Ciudad del
Vaticano, 5 julio 2013 (VIS).- Esta mañana en los jardines del Vaticano, en el
Palacio de la Gobernación, se ha llevado a cabo, en presencia del Santo Padre
Francisco, la inauguración de un nuevo monumento a San Miguel Arcángel, del
artista Giuseppe Antonio Lomuscio, y la consagración del Estado de la Ciudad
del Vaticano a San José y San Miguel Arcángel. Entre los presentes se
encontraba el Papa Emérito Benedicto XVI, invitado especial del Papa Francisco,
a quien los asistentes y el personal de la Gobernación han saludado con gran
afecto. Los dos pontífices han permanecido uno al lado del otro durante toda la
ceremonia sentados en dos sillas delante del monumento.
Después de
un breve saludo del cardenal Giuseppe Bertello, presidente de la Gobernación, y
de la intervención del cardenal Giovanni Lajolo, presidente emérito de la
Gobernación, ha tomado la palabra el Papa Francisco.
"En los
jardines del Vaticano, -ha dicho- hay varias obras de arte, ésta, que se ha
añadido hoy, sin embargo, asume una posición de especial importancia, tanto en
la disposición, como en el significado que expresa. No es sólo una obra de
celebración, sino una invitación a la reflexión y a la oración, que encaja muy
bien en el Año de la fe. Miguel - que significa "¿Quién es como
Dios?" - es la muestra del primado de Dios, de su trascendencia y poder.
Miguel lucha para restaurar la justicia divina; defiende al pueblo de Dios de
sus enemigos, y sobre todo del enemigo por excelencia, el diablo. Y San Miguel
vence porque en él es Dios quien actúa. Esta escultura nos recuerda entonces
que el mal ha sido vencido... En el camino y en las pruebas de la vida no estamos
solos, estamos acompañados y apoyados por los ángeles de Dios, que ofrecen, por
así decirlo, sus alas para ayudarnos a superar muchos peligros, para ser
capaces de volar alto en comparación con aquellas realidades que pueden hacer
que nuestra vida sea pesada o que nos arrastren hacia abajo. En la consagración
del Estado de la Ciudad del Vaticano pedimos a San Miguel Arcángel que nos
defienda del mal y lo aleje".
Al final el
Papa ha rezado dos oraciones de consagración, para San José y San Miguel
Arcángel, ha hisopado el nuevo monumento y finalmente ha dado su bendición a
todos los presentes.
santificas a tu Iglesia extendida por las naciones;
derrama sobre toda la tierra los dones del Espíritu
Santo, e infunde hoy en el corazón de tus fieles
aquellas maravillas que hiciste en los comienzos de la
predicación evangélica.
(Oración colecta)
El sol se encamina al reposo y nos invita 211
A dirigir hacia el Cenáculo la mirada.
Allí para la Iglesia 212
imploraste el Espíritu Santo,
quien la liberó de la miseria de la mediocridad,
la inició en la doctrina de Cristo
y avivo en ella
el espíritu de apóstoles y de mártires
También así quieres actuar en nuestro Santuario 213
fortaleciendo la fe
de nuestros débiles ojos,
para que contemplemos la vida
con la mirada de Dios
y caminemos siempre bajo la luz del cielo .
Haz que esa luz me ilumine,214
y mire con fe
como el amor del Padre
me acompañó en este día.
Fidelidad a la misión
sea mi agradecimiento por su innumerables dones.
(Hacia el Padre, P José Kentenich)
“Pentecostés es aún un lazo de unión con la
tierra: tú estás en medio de los Apóstoles, sosteniéndolos con tu ejemplo y
actitud que transparentan a Cristo para ellos; el cáliz lleno de gracias actúa
por presencia, transparentando la gracia en su naturaleza y actúa también
entregando esa gracia, rebasándola sobre los hombres. Por eso, en Pentecostés,
tu eres la Reina de los Apóstoles.”
(Siervo de Dios Mario Hiriart Pulido
DiarioIV,138,20.11.57)
María, Madre animada por el Espíritu
Santo
JUAN PABLO II, AUDIENCIA GENERAL Miércoles 9 de diciembre de 1998
1.
El consentimiento que dio en la Anunciación, hace dos mil años, constituye el
punto de partida de la nueva historia de la humanidad. En efecto, el Hijo de
Dios se encarnó y comenzó a habitar entre nosotros cuando María declaró al
ángel: «He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,
38).
