D-874 Primeramente enseña el santo Concilio, y abierta y sencillamente confiesa, que en el augusto sacramento de la Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y sustancialmente[Can. 1] nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo la
apariencia de aquellas cosas sensibles.
(Concilio de Trento 11 de octubre de 1551)
Como el pan y el vino se transforman 85
En la vida y el ser de Cristo,
Padre, así elévanos hasta ti
Y trátanos como a tu Hijo
Eterno Padre,106
en el altar
nos ofrecemos con El
y te adoramos sin reservas
a ti y a tu omnipotencia.
Dispón de nuestras vidas,
que nos regalaste por amor.
Por Él, el Cordero siempre victorioso,
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que yace ante ti como inmolado,
en el Espíritu Santo,
que impulsa la creación a las alturas,
recibe, Padre, de un sincero corazón
filial:
adoración expiación,
agradecimiento y petición. Amén
(Hacia el Padre. P. José Kentenich)
“Madrecita mía, te
agradezco que a través de lo sucedido me vuelvas a poner ante la realidad: que
por mí mismo nada puedo, y que si algo puedo es Aquél que me conforta… ¡Pero no
sólo algo! San Pablo dice textualmente: “todo…” ¡Todo! Madrecita, es por eso es
que estoy aquí, ante Ti expuesto a nuestra adoración en la humilde forma de pan…
El cubrecopon dice: “Adsum (“Aquí estoy”) Yo vengo a repetirte que estoy presente
ante ti, que quiero estar siempre ante Ti unido a Ti. No solo por mí mismo, no sólo por gozarme de la contemplación de ti Señor,
sino también por otros, para poderlo darlo todo, darme todo por otros… Para
poder darme a ti, entregarte a los demás…Pero para eso tengo que llevarte en mí,
Señor; y para llevarte en mi tengo que posesionarme de Ti y dejarme poseer por
Ti, Señor ".
(Siervo de Dios Mario Hiriart Pulido)
En la Eucaristía,Jesús continua su vida de oración;más todavía la oración es la única ocupación de su alma.Jesús contempla a su Padre, contempla su grandeza y su bondad; lo adora con profundo anonadamiento,le agradece incesantemente los dones y beneficios que concede a los hombres, nunca deja de implorar por los pecadores la gracia de la misericordia y paciencia divinas y de continuo solicita la caridad del Padre celestial por quienes ha recatado con su cruz.
Tal es la vida contemplativa de Jesús y tal es también la vida de María. Ella honra las virtudes humildes de Jesús y las vuelve a vivir imitándolas perfectamente.
Pero la vida interior de María consiste sobre todo en el amor a su divino hijo, amor que le hace compartir todos sus pensamientos, sentimientos y deseos. María no perdía de vista nunca la presencia eucarística de Jesús, sino que se unía sin cesar a su oración y adoración, y vivía en El y para el El en contemplación nunca interrumpida de su divinidad y de su humanidad santísima, sometiéndose del todo y entregándose a la influencia de la gracia.
(San Pedro Julian Eymard, apóstol de la Eucaristía)
Queridos hermanos y hermanas:
Esta tarde quiero meditar con vosotros sobre dos aspectos, relacionados entre sí, del Misterio eucarístico: el culto de la Eucaristía y su sacralidad. Es importante volverlos a tomar en consideración para preservarlos de visiones incompletas del Misterio mismo, como las que se han dado en el pasado reciente.
Ante todo, una reflexión sobre el valor del culto eucarístico, en particular de la adoración del Santísimo Sacramento. Es la experiencia que también esta tarde viviremos nosotros después de la misa, antes de la procesión, durante su desarrollo y al terminar. Una interpretación unilateral del concilio Vaticano II había penalizado esta dimensión, restringiendo en la práctica la Eucaristía al momento celebrativo. En efecto, ha sido muy importante reconocer la centralidad de la celebración, en la que el Señor convoca a su pueblo, lo reúne en torno a la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida, lo alimenta y lo une a sí en la ofrenda del Sacrificio. Esta valorización de la asamblea litúrgica, en la que el Señor actúa y realiza su misterio de comunión, obviamente sigue siendo válida, pero debe situarse en el justo equilibrio. De hecho —como sucede a menudo— para subrayar un aspecto se acaba por sacrificar otro. En este caso, la justa acentuación puesta sobre la celebración de la Eucaristía ha ido en detrimento de la adoración, como acto de fe y de oración dirigido al Señor Jesús, realmente presente en el Sacramento del altar. Este desequilibrio ha tenido repercusiones también sobre la vida espiritual de los fieles. En efecto, concentrando toda la relación con Jesús Eucaristía en el único momento de la santa misa, se corre el riesgo de vaciar de su presencia el resto del tiempo y del espacio existenciales. Y así se percibe menos el sentido de la presencia constante de Jesús en medio de nosotros y con nosotros, una presencia concreta, cercana, entre nuestras casas, como «Corazón palpitante» de la ciudad, del país, del territorio con sus diversas expresiones y actividades. El Sacramento de la caridad de Cristo debe permear toda la vida cotidiana.
