Jesús se presentó a sí mismo como la «luz del mundo» (Jn 8,12),
y esta característica resulta evidente en aquellos momentos de su vida, como la
Transfiguración y la Resurrección, en los que resplandece claramente su gloria
divina. En la Eucaristía, sin embargo, la gloria de Cristo está velada. El
Sacramento eucarístico es un «mysterium fidei» por excelencia. Pero,
precisamente a través del misterio de su ocultamiento total, Cristo se
convierte en misterio de luz, gracias al cual se introduce al creyente en las
profundidades de la vida divina. En una feliz intuición, el célebre icono de la
Trinidad de Rublëv pone la Eucaristía de manera significativa en el centro de
la vida trinitaria.
La Eucaristía es luz, ante todo, porque en cada Misa la liturgia de la Palabra
de Dios precede a la liturgia eucarística, en la unidad de las dos «mesas», la
de la Palabra y la del Pan. Esta continuidad aparece en el discurso eucarístico
del Evangelio de Juan, donde el anuncio de Jesús pasa de la presentación
fundamental de su misterio a la declaración de la dimensión propiamente
eucarística: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6,55).
Sabemos que esto fue lo que puso en crisis a gran parte de los oyentes,
llevando a Pedro a hacerse portavoz de la fe de los otros Apóstoles y de la
Iglesia de todos los tiempos: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes
palabras de vida eterna» (Jn 6,68). En la narración de los
discípulos de Emaús Cristo mismo interviene para enseñar, «comenzando por
Moisés y siguiendo por los profetas», cómo «toda la Escritura» lleva al
misterio de su persona (cf. Lc 24,27). Sus palabras hacen
«arder» los corazones de los discípulos, los sacan de la oscuridad de la
tristeza y desesperación y suscitan en ellos el deseo de permanecer con Él:
«Quédate con nosotros, Señor» (cf. Lc24,29).
Es
significativo que los dos discípulos de Emaús, oportunamente preparados por las
palabras del Señor, lo reconocieran mientras estaban a la mesa en el gesto
sencillo de la «fracción del pan». Una vez que las mentes están iluminadas y
los corazones enfervorizados, los signos «hablan». La Eucaristía se desarrolla
por entero en el contexto dinámico de signos que llevan consigo un mensaje
denso y luminoso. A través de los signos, el misterio se abre de alguna manera
a los ojos del creyente.
Beato papa Juan Pablo II La Santa Misa es también una audiencia. Quizá la
comparación sea muy atrevida, quizá poco conveniente, quizá demasiado
"humana"; sin embargo, me permito emplearla: ésta es una audiencia
que el mismo Cristo concede continuamente a toda la humanidad —que Él concede a
una determinada comunidad eucarística— y a cada uno de nosotros que
constituimos esta asamblea.
Durante la audiencia escuchamos al que habla. Y
también nosotros intentamos hablarle de modo que Él pueda escucharnos. En la liturgia eucarística Cristo habla ante todo con
la fuerza de su Sacrificio. Es un discurso muy conciso y a la vez muy ardiente.
Se puede decir que sabernos de memoria este discurso; sin embargo, cada vez
resulta nuevo, sagrado, revelador. Contiene en sí todo el misterio del amor y
de la verdad, porque la verdad vive del amor y el amor de la verdad. Dios, que
es Verdad y Amor, se ha manifestado en la historia de la creación y en la
historia de la salvación; Él propone de nuevo esta historia mediante el
sacrificio redentor que nos ha transmitido en el signo sacramental, no sólo
para que lo meditemos en el recuerdo, sino para que lo renovemos, lo volvamos a
celebrar. Celebrando el sacrificio eucarístico, somos
introducidos cada vez en el misterio de Dios mismo y también en toda la
profundidad de la realidad humana. La Eucaristía es anuncio de muerte y de
resurrección. El misterio pascual se expresa en ella como comienzo de un tiempo
nuevo y como esperanza final. Es Cristo mismo el que habla, y nosotros no cesamos
jamás de escucharle. Deseamos continuamente esta fuerza suya de salvación, que
se ha convertido en "garantía" divina de las palabras de vida eterna.
Él tiene palabras de vida eterna (cf.Jn6. 68).
ENCUENTRO
«EUCARÍSTICO» CON LOS SEMINARISTAS DE ROMA
HOMILÍA DE SU
SANTIDAD JUAN PABLO II Domingo 19 de noviembre de 1978 (extracto)
SANTA MISA E IMPOSICIÓN DEL PALIO
A LOS NUEVOS METROPOLITANOS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica
Vaticana
Sábado 29 de junio de 2013
Señores cardenales,
Su Eminencia, el Metropolita Ioannis,
venerados hermanos en el episcopado y el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas.
Celebramos la solemnidad de los santos apóstoles
Pedro y Pablo, patronos principales de la Iglesia de Roma: una fiesta que
adquiere un tono de mayor alegría por la presencia de obispos de todo el mundo.
Es una gran riqueza que, en cierto modo, nos permite revivir el acontecimiento
de Pentecostés: hoy, como entonces, la fe de la Iglesia habla en todas las
lenguas y quiere unir a los pueblos en una sola familia.
Saludo cordialmente y con gratitud a la delegación
del Patriarcado de Constantinopla, guiada por el Metropolita Ioannis. Agradezco
al Patriarca ecuménico Bartolomé I por este Nuevo gesto de fraternidad. Saludo
a los señores embajadores y a las autoridades civiles. Un gracias especial al Thomanerchor,
el coro de laThomaskirche, de Lipsia, la iglesia de Bach, que anima la
liturgia y que constituye una ulterior presencia ecuménica.
Tres ideas sobre el ministerio petrino, guiadas por
el verbo «confirmar». ¿Qué está llamado a confirmar el Obispo de Roma?
1. Ante todo, confirmar en la fe.El
Evangelio habla de la confesión de Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios
vivo» (Mt, 16,16), una confesión que no viene de él, sino del Padre
celestial. Y, a raíz de esta confesión, Jesús le dice: «Tú eres Pedro, y sobre
esta piedra edificaré mi Iglesia» (v. 18). El papel, el servicio eclesial de
Pedro tiene su en la confesión de fe en Jesús, el Hijo de Dios vivo, en virtud
de una gracia donada de lo alto. En la segunda parte del Evangelio de hoy vemos
el peligro de pensar de manera mundana. Cuando Jesús habla de su muerte y
resurrección, del camino de Dios, que no se corresponde con el camino humano
del poder, afloran en Pedro la carne y la sangre: «Se puso a increparlo:
“¡Lejos de ti tal cosa, Señor!”» (16,22). Y Jesús tiene palabras duras con él:
«Aléjate de mí, Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo» (v. 23). Cuando
dejamos que prevalezcan nuestras Ideas, nuestros sentimientos, la lógica del
poder humano, y no nos dejamos instruir y guiar por la fe, por Dios, nos
convertimos en piedras de tropiezo. La fe en Cristo es la luz de nuestra vida
de cristianos y de ministros de la Iglesia.