La
cooperación de María con el Espíritu Santo, manifestada en la Anunciación y en
la Visitación, se expresa en una actitud de constante docilidad a las
inspiraciones del Paráclito. Consciente del misterio de su Hijo divino, María
se dejaba guiar por el Espíritu para actuar de modo adecuado a su misión
materna. Como verdadera mujer de oración, la Virgen pedía al Espíritu Santo que
completara la obra iniciada en la concepción para que el niño creciera «en
sabiduría, edad y gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52).
En esta perspectiva, María se presenta como un modelo para los padres, al
mostrar la necesidad de recurrir al Espíritu Santo para encontrar el camino
correcto en la difícil tarea de la educación.
2.
El episodio de la presentación de Jesús en el templo coincide con una
intervención importante del Espíritu Santo. María y José habían ido al templo
para «presentar» (Lc 2, 22), es decir, para ofrecer a Jesús, según
la ley de Moisés, que prescribía el rescate de los primogénitos y la
purificación de la madre. Viviendo profundamente el sentido de este rito, como
expresión de sincera oferta, fueron iluminados por las palabras de Simeón,
pronunciadas bajo el impulso especial del Espíritu.
El
relato de san Lucas subraya expresamente el influjo del Espíritu Santo en la
vida de este anciano. Había recibido del Espíritu la garantía de que no moriría
sin haber visto al Mesías. Y precisamente «movido por el Espíritu, fue al
templo» (Lc 2, 27) en el momento en que María y José llegaban con
el niño. Así pues, fue el Espíritu Santo quien suscitó el encuentro. Fue él
quien inspiró al anciano Simeón un cántico para celebrar el futuro del niño,
que vino como «luz para iluminar a las naciones» y «gloria del pueblo de
Israel» (Lc 2, 32). María y José se admiraron de estas palabras,
que ampliaban la misión de Jesús a todos los pueblos.
También
es el Espíritu Santo quien hace que Simeón pronuncie una profecía dolorosa:
Jesús será «signo de contradicción» y a María «una espada le traspasará el
alma» (Lc 2, 34. 35). Con estas palabras, el Espíritu Santo
preparaba a María para la gran prueba que la esperaba, y confirió al rito de
presentación del niño el valor de un sacrificio ofrecido por amor. Cuando María
recibió a su hijo de los brazos de Simeón, comprendió que lo recibía para
ofrecerlo. Su maternidad la implicaría en el destino de Jesús y toda oposición
a él repercutiría en su corazón.
3.
La presencia de María al pie de la cruz es el signo de que la madre de Jesús
siguió hasta el fondo el itinerario doloroso trazado por el Espíritu Santo a
través de Simeón.
En
las palabras que Jesús dirige a su Madre y al discípulo predilecto en el
Calvario se descubre otra característica de la acción del Espíritu Santo:
asegura fecundidad al sacrificio. Las palabras de Jesús manifiestan precisamente
un aspecto «mariano» de esta fecundidad: «Mujer, he ahí a tu hijo» (Jn 19,
26). En estas palabras el Espíritu Santo no aparece expresamente. Pero, dado
que el acontecimiento de la cruz, como toda la vida de Cristo, se desarrolla en
el Espíritu Santo (cf. Dominum
et vivificantem, 40-41), precisamente en el Espíritu Santo el
Salvador pide a la Madre que se asocie al sacrificio del Hijo, para convertirse
en la madre de una multitud de hijos. A este supremo ofrecimiento de su Madre
Jesús asegura un fruto inmenso: una nueva maternidad destinada a extenderse a
todos los hombres.
Desde
la cruz el Salvador quería derramar sobre la humanidad ríos de agua viva
(cf. Jn 7, 38), es decir, la abundancia del Espíritu Santo.
Pero deseaba que esta efusión de gracia estuviera vinculada al rostro de una
madre, su Madre. María aparece ya como la nueva Eva, madre de
los vivos, o la Hija de Sión, madre de los pueblos. El don de la madre
universal estaba incluido en la misión redentora del Mesías: «Después de esto,
sabiendo Jesús que todo estaba ya consumado...», escribe el evangelista,
inmediatamente después de la doble declaración: «Mujer, he ahí a tu hijo», y
«He ahí a tu madre» (Jn 19, 26-28).
