(Selección de Juan José Silvestre)
Ofrecemos una selección de textos de Benedicto XVI que tienen como tema central la Sagrada Liturgia.
Estos textos manifiestan que «en la relación con la liturgia se decide el destino de la fe y de la Iglesia»[1]. En efecto,«detrás de las diversas maneras de concebir la liturgia hay, como de costumbre, maneras diversas de entender la Iglesia y, por consiguiente, a Dios y las relaciones del hombre con Él. El tema de la liturgia no es en modo alguno marginal: ha sido el Concilio quien nos ha recordado que tocamos aquí el corazón de la fe cristiana»[2]. Esperamos contribuir así «a hacer que la liturgia sea comprendida de un modo siempre más profundo y celebrada dignamente»[3].
1. Encuentro con los sacerdotes de la diócesis de Albano, Castelgandolfo, 31 de agosto de 2006.
Por lo que respecta a la vida interior, a la que usted ha aludido, es esencial para nuestro servicio sacerdotal. El tiempo que dedicamos a la oración no es un tiempo sustraído a nuestra responsabilidad pastoral, sino que es precisamente “trabajo” pastoral, es orar también por los demás. En el «Común de pastores» se lee que una de las características del buen pastor es que «multum oravit pro fratribus». Es propio del pastor ser hombre de oración, estar ante el Señor orando por los demás, sustituyendo también a los demás, que tal vez no saben orar, no quieren orar o no encuentran tiempo para orar. Así se pone de relieve que este diálogo con Dios es una actividad pastoral.
Por consiguiente, la Iglesia nos da, casi nos impone —aunque siempre como Madre buena— dedicar tiempo a Dios, con las dos prácticas que forman parte de nuestros deberes: celebrar la santa misa y rezar el breviario. Pero más que recitar, hacerlo como escucha de la Palabra que el Señor nos ofrece en la liturgia de las Horas. Es preciso interiorizar esta Palabra, estar atentos a lo que el Señor nos dice con esta Palabra, escuchar luego los comentarios de los Padres de la Iglesia o también del Concilio, en la segunda lectura del Oficio de lectura, y orar con esta gran invocación que son los Salmos, a través de los cuales nos insertamos en la oración de todos los tiempos. Ora con nosotros el pueblo de la antigua Alianza, y nosotros oramos con él. Oramos con el Señor, que es el verdadero sujeto de los Salmos. Oramos con la Iglesia de todos los tiempos. Este tiempo dedicado a la liturgia de las Horas es tiempo precioso. La Iglesia nos da esta libertad, este espacio libre de vida con Dios, que es también vida para los demás.
Así, me parece importante ver que estas dos realidades, la santa misa, celebrada realmente en diálogo con Dios, y la liturgia de las Horas, son zonas de libertad, de vida interior, que la Iglesia nos da y que constituyen una riqueza para nosotros. Como he dicho, en ellas no sólo nos encontramos con la Iglesia de todos los tiempos, sino también con el Señor mismo, que nos habla y espera nuestra respuesta. Así aprendemos a orar, insertándonos en la oración de todos los tiempos y nos encontramos también con el pueblo.
Pensemos en los Salmos, en las palabras de los profetas, en las palabras del Señor y de los Apóstoles; pensemos en los comentarios de los santos Padres. Hoy tuvimos el maravilloso comentario de san Columbano sobre Cristo, fuente de «agua viva», de la que bebemos. Orando nos encontramos también con los sufrimientos del pueblo de Dios hoy. Estas oraciones nos hacen pensar en la vida de cada día y nos guían al encuentro con la gente de hoy. Nos iluminan en este encuentro, porque a él no sólo acudimos con nuestra pequeña inteligencia, con nuestro amor a Dios, sino que también aprendemos, a través de esta palabra de Dios, a llevarles a Dios. Esto es lo que ellos esperan: que les llevemos el «agua viva», de la que habla hoy san Columbano.