2. Confirmar en el amor. En la Segunda
Lectura hemos escuchado las palabras conmovedoras de san Pablo: «He luchado el
noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe» (2 Tm 4,7).
¿De qué combate se trata? No el de las armas humanas, que por desgracia todavía
ensangrientan el mundo; sino el combate del martirio. San Pablo sólo tiene un
arma: el mensaje de Cristo y la entrega de toda su vida por Cristo y por los
demás. Y es precisamente su exponerse en primera persona, su dejarse consumar
por el evangelio, el hacerse todo para todos, sin reservas, lo que lo ha hecho
creíble y ha edificado la Iglesia. El Obispo de Roma está llamado a vivir y a
confirmar en este amor a Jesús y a todos sin distinción, límites o barreras. Y
no sólo el Obispo de Roma: todos vosotros, nuevos arzobispos y obispos, tenéis
la misma tarea: dejarse consumir por el Evangelio, hacerse todo para todos. El
cometido de no escatimar, de salir de sí para servir al santo pueblo fiel de
Dios.
3. Confirmar en la unidad. Aquí me
refiero al gesto que hemos realizado. El palio es símbolo de comunión con el
Sucesor de Pedro, «principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de
la fe y de la comunión» (Lumen gentium, 18). Y vuestra presencia
hoy, queridos hermanos, es el signo de que la comunión de la Iglesia no
significa uniformidad. El Vaticano II, refiriéndose a la estructura jerárquica
de la Iglesia, afirma que el Señor «con estos apóstoles formó una especie de
Colegio o grupo estable, y eligiendo de entre ellos a Pedro lo puso al frente
de él» (ibíd. 19). Confirmar en la unidad: el Sínodo de los Obispos, en armonía
con el primado. Hemos de ir por este camino de la sinodalidad, crecer en
armonía con el servicio del primado. Y el Concilio prosigue: «Este Colegio, en
cuanto compuesto de muchos, expresa la diversidad y la unidad del Pueblo de
Dios» (ibíd. 22). La variedad en la Iglesia, que es una gran
riqueza, se funde siempre en la armonía de la unidad, como un gran mosaico en
el que las teselas se juntan para formar el único gran diseño de Dios. Y esto
debe impulsar a superar siempre cualquier conflicto que hiere el cuerpo de la
Iglesia. Unidos en las diferencias: no hay otra vía católica para unirnos. Este
es el espíritu católico, el espíritu cristiano: unirse en las diferencias. Este
es el camino de Jesús. El palio, siendo signo de la comunión con el Obispo de
Roma, con la Iglesia universal, con el Sínodo de los Obispos, supone también
para cada uno de vosotros el compromiso de ser instrumentos de comunión.
Confesar al Señor dejándose instruir por Dios;
consumarse por amor de Cristo y de su evangelio; ser servidores de la unidad.
Queridos hermanos en el episcopado, estas son las consignas que los santos
apóstoles Pedro y Pablo confían a cada uno de nosotros, para que sean vividas
por todo cristiano. Que la santa Madre de Dios nos guíe y acompañe siempre con
su intercesión: Reina de los apóstoles, reza por nosotros. Amén.
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
EN LA SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
Miércoles 29 de junio de 2005
Queridos hermanos y hermanas:
La fiesta de San Pedro y San Pablo, apóstoles, es una grata memoria de los
grandes testigos de Jesucristo y, a la vez, una solemne confesión de fe en la
Iglesiauna, santa, católica y
apostólica.
Ante todo es una fiesta de lacatolicidad.
El signo de Pentecostés ―la nueva comunidad que habla en todas las lenguas y
une a todos los pueblos en un único pueblo, en una familia de Dios― se ha hecho
realidad. Nuestra asamblea litúrgica, en la que se encuentran reunidos obispos
procedentes de todas las partes del mundo, personas de numerosas culturas y
naciones, es una imagen de la familia de la Iglesia extendida por toda la
tierra. Los extranjeros se han convertido en amigos; superando todos los confines,
nos reconocemos hermanos. Así se ha cumplido la misión de san Pablo, que estaba
convencido de ser "ministro de Cristo Jesús para con los gentiles,
ejerciendo el sagrado oficio del Evangelio de Dios, para que la ofrenda de los
gentiles, consagrada por el Espíritu Santo, agrade a Dios" (Rm15, 16).
La finalidad de la misión es una humanidad transformada en una glorificación
viva de Dios, el culto verdadero que Dios espera: este es el sentido más
profundo de lacatolicidad,
unacatolicidad que ya nos
ha sido donada y hacia la cual, sin embargo, debemos avanzar siempre de nuevo.Catolicidadno sólo expresa una dimensión
horizontal, la reunión de muchas personas en la unidad; también entraña una
dimensión vertical: sólo dirigiendo nuestra mirada a Dios, sólo
abriéndonos a él, podemos llegar a ser realmente uno. Como san Pablo, también
san Pedro vino a Roma, a la ciudad a donde confluían todos los pueblos y que,
precisamente por eso, podía convertirse, antes que cualquier otra, en
manifestación de la universalidad del Evangelio. Al emprender el viaje de
Jerusalén a Roma, ciertamente sabía que lo guiaban las palabras de los
profetas, la fe y la oración de Israel.
En efecto, la misión hacia todo el mundo también forma parte del anuncio de la
antigua alianza: el pueblo de Israel estaba destinado a ser luz de las
naciones. El gran salmo de la Pasión, el salmo 21, cuyo primer versículo
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" pronunció Jesús en
la cruz, terminaba con la visión: "Volverán al Señor de todos los
confines del orbe; en su presencia se postrarán las familias de los
pueblos" (Sal21,
28). Cuando san Pedro y san Pablo vinieron a Roma, el Señor, que había iniciado
ese salmo en la cruz, había resucitado; ahora se debía anunciar a todos los
pueblos esa victoria de Dios, cumpliendo así la promesa con la que concluía el
Salmo. Catolicidadsignificauniversalidad, multiplicidad
que se transforma en unidad; unidad que, a pesar de todo, sigue siendo
multiplicidad. Las palabras de san Pablo sobre launiversalidadde la Iglesia nos han explicado que de
estaunidadforma parte la capacidad de los
pueblos de superarse a sí mismos para mirar hacia el único Dios.
El fundador de la teología católica, san Ireneo de Lyon, en el siglo II,
expresó de un modo muy hermoso este vínculo entre catolicidad y unidad:
"la Iglesia recibió esta predicación y esta fe, y, extendida por toda la
tierra, con esmero la custodia como si habitara en una sola familia. Conserva
una misma fe, como si tuviese una sola alma y un solo corazón, y la predica,
enseña y transmite con una misma voz, como si no tuviese sino una sola boca.