Esta
escena permite intuir la armonía del plan divino con respecto al papel de María
en la acción salvífica del Espíritu Santo. En el misterio de la Encarnación su
cooperación con el Espíritu había desempeñado una función esencial; también en
el misterio del nacimiento y la formación de los hijos de Dios, el concurso
materno de María acompaña la actividad del Espíritu Santo.
4.
A la luz de la declaración de Cristo en el Calvario, la presencia de María en
la comunidad que espera la venida del Espíritu en Pentecostés asume todo su
valor. San Lucas, que había atraído la atención sobre el papel de María en el
origen de Jesús, quiso subrayar su presencia significativa en el origen de la
Iglesia. La comunidad no sólo está compuesta de Apóstoles y discípulos, sino
también de mujeres, entre las que san Lucas nombra únicamente a «María, la
madre de Jesús» (Hch 1, 14).
La
Biblia no nos brinda más información sobre María después del drama del
Calvario. Pero es muy importante saber que ella participaba en la vida de la
primera comunidad y en su oración asidua y unánime. Sin duda estuvo presente en
la efusión del Espíritu el día de Pentecostés. El Espíritu que ya habitaba en
María, al haber obrado en ella maravillas de gracia, ahora vuelve a descender a
su corazón, comunicándole dones y carismas necesarios para el ejercicio de su
maternidad espiritual.
5.
María sigue cumpliendo en la Iglesia la maternidad que le confió Cristo. En
esta misión materna la humilde esclava del Señor no se presenta en competición
con el papel del Espíritu Santo; al contrario, ella está llamada por el mismo
Espíritu a cooperar de modo materno con él. El Espíritu despierta continuamente
en la memoria de la Iglesia las palabras de Jesús al discípulo predilecto: «He
ahí a tu madre», e invita a los creyentes a amar a María como Cristo la amó.
Toda profundización del vínculo con María permite al Espíritu una acción más
fecunda para la vida de la Iglesia.
PENTECOSTÉS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica Vaticana Domingo 27 de mayo de 2012
Este misterio constituye el bautismo de la Iglesia;
es un acontecimiento que le dio, por decirlo así, la forma inicial y el impulso
para su misión. Y esta «forma» y este «impulso» siempre son válidos, siempre
son actuales, y se renuevan de modo especial mediante las acciones litúrgicas.
Esta mañana quiero reflexionar sobre un aspecto esencial del misterio de
Pentecostés, que en nuestros días conserva toda su importancia. Pentecostés es
la fiesta de la unión, de la comprensión y de la comunión humana. Todos podemos
constatar cómo en nuestro mundo, aunque estemos cada vez más cercanos los unos
a los otros gracias al desarrollo de los medios de comunicación, y las
distancias geográficas parecen desaparecer, la comprensión y la comunión entre
las personas a menudo es superficial y difícil. Persisten desequilibrios que
con frecuencia llevan a conflictos; el diálogo entre las generaciones es cada
vez más complicado y a veces prevalece la contraposición; asistimos a sucesos
diarios en los que nos parece que los hombres se están volviendo más agresivos
y huraños; comprenderse parece demasiado arduo y se prefiere buscar el propio
yo, los propios intereses. En esta situación, ¿podemos verdaderamente encontrar
y vivir la unidad que tanto necesitamos?