En realidad, es un error contraponer la celebración y la adoración, como si estuvieran en competición una contra otra. Es precisamente lo contrario: el culto del Santísimo Sacramento es como el «ambiente» espiritual dentro del cual la comunidad puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía. La acción litúrgica sólo puede expresar su pleno significado y valor si va precedida, acompañada y seguida de esta actitud interior de fe y de adoración. El encuentro con Jesús en la santa misa se realiza verdadera y plenamente cuando la comunidad es capaz de reconocer que él, en el Sacramento, habita su casa, nos espera, nos invita a su mesa, y luego, tras disolverse la asamblea, permanece con nosotros, con su presencia discreta y silenciosa, y nos acompaña con su intercesión, recogiendo nuestros sacrificios espirituales y ofreciéndolos al Padre.
En este sentido, me complace subrayar la experiencia que viviremos esta tarde juntos. En el momento de la adoración todos estamos al mismo nivel, de rodillas ante el Sacramento del amor. El sacerdocio común y el ministerial se encuentran unidos en el culto eucarístico. Es una experiencia muy bella y significativa, que hemos vivido muchas veces en la basílica de San Pedro, y también en las inolvidables vigilias con los jóvenes; recuerdo por ejemplo las de Colonia, Londres, Zagreb y Madrid. Es evidente a todos que estos momentos de vigilia eucarística preparan la celebración de la santa misa, preparan los corazones al encuentro, de manera que este resulta incluso más fructuoso. Estar todos en silencio prolongado ante el Señor presente en su Sacramento es una de las experiencias más auténticas de nuestro ser Iglesia, que va acompañado de modo complementario con la de celebrar la Eucaristía, escuchando la Palabra de Dios, cantando, acercándose juntos a la mesa del Pan de vida. Comunión y contemplación no se pueden separar, van juntas. Para comulgar verdaderamente con otra persona debo conocerla, saber estar en silencio cerca de ella, escucharla, mirarla con amor. El verdadero amor y la verdadera amistad viven siempre de esta reciprocidad de miradas, de silencios intensos, elocuentes, llenos de respeto y veneración, de manera que el encuentro se viva profundamente, de modo personal y no superficial. Y lamentablemente, si falta esta dimensión, incluso la Comunión sacramental puede llegar a ser, por nuestra parte, un gesto superficial. En cambio, en la verdadera comunión, preparada por el coloquio de la oración y de la vida, podemos decir al Señor palabras de confianza, como las que han resonado hace poco en el Salmo responsorial: «Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza invocando el nombre del Señor» (Sal 115, 16-17).
Ahora quiero pasar brevemente al segundo aspecto: la sacralidad de la Eucaristía. También aquí, en el pasado reciente, de alguna manera se ha malentendido el mensaje auténtico de la Sagrada Escritura. La novedad cristiana respecto al culto ha sufrido la influencia de cierta mentalidad laicista de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Es verdad, y sigue siendo siempre válido, que el centro del culto ya no está en los ritos y en los sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona, en su vida, en su misterio pascual. Y, sin embargo, de esta novedad fundamental no se debe concluir que lo sagrado ya no exista, sino que ha encontrado su cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado. La Carta a los Hebreos, que hemos escuchado esta tarde en la segunda lectura, nos habla precisamente de la novedad del sacerdocio de Cristo, «sumo sacerdote de los bienes definitivos» (Hb 9, 11), pero no dice que el sacerdocio se haya acabado. Cristo «es mediador de una alianza nueva» (Hb 9, 15), establecida en su sangre, que purifica «nuestra conciencia de las obras muertas» (Hb 9, 14). Él no ha abolido lo sagrado, sino que lo ha llevado a cumplimiento, inaugurando un nuevo culto, que sí es plenamente espiritual pero que, sin embargo, mientras estamos en camino en el tiempo, se sirve todavía de signos y ritos, que sólo desaparecerán al final, en la Jerusalén celestial, donde ya no habrá ningún templo (cf. Ap 21, 22). Gracias a Cristo, la sacralidad es más verdadera, más intensa, y, como sucede con los mandamientos, también más exigente. No basta la observancia ritual, sino que se requiere la purificación del corazón y la implicación de la vida.