Ciertamente, son diversas las lenguas, según las diversas regiones, pero la
fuerza de la tradición es una y la misma. Las Iglesias de Alemania no creen de manera
diversa, ni transmiten otra doctrina diferente de la que predican las de
España, las de Francia, o las del Oriente, como las de Egipto o Libia, así como
tampoco las Iglesias constituidas en el centro del mundo; sino que, así como el
sol, que es una criatura de Dios, es uno y el mismo en todo el mundo, así
también la luz de la predicación de la verdad brilla en todas partes e ilumina
a todos los seres humanos que quieren venir al conocimiento de la verdad"
(Adversus haereses, I, 10, 2).
Launidadde los hombres en su multiplicidad ha
sido posible porque Dios, el único Dios del cielo y de la tierra, se nos
manifestó; porque la verdad esencial sobre nuestra vida, sobre nuestro origen y
nuestro destino, se hizo visible cuando él se nos manifestó y en Jesucristo nos
hizo ver su rostro, se nos reveló a sí mismo. Esta verdad sobre la esencia de
nuestro ser, sobre nuestra vida y nuestra muerte, verdad que Dios hizo visible,
nos une y nos convierte en hermanos.Catolicidadyunidadvan
juntas. Y launidadtiene un contenido: la fe que
los Apóstoles nos transmitieron de parte de Cristo.
Me alegra haber entregado a la Iglesia ayer―en
la fiesta de san Ireneo y en la víspera de la solemnidad de San Pedro y San
Pablo― una nueva guía para la transmisión de la fe, que nos ayuda a conocer
mejor y también a vivir mejor la fe que nos une: elCompendio del Catecismo de la
Iglesia católica. Lo que en el gran Catecismo, mediante los testimonios de
los santos de todos los siglos y con las reflexiones maduradas en la teología,
se presenta de manera detallada, aquí, en este libro, se encuentra recapitulado
en sus contenidos esenciales, que luego se han de traducir al lenguaje diario y
se han de concretar siempre de nuevo.
El libro está estructurado en forma de diálogo, con preguntas y respuestas;
catorce imágenes asociadas a los diversos campos de la fe invitan a la
contemplación y a la meditación. Resumen, por decir así, de modo visible lo que
la palabra desarrolla detalladamente. Al inicio está un icono de Cristo del
siglo VI, que se encuentra en el monte Athos y representa a Cristo en su
dignidad de Señor de la tierra, pero a la vez como heraldo del Evangelio, que
lleva en la mano. "Yo soy el que soy" ―este misterioso nombre de
Dios, propuesto en la antigua alianza― se halla escrito allí como su nombre
propio: todo lo que existe viene de él; él es la fuente originaria de
todo ser. Y por ser único, también está siempre presente, siempre está cerca de
nosotros y, al mismo tiempo, siempre nos precede, como "señal" en el
camino de nuestra vida; más aún, él mismo es el camino.
No se puede leer este libro como se lee una novela. Hace falta meditarlo con
calma en cada una de sus partes, dejando que su contenido, mediante las
imágenes, penetre en el alma. Espero que así sea acogido, a fin de que se
convierta en una buena guía para la transmisión de la fe.
Hemos dicho quecatolicidadde la Iglesia yunidadde la Iglesia van juntas. El hecho
de que ambas dimensiones se nos hagan visibles en las figuras de los santos
Apóstoles nos indica ya la característica sucesiva de la Iglesia: apostólica.¿Qué significa?
El Señor instituyó doce Apóstoles, como eran doce los hijos de Jacob,
señalándolos de esa manera como iniciadores del pueblo de Dios, el cual, siendo
ya universal, en adelante abarca a todos los pueblos. San Marcos nos dice que
Jesús llamó a los Apóstoles para que "estuvieran con él y
también para enviarlos" (Mc3,
14). Casi parece una contradicción. Nosotros diríamos: o están con él o
son enviados y se ponen en camino.
El Papa san Gregorio Magno tiene un texto acerca de los ángeles que nos puede
ayudar a aclarar esa aparente contradicción. Dice que los ángeles son siempre
enviados y, al mismo tiempo, están siempre en presencia de Dios, y
continúa: "Dondequiera que sean enviados, dondequiera que vayan,
caminan siempre en presencia de Dios" (Homilía34, 13). El Apocalipsis se refiere a
los obispos como "ángeles" de su Iglesia; por eso, podemos hacer esta
aplicación: los Apóstoles y sus sucesores deberían estar siempre en
presencia del Señor y precisamente así, dondequiera que vayan, estarán siempre
en comunión con él y vivirán de esa comunión.
La Iglesia esapostólicaporque confiesa la fe de los Apóstoles
y trata de vivirla. Hay una unicidad que caracteriza a los Doce llamados por el
Señor, pero al mismo tiempo existe una continuidad en la misión apostólica. San
Pedro, en su primera carta, se refiere a sí mismo como
"co-presbítero" con los presbíteros a los que escribe (cf.1 P5, 1). Así expresó el principio de la
sucesión apostólica: el mismo ministerio que él había recibido del Señor
prosigue ahora en la Iglesia gracias a la ordenación sacerdotal. La palabra de
Dios no es sólo escrita; gracias a los testigos que el Señor, por el
sacramento, insertó en el ministerio apostólico, sigue siendo palabra
viva.
Así ahora me dirijo a vosotros, queridos hermanos en el episcopado. Os saludo
con afecto, juntamente con vuestros familiares y con los peregrinos de las
respectivas diócesis. Estáis a punto de recibir el palio de manos del Sucesor
de Pedro. Lo hemos hecho bendecir, como por el mismo san Pedro, poniéndolo
junto a su tumba. Ahora es expresión de nuestra responsabilidad común ante el
"Pastor supremo", Jesucristo, del que habla san Pedro (cf.1 P5, 4).
El palio es expresión de nuestra misión apostólica. Es expresión de nuestra
comunión, que en el ministerio petrino tiene su garantía visible. Con launidad, al igual que con laapostolicidad, está unido el
servicio petrino, que reúne visiblemente a la Iglesia de todas las partes y de
todos los tiempos, impidiéndonos de este modo a cada uno de nosotros caer en
falsas autonomías, que con demasiada facilidad se transforman en
particularizaciones de la Iglesia y así pueden poner en peligro su
independencia.
Con esto no queremos olvidar que el sentido de todas las funciones y los
ministerios es, en el fondo, que "lleguemos todos a la unidad en la fe y
en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo
en su plenitud", de modo que crezca el cuerpo de Cristo "para
construcción de sí mismo en el amor" (Ef4, 13. 16).