La narración de Pentecostés en los Hechos de los
Apóstoles, que hemos escuchado en la primera lectura (cf.Hch2, 1-11), contiene en el fondo uno de
los grandes cuadros que encontramos al inicio del Antiguo Testamento: la
antigua historia de la construcción de la torre de Babel (cf.Gn11, 1-9). Pero, ¿qué es Babel? Es
la descripción de un reino en el que los hombres alcanzaron tanto poder que
pensaron que ya no necesitaban hacer referencia a un Dios lejano, y que eran
tan fuertes que podían construir por sí mismos un camino que llevara al cielo
para abrir sus puertas y ocupar el lugar de Dios. Pero precisamente en esta
situación sucede algo extraño y singular. Mientras los hombres estaban
trabajando juntos para construir la torre, improvisamente se dieron cuenta de
que estaban construyendo unos contra otros. Mientras intentaban ser como Dios,
corrían el peligro de ya no ser ni siquiera hombres, porque habían perdido un
elemento fundamental de las personas humanas: la capacidad de ponerse de
acuerdo, de entenderse y de actuar juntos. Este relato bíblico contiene una verdad perenne; lo
podemos ver a lo largo de la historia, y también en nuestro mundo. Con el
progreso de la ciencia y de la técnica hemos alcanzado el poder de dominar las
fuerzas de la naturaleza, de manipular los elementos, de fabricar seres vivos,
llegando casi al ser humano mismo. En esta situación, orar a Dios parece algo
superado, inútil, porque nosotros mismos podemos construir y realizar todo lo
que queremos. Pero no caemos en la cuenta de que estamos reviviendo la misma
experiencia de Babel. Es verdad que hemos multiplicado las posibilidades de
comunicar, de tener informaciones, de transmitir noticias, pero ¿podemos decir
que ha crecido la capacidad de entendernos o quizá, paradójicamente, cada vez
nos entendemos menos? ¿No parece insinuarse entre los hombres un sentido de
desconfianza, de sospecha, de temor recíproco, hasta llegar a ser peligrosos
los unos para los otros? Volvemos, por tanto, a la pregunta inicial: ¿puede
haber verdaderamente unidad, concordia? Y ¿cómo? Encontramos la respuesta en la Sagrada Escritura: sólo
puede existir la unidad con el don del Espíritu de Dios, el cual nos dará un
corazón nuevo y una lengua nueva, una capacidad nueva de comunicar. Esto es lo
que sucedió en Pentecostés. Esa mañana, cincuenta días después de la Pascua, un
viento impetuoso sopló sobre Jerusalén y la llama del Espíritu Santo bajó sobre
los discípulos reunidos, se posó sobre cada uno y encendió en ellos el fuego
divino, un fuego de amor, capaz de transformar. El miedo desapareció, el
corazón sintió una fuerza nueva, las lenguas se soltaron y comenzaron a hablar
con franqueza, de modo que todos pudieran entender el anuncio de Jesucristo
muerto y resucitado. En Pentecostés, donde había división e indiferencia,
nacieron unidad y comprensión. Pero veamos el Evangelio de hoy, en el que Jesús
afirma: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad
plena» (Jn16, 13). Aquí
Jesús, hablando del Espíritu Santo, nos explica qué es la Iglesia y cómo debe
vivir para ser lo que debe ser, para ser el lugar de la unidad y de la comunión
en la Verdad; nos dice que actuar como cristianos significa no estar encerrados
en el propio «yo», sino orientarse hacia el todo; significa acoger en nosotros
mismos a toda la Iglesia o, mejor dicho, dejar interiormente que ella nos
acoja. Entonces, cuando yo hablo, pienso y actúo como cristiano, no lo hago
encerrándome en mi yo, sino que lo hago siempre en el todo y a partir del todo:
así el Espíritu Santo, Espíritu de unidad y de verdad, puede seguir resonando en
el corazón y en la mente de los hombres, impulsándolos a encontrarse y a
aceptarse mutuamente. El Espíritu, precisamente por el hecho de que actúa así,
nos introduce en toda la verdad, que es Jesús; nos guía a profundizar en ella,
a comprenderla: nosotros no crecemos en el conocimiento encerrándonos en
nuestro yo, sino sólo volviéndonos capaces de escuchar y de compartir, sólo en
el «nosotros» de la Iglesia, con una actitud de profunda humildad interior. Así
resulta más claro por qué Babel es Babel y Pentecostés es Pentecostés. Donde
los hombres quieren ocupar el lugar de Dios, sólo pueden ponerse los unos
contra los otros. En cambio, donde se sitúan en la verdad del Señor, se abren a
la acción de su Espíritu, que los sostiene y los une. La contraposición entre Babel y Pentecostés aparece
también en la segunda lectura, donde el Apóstol dice: «Caminad según el
Espíritu y no realizaréis los deseos de la carne» (Ga5, 16). San Pablo nos explica que
nuestra vida personal está marcada por un conflicto interior, por una división,
entre los impulsos que provienen de la carne y los que proceden del Espíritu; y
nosotros no podemos seguirlos todos. Efectivamente, no podemos ser al mismo
