Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo

Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo
Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo

jueves, 9 de mayo de 2013

El catecismo, el Credo, Benedicto XVI, el padre Kentenich, Marío Hiriart y la liturgia nos hablan de Ascensión del Señor


12 de mayo Ascensión del Señor



El Señor ha ascendido a los cielos, 352
dejando tras de sí a los que anhelan su venida;
a tu corazón y a tus ojos
los  embarga una honda nostalgia,
pero la felicidad de  tu Hijo
También te hace dichosa.
                         (Hacia el Padre. P José Kentenich)


LA LITURGIA DE LA ASCENSIÓN


La actual solemnidad litúrgica se funda en los relatos bíblicos del acontecimiento histórico ( Lc 24,50-53; Hch 1,1-12ss),  con una doble proyección: Cristológica (exaltación de Cristo), y eclesiológica (la gloria alcanzada  por   la cabeza y participación por todo el Cuerpo primero en prenda y luego en plenitud).

El Misal actual ha enriquecido la liturgia de este día con la inclusión de un nuevo prefacio- que desarrolla teológicamente el misterio celebrado y la oración de poscomunión compuesta sobre la base de dos oraciones del sacramentario Veronense. Ls lecturas primeras y tercera se refieren al hecho histórico; la segunda expresa el dinamismo de la obra redentora de Cristo, en la mis,a línea que la oración colecta



Por nosotros resucitó y subió a Dios, que por lo tanto ya no está lejano.


BENEDICTO XVI REGINA CÆLI 
Domingo 20 de mayo de 2012






Cuarenta días después de la Resurrección —según el libro de los Hechos de los Apóstoles—, Jesús sube al cielo, es decir, vuelve al Padre, que lo había enviado al mundo. En muchos países este misterio no se celebra el jueves, sino hoy, el domingo siguiente. La Ascensión del Señor marca el cumplimiento de la salvación iniciada con la Encarnación. Después de haber instruido por última vez a sus discípulos, Jesús sube al cielo (cf. Mc 16, 19). Él entretanto «no se separó de nuestra condición» (cf. Prefacio); de hecho, en su humanidad asumió consigo a los hombres en la intimidad del Padre y así reveló el destino final de nuestra peregrinación terrena. Del mismo modo que por nosotros bajó del cielo y por nosotros sufrió y murió en la cruz, así también por nosotros resucitó y subió a Dios, que por lo tanto ya no está lejano. San León Magno explica que con este misterio «no solamente se proclama la inmortalidad del alma, sino también la de la carne. De hecho, hoy no solamente se nos confirma como poseedores del paraíso, sino que también penetramos en Cristo en las alturas del cielo» (De Ascensione Domini, Tractatus 73, 2.4: ccl 138 a, 451.453). Por esto, los discípulos cuando vieron al Maestro elevarse de la tierra y subir hacia lo alto, no experimentaron desconsuelo, como se podría pensar; más aún, sino una gran alegría, y se sintieron impulsados a proclamar la victoria de Cristo sobre la muerte (cf. Mc 16, 20). Y el Señor resucitado obraba con ellos, distribuyendo a cada uno un carisma propio. Lo escribe también san Pablo: «Ha dado dones a los hombres... Ha constituido a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y doctores... para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que lleguemos todos... a la medida de Cristo en su plenitud» (Ef 4, 8.11-13).
Queridos amigos, la Ascensión nos dice que en Cristo nuestra humanidad es llevada a la altura de Dios; así, cada vez que rezamos, la tierra se une al cielo. Y como el incienso, al quemarse, hace subir hacia lo alto su humo, así cuando elevamos al Señor nuestra oración confiada en Cristo, esta atraviesa los cielos y llega a Dios mismo, que la escucha y acoge. En la célebre obra de san Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, leemos que «para alcanzar las peticiones que tenemos en nuestro corazón, no hay mejor medio que poner la fuerza de nuestra oración en aquella cosa que es más gusto de Dios; porque entonces no sólo dará lo que le pedimos, que es la salvación, sino aun lo que él ve que nos conviene y nos es bueno, aunque no se lo pidamos» (Libro III, cap. 44, 2, Roma 1991, 335).