Desde esta perspectiva, saludo con afecto y gratitud a la delegación de la
Iglesia ortodoxa de Constantinopla, que ha enviado el Patriarca ecuménico
Bartolomé I, al que dirijo un saludo cordial. Encabezada por el metropolita
Ioannis, ha venido a nuestra fiesta y participa en nuestra celebración. Aunque
aún no estamos de acuerdo en la cuestión de la interpretación y el alcance del
ministerio petrino, estamos juntos en la sucesión apostólica, estamos
profundamente unidos unos a otros por el ministerio episcopal y por el
sacramento del sacerdocio, y confesamos juntos la fe de los Apóstoles como se
nos ha transmitido en la Escritura y como ha sido interpretada en los grandes
concilios.
En este momento de la historia, lleno de escepticismo y de dudas, pero también
rico en deseo de Dios, reconocemos de nuevo nuestra misión común de testimoniar
juntos a Cristo nuestro Señor y, sobre la base de launidadque ya se nos ha donado, de ayudar al
mundo para que crea. Y pidamos con todo nuestro corazón al Señor que nos guíe a
launidadplena, a fin de que el esplendor
de la verdad, la única que puede crear launidad,
sea de nuevo visible en el mundo.
El evangelio de este día nos habla de la confesión de san Pedro, con la que
inició la Iglesia: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt16, 16). He hablado de la Iglesiauna, católicayapostólica, pero no lo he
hecho aún de la Iglesiasanta;
por eso, quisiera recordar en este momento otra confesión de Pedro, pronunciada
en nombre de los Doce en la hora del gran abandono: "Nosotros
creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (Jn6, 69). ¿Qué significa? Jesús, en la
gran oración sacerdotal, dice que se santifica por los discípulos, aludiendo al
sacrificio de su muerte (cf. Jn17,
19). De esta forma Jesús expresa implícitamente su función de verdadero Sumo
Sacerdote que realiza el misterio del "Día de la reconciliación", ya
no sólo mediante ritos sustitutivos, sino en la realidad concreta de su cuerpo
y su sangre.
En el Antiguo Testamento, las palabras "el Santo de Dios" indicaban a
Aarón como sumo sacerdote que tenía la misión de realizar la santificación de
Israel (cf.Sal105, 16;Si45, 6). La confesión de Pedro en favor
de Cristo, a quien llama "el Santo de Dios", está en el contexto del
discurso eucarístico, en el cual Jesús anuncia el gran Día de la reconciliación
mediante la ofrenda de sí mismo en sacrificio: "El pan que yo daré
es mi carne para la vida del mundo" (Jn6, 51).
Así, sobre el telón de fondo de esa confesión, está el misterio sacerdotal de
Jesús, su sacrificio por todos nosotros. La Iglesia no essantapor sí misma, pues está compuesta de
pecadores, como sabemos y vemos todos. Más bien, siempre es santificada de
nuevo por el Santo de Dios, por el amor purificador de Cristo. Dios no sólo ha
hablado; además, nos ha amado de una forma muy realista, nos ha amado hasta la
muerte de su propio Hijo. Esto precisamente nos muestra toda la grandeza de la
revelación, que en cierto modo ha infligido las heridas al corazón de Dios
mismo. Así pues, cada uno de nosotros puede decir personalmente, con san
Pablo: "Yo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a
sí mismo por mí" (Ga2,
20).
Pidamos al Señor que la verdad de estas palabras penetre profundamente, con su
alegría y con su responsabilidad, en nuestro corazón. Pidámosle que,
irradiándose desde la celebración eucarística, sea cada vez más la fuerza que
transforme nuestra vida.
SOLEMNIDAD DE LOS SANTOS
APÓSTOLES PEDRO Y PABLO
HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
Basílica Vaticana
Viernes 29 de junio de 1979
1. La liturgia de
hoy nos lleva, como todos los años, a la región de Cesarea de Filipo, donde
Simón, hijo de Jona, oyó de labios de Cristo estas palabras:
"Bienaventurado tú... porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha
revelado, sino mi Padre, que está en los cielos" (Mt16, 17). Simón oyó estas
palabras de labios de Cristo, cuando a la pregunta "¿Quién dicen los
hombres que es el Hijo del hombre?", solamente él dio esta respuesta:
"Tú eres el Mesías (Christos), el Hijo de Dios vivo"(Mt16, 16). En dicha respuesta
se centra la historia de Simón, a quien Cristo comenzó a llamar Pedro. El lugar en que fue pronunciada es un lugar histórico.
Cuando el Papa Pablo Vl visitó Tierra Santa, como peregrino, dedicó a ese lugar
una particular atención. Todos los Sucesores de Pedro deben volver a ese lugar
con el pensamiento y con el corazón. Allí fuenuevamente
confirmadala fe de Pedro:
"no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre, que
esta en los cielos" (Mt16,
17). Cristo oye la confesión de Pedro, que poco antes ha
sido pronunciada. Cristo mira el alma del Apóstol, que confiesa. Bendice la
obra del Padre en esta alma. La obra del Padre penetra en el entendimiento, la
voluntad y el corazón, independientemente de la "carne" y de la sangre".
independientemente de la naturaleza y de los sentidos. La obra del Padre,
mediante el Espíritu Santo, penetra en el alma del hombre sencillo, del
pescador de Galilea. La luz interior que surge de esta acción encuentra su
expresión en las palabras: "Tú eres el Mesías, el Hilo de Dios vivo"
(Mt16, 16). Las palabras son
sencillas, pero en ellas se expresa una verdad sobrehumana. La verdad
sobrehumana. divina, se expresa con palabras sencillas, muy sencillas. Como lo
fueron las palabras de María en el momento de la Anunciación. Como lo fueron
las de Juan Bautista en el Jordán. Como lo son las palabras de Simón en las
cercanías de Cesarea de Filipo: de Simón, a quien Cristo llamó Pedro. Cristo mira dentro del alma de Simón. Parece admirar la obra realizada en ella por el Padre, mediante
el Espíritu Santo: confesando la verdad revelada sobre la filiación divina de
su Maestro, Simón se hace partícipe del divino conocimiento, de la inescrutable
ciencia que el Padre tiene del Hijo, como el Hijo la tiene del Padre. Y Cristo le dice: "Bienaventurado tú, Simón Bar Jona" (Mt16. 17).
