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viernes, 9 de mayo de 2014

A través de los signos, el misterio se abre de alguna manera a los ojos del creyente.




San Juan Pablo II
Jesús se presentó a sí mismo como la «luz del mundo» (Jn 8,12), y esta característica resulta evidente en aquellos momentos de su vida, como la Transfiguración y la Resurrección, en los que resplandece claramente su gloria divina. En la Eucaristía, sin embargo, la gloria de Cristo está velada. El Sacramento eucarístico es un «mysterium fidei» por excelencia. Pero, precisamente a través del misterio de su ocultamiento total, Cristo se convierte en misterio de luz, gracias al cual se introduce al creyente en las profundidades de la vida divina. En una feliz intuición, el célebre icono de la Trinidad de Rublëv pone la Eucaristía de manera significativa en el centro de la vida trinitaria.



La Eucaristía es luz, ante todo, porque en cada Misa la liturgia de la Palabra de Dios precede a la liturgia eucarística, en la unidad de las dos «mesas», la de la Palabra y la del Pan. Esta continuidad aparece en el discurso eucarístico del Evangelio de Juan, donde el anuncio de Jesús pasa de la presentación fundamental de su misterio a la declaración de la dimensión propiamente eucarística: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6,55). Sabemos que esto fue lo que puso en crisis a gran parte de los oyentes, llevando a Pedro a hacerse portavoz de la fe de los otros Apóstoles y de la Iglesia de todos los tiempos: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). En la narración de los discípulos de Emaús Cristo mismo interviene para enseñar, «comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas», cómo «toda la Escritura» lleva al misterio de su persona (cf. Lc 24,27). Sus palabras hacen «arder» los corazones de los discípulos, los sacan de la oscuridad de la tristeza y desesperación y suscitan en ellos el deseo de permanecer con Él: «Quédate con nosotros, Señor» (cf. Lc24,29).


 Es significativo que los dos discípulos de Emaús, oportunamente preparados por las palabras del Señor, lo reconocieran mientras estaban a la mesa en el gesto sencillo de la «fracción del pan». Una vez que las mentes están iluminadas y los corazones enfervorizados, los signos «hablan». La Eucaristía se desarrolla por entero en el contexto dinámico de signos que llevan consigo un mensaje denso y luminoso. A través de los signos, el misterio se abre de alguna manera a los ojos del creyente.

CARTA APOSTÓLICA MANE NOBISCUM DOMINE. EXTRACTOS

miércoles, 12 de febrero de 2014

La Eucaristía es anuncio de muerte y de resurrección.


Beato papa Juan Pablo II

La Santa Misa es también una audiencia. Quizá la comparación sea muy atrevida, quizá poco conveniente, quizá demasiado "humana"; sin embargo, me permito emplearla: ésta es una audiencia que el mismo Cristo concede continuamente a toda la humanidad —que Él concede a una determinada comunidad eucarística— y a cada uno de nosotros que constituimos esta asamblea.




Durante la audiencia escuchamos al que habla. Y también nosotros intentamos hablarle de modo que Él pueda escucharnos.

En la liturgia eucarística Cristo habla ante todo con la fuerza de su Sacrificio. Es un discurso muy conciso y a la vez muy ardiente. Se puede decir que sabernos de memoria este discurso; sin embargo, cada vez resulta nuevo, sagrado, revelador. Contiene en sí todo el misterio del amor y de la verdad, porque la verdad vive del amor y el amor de la verdad. Dios, que es Verdad y Amor, se ha manifestado en la historia de la creación y en la historia de la salvación; Él propone de nuevo esta historia mediante el sacrificio redentor que nos ha transmitido en el signo sacramental, no sólo para que lo meditemos en el recuerdo, sino para que lo renovemos, lo volvamos a celebrar.
Celebrando el sacrificio eucarístico, somos introducidos cada vez en el misterio de Dios mismo y también en toda la profundidad de la realidad humana. La Eucaristía es anuncio de muerte y de resurrección. El misterio pascual se expresa en ella como comienzo de un tiempo nuevo y como esperanza final.

Es Cristo mismo el que habla, y nosotros no cesamos jamás de escucharle. Deseamos continuamente esta fuerza suya de salvación, que se ha convertido en "garantía" divina de las palabras de vida eterna.


Él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6. 68).


ENCUENTRO «EUCARÍSTICO» CON LOS SEMINARISTAS DE ROMA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
Domingo 19 de noviembre de 1978 (extracto)

sábado, 29 de junio de 2013

La mirada de los papas, Francisco,Benedicto XVI y Juan Pablo II, a Pedro y Pablo en su Solemnidad

SANTA MISA E IMPOSICIÓN DEL PALIO
A LOS NUEVOS METROPOLITANOS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica Vaticana
Sábado 29 de junio de 2013



Señores cardenales,
Su Eminencia, el Metropolita Ioannis,
venerados hermanos en el episcopado y el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas.
Celebramos la solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, patronos principales de la Iglesia de Roma: una fiesta que adquiere un tono de mayor alegría por la presencia de obispos de todo el mundo. Es una gran riqueza que, en cierto modo, nos permite revivir el acontecimiento de Pentecostés: hoy, como entonces, la fe de la Iglesia habla en todas las lenguas y quiere unir a los pueblos en una sola familia.

Saludo cordialmente y con gratitud a la delegación del Patriarcado de Constantinopla, guiada por el Metropolita Ioannis. Agradezco al Patriarca ecuménico Bartolomé I por este Nuevo gesto de fraternidad. Saludo a los señores embajadores y a las autoridades civiles. Un gracias especial al Thomanerchor, el coro de laThomaskirche, de Lipsia, la iglesia de Bach, que anima la liturgia y que constituye una ulterior presencia ecuménica.

Tres ideas sobre el ministerio petrino, guiadas por el verbo «confirmar». ¿Qué está llamado a confirmar el Obispo de Roma?
1. Ante todo, confirmar en la fe. El Evangelio habla de la confesión de Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt, 16,16), una confesión que no viene de él, sino del Padre celestial. Y, a raíz de esta confesión, Jesús le dice: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (v. 18). El papel, el servicio eclesial de Pedro tiene su en la confesión de fe en Jesús, el Hijo de Dios vivo, en virtud de una gracia donada de lo alto. En la segunda parte del Evangelio de hoy vemos el peligro de pensar de manera mundana. Cuando Jesús habla de su muerte y resurrección, del camino de Dios, que no se corresponde con el camino humano del poder, afloran en Pedro la carne y la sangre: «Se puso a increparlo: “¡Lejos de ti tal cosa, Señor!”» (16,22). Y Jesús tiene palabras duras con él: «Aléjate de mí, Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo» (v. 23). Cuando dejamos que prevalezcan nuestras Ideas, nuestros sentimientos, la lógica del poder humano, y no nos dejamos instruir y guiar por la fe, por Dios, nos convertimos en piedras de tropiezo. La fe en Cristo es la luz de nuestra vida de cristianos y de ministros de la Iglesia.