Supliquemos, por último, a la Virgen María para que nos ayude a contemplar los bienes celestiales, que el Señor nos promete, y a ser testigos cada vez más creíbles de su Resurrección, de la verdadera vida.



Pero, aún más,es la fiesta de la nostalgia de Dios, de la nostalgia del cielo


Siervo de Dios, Mario HIriart Pulido. Diario V-96,7.5.59)





La ascensión representa la coronación del triunfo de Jesucristo, y, desde el punto de vista humano ,la nostagia de Dios.
… En ese día todo se centra en Él, todas las miradas convergen hacia Él  que se eleva desde el Monte de los Olivos hacia el cielo, uniendo tierra y cielo a través  De una línea muy sutil, pero real e inquebrantable. Una línea que une la tierra con el cielo es el eje de las miradas humanas..,

Pero, aún más,es la fiesta de la nostalgia de Dios, de la nostalgia del cielo, completada, en tal sentido, por la Asunción. Cuando Cristo subió al cielo, sus apóstoles y discípulos quedaron triste y con nostalgia de aquel día en que también subirían al cielo a juntarse con Él: es la fuerza fuerza atractiva de un gran amor .  Sus ojos lo buscaban aún entre las nubes, y puedo imaginarme que, cuando Él se elevaba poco a poco, los brazos de muchos se alzaron a Él, como tratando de retenerlo o pidiéndole  que lo llevara consigo.
(Mario HIriart Diario V-96,7.5.59)




LAS NORMAS UNIVERSALES SOBRE EL AÑO LITÚRGICO Y EL
NUEVO CALENDARIO ROMANO GENERAL


7. Allí donde las solemnidades de Epifanía, de la Ascensión y del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo no son de precepto, se celebrarán en un domingo como en día propio, de este modo:
a) La Epifanía, el domingo que cae entre el 2 y el 8 de enero.
b) La Ascensión, el VII domingo de Pascua.
c) La solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, el domingo después de la Santísima Trinidad.

II. El tiempo pascual
22. Los cincuenta días que van desde el domingo de Resurrección hasta el domingo de Pentecostés han de ser celebrados con alegría y exultación como si se tratase de un solo y único día festivo, más aún, como “un gran domingo” [12: San Atanasio, Epist. fest. 1: PG 26, 1366.].
Estos son los días en los que principalmente se canta el Aleluya.

23. Los domingos de este tiempo son tenidos como domingos de Pascua y, después del domingo de Resurrección, son denominados domingo II, III, IV, V, VI, VII de Pascua; el domingo de Pentecostés clausura este sagrado tiempo de cincuenta días.

24. Los ocho primeros días del tiempo pascual constituyen la octava de Pascua y se celebran como solemnidades del Señor.

25. A los cuarenta días de Pascua se celebra la Ascensión del Señor, a no ser que se haya trasladado al Vil domingo de Pascua, donde no sea día de precepto (cf. n. 7).

26. Las ferias que van desde la Ascensión hasta el sábado antes de Pentecostés inclusive preparan para la venida del Espíritu Santo.





La Ascensión en el Catecismo de la Iglesia Católica



662 "Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí"(Jn 12, 32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, "no [...] penetró en un Santuario hecho por mano de hombre [...], sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro" (Hb 9, 24). En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. "De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor"(Hb 7, 25). Como "Sumo Sacerdote de los bienes futuros"(Hb 9, 11), es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos (cf. Ap 4, 6-11).

663 Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: "Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada" (San Juan Damasceno, Expositio fidei, 75 [De fide orthodoxa, 4, 2]: PG 94, 1104).

664 Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: "A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás" (Dn 7, 14). A partir de este momento, los Apóstoles se convirtieron en los testigos del "Reino que no tendrá fin" (Símbolo de Niceno-Constantinopolitano: DS 150).
668 "Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos" (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: posee todo poder en los cielos y en la tierra. El está "por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación" porque el Padre "bajo sus pies sometió todas las cosas"(Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf. Ef 4, 10; 1 Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En Él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento trascendente.