2. Estas palabras
constituyenel centro mismo de
la historia de Simón Pedro. Jamás fue retirada esa bendición. Como jamás se
oscureció, en el alma de Pedro, esa confesión que hizo entonces junto a Cesarea
de Filipo. Con ella transcurrió
toda su vida hasta el último día. Transcurrió con ella aquella terrible noche
de la captura de Cristo en el Huerto de Getsemaní; la noche de su propia
debilidad, de la más grande debilidad que se manifestó en el renegar al
hombre..., pero que no destruyó la fe en el Hijo de Dios. La prueba de la cruz
fue recompensada por el testimonio de la resurrección. Esta confirió, a la
confesión hecha en la región de Cesarea de Filipo, un argumento decisivo. Pedro, con esa su fe
en el Hijode Dios, salía ahora al encuentro de la misión, que el Señor le había asignado. Cuando, por orden, de
Herodes, se halló en la prisión de Jerusalén, encadenado y condenado a muerte,
parecía que tal misión había durado poco. En cambio, Pedro fue liberado por la
misma fuerza con que había sido llamado. Le esperaba todavía un largo camino. El final de este
camino llegó,
como indica una tradición —confirmada. Además, por muchas y rigurosas
investigaciones—, solamente el 29 de junio del año 68 de nuestra era, que
convencionalmente se cuenta desde el nacimiento de Cristo. Al final de este
camino, el Apóstol Pedro, antes Simón, hijo de Jona, se encontró aquí en Roma:
aquí, en este lugar sobre el que ahora nos hallamos, bajo el altar donde se celebra
esta Eucaristía. La "carne y la
sangre" fueron destruidas totalmente; fueron sometidas a la muerte. Pero
lo que en un tiempole había
revelado el Padre(cf.Mt16, 17),sobrevivió a la muerte de la carne;
y fue el comienzo del eterno encuentro con el Maestro, de quien daría
testimonio hasta el fin.El
comienzo de la feliz visióndel
Hijo en el Padre. Y fue tambiénel inquebrantable fundamento
de la fe de la Iglesia. Su piedra, la roca. Bienaventurado tú,
Simón, hijo de Jona (cf.Mt16, 17). 3. En la liturgia de
hoy, que une la conmemoración de la muerte y la gloria de los Santos Apóstoles
Pedro y Pablo, leemos las siguientes palabras de la Carta a Timoteo:
"Carísimo: en cuanto a mí, a punto estoy de derramarme en libación, siendo
ya inminente el tiempo de mi partida. He combatido el buen combate, he
terminado mi carrera, he guardado la fe. Por lo demás, ya me está preparada la
corona de la justicia, que me otorgará aquel día el Señor, justo Juez, y no
sólo a mí, sino a todos los que aman su manifestación" (2 Tim4, 6-8). Ciertamente, entre
todos aquellos que han amado la manifestación del Señor, Pablo de Tarso fue el
amante singular, el intrépido combatiente, el testigo inflexible. "El Señor... me
asistió"; recordamos el sitio donde sucedió esto; recordamos lo que
ocurrió junto a los muros de Damasco. "El Señor me asistió y me dio
fuerzas para que por mí fuese cumplida la predicación y todos los gentiles la
oigan" (2 Tim4, 17). Pablo, en una
grandiosa pincelada, diseña la obra de toda su vida. Habla de ello aquí, en
Roma, a su querido discípulo, cuando se acerca el fin de su vida enteramente
dedicada al Evangelio. Es muy penetrante
—todavía en esa última etapa— la conciencia del pecado y de la gracia; de la
gracia que supera al pecado y abre el camino de la gloria: "El Señor me
librará de todo mal y me guardará para su reino celestial" (2 Tim4, 18). La Iglesia romana
vuelve a evocar hoy, de modo especial, en su memoria, las dos últimas miradas,
ambas en la misma dirección;en
la dirección de Cristo crucificado y resucitado. La mirada de Pedro
agonizante sobre la cruz y la mirada de Pablo muriendo bajo la espada. Estas dos miradas de
fe—de aquella fe que llenó
completamente su vida hasta el fin y puso los fundamentos de la luz divina en
la historia del hombre sobre la tierra—permanecen
en nuestra memoria. Y en este día
revivimos nuestra fe en Cristo con una fuerza especial.
D-874 Primeramente enseña el santo Concilio, y abierta y sencillamente confiesa, que en el augusto sacramento de la Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y sustancialmente[Can. 1] nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la
apariencia de aquellas cosas sensibles.
(Concilio de Trento 11 de octubre de 1551)
Como el pan y el vino se transforman 85
En la vida y el ser de Cristo,
Padre, así elévanos hasta ti
Y trátanos como a tu Hijo
Eterno Padre,106
en el altar
nos ofrecemos con El
y te adoramos sin reservas
a ti y a tu omnipotencia.
Dispón de nuestras vidas,
que nos regalaste por amor.
Por Él, el Cordero siempre victorioso,
115
que yace ante ti como inmolado,
en el Espíritu Santo,
que impulsa la creación a las alturas,
recibe, Padre, de un sincero corazón
filial:
adoración expiación,
agradecimiento y petición. Amén
(Hacia el Padre. P. José Kentenich)
“Madrecita mía, te
agradezco que a través de lo sucedido me vuelvas a poner ante la realidad: que
por mí mismo nada puedo, y que si algo puedo es Aquél que me conforta… ¡Pero no
sólo algo! San Pablo dice textualmente: “todo…” ¡Todo! Madrecita, es por eso es
que estoy aquí, ante Ti expuesto a nuestra adoración en la humilde forma de pan…
El cubrecopon dice: “Adsum (“Aquí estoy”) Yo vengo a repetirte que estoy presente
ante ti, que quiero estar siempre ante Ti unido a Ti. No solo por mí mismo, no sólo por gozarme de la contemplación de ti Señor,
sino también por otros, para poderlo darlo todo, darme todo por otros… Para
poder darme a ti, entregarte a los demás…Pero para eso tengo que llevarte en mí,
Señor; y para llevarte en mi tengo que posesionarme de Ti y dejarme poseer por
Ti, Señor ".
(Siervo de Dios Mario Hiriart Pulido)
En la Eucaristía,Jesús continua su vida de oración;más todavía la oración es la única ocupación de su alma.Jesús contempla a su Padre, contempla su grandeza y su bondad; lo adora con profundo anonadamiento,le agradece incesantemente los dones y beneficios que concede a los hombres, nunca deja de implorar por los pecadores la gracia de la misericordia y paciencia divinas y de continuo solicita la caridad del Padre celestial por quienes ha recatado con su cruz.
Tal es la vida contemplativa de Jesús y tal es también la vida de María. Ella honra las virtudes humildes de Jesús y las vuelve a vivir imitándolas perfectamente.
Pero la vida interior de María consiste sobre todo en el amor a su divino hijo, amor que le hace compartir todos sus pensamientos, sentimientos y deseos. María no perdía de vista nunca la presencia eucarística de Jesús, sino que se unía sin cesar a su oración y adoración, y vivía en El y para el El en contemplación nunca interrumpida de su divinidad y de su humanidad santísima, sometiéndose del todo y entregándose a la influencia de la gracia.