2. Confirmar en el amor. En la Segunda Lectura hemos escuchado las palabras conmovedoras de san Pablo: «He luchado el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe» (2 Tm 4,7). ¿De qué combate se trata? No el de las armas humanas, que por desgracia todavía ensangrientan el mundo; sino el combate del martirio. San Pablo sólo tiene un arma: el mensaje de Cristo y la entrega de toda su vida por Cristo y por los demás. Y es precisamente su exponerse en primera persona, su dejarse consumar por el evangelio, el hacerse todo para todos, sin reservas, lo que lo ha hecho creíble y ha edificado la Iglesia. El Obispo de Roma está llamado a vivir y a confirmar en este amor a Jesús y a todos sin distinción, límites o barreras. Y no sólo el Obispo de Roma: todos vosotros, nuevos arzobispos y obispos, tenéis la misma tarea: dejarse consumir por el Evangelio, hacerse todo para todos. El cometido de no escatimar, de salir de sí para servir al santo pueblo fiel de Dios.

3. Confirmar en la unidad. Aquí me refiero al gesto que hemos realizado. El palio es símbolo de comunión con el Sucesor de Pedro, «principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de la fe y de la comunión» (Lumen gentium, 18). Y vuestra presencia hoy, queridos hermanos, es el signo de que la comunión de la Iglesia no significa uniformidad. El Vaticano II, refiriéndose a la estructura jerárquica de la Iglesia, afirma que el Señor «con estos apóstoles formó una especie de Colegio o grupo estable, y eligiendo de entre ellos a Pedro lo puso al frente de él» (ibíd. 19). Confirmar en la unidad: el Sínodo de los Obispos, en armonía con el primado. Hemos de ir por este camino de la sinodalidad, crecer en armonía con el servicio del primado. Y el Concilio prosigue: «Este Colegio, en cuanto compuesto de muchos, expresa la diversidad y la unidad del Pueblo de Dios» (ibíd. 22). La variedad en la Iglesia, que es una gran riqueza, se funde siempre en la armonía de la unidad, como un gran mosaico en el que las teselas se juntan para formar el único gran diseño de Dios. Y esto debe impulsar a superar siempre cualquier conflicto que hiere el cuerpo de la Iglesia. Unidos en las diferencias: no hay otra vía católica para unirnos. Este es el espíritu católico, el espíritu cristiano: unirse en las diferencias. Este es el camino de Jesús. El palio, siendo signo de la comunión con el Obispo de Roma, con la Iglesia universal, con el Sínodo de los Obispos, supone también para cada uno de vosotros el compromiso de ser instrumentos de comunión.

Confesar al Señor dejándose instruir por Dios; consumarse por amor de Cristo y de su evangelio; ser servidores de la unidad. Queridos hermanos en el episcopado, estas son las consignas que los santos apóstoles Pedro y Pablo confían a cada uno de nosotros, para que sean vividas por todo cristiano. Que la santa Madre de Dios nos guíe y acompañe siempre con su intercesión: Reina de los apóstoles, reza por nosotros. Amén.








HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI 
DURANTE LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
 
EN LA SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO

Miércoles 29 de junio de 2005


 Queridos hermanos y hermanas:  

La fiesta de San Pedro y San Pablo, apóstoles, es una grata memoria de los grandes testigos de Jesucristo y, a la vez, una solemne confesión de fe en la Iglesia una, santa, católica y apostólica. 


Ante todo es una fiesta de la catolicidad. El signo de Pentecostés ―la nueva comunidad que habla en todas las lenguas y une a todos los pueblos en un único pueblo, en una familia de Dios― se ha hecho realidad. Nuestra asamblea litúrgica, en la que se encuentran reunidos obispos procedentes de todas las partes del mundo, personas de numerosas culturas y naciones, es una imagen de la familia de la Iglesia extendida por toda la tierra. Los extranjeros se han convertido en amigos; superando todos los confines, nos reconocemos hermanos. Así se ha cumplido la misión de san Pablo, que estaba convencido de ser "ministro de Cristo Jesús para con los gentiles, ejerciendo el sagrado oficio del Evangelio de Dios, para que la ofrenda de los gentiles, consagrada por el Espíritu Santo, agrade a Dios" (Rm 15, 16). 

La finalidad de la misión es una humanidad transformada en una glorificación viva de Dios, el culto verdadero que Dios espera:  este es el sentido más profundo de la catolicidad, una catolicidad que ya nos ha sido donada y hacia la cual, sin embargo, debemos avanzar siempre de nuevo.Catolicidad no sólo expresa una dimensión horizontal, la reunión de muchas personas en la unidad; también entraña una dimensión vertical:  sólo dirigiendo nuestra mirada a Dios, sólo abriéndonos a él, podemos llegar a ser realmente uno. Como san Pablo, también san Pedro vino a Roma, a la ciudad a donde confluían todos los pueblos y que, precisamente por eso, podía convertirse, antes que cualquier otra, en manifestación de la universalidad del Evangelio. Al emprender el viaje de Jerusalén a Roma, ciertamente sabía que lo guiaban las palabras de los profetas, la fe y la oración de Israel. 

En efecto, la misión hacia todo el mundo también forma parte del anuncio de la antigua alianza:  el pueblo de Israel estaba destinado a ser luz de las naciones. El gran salmo de la Pasión, el salmo 21, cuyo primer versículo "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" pronunció Jesús en la cruz, terminaba con la visión:  "Volverán al Señor de todos los confines del orbe; en su presencia se postrarán las familias de los pueblos" (Sal 21, 28). Cuando san Pedro y san Pablo vinieron a Roma, el Señor, que había iniciado ese salmo en la cruz, había resucitado; ahora se debía anunciar a todos los pueblos esa victoria de Dios, cumpliendo así la promesa con la que concluía el Salmo. 
Catolicidad significa universalidad, multiplicidad que se transforma en unidad; unidad que, a pesar de todo, sigue siendo multiplicidad. Las palabras de san Pablo sobre la universalidad de la Iglesia nos han explicado que de esta unidad forma parte la capacidad de los pueblos de superarse a sí mismos para mirar hacia el único Dios. 

El fundador de la teología católica, san Ireneo de Lyon, en el siglo II, expresó de un modo muy hermoso este vínculo entre catolicidad y unidad:  "la Iglesia recibió esta predicación y esta fe, y, extendida por toda la tierra, con esmero la custodia como si habitara en una sola familia. Conserva una misma fe, como si tuviese una sola alma y un solo corazón, y la predica, enseña y transmite con una misma voz, como si no tuviese sino una sola boca. Ciertamente, son diversas las lenguas, según las diversas regiones, pero la fuerza de la tradición es una y la misma. Las Iglesias de Alemania no creen de manera diversa, ni transmiten otra doctrina diferente de la que predican las de España, las de Francia, o las del Oriente, como las de Egipto o Libia, así como tampoco las Iglesias constituidas en el centro del mundo; sino que, así como el sol, que es una criatura de Dios, es uno y el mismo en todo el mundo, así también la luz de la predicación de la verdad brilla en todas partes e ilumina a todos los seres humanos que quieren venir al conocimiento de la verdad" (Adversus haereses, I, 10, 2). 