La gente tiene sed. Y trata de apagar esta sed con diversas diversiones. Pero comprende bien que esas diversiones no son el «agua viva» que necesitamos. El Señor es la fuente del «agua viva». Pero en el capítulo 7 de san Juan nos dice que todo el que cree se convierte en una «fuente», porque ha bebido de Cristo. Y esta «agua viva» (v. 38) se transforma en nosotros en agua que brota, en una fuente para los demás.
Así, tratemos de beberla en la oración, en la celebración de la santa misa, en la lectura; tratemos de beber de esta fuente para que se convierta en fuente en nosotros, y podamos responder mejor a la sed de la gente de hoy, teniendo en nosotros el «agua viva», teniendo la realidad divina, la realidad del Señor Jesús, que se encarnó. Así podremos responder mejor a las necesidades de nuestra gente.
2. Discurso al final del encuentro con los obispos de Suiza, 9 de noviembre de 2006.
Por eso, la pastoral tiene como misión fundamental enseñar a orar y aprenderlo personalmente cada vez más. Hoy existen escuelas de oración, grupos de oración; se ve que la gente la desea. Muchos buscan la meditación en alguna otra parte, porque piensan que en el cristianismo no pueden encontrar la dimensión espiritual. Nosotros debemos mostrarles de nuevo que esta dimensión espiritual no sólo existe, sino que además es la fuente de todo.
Con este fin debemos multiplicar esas escuelas de oración, donde se enseñe a orar juntos, donde se pueda aprender la oración personal en todas sus dimensiones: como escucha silenciosa de Dios, como escucha que penetra en su Palabra, que penetra en su silencio, que sondea su acción en la historia y en mi persona; comprender también su lenguaje en mi vida y luego aprender a responder orando con las grandes plegarias de los Salmos del Antiguo y del Nuevo Testamento.
Las palabras para dirigirnos a Dios no las tenemos por nosotros mismos, sino que nos han sido concedidas: el Espíritu Santo mismo ya ha formulado palabras de oración para nosotros; podemos penetrar en ellas, orar con ellas, aprendiendo así también la oración personal, aprendiendo cada vez más “a Dios” para tener certeza de él, aunque calle; para alegrarnos en Dios.
Este íntimo estar con Dios y, por tanto, la experiencia de la presencia de Dios es lo que nos permite experimentar continuamente, por decirlo así, la grandeza del cristianismo, y luego nos ayuda también a atravesar todos los pequeños detalles en los cuales, ciertamente, debemos vivirlo y realizarlo día a día, sufriendo y amando, en la alegría y en la tristeza.
Desde esta perspectiva, a mi entender, se ve el significado de la liturgia también precisamente como escuela de oración, en la que el Señor mismo nos enseña a orar, en la que oramos con la Iglesia, tanto en la celebración sencilla y humilde con unos cuantos fieles, como también en la fiesta de la fe. Ahora, en las diversas conversaciones, he vuelto a comprobar precisamente cuán importante es para los fieles, por una parte, el silencio en el contacto con Dios y, por otra, la fiesta de la fe; cuán importante es poder vivir la fiesta.
También el mundo tiene sus fiestas. Nietzsche llegó a decir: sólo podemos hacer fiesta si Dios no existe. Pero eso es absurdo: sólo puede haber una verdadera fiesta si Dios existe y nos toca. Y sabemos que estas fiestas de la fe abren de par en par el corazón de la gente y producen impresiones que ayudan con vistas al futuro. En mis visitas pastorales a Alemania, Polonia y España he comprobado nuevamente que allí la fe se vive como una fiesta y que acompaña luego a las personas y las guía.