(San Pedro Julian Eymard, apóstol de la Eucaristía)
Queridos hermanos y hermanas: Esta tarde quiero
meditar con vosotros sobre dos aspectos, relacionados entre sí, del Misterio
eucarístico: el culto de la Eucaristía y su sacralidad. Es importante volverlos
a tomar en consideración para preservarlos de visiones incompletas del Misterio
mismo, como las que se han dado en el pasado reciente. Ante todo, una
reflexión sobre el valor del culto eucarístico, en particular de la adoración
del Santísimo Sacramento. Es la experiencia que también esta tarde viviremos
nosotros después de la misa, antes de la procesión, durante su desarrollo y al
terminar. Una interpretación unilateral del concilio Vaticano II había
penalizado esta dimensión, restringiendo en la práctica la Eucaristía al
momento celebrativo. En efecto, ha sido muy importante reconocer la centralidad
de la celebración, en la que el Señor convoca a su pueblo, lo reúne en torno a
la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida, lo alimenta y lo une a sí en la
ofrenda del Sacrificio. Esta valorización de la asamblea litúrgica, en la que
el Señor actúa y realiza su misterio de comunión, obviamente sigue siendo
válida, pero debe situarse en el justo equilibrio. De hecho —como sucede a
menudo— para subrayar un aspecto se acaba por sacrificar otro. En este caso, la
justa acentuación puesta sobre la celebración de la Eucaristía ha ido en
detrimento de la adoración, como acto de fe y de oración dirigido al Señor
Jesús, realmente presente en el Sacramento del altar. Este desequilibrio ha
tenido repercusiones también sobre la vida espiritual de los fieles. En efecto,
concentrando toda la relación con Jesús Eucaristía en el único momento de la
santa misa, se corre el riesgo de vaciar de su presencia el resto del tiempo y
del espacio existenciales. Y así se percibe menos el sentido de la presencia
constante de Jesús en medio de nosotros y con nosotros, una presencia concreta,
cercana, entre nuestras casas, como «Corazón palpitante» de la ciudad, del
país, del territorio con sus diversas expresiones y actividades. El Sacramento
de la caridad de Cristo debe permear toda la vida cotidiana. En realidad, es un
error contraponer la celebración y la adoración, como si estuvieran en
competición una contra otra. Es precisamente lo contrario: el culto del
Santísimo Sacramento es como el «ambiente» espiritual dentro del cual la
comunidad puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía. La acción litúrgica
sólo puede expresar su pleno significado y valor si va precedida, acompañada y
seguida de esta actitud interior de fe y de adoración. El encuentro con Jesús
en la santa misa se realiza verdadera y plenamente cuando la comunidad es capaz
de reconocer que él, en el Sacramento, habita su casa, nos espera, nos invita a
su mesa, y luego, tras disolverse la asamblea, permanece con nosotros, con su
presencia discreta y silenciosa, y nos acompaña con su intercesión, recogiendo
nuestros sacrificios espirituales y ofreciéndolos al Padre. En este sentido,
me complace subrayar la experiencia que viviremos esta tarde juntos. En el
momento de la adoración todos estamos al mismo nivel, de rodillas ante el
Sacramento del amor. El sacerdocio común y el ministerial se encuentran unidos
en el culto eucarístico. Es una experiencia muy bella y significativa, que
hemos vivido muchas veces en la basílica de San Pedro, y también en las
inolvidables vigilias con los jóvenes; recuerdo por ejemplo las de Colonia,
Londres, Zagreb y Madrid. Es evidente a todos que estos momentos de vigilia
eucarística preparan la celebración de la santa misa, preparan los corazones al
encuentro, de manera que este resulta incluso más fructuoso. Estar todos en
silencio prolongado ante el Señor presente en su Sacramento es una de las
experiencias más auténticas de nuestro ser Iglesia, que va acompañado de modo
complementario con la de celebrar la Eucaristía, escuchando la Palabra de Dios,
cantando, acercándose juntos a la mesa del Pan de vida. Comunión y
contemplación no se pueden separar, van juntas. Para comulgar verdaderamente
con otra persona debo conocerla, saber estar en silencio cerca de ella,
escucharla, mirarla con amor. El verdadero amor y la verdadera amistad viven
siempre de esta reciprocidad de miradas, de silencios intensos, elocuentes,
llenos de respeto y veneración, de manera que el encuentro se viva
profundamente, de modo personal y no superficial. Y lamentablemente, si falta
esta dimensión, incluso la Comunión sacramental puede llegar a ser, por nuestra
parte, un gesto superficial. En cambio, en la verdadera comunión, preparada por
el coloquio de la oración y de la vida, podemos decir al Señor palabras de confianza,
como las que han resonado hace poco en el Salmo responsorial: «Señor, yo soy tu
siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas. Te ofreceré un
sacrificio de alabanza invocando el nombre del Señor» (Sal115, 16-17). Ahora quiero pasar
brevemente al segundo aspecto: la sacralidad de la Eucaristía. También aquí, en
el pasado reciente, de alguna manera se ha malentendido el mensaje auténtico de
la Sagrada Escritura. La novedad cristiana respecto al culto ha sufrido la
influencia de cierta mentalidad laicista de los años sesenta y setenta del
siglo pasado. Es verdad, y sigue siendo siempre válido, que el centro del culto
ya no está en los ritos y en los sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en
su persona, en su vida, en su misterio pascual. Y, sin embargo, de esta novedad
fundamental no se debe concluir que lo sagrado ya no exista, sino que ha
encontrado su cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado. LaCarta a los Hebreos,que hemos escuchado esta tarde en
la segunda lectura, nos habla precisamente de la novedad del sacerdocio de
Cristo, «sumo sacerdote de los bienes definitivos» (Hb9, 11), pero no dice que el sacerdocio
se haya acabado. Cristo «es mediador de una alianza nueva» (Hb9, 15), establecida en su sangre, que
purifica «nuestra conciencia de las obras muertas» (Hb9, 14). Él no ha abolido lo sagrado,
sino que lo ha llevado a cumplimiento, inaugurando un nuevo culto, que sí es
plenamente espiritual pero que, sin embargo, mientras estamos en camino en el
tiempo, se sirve todavía de signos y ritos, que sólo desaparecerán al final, en
la Jerusalén celestial, donde ya no habrá ningún templo (cf.Ap21, 22). Gracias a Cristo, la
sacralidad es más verdadera, más intensa, y, como sucede con los mandamientos,
también más exigente. No basta la observancia ritual, sino que se requiere la
purificación del corazón y la implicación de la vida.