tiempo egoístas y generosos, seguir la tendencia a dominar sobre los demás y
experimentar la alegría del servicio desinteresado. Siempre debemos elegir cuál
impulso seguir y sólo lo podemos hacer de modo auténtico con la ayuda del
Espíritu de Cristo. San Pablo —como hemos escuchado— enumera las obras de la
carne: son los pecados de egoísmo y de violencia, como enemistad, discordia,
celos, disensiones; son pensamientos y acciones que no permiten vivir de modo
verdaderamente humano y cristiano, en el amor. Es una dirección que lleva a
perder la propia vida. En cambio, el Espíritu Santo nos guía hacia las alturas
de Dios, para que podamos vivir ya en esta tierra el germen de una vida divina
que está en nosotros. De hecho, san Pablo afirma: «El fruto del Espíritu es:
amor, alegría, paz» (Ga5,
22). Notemos cómo el Apóstol usa el plural para describir las obras de la
carne, que provocan la dispersión del ser humano, mientras que usa el singular
para definir la acción del Espíritu; habla de «fruto», precisamente como a la
dispersión de Babel se opone la unidad de Pentecostés. Queridos amigos, debemos vivir según el Espíritu de
unidad y de verdad, y por esto debemos pedir al Espíritu que nos ilumine y nos
guíe a vencer la fascinación de seguir nuestras verdades, y a acoger la verdad
de Cristo transmitida en la Iglesia. El relato de Pentecostés en el Evangelio
de san Lucas nos dice que Jesús, antes de subir al cielo, pidió a los Apóstoles
que permanecieran juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y
ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo a la espera del
acontecimiento prometido (cf.Hch1, 14). Reunida con María, como en su
nacimiento, la Iglesia también hoy reza: «Veni Sancte Spiritus!», «¡Ven
Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego
de tu amor!». Amén.
En la Eucaristía Jesús nos da, bajo
las especies del pan y del vino, su carne vivificada por el Espíritu Santo y
vivificadora de nuestra carne con el fin de hacernos participar con todo
nuestro ser, espíritu y cuerpo, en su resurrección y en su condición de gloria.
A este respecto, san Ireneo de Lyon enseña: «Porque de la misma manera que el
pan, que proviene de la tierra, después de recibir la invocación de Dios, ya no
es un pan ordinario, sino la Eucaristía, constituida de dos cosas: una celeste,
otra terrestre, así nuestros cuerpos, al recibir la Eucaristía ya no son
corruptibles, puesto que tienen la esperanza de la resurrección» (Adversus
haereses, IV, 18, 4-5).
Catequesis
del Papa Juan Pablo II del miércoles 4 de Noviembre de 1998.
Y quien lo come con fe, come Fuego y
Espíritu
17. Por la comunión de su cuerpo y de su sangre,
Cristo nos comunica también su Espíritu. Escribe san Efrén: « Llamó al pan su
cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu [...], y quien lo come
con fe, come Fuego y Espíritu. [...]. Tomad, comed todos de él, y coméis con él
el Espíritu Santo. En efecto, es verdaderamente mi cuerpo y el que lo come
vivirá eternamente ».(27)La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones,
en la epíclesis eucarística. Se lee, por ejemplo, en laDivina Liturgiade san Juan Crisóstomo: « Te
invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre todos
nosotros y sobre estos dones [...] para que sean purificación del alma,
remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo para cuantos
participan de ellos ».(28) Y, en elMisal
Romano, el celebrante implora que: « Fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre
de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un sólo cuerpo y
un sólo espíritu ».(29) Así, con el don de su cuerpo y su sangre, Cristo acrecienta en
nosotros el don de su Espíritu, infundido ya en el Bautismo e impreso como «
sello » en el sacramento de la Confirmación.
27)Homilía IV
para la Semana Santa: CSCO413/
Syr. 182, 55. (28)Anáfora. (29)Plegaria
Eucarística III.
Extracto CARTA ENCÍCLICA ECCLESIA DE
EUCHARISTIA DEL SUMO PONTÍFICE JUAN
PABLO II
Este
mismo Espíritu sostendrá la misión evangelizadora de la Iglesia, según la
promesa del Resucitado a sus discípulos: «Voy a enviar sobre vosotros la
Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis
revestidos de poder desde lo alto» (Lc24,
49). Según el libro de los Hechos, la promesa se cumple el día de Pentecostés:
«Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras
lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Hch2, 4). Así se realiza la profecía de
Joel: «En los últimos días —dice Dios—, derramaré mi Espíritu sobre toda carne,
y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas» (Hch2, 17). San Lucas considera a los
Apóstoles como representantes del pueblo de Dios de los tiempos finales, y
subraya con razón que este Espíritu de profecía se derrama en todo el pueblo de
Dios.