3. Discurso en el encuentro con los párrocos y sacerdotes de la diócesis de Roma. 22 de febrero de 2007.
En la liturgia el Señor nos enseña a rezar, primero dándonos su Palabra y después introduciéndonos mediante la oración eucarística en la comunión con su misterio de vida, de cruz y de resurrección. San Pablo dijo en una ocasión que «no sabemos cómo pedir para orar como conviene» (Rm 8, 26): no sabemos cómo rezar, qué decirle a Dios. Por eso Dios nos ha dado las palabras para la oración, tanto en el Salterio, como en las grandes oraciones de la sagrada liturgia o en la misma liturgia eucarística. Aquí nos enseña a rezar. Entramos en la oración que se ha formado a lo largo de los siglos bajo la inspiración del Espíritu Santo, y nos unimos al coloquio de Cristo con el Padre. Por tanto, la liturgia es sobre todo oración: primero escucha y después respuesta, sea en el salmo responsorial, sea en la oración de la Iglesia, sea en la gran plegaria eucarística. La celebramos bien, si la celebramos con actitud “orante”, uniéndonos al misterio de Cristo y a su coloquio de Hijo con el Padre. Si celebramos la Eucaristía de este modo, primero como escucha y después como respuesta, o sea, como oración con las palabras indicadas por el Espíritu Santo, la celebramos bien. Y la gente es atraída a través de nuestra oración común hacia la comunidad de los hijos de Dios.
4. Discurso a los monjes cistercienses de la Abadía de Heiligenkreuz. 9 de septiembre de 2007.
Con placer, en mi peregrinación a la Magna Mater Austriae, he venido también a la abadía de Heiligenkreuz, que no es sólo una etapa importante en la via sacra que lleva a Mariazell, sino también el más antiguo monasterio cisterciense del mundo que ha seguido activo sin ninguna interrupción. He querido venir a este lugar rico en historia, para atraer la atención hacia la directriz fundamental de san Benito, según cuya Regla viven también los cistercienses. San Benito dispone concisamente que «no se anteponga nada al Oficio divino» (Regula Benedicti 43, 3).
Por eso, en un monasterio de inspiración benedictina, las alabanzas a Dios, que los monjes celebran como solemne plegaria coral, tienen siempre la prioridad. Ciertamente, gracias a Dios, no sólo los monjes oran; también lo hacen otras personas: niños, jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, personas casadas y solteras; todos los cristianos oran o, al menos, deberían hacerlo.
En la vida de los monjes, sin embargo, la oración tiene una importancia especial: es el centro de su tarea profesional. En efecto, ejercen la profesión de orante. En la época de los Padres de la Iglesia, la vida monástica se definía como vida al estilo de los ángeles, pues se consideraba que la característica esencial de los ángeles era ser adoradores. Su vida es adoración. Esto debería valer también para los monjes. Ante todo, no oran por una finalidad específica, sino simplemente porque Dios merece ser adorado. «Confitemini Domino, quoniam bonus!», «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia», exhortan varios Salmos (por ejemplo, Sal 106, 1). Por eso, esta oración sin finalidad específica, que quiere ser puro servicio divino, se llama con razón officium. Es el “servicio” por excelencia, el “servicio sagrado” de los monjes. Se ofrece al Dios trino que, por encima de todo, es digno “de recibir la gloria, el honor y el poder” (Ap 4, 11), porque ha creado el mundo de modo maravilloso y de modo aún más maravilloso lo ha renovado.
Al mismo tiempo, el officium de los consagrados es también un servicio sagrado a los hombres y un testimonio para ellos. Todo hombre lleva en lo más íntimo de su corazón, de modo consciente o inconsciente, la nostalgia de una satisfacción definitiva, de la máxima felicidad; por tanto, en el fondo, de Dios. Un monasterio en el que la comunidad se reúne varias veces al día para alabar a Dios testimonia que este deseo humano originario no cae en el vacío: Dios creador no nos ha puesto a los hombres en medio de tinieblas espantosas donde, andando a ciegas, deberíamos buscar desesperadamente un sentido último fundamental (cf. Hch 17, 27); Dios no nos ha abandonado en un desierto de la nada, sin sentido, donde, en definitiva, nos espera sólo la muerte. No. Dios ha iluminado nuestras tinieblas con su luz, por obra de su Hijo Jesucristo. En él Dios ha entrado en nuestro mundo con toda su “plenitud” (cf. Col 1, 19); en él, toda verdad, de la que sentimos nostalgia, tiene su origen y su culmen (cf. Gaudium et spes, 22).