Me complace
subrayar también que lo sagrado tiene una función educativa, y su desaparición
empobrece inevitablemente la cultura, en especial la formación de las nuevas
generaciones. Si, por ejemplo, en nombre de una fe secularizada y no necesitada
ya de signos sacros, fuera abolida esta procesión ciudadana delCorpus Christi, el perfil
espiritual de Roma resultaría «aplanado», y nuestra conciencia personal y
comunitaria quedaría debilitada. O pensemos en una madre y un padre que, en
nombre de una fe desacralizada, privaran a sus hijos de toda ritualidad
religiosa: en realidad acabarían por dejar campo libre a los numerosos
sucedáneos presentes en la sociedad de consumo, a otros ritos y otros signos,
que más fácilmente podrían convertirse en ídolos. Dios, nuestro Padre, no obró
así con la humanidad: envió a su Hijo al mundo no para abolir, sino para dar
cumplimiento también a lo sagrado. En el culmen de esta misión, en la última
Cena, Jesús instituyó el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, el Memorial de
su Sacrificio pascual. Actuando de este modo se puso a sí mismo en el lugar de
los sacrificios antiguos, pero lo hizo dentro de un rito, que mandó a los
Apóstoles perpetuar, como signo supremo de lo Sagrado verdadero, que es él
mismo. Con esta fe, queridos hermanos y hermanas, celebramos hoy y cada día el
Misterio eucarístico y lo adoramos como centro de nuestra vida y corazón del
mundo. Amén. SANTA
MISA EN LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI. HOMILÍA
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI Basílica de San Juan de Letrán Jueves 7 de junio de 2012
La Iglesia vuelve constantemente al Cenáculo, lugar de su nacimiento.
( SANTA MISA Y PROCESIÓN EN LA SOLEMNIDAD DEL "CORPUS CHRISTI" HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II, Basílica de San Juan de Letrán Jueves 19 de junio de 2003)
1. "Ecclesia
de Eucharistia vivit": La Iglesia vive de la Eucaristía.
Con estas palabras comienza la carta
encíclica sobre la Eucaristía, que firmé el pasado Jueves santo, durante la
misa in Cena Domini. Esta solemnidad del Corpus Christi recuerda
aquella sugestiva celebración, haciéndonos revivir, al
mismo tiempo, el intenso clima de la última Cena.
"Tomad, esto es mi cuerpo. (...) Esta es mi sangre" (Mt 14,
22-24). Escuchamos nuevamente las palabras de Jesús mientras ofrece a los
discípulos el pan convertido en su Cuerpo, y el vino convertido en su Sangre.
Así inaugura el nuevo rito pascual: la Eucaristía es el sacramento
de la alianza nueva y eterna.
Con esos gestos y esas palabras, Cristo lleva a plenitud la larga
pedagogía de los ritos antiguos, que acaba de evocar la primera
lectura (cf. Ex 24, 3-8).
2. La Iglesia vuelve constantemente al Cenáculo, lugar de
su nacimiento. Vuelve allí porque el don eucarístico establece una misteriosa
"contemporaneidad" entre la Pascua del Señor y el devenir
del mundo y de las generaciones (cf. Ecclesia
de Eucharistia, 5).
También esta tarde, con profunda gratitud a Dios, nos recogemos en silencio
ante el misterio de la fe, mysterium fidei. Lo contemplamos con el
íntimo sentimiento que en la encíclica llamé el "asombro eucarístico"
(ib., 6). Asombro grande y agradecido ante el sacramento en el que
Cristo quiso "concentrar" para siempre todo su misterio de amor (cf. ib.,
5).
Contemplamos el rostro eucarístico de Cristo, como hicieron los
Apóstoles y, después, los santos de todos los siglos. Lo contemplamos,
sobre todo, imitando a María, "mujer "eucarística" con toda su
vida" (ib., 53), que fue el "primer "tabernáculo" de
la historia" (ib., 55).
3. Este es el significado de la hermosa tradición del Corpus
Christi, que se renueva esta tarde. Con ella también la Iglesia que
está en Roma manifiesta su vínculo constitutivo con la Eucaristía,profesa
con alegría que "vive de la Eucaristía".
De la Eucaristía viven su Obispo, Sucesor de Pedro, y sus hermanos en el
episcopado y en el sacerdocio; de la Eucaristía viven los religiosos y las
religiosas, los laicos consagrados y todos los bautizados.
De la Eucaristía viven, en particular, las familias cristianas, a
las que se dedicó hace algunos días la Asamblea eclesial diocesana. Amadísimas
familias de Roma: que la viva presencia eucarística de Cristo alimente en
vosotras la gracia del matrimonio y os permita progresar por el camino de lasantidad
conyugal y familiar. Sacad de este manantial el secreto de vuestra unidad y
de vuestro amor, imitando el ejemplo de los beatos esposos Luis y María
Beltrame Quattrocchi, que iniciaban sus jornadas acercándose al banquete
eucarístico.
4. Después de la santa misa nos dirigiremos orando y cantando hacia la
basílica de Santa María la Mayor. Con esta procesión queremos expresar
simbólicamente que somos peregrinos, "viatores", hacia la
patria celestial.
No estamos solos en nuestra peregrinación: con nosotros camina
Cristo, pan de vida, "panis angelorum, factus cibus
viatorum", "pan de los ángeles, pan de los peregrinos"
(Secuencia).
Jesús, alimento espiritual que fortalece la esperanza de los creyentes, nos
sostiene en este itinerario hacia el cielo y refuerza nuestra comunión
con la Iglesia celestial.
La santísima Eucaristía, resquicio del Paraíso que se abre aquí en la tierra,
penetra las nubes de nuestra historia. Como rayo de gloria de la Jerusalén
celestial, proyecta luz sobre nuestro camino (cf. Ecclesia
de Eucharistia, 19).
5. "Ave, verum corpus natum de Maria Virgine":
¡Salve, verdadero cuerpo de Cristo, nacido de María Virgen!
El alma se llena de asombro adorando este misterio tan sublime. "Vere passum, immolatum in cruce pro homine". De tu muerte en
la cruz, oh Señor, brota para nosotros la vida que no muere.
"Esto nobis praegustatum mortis in examine". Haz, Señor, que
cada uno de nosotros, alimentado de ti, afronte con confiada esperanza todas
las pruebas de la vida, hasta el día en que seas viático para el último viaje,
hacia la casa del Padre.
"O Iesu dulcis! O Iesu pie! O Iesu, fili Mariae!", "¡Oh
dulce Jesús! ¡Oh piadoso Jesús! ¡Oh Jesús, Hijo de María!". Amén.
Esta noche, una vez más, el Señor nos distribuye
el pan que es su cuerpo, se hace don.
Homilía papa Francisco en la misa
del Cuerpo y la Sangre de Cristo, Roma 30 de mayo 2013
Queridos
hermanos y hermanas:
En el
Evangelio que hemos escuchado, hay una expresión de Jesús que me impresiona
siempre: "Dadles de comer vosotros mismos" (Lc 9,13). Partiendo de
esta frase, me dejo guiar por tres palabras: seguimiento, comunión, compartir.