Extracto JUAN PABLO IIAUDIENCIAMiércoles 20 de mayo de 1998
EL ESPÍRITU SANTO EN EL CATECISMO DE LA IGLESIA
El Espíritu Santo recuerda el misterio de Cristo 1099 El Espíritu y la Iglesia cooperan en la manifestación de Cristo
y de su obra de salvación en la liturgia. Principalmente en la Eucaristía, y
análogamente en los otros sacramentos, la liturgia es Memorial del
Misterio de la salvación. El Espíritu Santo es la memoria viva de la Iglesia
(cf Jn 14,26). 1100 La Palabra de Dios. El Espíritu Santo recuerda
primeramente a la asamblea litúrgica el sentido del acontecimiento de la
salvación dando vida a la Palabra de Dios que es anunciada para ser recibida y
vivida: «La importancia de la Sagrada Escritura en la celebración de la liturgia es
máxima. En efecto, de ella se toman las lecturas que luego se explican en la
homilía, y los salmos que se cantan; las preces, oraciones e himnos litúrgicos
están impregnados de su aliento y su inspiración; de ella reciben su
significado las acciones y los signos» (SC
24). 1101 El Espíritu Santo es quien da a los lectores y a los oyentes,
según las disposiciones de sus corazones, la inteligencia espiritual de la
Palabra de Dios. A través de las palabras, las acciones y los símbolos que
constituyen la trama de una celebración, el Espíritu Santo pone a los fieles y
a los ministros en relación viva con Cristo, Palabra e Imagen del Padre, a fin
de que puedan hacer pasar a su vida el sentido de lo que oyen, contemplan y
realizan en la celebración. 1102 "La fe se suscita en el corazón de los no creyentes y se
alimenta en el corazón de los creyentes con la palabra [...] de la salvación.
Con la fe empieza y se desarrolla la comunidad de los creyentes" (PO
4). El anuncio de la Palabra de Dios no se reduce a una enseñanza: exige la respuesta
de fe, como consentimiento y compromiso, con miras a la Alianza entre Dios
y su pueblo. Es también el Espíritu Santo quien da la gracia de la fe, la
fortalece y la hace crecer en la comunidad. La asamblea litúrgica es ante todo
comunión en la fe. 1103 La Anámnesis. La celebración litúrgica se refiere siempre
a las intervenciones salvíficas de Dios en la historia. "El plan de la revelación
se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; [...] las palabras
proclaman las obras y explican su misterio" (DV
2). En la liturgia de la Palabra, el Espíritu Santo "recuerda" a la
asamblea todo lo que Cristo ha hecho por nosotros. Según la naturaleza de las
acciones litúrgicas y las tradiciones rituales de las Iglesias, la celebración
"hace memoria" de las maravillas de Dios en una Anámnesis más o menos
desarrollada. El Espíritu Santo, que despierta así la memoria de la Iglesia,
suscita entonces la acción de gracias y la alabanza (Doxología). El Espíritu Santo actualiza el misterio de Cristo 1104 La liturgia cristiana no sólo recuerda los acontecimientos que
nos salvaron, sino que los actualiza, los hace presentes. El misterio pascual
de Cristo se celebra, no se repite; son las celebraciones las que se repiten;
en cada una de ellas tiene lugar la efusión del Espíritu Santo que actualiza el
único Misterio. 1105 La Epíclesis ("invocación sobre") es la
intercesión mediante la cual el sacerdote suplica al Padre que envíe el
Espíritu santificador para que las ofrendas se conviertan en el Cuerpo y la
Sangre de Cristo y para que los fieles, al recibirlos, se conviertan ellos
mismos en ofrenda viva para Dios. 1106 Junto con la Anámnesis, la Epíclesis es el centro de toda
celebración sacramental, y muy particularmente de la Eucaristía: «Preguntas cómo el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino [...]
en Sangre de Cristo. Te respondo: el Espíritu Santo irrumpe y realiza aquello
que sobrepasa toda palabra y todo pensamiento [...] Que te baste oír que es por
la acción del Espíritu Santo, de igual modo que gracias a la Santísima Virgen y
al mismo Espíritu, el Señor, por sí mismo y en sí mismo, asumió la carne
humana» (San Juan Damasceno, Expositio fidei, 86 [De fide orthodoxa,
4, 13]).