La unidad de los hombres en su multiplicidad ha sido posible porque Dios, el único Dios del cielo y de la tierra, se nos manifestó; porque la verdad esencial sobre nuestra vida, sobre nuestro origen y nuestro destino, se hizo visible cuando él se nos manifestó y en Jesucristo nos hizo ver su rostro, se nos reveló a sí mismo. Esta verdad sobre la esencia de nuestro ser, sobre nuestra vida y nuestra muerte, verdad que Dios hizo visible, nos une y nos convierte en hermanos. Catolicidad y unidadvan juntas. Y la unidad tiene un contenido:  la fe que los Apóstoles nos transmitieron de parte de Cristo. 

Me alegra haber entregado a la Iglesia ayer ―en la fiesta de san Ireneo y en la víspera de la solemnidad de San Pedro y San Pablo― una nueva guía para la transmisión de la fe, que nos ayuda a conocer mejor y también a vivir mejor la fe que nos une:  el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica. Lo que en el gran Catecismo, mediante los testimonios de los santos de todos los siglos y con las reflexiones maduradas en la teología, se presenta de manera detallada, aquí, en este libro, se encuentra recapitulado en sus contenidos esenciales, que luego se han de traducir al lenguaje diario y se han de concretar siempre de nuevo. 

El libro está estructurado en forma de diálogo, con preguntas y respuestas; catorce imágenes asociadas a los diversos campos de la fe invitan a la contemplación y a la meditación. Resumen, por decir así, de modo visible lo que la palabra desarrolla detalladamente. Al inicio está un icono de Cristo del siglo VI, que se encuentra en el monte Athos y representa a Cristo en su dignidad de Señor de la tierra, pero a la vez como heraldo del Evangelio, que lleva en la mano. "Yo soy el que soy" ―este misterioso nombre de Dios, propuesto en la antigua alianza― se halla escrito allí como su nombre propio:  todo lo que existe viene de él; él es la fuente originaria de todo ser. Y por ser único, también está siempre presente, siempre está cerca de nosotros y, al mismo tiempo, siempre nos precede, como "señal" en el camino de nuestra vida; más aún, él mismo es el camino. 

No se puede leer este libro como se lee una novela. Hace falta meditarlo con calma en cada una de sus partes, dejando que su contenido, mediante las imágenes, penetre en el alma. Espero que así sea acogido, a fin de que se convierta en una buena guía para la transmisión de la fe. 
Hemos dicho que catolicidad de la Iglesia y unidad de la Iglesia van juntas. El hecho de que ambas dimensiones se nos hagan visibles en las figuras de los santos Apóstoles nos indica ya la característica sucesiva de la Iglesia:  apostólica. ¿Qué significa? 

El Señor instituyó doce Apóstoles, como eran doce los hijos de Jacob, señalándolos de esa manera como iniciadores del pueblo de Dios, el cual, siendo ya universal, en adelante abarca a todos los pueblos. San Marcos nos dice que Jesús llamó a los Apóstoles para que "estuvieran con él y también para enviarlos" (Mc 3, 14). Casi parece una contradicción. Nosotros diríamos:  o están con él o son enviados y se ponen en camino. 

El Papa san Gregorio Magno tiene un texto acerca de los ángeles que nos puede ayudar a aclarar esa aparente contradicción. Dice que los ángeles son siempre enviados y, al mismo tiempo, están siempre en presencia de Dios, y continúa:  "Dondequiera que sean enviados, dondequiera que vayan, caminan siempre en presencia de Dios" (Homilía 34, 13). El Apocalipsis se refiere a los obispos como "ángeles" de su Iglesia; por eso, podemos hacer esta aplicación:  los Apóstoles y sus sucesores deberían estar siempre en presencia del Señor y precisamente así, dondequiera que vayan, estarán siempre en comunión con él y vivirán de esa comunión. 

La Iglesia es apostólica porque confiesa la fe de los Apóstoles y trata de vivirla. Hay una unicidad que caracteriza a los Doce llamados por el Señor, pero al mismo tiempo existe una continuidad en la misión apostólica. San Pedro, en su primera carta, se refiere a sí mismo como "co-presbítero" con los presbíteros a los que escribe (cf. 1 P 5, 1). Así expresó el principio de la sucesión apostólica:  el mismo ministerio que él había recibido del Señor prosigue ahora en la Iglesia gracias a la ordenación sacerdotal. La palabra de Dios no es sólo escrita; gracias a los testigos que el Señor, por el sacramento, insertó en el ministerio apostólico, sigue siendo palabra viva. 

Así ahora me dirijo a vosotros, queridos hermanos en el episcopado. Os saludo con afecto, juntamente con vuestros familiares y con los peregrinos de las respectivas diócesis. Estáis a punto de recibir el palio de manos del Sucesor de Pedro. Lo hemos hecho bendecir, como por el mismo san Pedro, poniéndolo junto a su tumba. Ahora es expresión de nuestra responsabilidad común ante el "Pastor supremo", Jesucristo, del que habla san Pedro (cf. 1 P 5, 4). 

El palio es expresión de nuestra misión apostólica. Es expresión de nuestra comunión, que en el ministerio petrino tiene su garantía visible. Con la unidad, al igual que con la apostolicidad, está unido el servicio petrino, que reúne visiblemente a la Iglesia de todas las partes y de todos los tiempos, impidiéndonos de este modo a cada uno de nosotros caer en falsas autonomías, que con demasiada facilidad se transforman en particularizaciones de la Iglesia y así pueden poner en peligro su independencia. 

Con esto no queremos olvidar que el sentido de todas las funciones y los ministerios es, en el fondo, que "lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud", de modo que crezca el cuerpo de Cristo "para construcción de sí mismo en el amor" (Ef 4, 13. 16). 

Desde esta perspectiva, saludo con afecto y gratitud a la delegación de la Iglesia ortodoxa de Constantinopla, que ha enviado el Patriarca ecuménico Bartolomé I, al que dirijo un saludo cordial. Encabezada por el metropolita Ioannis, ha venido a nuestra fiesta y participa en nuestra celebración. Aunque aún no estamos de acuerdo en la cuestión de la interpretación y el alcance del ministerio petrino, estamos juntos en la sucesión apostólica, estamos profundamente unidos unos a otros por el ministerio episcopal y por el sacramento del sacerdocio, y confesamos juntos la fe de los Apóstoles como se nos ha transmitido en la Escritura y como ha sido interpretada en los grandes concilios. 

En este momento de la historia, lleno de escepticismo y de dudas, pero también rico en deseo de Dios, reconocemos de nuevo nuestra misión común de testimoniar juntos a Cristo nuestro Señor y, sobre la base de la unidad que ya se nos ha donado, de ayudar al mundo para que crea. Y pidamos con todo nuestro corazón al Señor que nos guíe a la unidad plena, a fin de que el esplendor de la verdad, la única que puede crear la unidad, sea de nuevo visible en el mundo. 