En el Credo de la Iglesia

Forma occidental más moderna del Símbolo
Apostólico



D-7 1. Creo en Dios Padre omnipotente, creador del cielo y dela tierra; 2. y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor,
3. que fué concebido por obra del Espíritu Santo y nació de María Virgen, 4. padeció bajo Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado,descendió a los infiernos, 5. al tercer día resucitó de entre los muertos, 6. subió a los cielos, está sentado a la diestra de Dios Padre todopoderoso,7. desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.


El Símbolo Niceno (3)año 325
D-54 Creemos en un solo Dios Padre omnipotente, creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles; y en un solo Señor Jesucristo Hijo de Dios, nacido unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho, consustancial al Padre, por quien todas las cosas fueron hechas, las que hay en el cielo y las que hay en la tierra, que por nosotros los hombres y por nuestra
salvación descendió y se encarnó, se hizo hombre, padeció, y resucitó al tercer día, subió a los cielos, y ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Y en el Espíritu Santo.


Símbolo Niceno  Constantinopolitano (2) año 381


D-86 Creemos en un solo Dios, Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra, de todas las cosas visibles o invisibles. Y en un solo Señor Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, nacido, no hecho, consustancial con el Padre, por quien fueron hechas todas las cosas; que por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió de los cielos y se encarnó por obra del Espíritu Santo y de María Virgen, y se hizo hombre, y fué crucificado por nosotros bajo Poncio Pilato y padeció y fué sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras, y subió a los cielos, y está sentado a la diestra del Padre, y otra vez ha de venir con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos; y su reino no tendrá fin. Y en el Espíritu Santo, Señor y vivificante, que procede del Padre, que juntamente con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado, que habló por los profetas. En una sola Santa Iglesia Católica y Apostólica.
Confesamos un solo bautismo para la remisión de los pecados.


Credo del Pueblo de Dios


El texto de la Profesión de fe que Pablo VI pronunció el 30 de junio de 1968, al concluir el Año de la fe proclamado con motivo del XlX centenario del martirio de los apóstoles Pedro y Pablo en Roma.

Creemos en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, Creador de las cosas visibles -como es este mundo en que pasamos nuestra breve vida- y de las cosas invisibles - como son los espíritus puros, que llamamos también ángeles(1)- y también Creador, en cada hombre, del alma espiritual e inmortal.
Creemos que este Dios único es tan absolutamente uno en su santísima esencia como en todas sus demás perfecciones: en su omnipotencia, en su ciencia infinita, en su providencia, en su voluntad y caridad. Él es el que es, como él mismo reveló a Moisés(2), él es Amor, como nos enseñó el apóstol Juan(3): de tal manera que estos dos nombres, Ser y Amor, expresan inefablemente la misma divina esencia de aquel que quiso manifestarse a si mismo a nosotros y que, «habitando la luz inaccesible»(4), está en si mismo sobre todo nombre y sobre todas las cosas e inteligencias creadas. Sólo Dios puede otorgarnos un conocimiento recto y pleno de si mismo, revelándose a si mismo como Padre, Hijo y Espiritu Santo, de cuya vida eterna estamos llamados por la gracia a participar, aquí, en la tierra, en la oscuridad de la fe, y después de la muerte, en la luz sempiterna. Los vínculos mutuos que constituyen a las tres personas desde toda la eternidad, cada una de las cuales es el único y mismo Ser divino, son la vida íntima y dichosa del Dios santísimo  la cual supera infinitamente todo aquello que nosotros podemos entender de modo humano(5). Sin embargo, damos gracias a la divina bondad de que tantísimos creyentes puedan testificar con nosotros ante los hombres la unidad de Dios, aunque no conozcan el misterio de la Santísima Trinidad.

Creemos, pues, en Dios, que en toda la eternidad engendra al Hijo; creemos en el Hijo, Verbo de Dios, que es engendrado desde la eternidad; creemos en el Espíritu Santo, persona increada, que procede del Padre y del Hijo como Amor sempiterno de ellos. Así, en las tres personas divinas, que son eternas entre sí e iguales entre sí(6), la vida y la felicidad de Dios enteramente uno abundan sobremanera y se consuman con excelencia suma y gloria propia de la esencia increada; y siempre «hay que venerar la unidad en la trinidad y la trinidad en la unidad»(7).