Me complace subrayar también que lo sagrado tiene una función educativa, y su desaparición empobrece inevitablemente la cultura, en especial la formación de las nuevas generaciones. Si, por ejemplo, en nombre de una fe secularizada y no necesitada ya de signos sacros, fuera abolida esta procesión ciudadana del Corpus Christi, el perfil espiritual de Roma resultaría «aplanado», y nuestra conciencia personal y comunitaria quedaría debilitada. O pensemos en una madre y un padre que, en nombre de una fe desacralizada, privaran a sus hijos de toda ritualidad religiosa: en realidad acabarían por dejar campo libre a los numerosos sucedáneos presentes en la sociedad de consumo, a otros ritos y otros signos, que más fácilmente podrían convertirse en ídolos. Dios, nuestro Padre, no obró así con la humanidad: envió a su Hijo al mundo no para abolir, sino para dar cumplimiento también a lo sagrado. En el culmen de esta misión, en la última Cena, Jesús instituyó el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, el Memorial de su Sacrificio pascual. Actuando de este modo se puso a sí mismo en el lugar de los sacrificios antiguos, pero lo hizo dentro de un rito, que mandó a los Apóstoles perpetuar, como signo supremo de lo Sagrado verdadero, que es él mismo. Con esta fe, queridos hermanos y hermanas, celebramos hoy y cada día el Misterio eucarístico y lo adoramos como centro de nuestra vida y corazón del mundo. Amén.
SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI. HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI Basílica de San Juan de Letrán Jueves 7 de junio de 2012
La Iglesia vuelve constantemente al Cenáculo, lugar de su nacimiento.
( SANTA MISA Y PROCESIÓN EN LA SOLEMNIDAD DEL "CORPUS CHRISTI" HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II, Basílica de San Juan de Letrán Jueves 19 de junio de 2003)
1. "Ecclesia de Eucharistia vivit": La Iglesia vive de la Eucaristía. Con estas palabras comienza la carta encíclica sobre la Eucaristía, que firmé el pasado Jueves santo, durante la misa in Cena Domini. Esta solemnidad del Corpus Christi recuerda aquella sugestiva celebración, haciéndonos revivir, al mismo tiempo, el intenso clima de la última Cena.
"Tomad, esto es mi cuerpo. (...) Esta es mi sangre" (Mt 14, 22-24). Escuchamos nuevamente las palabras de Jesús mientras ofrece a los discípulos el pan convertido en su Cuerpo, y el vino convertido en su Sangre. Así inaugura el nuevo rito pascual: la Eucaristía es el sacramento de la alianza nueva y eterna.
Con esos gestos y esas palabras, Cristo lleva a plenitud la larga pedagogía de los ritos antiguos, que acaba de evocar la primera lectura (cf. Ex 24, 3-8).
2. La Iglesia vuelve constantemente al Cenáculo, lugar de su nacimiento. Vuelve allí porque el don eucarístico establece una misteriosa "contemporaneidad" entre la Pascua del Señor y el devenir del mundo y de las generaciones (cf. Ecclesia de Eucharistia, 5).
También esta tarde, con profunda gratitud a Dios, nos recogemos en silencio ante el misterio de la fe, mysterium fidei. Lo contemplamos con el íntimo sentimiento que en la encíclica llamé el "asombro eucarístico" (ib., 6). Asombro grande y agradecido ante el sacramento en el que Cristo quiso "concentrar" para siempre todo su misterio de amor (cf. ib., 5).
Contemplamos el rostro eucarístico de Cristo, como hicieron los Apóstoles y, después, los santos de todos los siglos. Lo contemplamos, sobre todo, imitando a María, "mujer "eucarística" con toda su vida" (ib., 53), que fue el "primer "tabernáculo" de la historia" (ib., 55).
3. Este es el significado de la hermosa tradición del Corpus Christi, que se renueva esta tarde. Con ella también la Iglesia que está en Roma manifiesta su vínculo constitutivo con la Eucaristía,profesa con alegría que "vive de la Eucaristía".
De la Eucaristía viven su Obispo, Sucesor de Pedro, y sus hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; de la Eucaristía viven los religiosos y las religiosas, los laicos consagrados y todos los bautizados.
De la Eucaristía viven, en particular, las familias cristianas, a las que se dedicó hace algunos días la Asamblea eclesial diocesana. Amadísimas familias de Roma: que la viva presencia eucarística de Cristo alimente en vosotras la gracia del matrimonio y os permita progresar por el camino de lasantidad conyugal y familiar. Sacad de este manantial el secreto de vuestra unidad y de vuestro amor, imitando el ejemplo de los beatos esposos Luis y María Beltrame Quattrocchi, que iniciaban sus jornadas acercándose al banquete eucarístico.