El evangelio de este día nos habla de la confesión de san Pedro, con la que inició la Iglesia:  "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16). He hablado de la Iglesia una, católica yapostólica, pero no lo he hecho aún de la Iglesia santa; por eso, quisiera recordar en este momento otra confesión de Pedro, pronunciada en nombre de los Doce en la hora del gran abandono:  "Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (Jn 6, 69). ¿Qué significa? Jesús, en la gran oración sacerdotal, dice que se santifica por los discípulos, aludiendo al sacrificio de su muerte (cf. Jn 17, 19). De esta forma Jesús expresa implícitamente su función de verdadero Sumo Sacerdote que realiza el misterio del "Día de la reconciliación", ya no sólo mediante ritos sustitutivos, sino en la realidad concreta de su cuerpo y su sangre. 

En el Antiguo Testamento, las palabras "el Santo de Dios" indicaban a Aarón como sumo sacerdote que tenía la misión de realizar la santificación de Israel (cf. Sal 105, 16; Si 45, 6). La confesión de Pedro en favor de Cristo, a quien llama "el Santo de Dios", está en el contexto del discurso eucarístico, en el cual Jesús anuncia el gran Día de la reconciliación mediante la ofrenda de sí mismo en sacrificio:  "El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo" (Jn 6, 51). 

Así, sobre el telón de fondo de esa confesión, está el misterio sacerdotal de Jesús, su sacrificio por todos nosotros. La Iglesia no es santa por sí misma, pues está compuesta de pecadores, como sabemos y vemos todos. Más bien, siempre es santificada de nuevo por el Santo de Dios, por el amor purificador de Cristo. Dios no sólo ha hablado; además, nos ha amado de una forma muy realista, nos ha amado hasta la muerte de su propio Hijo. Esto precisamente nos muestra toda la grandeza de la revelación, que en cierto modo ha infligido las heridas al corazón de Dios mismo. Así pues, cada uno de nosotros puede decir personalmente, con san Pablo:  "Yo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). 

Pidamos al Señor que la verdad de estas palabras penetre profundamente, con su alegría y con su responsabilidad, en nuestro corazón. Pidámosle que, irradiándose desde la celebración eucarística, sea cada vez más la fuerza que transforme nuestra vida
.








SOLEMNIDAD DE LOS SANTOS APÓSTOLES PEDRO Y PABLO

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
Basílica Vaticana
Viernes 29 de junio de 1979

1. La liturgia de hoy nos lleva, como todos los años, a la región de Cesarea de Filipo, donde Simón, hijo de Jona, oyó de labios de Cristo estas palabras: "Bienaventurado tú... porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos" (Mt 16, 17).

Simón oyó estas palabras de labios de Cristo, cuando a la pregunta "¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?", solamente él dio esta respuesta: "Tú eres el Mesías (Christos), el Hijo de Dios vivo"(Mt 16, 16).
En dicha respuesta se centra la historia de Simón, a quien Cristo comenzó a llamar Pedro.

El lugar en que fue pronunciada es un lugar histórico. Cuando el Papa Pablo Vl visitó Tierra Santa, como peregrino, dedicó a ese lugar una particular atención. Todos los Sucesores de Pedro deben volver a ese lugar con el pensamiento y con el corazón. Allí fue nuevamente confirmada la fe de Pedro: "no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre, que esta en los cielos" (Mt 16, 17).

Cristo oye la confesión de Pedro, que poco antes ha sido pronunciada. Cristo mira el alma del Apóstol, que confiesa. Bendice la obra del Padre en esta alma. La obra del Padre penetra en el entendimiento, la voluntad y el corazón, independientemente de la "carne" y de la sangre". independientemente de la naturaleza y de los sentidos. La obra del Padre, mediante el Espíritu Santo, penetra en el alma del hombre sencillo, del pescador de Galilea. La luz interior que surge de esta acción encuentra su expresión en las palabras: "Tú eres el Mesías, el Hilo de Dios vivo" (Mt16, 16).
Las palabras son sencillas, pero en ellas se expresa una verdad sobrehumana. La verdad sobrehumana. divina, se expresa con palabras sencillas, muy sencillas. Como lo fueron las palabras de María en el momento de la Anunciación. Como lo fueron las de Juan Bautista en el Jordán. Como lo son las palabras de Simón en las cercanías de Cesarea de Filipo: de Simón, a quien Cristo llamó Pedro.
Cristo mira dentro del alma de Simón. Parece admirar la obra realizada en ella por el Padre, mediante el Espíritu Santo: confesando la verdad revelada sobre la filiación divina de su Maestro, Simón se hace partícipe del divino conocimiento, de la inescrutable ciencia que el Padre tiene del Hijo, como el Hijo la tiene del Padre.
Y Cristo le dice: "Bienaventurado tú, Simón Bar Jona" (Mt 16. 17).