1. Sobre
todo: ¿Quiénes son aquellos a los que dar de comer? La respuesta la encontramos
en el inicio del pasaje evangélico: es la multitud. Jesús está en medio de la
gente, la acoge, le habla, la cura, le muestra la misericordia de Dios; en
medio de ella elige a los Doce Apóstoles para estar con El y sumirse como El en
las situaciones concretas del mundo. Y la gente le sigue, le escucha, porque
Jesús habla y actúa de modo nuevo, con la autoridad de quien es auténtico y
coherente, de quien habla y actúa con verdad, de quien da la esperanza que
viene de Dios, de quien es revelación del Rostro de un Dios que es amor. Y la
gente, con alegría, bendice a Dios.
Esta tarde
nosotros somos la multitud del Evangelio, también nosotros tratamos de seguir a
Jesús para escucharle, para entrar en comunión con El en la Eucaristía, para
acompañarle y para que nos acompañe. Preguntémonos: ¿cómo sigo a Jesús? Jesús
habla en silencio en el Misterio de la Eucaristía y cada vez nos recuerda que
seguirlo quiere decir salir de nosotros mismos y hacer de nuestra vida no una
posesión nuestra, sino un don de El y a los otros.
2. Demos un
paso adelante: ¿de dónde nace la invitación que hace Jesús a los discípulos de
alimentar ellos mismos a la multitud? Nace de dos elementos: sobre todo de la
multitud que, siguiendo a Jesús, se encuentra al aire libre, lejos de los
lugares habitados, mientras se hace de noche, y luego de la preocupación de los
discípulos que piden a Jesús despedir a la multitud para que vaya a los pueblos
cercanos a encontrar alimento y alojamiento (cfr Lc 9,12). Frente a la
necesidad de la multitud, he aquí la solución de los discípulos: cada uno
piense en sí mismo; ¡despedir a la multitud! ¡Cuántas veces nosotros los
cristianos tenemos esta tentación! No nos hacemos cargo de las necesidades de
los otros, despidiéndoles con un piadoso: "¡Que Dios te ayude!". O
con un no tan piadoso: "¡Buena suerte!".
Pero la
solución de Jesús va en otra dirección, una dirección que sorprende a los
discípulos: "Dadles vosotros mismos de comer". ¿Pero cómo es posible
que seamos nosotros los que den de comer a una multitud? "Sólo tenemos
cinco panes y dos peces, a menos que no vayamos a comprar víveres para toda
esta gente". Pero Jesús no se desanima: pide a los discípulos que hagan
sentarse a la gente en comunidades de cincuenta personas, alza los ojos al
cielo, recita la bendición, parte los panes y los da a los discípulos para que
los distribuyan. Es un momento de profunda comunión: la gente que ha bebido la
palabra del Señor, es ahora nutrida por su pan de vida. Y todos fueron
saciados, anota el evangelista.
Esta tarde,
también nosotros estamos en torno a la mesa del Señor, a la mesa del Sacrificio
eucarístico, en el que El nos da una vez más su cuerpo, hace presente el único
sacrificio de la Cruz. Y en el escuchar su Palabra, en el nutrirnos de su
Cuerpo y Sangre, El nos hace pasar de ser multitud a ser comunidad, del
anonimato a la comunión. La Eucaristía es el Sacramento de la comunión, que nos
hace salir del individualismo para vivir juntos el seguimiento, la fe en El.
Entonces deberemos preguntarnos todos ante el Señor: ¿cómo vuvo yo la
Eucaristía? ¿La vivo en modo anónimo o como momento de verdadera comunión con
el Señor, pero también con tantos hermanos y hermanas que comparten esta misma
misa? ¿Cómo son nuestras celebraciones eucarísticas?
3. Un
último elemento: ¿De dónde nace la multiplicación de los panes? La respuesta
está en la invitación de Jesús a los discípulos: “Ustedes mismos den...”,
“dar”, compartir. ¿Qué cosa comparten los discípulos? Lo poco que tienen: cinco
panes y dos peces. Pero son justamente estos panes y estos peces los que en las
manos del Señor sacian a toda la multitud.
Y son
justamente los discípulos desorientados delante de la incapacidad de sus medios
--la pobreza de lo que pueden poner a disposición-- quienes hacen acomodar a la
gente y distribuyen --confiando en la palabra de Jesús- los panes y peces que
sacian a la multitud.
Y esto nos
dice que en la Iglesia, pero también en la sociedad, una palabra llave de la
que no debemos tener miedo es: “solidaridad”, saber dar, o sea, poner a
disposición de Dios todo lo que tenemos, nuestras humildes capacidades, porque
solamente compartiendo, en el don, nuestra vida será fecunda, dará fruto.
Solidaridad: !una palabra mal vista por el espíritu mundano!
Esta noche,
una vez más, el Señor nos distribuye el pan que es su cuerpo, se hace don. Y
también nosotros sentimos la “solidaridad de Dios” con el hombre, una
solidaridad que no se acaba nunca, una solidaridad que nunca deja de
asombrarnos: Dios se vuelve cercano a nosotros, en el sacrificio de la Cruz se
humilla entrando en la oscuridad de la muerte para darnos su vida, que vence el
mal, el egoísmo y la muerte.
Jesús esta
noche también se dona a nosotros en la eucaristía, comparte muestro mismo
camino, más aún se hace alimento, el verdadero alimento que sustenta nuestra
vida, incluso en los momentos durante los cuales la calle se vuelve dura y los
obstáculos retardan nuestros pasos.
Y en la
eucaristía el Señor nos hace recorrer su camino, el del servicio, el compartir,
el don. Lo poco que tenemos, lo poco que somos, si se comparte se vuelve
riqueza, porque la potencia de Dios, que es la del amor, baja dentro de nuestra
pobreza para transformarla.
Preguntémonos
entonces esta noche, adorando a Cristo realmente presente en la eucaristía: ¿Me
dejo transformar por Él? Dejo que el Señor que se dona a mi me guíe para
hacerme salir de mi pequeño recinto, para salir y no tener miedo de donarme, de
compartir, de amarle y de amar a los otros?
Seguimiento,
comunión, compartir. Recemos para que la participación en la eucaristía nos
incite siempre: a seguir al Señor cada día, a ser instrumentos de comunión, a
compartir con Él y con nuestro prójimo lo que somos. Entonces nuestra
existencia será verdaderamente fecunda. Amén.
El culto de la Eucaristía. En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor. "La Iglesia católica ha dado y continua dando este culto de adoración que se debe al sacramento de la Eucaristía no solamente durante la misa, sino también fuera de su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión en medio de la alegría del pueblo" (MF 56). Catecismo de la Iglesia Católica 1378
Laude Sion Secuencia
La secuencia Lauda Sion, poesía admirable en que Santo Tomás de
Aquino sintetizó toda la teología y toda la mística de la Eucaristía, es
una de las cuatro que mandó conservar el Concilio de Trento, debiéndose
cantar durante la Solemnidad de Corpus Christi, luego del Aleluya e
inmediatamente antes de la lectura (o canto) del Santo Evangelio.
Secuencia de Corpus Christi
Traducción del Misal del R.P. don Andrés Azcárate OSB