Nuestra luz, nuestra verdad, nuestra meta, nuestra satisfacción, nuestra vida no es una doctrina religiosa, sino una Persona: Jesucristo. Mucho más allá de nuestra capacidad de buscar y desear a Dios, ya antes hemos sido buscados y deseados, más aún, encontrados y redimidos por él. La mirada de los hombres de todos los tiempos y de todos los pueblos, de todas las filosofías, religiones y culturas, encuentra finalmente los ojos abiertos del Hijo de Dios crucificado y resucitado; su corazón abierto es la plenitud del amor. Los ojos de Cristo son la mirada del Dios que ama. La imagen del Crucificado sobre el altar, cuyo original romano se encuentra en la catedral de Sarzana, muestra que esta mirada se dirige a todo hombre. En efecto, el Señor mira el corazón de cada uno de nosotros.
El alma del monaquismo es la adoración, vivir al estilo de los ángeles. Sin embargo, al ser los monjes hombres de carne y sangre en esta tierra, al imperativo central ora, san Benito añadió un segundo: labora. Según el concepto de san Benito, así como de san Bernardo, no sólo la oración forma parte de la vida monástica, sino también el trabajo, el cultivo de la tierra de acuerdo con la voluntad del Creador. Así, a lo largo de los siglos, los monjes, partiendo de su mirada dirigida a Dios, han hecho que la tierra fuera acogedora y hermosa. Su labor de salvaguardia y desarrollo de la creación provenía precisamente de su mirada puesta en Dios. En el ritmo del ora et labora la comunidad de los consagrados da testimonio del Dios que en Jesucristo nos mira; y el hombre y el mundo, mirados por él, se convierten en buenos.
No sólo los monjes rezan el officium; siguiendo la tradición monástica, la Iglesia ha establecido para todos los religiosos, y también para los sacerdotes y los diáconos, el rezo del Breviario. Es importante que también las religiosas y los religiosos, los sacerdotes y los diáconos –y, naturalmente, los obispos– en la oración diaria “oficial” se presenten ante Dios con himnos y salmos, con acción de gracias y plegarias sin finalidades específicas.
Queridos hermanos en el ministerio sacerdotal y diaconal; queridos hermanos y hermanas en la vida consagrada, sé que se requiere disciplina; más aún, a veces también es preciso superarse a sí mismo para rezar fielmente el Breviario; pero mediante este officium recibimos al mismo tiempo muchas riquezas: ¡cuántas veces, al rezarlo, el cansancio y el abatimiento desaparecen! Y donde se alaba y se adora con fidelidad a Dios, no falta su bendición. Con razón se dice en Austria: «Todo depende de la bendición de Dios».
5. Homilía en la Vigilia Pascual, 22 de marzo de 2008.
En la Iglesia antigua existía la costumbre de que el obispo o el sacerdote, después de la homilía, exhortara a los creyentes exclamando: «Conversi ad Dominum», «Volveos ahora hacia el Señor». Eso significaba ante todo que ellos se volvían hacia el este, en la dirección por donde sale el sol como signo de Cristo que vuelve, a cuyo encuentro vamos en la celebración de la Eucaristía. Donde, por alguna razón, eso no era posible, dirigían su mirada a la imagen de Cristo en el ábside o a la cruz, para orientarse interiormente hacia el Señor. Porque, en definitiva, se trataba de este hecho interior: de la conversio, de dirigir nuestra alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios vivo, hacia la luz verdadera.
Además, se hacía también otra exclamación que aún hoy, antes del Canon, se dirige a la comunidad creyente: «Sursum corda», «Levantemos el corazón», fuera de la maraña de nuestras preocupaciones, de nuestros deseos, de nuestras angustias, de nuestra distracción. Levantad vuestro corazón, vuestra interioridad. Con ambas exclamaciones se nos exhorta de alguna manera a renovar nuestro bautismo. Conversi ad Dominum: siempre debemos apartarnos de los caminos equivocados, en los que tan a menudo nos movemos con nuestro pensamiento y nuestras obras. Siempre tenemos que dirigirnos a él, que es el camino, la verdad y la vida. Siempre hemos de ser «convertidos», dirigir toda la vida a Dios. Y siempre tenemos que dejar que nuestro corazón sea sustraído de la fuerza de gravedad, que lo atrae hacia abajo, y levantarlo interiormente hacia lo alto: hacia la verdad y el amor.