2. Estas palabras constituyen el centro mismo de la historia de Simón Pedro. Jamás fue retirada esa bendición. Como jamás se oscureció, en el alma de Pedro, esa confesión que hizo entonces junto a Cesarea de Filipo.
Con ella transcurrió toda su vida hasta el último día. Transcurrió con ella aquella terrible noche de la captura de Cristo en el Huerto de Getsemaní; la noche de su propia debilidad, de la más grande debilidad que se manifestó en el renegar al hombre..., pero que no destruyó la fe en el Hijo de Dios. La prueba de la cruz fue recompensada por el testimonio de la resurrección. Esta confirió, a la confesión hecha en la región de Cesarea de Filipo, un argumento decisivo.
Pedro, con esa su fe en el Hijo de Dios, salía ahora al encuentro de la misión, que el Señor le había asignado.
Cuando, por orden, de Herodes, se halló en la prisión de Jerusalén, encadenado y condenado a muerte, parecía que tal misión había durado poco. En cambio, Pedro fue liberado por la misma fuerza con que había sido llamado. Le esperaba todavía un largo camino.
El final de este camino llegó, como indica una tradición —confirmada. Además, por muchas y rigurosas investigaciones—, solamente el 29 de junio del año 68 de nuestra era, que convencionalmente se cuenta desde el nacimiento de Cristo.
Al final de este camino, el Apóstol Pedro, antes Simón, hijo de Jona, se encontró aquí en Roma: aquí, en este lugar sobre el que ahora nos hallamos, bajo el altar donde se celebra esta Eucaristía.
La "carne y la sangre" fueron destruidas totalmente; fueron sometidas a la muerte. Pero lo que en un tiempo le había revelado el Padre (cf. Mt 16, 17), sobrevivió a la muerte de la carne; y fue el comienzo del eterno encuentro con el Maestro, de quien daría testimonio hasta el fin. El comienzo de la feliz visión del Hijo en el Padre.
Y fue también el inquebrantable fundamento de la fe de la Iglesia. Su piedra, la roca.
Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jona (cf. Mt 16, 17).
3. En la liturgia de hoy, que une la conmemoración de la muerte y la gloria de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, leemos las siguientes palabras de la Carta a Timoteo: "Carísimo: en cuanto a mí, a punto estoy de derramarme en libación, siendo ya inminente el tiempo de mi partida. He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he guardado la fe. Por lo demás, ya me está preparada la corona de la justicia, que me otorgará aquel día el Señor, justo Juez, y no sólo a mí, sino a todos los que aman su manifestación" (2 Tim 4, 6-8).
Ciertamente, entre todos aquellos que han amado la manifestación del Señor, Pablo de Tarso fue el amante singular, el intrépido combatiente, el testigo inflexible.
"El Señor... me asistió"; recordamos el sitio donde sucedió esto; recordamos lo que ocurrió junto a los muros de Damasco. "El Señor me asistió y me dio fuerzas para que por mí fuese cumplida la predicación y todos los gentiles la oigan" (2 Tim 4, 17).
Pablo, en una grandiosa pincelada, diseña la obra de toda su vida. Habla de ello aquí, en Roma, a su querido discípulo, cuando se acerca el fin de su vida enteramente dedicada al Evangelio.
Es muy penetrante —todavía en esa última etapa— la conciencia del pecado y de la gracia; de la gracia que supera al pecado y abre el camino de la gloria: "El Señor me librará de todo mal y me guardará para su reino celestial" (2 Tim 4, 18).
La Iglesia romana vuelve a evocar hoy, de modo especial, en su memoria, las dos últimas miradas, ambas en la misma dirección; en la dirección de Cristo crucificado y resucitado. La mirada de Pedro agonizante sobre la cruz y la mirada de Pablo muriendo bajo la espada.
Estas dos miradas de fe —de aquella fe que llenó completamente su vida hasta el fin y puso los fundamentos de la luz divina en la historia del hombre sobre la tierra— permanecen en nuestra memoria.
Y en este día revivimos nuestra fe en Cristo con una fuerza especial.



  



jueves, 30 de mayo de 2013

SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO.DOMINGO 2 DE JUNIO


D-874 Primeramente enseña el santo Concilio, y abierta y sencillamente confiesa, que en el augusto sacramento de la Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y sustancialmente[Can. 1] nuestro  Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la
apariencia de aquellas cosas sensibles.
(Concilio de Trento 11 de octubre de 1551)






Como el pan y el vino se transforman 85
En la vida y el ser de Cristo,
Padre, así elévanos hasta ti
Y trátanos como a tu Hijo

Eterno Padre,106
en el altar
nos ofrecemos con El
y te adoramos sin reservas
a ti y a tu omnipotencia.
Dispón de nuestras vidas,
que nos regalaste por amor.

Por Él, el Cordero siempre victorioso, 115
que yace ante ti como inmolado,
en el Espíritu Santo,
que impulsa la creación a las alturas,
recibe, Padre, de un sincero corazón filial:
adoración expiación,
agradecimiento y petición. Amén
 (Hacia el Padre. P. José Kentenich)


  








“Madrecita mía, te agradezco que a través de lo sucedido me vuelvas a poner ante la realidad: que por mí mismo nada puedo, y que si algo puedo es Aquél que me conforta… ¡Pero no sólo algo! San Pablo dice textualmente: “todo…” ¡Todo! Madrecita, es por eso es que estoy aquí, ante Ti expuesto a nuestra adoración en la humilde forma de pan… El cubrecopon dice: “Adsum (“Aquí estoy”) Yo vengo  a repetirte  que estoy presente ante ti, que quiero estar siempre ante Ti unido a Ti. No solo por mí mismo, no sólo  por gozarme de la contemplación de ti Señor, sino también por otros, para poderlo darlo todo, darme todo por otros… Para poder darme a ti, entregarte a los demás…Pero para eso tengo que llevarte en mí, Señor; y para llevarte en mi tengo que posesionarme de Ti y dejarme poseer por Ti, Señor ".
(Siervo de Dios Mario Hiriart Pulido)







En la Eucaristía,Jesús continua su vida de oración;más todavía la oración es la única ocupación de su alma.Jesús contempla a su Padre, contempla su grandeza y su bondad; lo adora con profundo anonadamiento,le agradece incesantemente los dones y beneficios que concede a los hombres, nunca deja de implorar por los pecadores la gracia de la misericordia y paciencia divinas y de continuo solicita la caridad del Padre celestial por quienes ha recatado con su cruz.

Tal es la vida contemplativa de Jesús y tal es también la vida de María. Ella honra las virtudes humildes de Jesús y las vuelve a vivir imitándolas perfectamente.

Pero la vida interior de María consiste sobre todo en el amor a su divino hijo, amor que le hace compartir todos sus pensamientos, sentimientos y deseos. María no perdía de vista nunca la presencia eucarística de Jesús, sino que se unía sin cesar a su oración y adoración, y vivía en El y para el El en contemplación nunca interrumpida de su divinidad y de su humanidad santísima, sometiéndose del todo y entregándose a la influencia de la gracia.
(San Pedro Julian Eymard, apóstol de la Eucaristía)
















Queridos hermanos y hermanas:
Esta tarde quiero meditar con vosotros sobre dos aspectos, relacionados entre sí, del Misterio eucarístico: el culto de la Eucaristía y su sacralidad. Es importante volverlos a tomar en consideración para preservarlos de visiones incompletas del Misterio mismo, como las que se han dado en el pasado reciente.

Ante todo, una reflexión sobre el valor del culto eucarístico, en particular de la adoración del Santísimo Sacramento. Es la experiencia que también esta tarde viviremos nosotros después de la misa, antes de la procesión, durante su desarrollo y al terminar. Una interpretación unilateral del concilio Vaticano II había penalizado esta dimensión, restringiendo en la práctica la Eucaristía al momento celebrativo. En efecto, ha sido muy importante reconocer la centralidad de la celebración, en la que el Señor convoca a su pueblo, lo reúne en torno a la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida, lo alimenta y lo une a sí en la ofrenda del Sacrificio. Esta valorización de la asamblea litúrgica, en la que el Señor actúa y realiza su misterio de comunión, obviamente sigue siendo válida, pero debe situarse en el justo equilibrio. De hecho —como sucede a menudo— para subrayar un aspecto se acaba por sacrificar otro. En este caso, la justa acentuación puesta sobre la celebración de la Eucaristía ha ido en detrimento de la adoración, como acto de fe y de oración dirigido al Señor Jesús, realmente presente en el Sacramento del altar. Este desequilibrio ha tenido repercusiones también sobre la vida espiritual de los fieles. En efecto, concentrando toda la relación con Jesús Eucaristía en el único momento de la santa misa, se corre el riesgo de vaciar de su presencia el resto del tiempo y del espacio existenciales. Y así se percibe menos el sentido de la presencia constante de Jesús en medio de nosotros y con nosotros, una presencia concreta, cercana, entre nuestras casas, como «Corazón palpitante» de la ciudad, del país, del territorio con sus diversas expresiones y actividades. El Sacramento de la caridad de Cristo debe permear toda la vida cotidiana.