4. Después de la santa misa nos dirigiremos orando y cantando hacia la basílica de Santa María la Mayor. Con esta procesión queremos expresar simbólicamente que somos peregrinos, "viatores", hacia la patria celestial.
No estamos solos en nuestra peregrinación: con nosotros camina Cristo, pan de vida, "panis angelorum, factus cibus viatorum", "pan de los ángeles, pan de los peregrinos" (Secuencia).
Jesús, alimento espiritual que fortalece la esperanza de los creyentes, nos sostiene en este itinerario hacia el cielo y refuerza nuestra comunión con la Iglesia celestial.
La santísima Eucaristía, resquicio del Paraíso que se abre aquí en la tierra, penetra las nubes de nuestra historia. Como rayo de gloria de la Jerusalén celestial, proyecta luz sobre nuestro camino (cf. Ecclesia de Eucharistia, 19).
5. "Ave, verum corpus natum de Maria Virgine": ¡Salve, verdadero cuerpo de Cristo, nacido de María Virgen!
El alma se llena de asombro adorando este misterio tan sublime.
"Vere passum, immolatum in cruce pro homine". De tu muerte en la cruz, oh Señor, brota para nosotros la vida que no muere.
"Esto nobis praegustatum mortis in examine". Haz, Señor, que cada uno de nosotros, alimentado de ti, afronte con confiada esperanza todas las pruebas de la vida, hasta el día en que seas viático para el último viaje, hacia la casa del Padre.
"O Iesu dulcis! O Iesu pie! O Iesu, fili Mariae!", "¡Oh dulce Jesús! ¡Oh piadoso Jesús! ¡Oh Jesús, Hijo de María!". Amén.
Esta noche, una vez más, el Señor nos distribuye el pan que es su cuerpo, se hace don.
Homilía papa Francisco en la misa del Cuerpo y la Sangre de Cristo, Roma 30 de mayo 2013
Queridos
hermanos y hermanas:
En el
Evangelio que hemos escuchado, hay una expresión de Jesús que me impresiona
siempre: "Dadles de comer vosotros mismos" (Lc 9,13). Partiendo de
esta frase, me dejo guiar por tres palabras: seguimiento, comunión, compartir.
1. Sobre
todo: ¿Quiénes son aquellos a los que dar de comer? La respuesta la encontramos
en el inicio del pasaje evangélico: es la multitud. Jesús está en medio de la
gente, la acoge, le habla, la cura, le muestra la misericordia de Dios; en
medio de ella elige a los Doce Apóstoles para estar con El y sumirse como El en
las situaciones concretas del mundo. Y la gente le sigue, le escucha, porque
Jesús habla y actúa de modo nuevo, con la autoridad de quien es auténtico y
coherente, de quien habla y actúa con verdad, de quien da la esperanza que
viene de Dios, de quien es revelación del Rostro de un Dios que es amor. Y la
gente, con alegría, bendice a Dios.
Esta tarde
nosotros somos la multitud del Evangelio, también nosotros tratamos de seguir a
Jesús para escucharle, para entrar en comunión con El en la Eucaristía, para
acompañarle y para que nos acompañe. Preguntémonos: ¿cómo sigo a Jesús? Jesús
habla en silencio en el Misterio de la Eucaristía y cada vez nos recuerda que
seguirlo quiere decir salir de nosotros mismos y hacer de nuestra vida no una
posesión nuestra, sino un don de El y a los otros.
2. Demos un
paso adelante: ¿de dónde nace la invitación que hace Jesús a los discípulos de
alimentar ellos mismos a la multitud? Nace de dos elementos: sobre todo de la
multitud que, siguiendo a Jesús, se encuentra al aire libre, lejos de los
lugares habitados, mientras se hace de noche, y luego de la preocupación de los
discípulos que piden a Jesús despedir a la multitud para que vaya a los pueblos
cercanos a encontrar alimento y alojamiento (cfr Lc 9,12). Frente a la
necesidad de la multitud, he aquí la solución de los discípulos: cada uno
piense en sí mismo; ¡despedir a la multitud! ¡Cuántas veces nosotros los
cristianos tenemos esta tentación! No nos hacemos cargo de las necesidades de
los otros, despidiéndoles con un piadoso: "¡Que Dios te ayude!". O
con un no tan piadoso: "¡Buena suerte!".