En esta hora damos gracias al Señor, porque en virtud de la fuerza de su palabra y de los santos sacramentos nos indica el itinerario correcto y atrae hacia lo alto nuestro corazón. Y lo pedimos así: Sí, Señor, haz que nos convirtamos en personas pascuales, hombres y mujeres de la luz, llenos del fuego de tu amor. Amén
6. Prefacio al primer volumen de mis escritos, 29 de junio de 2008, en J. Ratzinger, ‘Opera omnia. Teologia della Liturgia’, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2010, p. 5-9[4]
El Concilio Vaticano II inició sus labores con la discusión del esquema sobre la liturgia, que luego fue solemnemente votado el 4 de diciembre de 1963 como primer fruto de la gran asamblea de la Iglesia, con el rango de una constitución. Que el tema de la liturgia fuera su primer resultado fue considerado a primera vista más bien una casualidad. El Papa Juan había convocado la asamblea de obispos con una decisión compartida por todos con alegría, para reafirmar la presencia del cristianismo en una época de profundos cambios, pero sin proponer un determinado programa. Desde la comisión preparatoria se había reunido una amplia serie de proyectos. Pero faltaba una brújula para poder encontrar el camino en medio de esta abundancia de propuestas. Entre tantos proyectos el texto sobre la sagrada liturgia pareció ser aquel sobre el cual había menos discusión. Así, se presentó como el más adecuado, como una especie de ejercicio –por llamarlo así– con el cual los Padres podían aprender los métodos de trabajo conciliar.
Lo que a simple vista podría parecer una casualidad, también se revela –mirando a partir de la jerarquía de los temas y de las tareas de la Iglesia– como la cosa intrínsecamente más correcta. Comenzando con el tema “liturgia”, se puso inequívocamente a la luz el primado de Dios, la prioridad del tema “Dios”. Dios ante todo, así nos lo dice el inicio de la constitución sobre la liturgia. Cuando la mirada de Dios no es determinante todo lo demás pierde su orientación. Las palabras de la regla benedictina «Ergo nihil Operi Dei praeponatur» (43, 3: «Por lo tanto no se anteponga nada a la obra de Dios») valen en modo específico para el monaquismo, pero tienen valor, como orden de las prioridades, también para la vida de la Iglesia y de cada uno en el modo que le corresponde. Quizá es útil recordar aquí que en el término “ortodoxia” la segunda mitad de la palabra, “doxa”, no significa “opinión” sino “esplendor”, “glorificación”: no se trata de una correcta opinión sobre Dios, sino de un modo correcto de glorificarlo, de darle una respuesta. Ya que esta es la pregunta fundamental del hombre que comienza a entenderse a sí mismo de la manera correcta: ¿cómo debo encontrar a Dios? Así, aprender el modo correcto de adorar –la ortodoxia– es lo que nos viene dado sobre todo por la fe.
Cuando decidí, después de algunas indecisiones, aceptar el proyecto de una edición de todas mis obras, me quedó claro inmediatamente que debería valer en ella el orden de las prioridades del Concilio, y que por lo tanto el primer volumen en salir debía ser el que contenía mis escritos sobre la liturgia. La liturgia de la Iglesia ha sido para mí, desde mi infancia, la actividad central de mi vida, y también se ha vuelto, en la escuela teológica de maestros como Schmaus, Söhngen, Pascher y Guardini, en el centro de mi trabajo teológico. Como materia específica he escogido la teología fundamental, porque quería ante todo ir hasta el fondo de la pregunta “¿por qué creemos?” Pero en esta pregunta estaba incluida desde el inicio la otra sobre la correcta respuesta que se ha de dar a Dios, y por tanto también la pregunta sobre el servicio divino. Precisamente desde este punto deben ser entendidos mis trabajos sobre la liturgia. No me interesaban los problemas específicos de la ciencia litúrgica, sino el anclarse de la liturgia en el acto fundamental de nuestra fe y por tanto también su lugar en nuestra entera existencia humana .