En realidad, es un error contraponer la celebración y la adoración, como si estuvieran en competición una contra otra. Es precisamente lo contrario: el culto del Santísimo Sacramento es como el «ambiente» espiritual dentro del cual la comunidad puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía. La acción litúrgica sólo puede expresar su pleno significado y valor si va precedida, acompañada y seguida de esta actitud interior de fe y de adoración. El encuentro con Jesús en la santa misa se realiza verdadera y plenamente cuando la comunidad es capaz de reconocer que él, en el Sacramento, habita su casa, nos espera, nos invita a su mesa, y luego, tras disolverse la asamblea, permanece con nosotros, con su presencia discreta y silenciosa, y nos acompaña con su intercesión, recogiendo nuestros sacrificios espirituales y ofreciéndolos al Padre.
En este sentido, me complace subrayar la experiencia que viviremos esta tarde juntos. En el momento de la adoración todos estamos al mismo nivel, de rodillas ante el Sacramento del amor. El sacerdocio común y el ministerial se encuentran unidos en el culto eucarístico. Es una experiencia muy bella y significativa, que hemos vivido muchas veces en la basílica de San Pedro, y también en las inolvidables vigilias con los jóvenes; recuerdo por ejemplo las de Colonia, Londres, Zagreb y Madrid. Es evidente a todos que estos momentos de vigilia eucarística preparan la celebración de la santa misa, preparan los corazones al encuentro, de manera que este resulta incluso más fructuoso. Estar todos en silencio prolongado ante el Señor presente en su Sacramento es una de las experiencias más auténticas de nuestro ser Iglesia, que va acompañado de modo complementario con la de celebrar la Eucaristía, escuchando la Palabra de Dios, cantando, acercándose juntos a la mesa del Pan de vida. Comunión y contemplación no se pueden separar, van juntas. Para comulgar verdaderamente con otra persona debo conocerla, saber estar en silencio cerca de ella, escucharla, mirarla con amor. El verdadero amor y la verdadera amistad viven siempre de esta reciprocidad de miradas, de silencios intensos, elocuentes, llenos de respeto y veneración, de manera que el encuentro se viva profundamente, de modo personal y no superficial. Y lamentablemente, si falta esta dimensión, incluso la Comunión sacramental puede llegar a ser, por nuestra parte, un gesto superficial. En cambio, en la verdadera comunión, preparada por el coloquio de la oración y de la vida, podemos decir al Señor palabras de confianza, como las que han resonado hace poco en el Salmo responsorial: «Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza invocando el nombre del Señor» (Sal 115, 16-17).

Ahora quiero pasar brevemente al segundo aspecto: la sacralidad de la Eucaristía. También aquí, en el pasado reciente, de alguna manera se ha malentendido el mensaje auténtico de la Sagrada Escritura. La novedad cristiana respecto al culto ha sufrido la influencia de cierta mentalidad laicista de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Es verdad, y sigue siendo siempre válido, que el centro del culto ya no está en los ritos y en los sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona, en su vida, en su misterio pascual. Y, sin embargo, de esta novedad fundamental no se debe concluir que lo sagrado ya no exista, sino que ha encontrado su cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado. La Carta a los Hebreos, que hemos escuchado esta tarde en la segunda lectura, nos habla precisamente de la novedad del sacerdocio de Cristo, «sumo sacerdote de los bienes definitivos» (Hb 9, 11), pero no dice que el sacerdocio se haya acabado. Cristo «es mediador de una alianza nueva» (Hb 9, 15), establecida en su sangre, que purifica «nuestra conciencia de las obras muertas» (Hb 9, 14). Él no ha abolido lo sagrado, sino que lo ha llevado a cumplimiento, inaugurando un nuevo culto, que sí es plenamente espiritual pero que, sin embargo, mientras estamos en camino en el tiempo, se sirve todavía de signos y ritos, que sólo desaparecerán al final, en la Jerusalén celestial, donde ya no habrá ningún templo (cf. Ap 21, 22). Gracias a Cristo, la sacralidad es más verdadera, más intensa, y, como sucede con los mandamientos, también más exigente. No basta la observancia ritual, sino que se requiere la purificación del corazón y la implicación de la vida.


Me complace subrayar también que lo sagrado tiene una función educativa, y su desaparición empobrece inevitablemente la cultura, en especial la formación de las nuevas generaciones. Si, por ejemplo, en nombre de una fe secularizada y no necesitada ya de signos sacros, fuera abolida esta procesión ciudadana del Corpus Christi, el perfil espiritual de Roma resultaría «aplanado», y nuestra conciencia personal y comunitaria quedaría debilitada. O pensemos en una madre y un padre que, en nombre de una fe desacralizada, privaran a sus hijos de toda ritualidad religiosa: en realidad acabarían por dejar campo libre a los numerosos sucedáneos presentes en la sociedad de consumo, a otros ritos y otros signos, que más fácilmente podrían convertirse en ídolos. Dios, nuestro Padre, no obró así con la humanidad: envió a su Hijo al mundo no para abolir, sino para dar cumplimiento también a lo sagrado. En el culmen de esta misión, en la última Cena, Jesús instituyó el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, el Memorial de su Sacrificio pascual. Actuando de este modo se puso a sí mismo en el lugar de los sacrificios antiguos, pero lo hizo dentro de un rito, que mandó a los Apóstoles perpetuar, como signo supremo de lo Sagrado verdadero, que es él mismo. Con esta fe, queridos hermanos y hermanas, celebramos hoy y cada día el Misterio eucarístico y lo adoramos como centro de nuestra vida y corazón del mundo. Amén.
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTIHOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI Basílica de San Juan de Letrán Jueves 7 de junio de 2012








La Iglesia vuelve constantemente al Cenáculo, lugar de su nacimiento. 

( SANTA MISA Y PROCESIÓN EN LA SOLEMNIDAD DEL "CORPUS CHRISTI" HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II, Basílica de San Juan de Letrán Jueves 19 de junio de 2003)













1. "Ecclesia de Eucharistia vivit":  La Iglesia vive de la Eucaristía. Con estas palabras comienza la carta encíclica sobre la Eucaristía, que firmé el pasado Jueves santo, durante la misa in Cena Domini. Esta solemnidad del Corpus Christi recuerda aquella sugestiva celebración,  haciéndonos  revivir,  al  mismo tiempo, el intenso clima de la última Cena.

"Tomad, esto es mi cuerpo. (...) Esta es mi sangre" (Mt 14, 22-24). Escuchamos nuevamente las palabras de Jesús mientras ofrece a los discípulos el pan convertido en su Cuerpo, y el vino convertido en su Sangre. Así inaugura el nuevo rito pascual:  la Eucaristía es el sacramento de la alianza nueva y eterna.

