividido la historia en una mitad luminosa y otra
oscura. No ha dividido a los hombres en «salvados» y «condenados». Sólo existe
una única e indivisible historia, caracterizada en su totalidad por la
debilidad y miseria del hombre, y situada bajo el compasivo amor de Dios, que
la abraza y acoge completamente 1.
Nuestro siglo nos obliga a conocer la realidad del adviento de
forma totalmente nueva: la realidad de que hubo un adviento, pero que todavía
hoy sigue habiéndolo. La realidad de que sólo existe una humanidad ante Dios.
Que toda ella se encuentra en tinieblas, pero también que está iluminada por la
luz de Dios. Y si es verdad que existió y existe un adviento, esto significa
que Dios no fue puro pasado para ningún período precedente de la historia. Al
contrario, Dios es origen para todos nosotros, ya que venimos de él; pero es
también el futuro hacia el que caminamos. Lo que significa que no podemos
encontrar a Dios más que saliéndole al encuentro cuando se acerca a nosotros
esperando y exigiendo que nos pongamos en marcha. Sólo podemos encontrar a Dios
en este éxodo, en este salir de la comodidad presente para correr hacia el
oculto resplandor del Dios que se aproxima.
La imagen de Moisés, subiendo al monte y entrando en la nube para
encontrar a Dios, es válida para todos los tiempos. Dios sólo puede ser
encontrado —incluso en la Iglesia— si subimos al monte y entramos en la nube
del enigma de Dios, oculto en este mundo. Los pastores de Belén, al comienzo de
la historia neotestamentaria, enseñan lo mismo de otra forma. Se les dice: «Esto tendréis por señal:
encontraréis al niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre» (/Lc/02/12). Con otras palabras: la señal
para los pastores es que no encontrarán ninguna señal, sino sólo a Dios hecho
niño; y, a pesar de este ocultamiento, deben creer en la cercanía de Dios. La
señal exige de ellos que aprendan a descubrir a Dios en la incógnita de su
ocultamiento. La señal exige de ellos que reconozcan que no es posible
encontrar a Dios en las realidades perceptibles de este mundo, sino sólo
saltando por encima de ellas.
Ciertamente, Dios ha puesto una señal en la grandeza y fuerza del
universo, tras el que rastreamos algo de su poder creador. Pero la auténtica
señal, la que él ha elegido, es el ocultamiento, comenzando por el pequeño
pueblo de Israel y pasando a través del niño de Belén hasta morir en cruz
pronunciando las palabras: «Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46). Esta señal nos indica que las
realidades de la verdad y del amor, las auténticas realidades de Dios, no son
adquiribles en el mundo cuantitativo, sino que sólo pueden ser halladas cuando,
pasando sobre éste, nos introducimos en un orden nuevo 2, Pascal ha expresado
esta idea en su grandiosa teoría de los tres órdenes. Según él, existe en
primer lugar el orden de la cantidad, poderosa e inconmensurable: el objeto
inagotable de las ciencias naturales. El orden del espíritu —el segundo gran
ámbito de la realidad— aparece, desde el punto de vista de lo cuantitativo,
como la pura nada, pues no abarca un espacio que se pueda medir. Y, a pesar de
todo, un solo espíritu (Pascal cita como ejemplo el espíritu matemático de
Arquímedes), un solo espíritu, decíamos, es más grande que todo el orden del
mundo cuantitativo, porque este espíritu, que no tiene peso, ni longitud, ni
anchura, puede medir todo el cosmos. Mas por encima de él se encuentra el orden
del amor. También éste, desde el punto de vista del «espíritu», de la
inteligencia científica, como Arquímedes, es pura nada, pues le falta la
comprobación científica y no aporta nada a este ámbito. Y, sin embargo, un
único impulso del amor es infinitamente más grande que todo el orden del
espíritu, porque representa la verdadera fuerza creadora, vivificadora y
salvadora 3. A esta nada de la verdad y del amor, que no obstante es en
realidad el verdadero uno y todo, nos conducirá el enigma de Dios, ya que él
está oculto en este mundo y sólo puede ser encontrado en el ocultamiento. Es
adviento. Todas nuestras respuestas son parciales. Lo primero que debemos
aceptar es esta realidad continua del adviento. Si lo hacemos, empezaremos a
conocer que la frontera entre «antes de Cristo» y «después de Cristo» no está
marcada en la historia ni en los mapas, sino que sólo atraviesa nuestro propio
corazón. En la medida en que vivamos del egoísmo, cerrados en nosotros mismos,
seremos de «antes de Cristo». Pero roguemos al Señor en este período de
adviento que nos conceda no ser ni de «antes de Cristo» ni de «después de él»,
sino el vivir realmente con Cristo y en Cristo: con él, que es el mismo ayer,
hoy, y por los siglos (Heb 13, 8).
SER CRISTIANO. SIGUEME.
SALAMANCA,1967. págs. 13-28