1107 El poder transformador del Espíritu Santo en la liturgia
apresura la venida del Reino y la consumación del misterio de la salvación. En
la espera y en la esperanza nos hace realmente anticipar la comunión plena con
la Trinidad Santa. Enviado por el Padre, que escucha la epíclesis de la
Iglesia, el Espíritu da la vida a los que lo acogen, y constituye para ellos,
ya desde ahora, "las arras" de su herencia (cf Ef 1,14; 2
Co 1,22). La comunión en el Espíritu Santo 1108 La finalidad de la misión del Espíritu Santo en toda acción
litúrgica es poner en comunión con Cristo para formar su Cuerpo. El Espíritu
Santo es como la savia de la viña del Padre que da su fruto en los sarmientos
(cf Jn 15,1-17; Ga 5,22). En la liturgia se realiza la
cooperación más íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu de
comunión permanece indefectiblemente en la Iglesia, y por eso la Iglesia es el
gran sacramento de la comunión divina que reúne a los hijos de Dios dispersos.
El fruto del Espíritu en la liturgia es inseparablemente comunión con la
Trinidad Santa y comunión fraterna (cf 1 Jn 1,3-7). 1109 La Epíclesis es también oración por el pleno efecto de la
comunión de la asamblea con el Misterio de Cristo. "La gracia de nuestro
Señor Jesucristo, el amor de Dios Padre y la comunión del Espíritu Santo"
(2 Co 13,13) deben permanecer siempre con nosotros y dar frutos más allá
de la celebración eucarística. La Iglesia, por tanto, pide al Padre que envíe
el Espíritu Santo para que haga de la vida de los fieles una ofrenda viva a
Dios mediante la transformación espiritual a imagen de Cristo, la preocupación
por la unidad de la Iglesia y la participación en su misión por el testimonio y
el servicio de la caridad.
699 La mano. Imponiendo las manos Jesús cura a
los enfermos (cf. Mc 6, 5; 8, 23) y bendice a los niños (cf. Mc
10, 16). En su Nombre, los Apóstoles harán lo mismo (cf. Mc 16, 18; Hch
5, 12; 14, 3). Más aún, mediante la imposición de manos de los Apóstoles el
Espíritu Santo nos es dado (cf. Hch 8, 17-19; 13, 3; 19, 6). En la carta
a los Hebreos, la imposición de las manos figura en el número de los
"artículos fundamentales" de su enseñanza (cf. Hb 6, 2). Este
signo de la efusión todopoderosa del Espíritu Santo, la Iglesia lo ha conservado
en sus epíclesis sacramentales.
1353 En la epíclesis, la Iglesia pide al Padre
que envíe su Espíritu Santo (o el poder de su bendición (cf Plegaria
Eucarística I o Canon romano, 90; Misal Romano) sobre el pan y el
vino, para que se conviertan por su poder, en el Cuerpo y la Sangre de
Jesucristo, y que quienes toman parte en la Eucaristía sean un solo cuerpo y un
solo espíritu (algunas tradiciones litúrgicas colocan la epíclesis después de
la anámnesis).
EPÍCLESIS
Del griego
epíklesis (verbo epikaléin = invocar sobre). Como no es posible ninguna
liturgia sin la presencia de] Espíritu Santo, la epíclesis es una dimensión
fundamental de toda celebración litúrgica. Y puesto que el Espíritu Santo está
presente y actúa en la vida de la Iglesia, su presencia y su acción se requiere
para la vida de los miembros del Cuerpo de Cristo, especialmente donde esta
vida se constituye, crece y se desarrolla, es decir, en la acción
litúrgico-sacramental. En todo sacramento o acción litúrgica, en cuanto
acontecimientos de culto de la nueva economía de salvación «en espíritu y en
verdad", siempre está presente el Espíritu Santo actuando en plenitud:
siempre tiene lugar la introducción del Espíritu Santo por medio de su presencia
invocada (epíclesis).