Con esos gestos y esas palabras, Cristo lleva a plenitud la larga pedagogía de los ritos antiguos, que acaba de evocar la primera lectura (cf. Ex 24, 3-8).

2. La Iglesia vuelve constantemente al Cenáculo, lugar de su nacimiento. Vuelve allí porque el don eucarístico establece una misteriosa "contemporaneidad" entre la Pascua del Señor y el devenir del mundo y de las generaciones (cf. Ecclesia de Eucharistia, 5).

También esta tarde, con profunda gratitud a Dios, nos recogemos en silencio ante el misterio de la fe, mysterium fidei. Lo contemplamos con el íntimo sentimiento que en la encíclica llamé el "asombro eucarístico" (ib., 6). Asombro grande y agradecido ante el sacramento en el  que Cristo quiso "concentrar" para siempre todo su misterio de amor (cf. ib., 5).

Contemplamos el rostro eucarístico de Cristo, como hicieron los Apóstoles y, después, los santos de todos los siglos. Lo  contemplamos, sobre todo, imitando a María, "mujer "eucarística" con toda su vida" (ib., 53), que fue el "primer "tabernáculo" de la historia" (ib., 55).

3. Este es el significado de la hermosa tradición del Corpus Christi, que se renueva esta tarde. Con ella también la Iglesia que está en Roma manifiesta su vínculo constitutivo con la Eucaristía,profesa con alegría que "vive de la Eucaristía".

De la Eucaristía viven su Obispo, Sucesor de Pedro, y sus hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; de la Eucaristía viven los religiosos y las religiosas, los laicos consagrados y todos los bautizados.

De la Eucaristía viven, en particular, las familias cristianas, a las que se dedicó hace algunos días la Asamblea eclesial diocesana. Amadísimas familias de Roma:  que la viva presencia eucarística de Cristo alimente en vosotras la gracia del matrimonio y os permita progresar por el camino de lasantidad conyugal y familiar. Sacad de este manantial el secreto de vuestra unidad y de vuestro amor, imitando el ejemplo de los beatos esposos Luis y María Beltrame Quattrocchi, que iniciaban sus jornadas acercándose al banquete eucarístico.

4. Después de la santa misa nos dirigiremos orando y cantando hacia la basílica de Santa María la Mayor. Con esta procesión queremos expresar simbólicamente que somos peregrinos, "viatores", hacia la patria celestial.

No estamos solos en nuestra peregrinación:  con nosotros camina Cristo, pan de vida, "panis angelorum, factus cibus viatorum", "pan de los ángeles, pan de los peregrinos" (Secuencia).
Jesús, alimento espiritual que fortalece la esperanza de los creyentes, nos sostiene en este itinerario hacia el cielo y refuerza nuestra comunión con la Iglesia celestial.

La santísima Eucaristía, resquicio del Paraíso que se abre aquí en la tierra, penetra las nubes de nuestra historia. Como rayo de gloria de la Jerusalén celestial, proyecta luz sobre nuestro camino (cf. Ecclesia de Eucharistia, 19).

5. "Ave, verum corpus natum de Maria Virgine":  ¡Salve, verdadero cuerpo de Cristo, nacido de María Virgen!

El alma se llena de asombro adorando este misterio tan sublime.
"Vere passum, immolatum in cruce pro homine". De tu muerte en la cruz, oh Señor, brota para nosotros la vida que no muere.

"Esto nobis praegustatum mortis in examine". Haz, Señor, que cada uno de nosotros, alimentado de ti, afronte con confiada esperanza todas las pruebas de la vida, hasta el día en que seas viático para el último viaje, hacia la casa del Padre.

"O Iesu dulcis! O Iesu pie! O Iesu, fili Mariae!", "¡Oh dulce Jesús! ¡Oh piadoso Jesús! ¡Oh Jesús, Hijo de María!". Amén.









Esta noche, una vez más, el Señor nos distribuye el pan que es su cuerpo, se hace don. 



Homilía papa Francisco en la misa del Cuerpo y la Sangre de Cristo, Roma 30 de mayo 2013







Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio que hemos escuchado, hay una expresión de Jesús que me impresiona siempre: "Dadles de comer vosotros mismos" (Lc 9,13). Partiendo de esta frase, me dejo guiar por tres palabras: seguimiento, comunión, compartir.

1. Sobre todo: ¿Quiénes son aquellos a los que dar de comer? La respuesta la encontramos en el inicio del pasaje evangélico: es la multitud. Jesús está en medio de la gente, la acoge, le habla, la cura, le muestra la misericordia de Dios; en medio de ella elige a los Doce Apóstoles para estar con El y sumirse como El en las situaciones concretas del mundo. Y la gente le sigue, le escucha, porque Jesús habla y actúa de modo nuevo, con la autoridad de quien es auténtico y coherente, de quien habla y actúa con verdad, de quien da la esperanza que viene de Dios, de quien es revelación del Rostro de un Dios que es amor. Y la gente, con alegría, bendice a Dios.

Esta tarde nosotros somos la multitud del Evangelio, también nosotros tratamos de seguir a Jesús para escucharle, para entrar en comunión con El en la Eucaristía, para acompañarle y para que nos acompañe. Preguntémonos: ¿cómo sigo a Jesús? Jesús habla en silencio en el Misterio de la Eucaristía y cada vez nos recuerda que seguirlo quiere decir salir de nosotros mismos y hacer de nuestra vida no una posesión nuestra, sino un don de El y a los otros.

2. Demos un paso adelante: ¿de dónde nace la invitación que hace Jesús a los discípulos de alimentar ellos mismos a la multitud? Nace de dos elementos: sobre todo de la multitud que, siguiendo a Jesús, se encuentra al aire libre, lejos de los lugares habitados, mientras se hace de noche, y luego de la preocupación de los discípulos que piden a Jesús despedir a la multitud para que vaya a los pueblos cercanos a encontrar alimento y alojamiento (cfr Lc 9,12). Frente a la necesidad de la multitud, he aquí la solución de los discípulos: cada uno piense en sí mismo; ¡despedir a la multitud! ¡Cuántas veces nosotros los cristianos tenemos esta tentación! No nos hacemos cargo de las necesidades de los otros, despidiéndoles con un piadoso: "¡Que Dios te ayude!". O con un no tan piadoso: "¡Buena suerte!".

Pero la solución de Jesús va en otra dirección, una dirección que sorprende a los discípulos: "Dadles vosotros mismos de comer". ¿Pero cómo es posible que seamos nosotros los que den de comer a una multitud? "Sólo tenemos cinco panes y dos peces, a menos que no vayamos a comprar víveres para toda esta gente". Pero Jesús no se desanima: pide a los discípulos que hagan sentarse a la gente en comunidades de cincuenta personas, alza los ojos al cielo, recita la bendición, parte los panes y los da a los discípulos para que los distribuyan. Es un momento de profunda comunión: la gente que ha bebido la palabra del Señor, es ahora nutrida por su pan de vida. Y todos fueron saciados, anota el evangelista.