Este volumen recoge entonces todos mis trabajos de pequeña y mediana dimensión con los cuales en el curso de los años, en ocasiones y desde perspectivas diferentes, he tomado posición sobre cuestiones litúrgicas. Después de todas las contribuciones que nacieron de este modo, fui impulsado finalmente a presentar una visión de conjunto que apareció en el año jubilar del 2000 bajo el título “El espíritu de la liturgia. Una introducción” y que constituye el texto central de este libro.
Lamentablemente casi todas las reseñas se centraron en un pequeño capítulo: “El altar y la orientación de la oración en la liturgia”. Los lectores de las reseñas debieron deducir que la obra completa trataba sólo de la orientación de la celebración y que su contenido se reducía a querer reintroducir la celebración de la misa “con las espaldas dirigidas al pueblo”. En consideración a esta distorsión he pensado por un momento en suprimir este capítulo (de apenas nueve páginas de un total de doscientas) para poder reconducir la discusión al verdadero argumento que me interesaba y sigue interesándome en el libro. Esto habría sido más fácilmente posible por el hecho de que mientras tanto aparecieron dos excelentes trabajos en los cuales la cuestión de la orientación de la oración en la Iglesia del primer milenio ha sido aclarada en modo convincente. Pienso ante todo en el importante librito de Uwe Michael Lang, “Volverse hacia el Señor. Orientación en la plegaria litúrgica” (Ediciones Cristiandad, Madrid, 2007), y en modo del todo particular a la gran contribución de Stefan Heid, “Actitud y orientación de la oración en la primera época cristiana” (en “Revista de Arqueología Cristiana 72, 2006), en la que las fuentes y bibliografía sobre dicho tema resultan ampliamente ilustradas y puestas al día.
El resultado es del todo claro: la idea que sacerdote y pueblo en la oración deberían mirarse recíprocamente nació sólo en la cristiandad moderna y es completamente extraña en la antigua. Sacerdote y pueblo ciertamente no rezan el uno hacia el otro, sino hacia el único Señor. Por tanto durante la oración miran en la misma dirección: o hacia Oriente como símbolo cósmico para el Señor que viene, o, donde esto no fuese posible, hacia una imagen de Cristo en el ábside, hacia una cruz o simplemente hacia el cielo, como hizo el Señor en la oración sacerdotal la noche antes de su Pasión (Jn 17, 1). Mientras tanto se está abriendo paso cada vez más, afortunadamente, la propuesta hecha por mí al final del capítulo en cuestión en mi obra: no proceder a nuevas transformaciones, sino proponer simplemente la cruz al centro del altar, hacia la cual puedan mirar juntos el sacerdote y los fieles, para dejarse guiar in tal modo hacia el Señor, al que todos juntos rezamos.
Pero de nuevo, con esto, quizá he dicho demasiado sobre este punto, que representa apenas un detalle de mi libro, y que podría incluso dejar de lado. La intención fundamental de la obra era la de colocar la liturgia por encima de las cuestiones con frecuencia mezquinas sobre esta o aquella forma, en su importante relación que he buscado describir en tres ámbitos que están presentes en todos y cada uno de los temas. Está ante todo la íntima relación entre Antiguo y Nuevo Testamento; sin la relación con la heredad veterotestamentaria la liturgia cristiana es absolutamente incomprensible. El segundo ámbito es la relación con las religiones del mundo. Y se agrega en fin el tercer ámbito: el carácter cósmico de la liturgia, que representa algo más que la simple reunión de un círculo más o menos grande de seres humanos; la liturgia es celebrada dentro de la amplitud del cosmos, abraza al mismo tiempo la creación y la historia. Esto es lo que se pretendía con la orientación de la oración: que el Redentor al cual rezamos es también el Creador, y así en la liturgia también está siempre presente el amor por la creación y la responsabilidad en relación a ella. Estaré contento si esta nueva edición de mis escritos litúrgicos puede contribuir a que se vean las grandes perspectivas de nuestra liturgia y colocar en su correspondiente lugar ciertas controversias mezquinas sobre formas exteriores.