Las epíclesis:
Epíclesis de consagración y de comunión
Epiclesis consagratoria
Es una invocación de la Iglesia al
Padre para que envíe su Espíritu Santo sobre el pan y el vino a fin de que se
conviertan con su poder en el Cuerpo y Sangre de Cristo
31. El sacerdote, con las manos extendidas,
dice:
Santo eres en verdad, Padre, y con razón
te alaban todas tus criaturas,ya que por Jesucristo, tu Hijo, Señor
nuestro, con la fuerza del Espíritu Santo, das vida y santificas todo, y
congregas a tu pueblo sin cesar, para que ofrezca en tu honor un sacrificio sin
mancha desde donde sale el sol hasta el ocaso.
32. Junta las manos y, manteniéndolas
extendidas sobre las ofrendas, dice:
Por eso,
Padre, te suplicamosque santifiques por el
mismo Espírituestos dones que hemos
separado para ti,
Junta las manos y traza el signo de la cruz sobre
el pan y el cáliz conjuntamente, diciendo:
de manera que
seanCuerpo y XSangre de Jesucristo,
Hijo tuyo y
Señor nuestro,
Junta las manos.
Que nos mandó celebrar estos misterios.
36. Después el sacerdote, con las manos extendidas, dice:
Así, pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la pasión salvadora de
tu Hijo, de su admirable resurrección y ascensión al cielo, mientras esperamos
su venida gloriosa, te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo
y santo.
Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la
victima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad, para que,
fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu
Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu.
Epiclesis de comunión
Pide el Espíritu para que quienes participan en la
Eucaristía sean un solo cuerpo y un solo espíritu
36. Después el sacerdote, con las manos extendidas, dice:
Así, pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la pasión salvadora de
tu Hijo, de su admirable resurrección y ascensión al cielo, mientras esperamos
su venida gloriosa, te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo
y santo.
Dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y reconoce en ella la
victima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad, para que,
fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu
Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu.
Que él nos transforme en ofrenda permanente,
para que gocemos de tu heredad junto con tus elegidos:
con María, la Virgen Madre de Dios, los apóstoles y los mártires,
[San
N.: santo del día o patrono]
y todos los santos, por cuya intercesión confiamos obtener siempre tu
ayuda.
Te pedimos, Padre, que esta Víctima de reconciliación traiga la paz y la
salvación al mundo entero.
Confirma en la fe y en la caridad
a tu Iglesia, peregrina en la tierra:
a tu servidor, el Papa N., a nuestro
Obispo N.,
La secuencia clásica de la epíclesis:
memores, offerimus, petimus de la plegaria eucarística.
CONCILIO DE TRENTO 1551
Cap. 4. De la Transustanciación
D-877 Cristo Redentor nuestro dijo ser verdaderamente su
cuerpo lo que ofrecía bajo la apariencia de pan [Mt. 26, 26 ss; Mc. 14, 22 ss;
Lc. 22, 19 s; 1 Cor. 11, 24 ss]; de ahí que la Iglesia de Dios tuvo siempre la
persuasión y ahora nuevamente lo declara en este santo Concilio, que por la
consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia
del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la
sustancia del vino en la sustancia de su sangre. La cual conversión, propia y
convenientemente, fué llamado transustanciación por la santa Iglesia Católica
Sin el Espíritu Santo no hay
liturgia. Por eso, para que la liturgia sea viva y verdadera debe ser epliclética y paraclética: -Epiclética porque se
invoca el poder del Espíritu Santo:
-para que los dones se transformen en el Cuerpo y Sangre de Jesús; y
- para que sea causa de salvación para los que lo van a recibir;
-Y, a su vez, debe ser
paraclética, o sea, animada por el Espíritu Santo:
- para convertir a cada hombre en Cristo;
- para hacer crecer progresivamente a cada cristiano;
- para manifestar en plenitud al Espíritu en el cristiano;
-porque a la kénosis del pan y del vino corresponde el don del Paráclito;
- para transfigurarnos con la presencia y acción del Espíritu;
- para que glorifiquemos a la Santísima Trinidad.
Toda Misa es una manifestación imperceptible, pero realísima del Espíritu
Santo, quien de manera imprescindible obra en las acciones litúrgicas. (Padre Carlos Miguel Buela)