Esta tarde, también nosotros estamos en torno a la mesa del Señor, a la mesa del Sacrificio eucarístico, en el que El nos da una vez más su cuerpo, hace presente el único sacrificio de la Cruz. Y en el escuchar su Palabra, en el nutrirnos de su Cuerpo y Sangre, El nos hace pasar de ser multitud a ser comunidad, del anonimato a la comunión. La Eucaristía es el Sacramento de la comunión, que nos hace salir del individualismo para vivir juntos el seguimiento, la fe en El. Entonces deberemos preguntarnos todos ante el Señor: ¿cómo vuvo yo la Eucaristía? ¿La vivo en modo anónimo o como momento de verdadera comunión con el Señor, pero también con tantos hermanos y hermanas que comparten esta misma misa? ¿Cómo son nuestras celebraciones eucarísticas?

3. Un último elemento: ¿De dónde nace la multiplicación de los panes? La respuesta está en la invitación de Jesús a los discípulos: “Ustedes mismos den...”, “dar”, compartir. ¿Qué cosa comparten los discípulos? Lo poco que tienen: cinco panes y dos peces. Pero son justamente estos panes y estos peces los que en las manos del Señor sacian a toda la multitud.
Y son justamente los discípulos desorientados delante de la incapacidad de sus medios --la pobreza de lo que pueden poner a disposición-- quienes hacen acomodar a la gente y distribuyen --confiando en la palabra de Jesús- los panes y peces que sacian a la multitud.

Y esto nos dice que en la Iglesia, pero también en la sociedad, una palabra llave de la que no debemos tener miedo es: “solidaridad”, saber dar, o sea, poner a disposición de Dios todo lo que tenemos, nuestras humildes capacidades, porque solamente compartiendo, en el don, nuestra vida será fecunda, dará fruto. Solidaridad: !una palabra mal vista por el espíritu mundano!

Esta noche, una vez más, el Señor nos distribuye el pan que es su cuerpo, se hace don. Y también nosotros sentimos la “solidaridad de Dios” con el hombre, una solidaridad que no se acaba nunca, una solidaridad que nunca deja de asombrarnos: Dios se vuelve cercano a nosotros, en el sacrificio de la Cruz se humilla entrando en la oscuridad de la muerte para darnos su vida, que vence el mal, el egoísmo y la muerte.

Jesús esta noche también se dona a nosotros en la eucaristía, comparte muestro mismo camino, más aún se hace alimento, el verdadero alimento que sustenta nuestra vida, incluso en los momentos durante los cuales la calle se vuelve dura y los obstáculos retardan nuestros pasos.

Y en la eucaristía el Señor nos hace recorrer su camino, el del servicio, el compartir, el don. Lo poco que tenemos, lo poco que somos, si se comparte se vuelve riqueza, porque la potencia de Dios, que es la del amor, baja dentro de nuestra pobreza para transformarla.
Preguntémonos entonces esta noche, adorando a Cristo realmente presente en la eucaristía: ¿Me dejo transformar por Él? Dejo que el Señor que se dona a mi me guíe para hacerme salir de mi pequeño recinto, para salir y no tener miedo de donarme, de compartir, de amarle y de amar a los otros?

Seguimiento, comunión, compartir. Recemos para que la participación en la eucaristía nos incite siempre: a seguir al Señor cada día, a ser instrumentos de comunión, a compartir con Él y con nuestro prójimo lo que somos. Entonces nuestra existencia será verdaderamente fecunda. Amén.










El culto de la Eucaristía. En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor. "La Iglesia católica ha dado y continua dando este culto de adoración que se debe al sacramento de la Eucaristía no solamente durante la misa, sino también fuera de su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión en medio de la alegría del pueblo" (MF 56). Catecismo de la Iglesia Católica 1378 


Laude Sion Secuencia


La secuencia Lauda Sion, poesía admirable en que Santo Tomás de Aquino sintetizó toda la teología y toda la mística de la Eucaristía, es una de las cuatro que mandó conservar el Concilio de Trento, debiéndose cantar durante la Solemnidad de Corpus Christi, luego del Aleluya e inmediatamente antes de la lectura (o canto) del Santo Evangelio.

Secuencia de Corpus Christi
Traducción del Misal del R.P. don Andrés Azcárate OSB
(1943)
Canta, oh Sion, con voz solemne
al que a redimirte viene,
a tu Rey, y a tu Pastor,

2. Alaba cuanto se puede,
que a toda alabanza excede,
toda es poca en su loor.

3. De alabanza sin medida,
el pan vivo y que da vida,
alto objeto es hoy doquier.

4. Que al colegio de los Doce,
nuestra Iglesia reconoce,
dado en la cena postrer.

5. Al cantar lleno y sonoro,
con transporte, con decoro,
acompañe el corazón.

6. Pues la fiesta hoy se repite,
que recuerda del convite,
la primera institución.

7. Nueva Pascua es la ley nueva,
el Rey nuevo al mundo lleva,
y a la antigua pone fin.

8. Luz sucede a noche oscura,
la verdad a la figura,
el nuevo al viejo festín.

9. Lo que practicó en la cena,
repetirlo Cristo ordena,
en memoria de su amor.

10. Y en holocausto divino
consagramos pan y vino,
al ejemplo del Señor.

11. Siendo dogma, el fiel no duda
que en sangre el vino se muda
y la hostia en carne divina.

12. Lo que ni ves ni comprendes
con fe valiente defiendes
por ser preternatural.

13. Bajo especies diferentes
sólo signos y accidentes,
gran portento oculto está.

14. Sangre, el vino es, del Cordero;
carne el pan; mas Cristo entero
bajo cada especie está.

15. No en pedazos dividido,
ni incompleto, ni partido,
sino entero se nos da.

16. Uno o mil su cuerpo tomen,
todos entero lo comen,
ni comido pierde el ser.

17. Recíbelo el malo, el bueno:
Para éste es de vida lleno,
para aquél manjar mortal.

18. Vida al bueno, muerte al malo,
da este manjar regalado.
¡Oh qué efecto desigual!

19. Dividido el Sacramento,
no vaciles un momento,
que encerrado en el fragmento
como en el total está.

20. En la cosa no hay fractura,
la hay tan sólo en la figura,
ni en su estado ni estatura
detrimento al cuerpo da.

21. ¡Pan del Ángel, pan divino,
nutre al hombre peregrino;
pan de hijos, don tan fino,
no a los perros se ha de echar!

22. Por figuras anunciado,
en Isaac es inmolado,
maná del cielo bajado,
Cordero sobre el altar,

23. ¡Buen pastor, Jesús clemente!
tu manjar de gracia fuente,
nos proteja y apaciente,
y en la alta región viviente,
haznos ver tu gloria, ¡oh Dios!

24. Tú, que lo sabes y puedes,
y que al mortal lo sostienes;
por comensales perennes,
al festín de eternos bienes
con tus Santos, llámanos.

¡Amén –Aleluya!


INNO  ECCE PANIS ANGELORUM,