Finalmente, y sobre todo, siento el deber de agradecer. Mi agradecimiento se debe ante todo, al obispo Gerhard Ludwig Muller, que ha tomado en sus manos el proyecto de la “Opera omnia” y ha creado las condiciones tanto personales como institucionales para su realización. De manera muy particular quisiera agradecer al Prof. Dr. Rudolf Voderholzer, que ha invertido tiempo y energías en medida extraordinaria en la recolección y en la separación de mis escritos. Agradezco también al señor Dr. Christian Schaler, que lo asiste de manera activa. Finalmente, va mi sincero agradecimiento a la casa editora Herder, que con gran amor y precisión ha asumido el honor de este difícil y fatigoso trabajo. Que todo ello pueda contribuir a que la liturgia sea comprendida en modo siempre más profundo, y celebrada dignamente. «La alegría del Señor es nuestra fuerza» (Ne 8, 10).
Roma, fiesta de los santos Pedro y Pablo, 29 de junio del 2008
7. Benedetto XVI, ‘Luce del mondo’, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2010, p. 215
Usted lo ha hecho ver con palabras dramáticas: el destino de la fe y de la Iglesia no se decide en otro lugar más que «en el contexto de la liturgia». Como alguien de fuera se podría pensar que es más bien secundario qué palabras se pronuncian, qué posturas se asumen y qué acciones se realizan en una Misa.
La Iglesia se hace visible a los hombres en muchas cosas, en la acción caritativa, en los proyectos de misión, pero el lugar donde más se la experimenta realmente como Iglesia es en la liturgia. Y eso es correcto de ese modo. En definitiva, la Iglesia tiene el sentido de volvernos hacia Dios y de dar entrada a Dios en el mundo.
La liturgia es el acto en el que creemos que Él entra y que nosotros lo tocamos. Es el acto en que se realiza lo auténtico y propio: entramos en contacto con Dios. Él viene a nosotros, y nosotros somos iluminados por Él. De dos maneras recibimos en ella instrucción y fuerza: por una parte, en cuanto escuchamos su palabra, de modo que realmente lo oímos hablar, recibimos de su parte orientación para el camino. Por la otra, en cuanto Él mismo se nos regala en el pan transformado. Naturalmente, las palabras siempre pueden ser diferentes, las actitudes corporales pueden ser diferentes. Por ejemplo, en la Iglesia de Oriente existen algunos ademanes diferentes de los nuestros. En la India, los mismos ademanes que nosotros utilizamos en común tienen en parte un significado diferente. Lo que importa es que la palabra de Dios y la realidad del sacramento estén en el centro; que no desintegremos a Dios a fuerza de palabras y pensamientos y que la liturgia no se convierta en una presentación de nosotros mismos.
¿La liturgia es, según eso, algo preestablecido?
Sí. No es que nosotros hagamos algo, que mostremos nuestra creatividad, o sea, todo lo que podríamos hacer. Justamente, la liturgia no es ningún show, no es un teatro, un espectáculo, sino que vive desde el Otro. Eso tiene que verse con claridad. Por eso es tan importante el hecho de que la forma eclesial esté preestablecida. Esa forma puede reformarse en los detalles, pero no puede ser producida en cada caso por la comunidad. Como he dicho, no se trata de la producción de uno mismo. Se trata de salir de sí mismo e ir más allá de sí mismo, entregarse a Él y dejarse tocar por Él.
En este sentido no sólo es importante la expresión, sino también el carácter comunitario de esta forma. Puede ser diferente en los ritos, pero debe tener siempre lo que nos precede desde el conjunto de la fe de la Iglesia, desde el conjunto de su tradición, desde el conjunto de su vida, y que no brota meramente de la moda del momento.