Pero la
solución de Jesús va en otra dirección, una dirección que sorprende a los
discípulos: "Dadles vosotros mismos de comer". ¿Pero cómo es posible
que seamos nosotros los que den de comer a una multitud? "Sólo tenemos
cinco panes y dos peces, a menos que no vayamos a comprar víveres para toda
esta gente". Pero Jesús no se desanima: pide a los discípulos que hagan
sentarse a la gente en comunidades de cincuenta personas, alza los ojos al
cielo, recita la bendición, parte los panes y los da a los discípulos para que
los distribuyan. Es un momento de profunda comunión: la gente que ha bebido la
palabra del Señor, es ahora nutrida por su pan de vida. Y todos fueron
saciados, anota el evangelista.
Esta tarde,
también nosotros estamos en torno a la mesa del Señor, a la mesa del Sacrificio
eucarístico, en el que El nos da una vez más su cuerpo, hace presente el único
sacrificio de la Cruz. Y en el escuchar su Palabra, en el nutrirnos de su
Cuerpo y Sangre, El nos hace pasar de ser multitud a ser comunidad, del
anonimato a la comunión. La Eucaristía es el Sacramento de la comunión, que nos
hace salir del individualismo para vivir juntos el seguimiento, la fe en El.
Entonces deberemos preguntarnos todos ante el Señor: ¿cómo vuvo yo la
Eucaristía? ¿La vivo en modo anónimo o como momento de verdadera comunión con
el Señor, pero también con tantos hermanos y hermanas que comparten esta misma
misa? ¿Cómo son nuestras celebraciones eucarísticas?
3. Un
último elemento: ¿De dónde nace la multiplicación de los panes? La respuesta
está en la invitación de Jesús a los discípulos: “Ustedes mismos den...”,
“dar”, compartir. ¿Qué cosa comparten los discípulos? Lo poco que tienen: cinco
panes y dos peces. Pero son justamente estos panes y estos peces los que en las
manos del Señor sacian a toda la multitud.
Y son
justamente los discípulos desorientados delante de la incapacidad de sus medios
--la pobreza de lo que pueden poner a disposición-- quienes hacen acomodar a la
gente y distribuyen --confiando en la palabra de Jesús- los panes y peces que
sacian a la multitud.
Y esto nos
dice que en la Iglesia, pero también en la sociedad, una palabra llave de la
que no debemos tener miedo es: “solidaridad”, saber dar, o sea, poner a
disposición de Dios todo lo que tenemos, nuestras humildes capacidades, porque
solamente compartiendo, en el don, nuestra vida será fecunda, dará fruto.
Solidaridad: !una palabra mal vista por el espíritu mundano!
Esta noche,
una vez más, el Señor nos distribuye el pan que es su cuerpo, se hace don. Y
también nosotros sentimos la “solidaridad de Dios” con el hombre, una
solidaridad que no se acaba nunca, una solidaridad que nunca deja de
asombrarnos: Dios se vuelve cercano a nosotros, en el sacrificio de la Cruz se
humilla entrando en la oscuridad de la muerte para darnos su vida, que vence el
mal, el egoísmo y la muerte.
Jesús esta
noche también se dona a nosotros en la eucaristía, comparte muestro mismo
camino, más aún se hace alimento, el verdadero alimento que sustenta nuestra
vida, incluso en los momentos durante los cuales la calle se vuelve dura y los
obstáculos retardan nuestros pasos.
Y en la
eucaristía el Señor nos hace recorrer su camino, el del servicio, el compartir,
el don. Lo poco que tenemos, lo poco que somos, si se comparte se vuelve
riqueza, porque la potencia de Dios, que es la del amor, baja dentro de nuestra
pobreza para transformarla.
Preguntémonos
entonces esta noche, adorando a Cristo realmente presente en la eucaristía: ¿Me
dejo transformar por Él? Dejo que el Señor que se dona a mi me guíe para
hacerme salir de mi pequeño recinto, para salir y no tener miedo de donarme, de
compartir, de amarle y de amar a los otros?
Seguimiento,
comunión, compartir. Recemos para que la participación en la eucaristía nos
incite siempre: a seguir al Señor cada día, a ser instrumentos de comunión, a
compartir con Él y con nuestro prójimo lo que somos. Entonces nuestra
existencia será verdaderamente fecunda. Amén.
El culto de la Eucaristía. En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor. "La Iglesia católica ha dado y continua dando este culto de adoración que se debe al sacramento de la Eucaristía no solamente durante la misa, sino también fuera de su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión en medio de la alegría del pueblo" (MF 56). Catecismo de la Iglesia Católica 1378
Laude Sion Secuencia
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