¿Significa esto tener que permanecer en la pasividad?
No. Pues justamente este enfoque nos desafía a dejarnos arrancar realmente de nosotros mismos, de la mera situación del momento; nos desafía a introducirnos en el todo de la fe, a entenderlo, a tener participación interior en ello y, entonces, a dar también a la celebración litúrgica la forma digna por la que llega a ser hermosa y se convierte en alegría. Esto ha sucedido de forma muy especial en Baviera, por ejemplo a través del gran florecimiento de la música sacra o también del florecer de la alegría en el rococó bávaro. Es importante que se dé también una forma bella al conjunto, pero siempre al servicio de lo que nos precede, y no como algo que, por de pronto, tenemos que hacer nosotros.
8. Discurso a los participantes en el Congreso de la Fundación “Romano Guardini” de Berlín, 29 de octubre de 2010
En su acompañamiento a la juventud, Guardini buscó también una nueva aproximación a la liturgia. Para él, el redescubrimiento de la liturgia fue un redescubrir la unidad de cuerpo y espíritu en la totalidad de un único ser humano, ya que la acción litúrgica es siempre un acto al mismo tiempo corporal y espiritual. El rezar se expande a través del actuar corporal y comunitario, y así se revela la unidad de toda la realidad. La liturgia es un acto simbólico. El símbolo por excelencia de la unidad entre lo espiritual y lo material se pierde donde ambos aspectos se separan, donde el mundo se quiebra en una dualidad de cuerpo y espíritu, objeto y sujeto. Guardini estaba profundamente convencido de que el hombre es espíritu en un cuerpo y cuerpo en un espíritu y que, por tanto, la liturgia y el símbolo lo conducen a la esencia de sí mismo. Lo llevan en definitiva, a través de la adoración, a la verdad.
9. ‘Lectio divina’ en el encuentro con los párrocos y sacerdotes de la diócesis de Roma, 10 de marzo de 2011
Y el último versículo: «Cuando terminó de hablar, se puso de rodillas y oró con todos ellos» (Hch 20, 36). Al final, el discurso se transforma en oración y san Pablo se arrodilla. San Lucas nos recuerda que también el Señor en el Huerto de los Olivos oró de rodillas, y nos dice que del mismo modo san Esteban, en el momento del martirio, se arrodilló para orar. Orar de rodillas quiere decir adorar la grandeza de Dios en nuestra debilidad, dando gracias al Señor porque nos ama precisamente en nuestra debilidad. Detrás de esto aparece la palabra de san Pablo en la carta a los Filipenses, que es la transformación cristológica de una palabra del profeta Isaías, el cual, en el capítulo 45, dice que todo el mundo, el cielo, la tierra y el abismo, se arrodillará ante el Dios de Israel (cfr. Is 45, 23). Y san Pablo precisa: Cristo bajó del cielo a la cruz, la obediencia última. Y en este momento se realiza esta palabra del Profeta: ante Cristo crucificado todo el cosmos, el cielo, la tierra y el abismo, se arrodilla (cfr. Flp 2, 10-11). Él es realmente expresión de la verdadera grandeza de Dios. La humildad de Dios, el amor hasta la cruz, nos demuestra quién es Dios. Ante él nos ponemos de rodillas, adorando. Estar de rodillas ya no es expresión de servidumbre, sino precisamente de la libertad que nos da el amor de Dios, la alegría de estar redimidos, de unirnos con el cielo y la tierra, con todo el cosmos, para adorar a Cristo, de estar unidos a Cristo y así ser redimidos.
[1] J. Ratzinger, Opera omnia IX, Teologia della Liturgia, contraportada; Un canto nuevo para el Señor, p. 9.
[2] J. Ratzinger, Rapporto sulla fede. Vittorio Messori a colloquio con Joseph Ratzinger, Torino 1985. Trad. española:Informe sobre la fe, BAC, Madrid 1985, 132.
[3] Benedicto XVI, Prefazione en Opera omnia IX, Teologia della Liturgia, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2010, 9.
[4] Traducción de Juan Diego Muro, Perú.
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