Creemos en nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. El es el Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos y consustancial al Padre, u homoousios to Patri(8); por quien han sido hechas todas las cosas. Y se encarnó por obra del Espíritu Santo, de María la Virgen, y se hizo hombre: igual, por tanto, al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad, completamente uno, no por confusión (que no puede hacerse) de la sustancia, sino por unidad de la persona (9).
Él mismo habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad. Anunció y fundó el reino de Dios, manifestándonos en sí mismo al Padre. Nos dio su mandamiento nuevo de que nos amáramos los unos a los otros como él nos amó. Nos enseñó el camino de las bienaventuranzas evangélicas, a saber: ser pobres en espíritu y mansos, tolerar los dolores con paciencia, tener sed de justicia, ser misericordiosos, limpios de corazón, pacíficos, padecer persecución por la justicia. Padeció bajo Poncio Pilato; Cordero de Dios, que lleva los pecados del mundo, murió por nosotros clavado a la cruz, trayéndonos la salvación con la sangre de la redención. Fue sepultado, y resucitó por su propio poder al tercer día, elevándonos por su resurrección a la participación de la vida divina, que es la gracia. Subió al cielo, de donde ha de venir de nuevo, entonces con gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, a cada uno según los propios méritos: los que hayan respondido al amor y a la piedad de Dios irán a la vida eterna, pero los que los hayan rechazado hasta el final serán destinados al fuego que nunca cesará. Y su reino no tendrá fin.

Creemos en el Espíritu Santo, Señor y vivificador que, con el Padre y el Hijo, es juntamente adorado y glorificado. Que habló por los profetas; nos fue enviado por Cristo después de su resurrección y ascensión al Padre; ilumina, vivifica, protege y rige la Iglesia, cuyos miembros purifica con tal que no desechen la gracia. Su acción, que penetra lo íntimo del alma, hace apto al hombre de responder a aquel precepto de Cristo: «Sed perfectos como también es perfecto vuestro Padre celeste»(10).
Creemos que la Bienaventurada María, que permaneció siempre Virgen, fue la Madre del Verbo encarnado, Dios y Salvador nuestro, Jesucristo(11) y que ella, por su singular elección, en atención a los méritos de su Hijo redimida de modo más sublime(12), fue preservada inmune de toda mancha de culpa original(13) y que supera ampliamente en don de gracia eximia a todas las demás criaturas(14).

Ligada por un vínculo estrecho e indisoluble(15) al misterio de la encarnación y de la redención, la Beatísima Virgen María, Inmaculada, terminado el curso de la vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste(16), y hecha semejante a su Hijo, que resucitó de los muertos, recibió anticipadamente la suerte de todos los justos; creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia(17), continúa en el cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los miembros de Cristo, por el que contribuye para engendrar y aumentar la vida divina en cada una de las almas de los hombres redimidos(18).

Creemos que todos pecaron en Adán, lo que significa que la culpa original cometida por él hizo que la naturaleza, común a todos los hombres, cayera en un estado tal en el que padeciese las consecuencias de aquella culpa. Este estado ya no es aquel en el que la naturaleza humana se encontraba al principio en nuestros primeros padres, ya que estaban constituidos en santidad y justicia, y en el que el hombre estaba exento del mal y de la muerte. Así, pues, esta naturaleza humana, caída de esta manera destituida del don de la gracia del que antes estaba adornada, herida en sus mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte, es dada a todos los hombres; por tanto, en este sentido, todo hombre nace en pecado. Mantenemos, pues, siguiendo el concilio de Trento, que el pecado original se transmite, juntamente con la naturaleza humana, «por propagación, no por imitación», y que «se halla como propio en cada uno»(19).

Creemos que nuestro Señor Jesucristo nos redimió, por el sacrificio de la cruz, del pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que se mantenga verdadera la afirmación del Apóstol: «Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia»(20).

Confesamos creyendo un solo bautismo instituido por nuestro Señor Jesucristo para el perdón de los pecados. Que el bautismo hay que conferirlo también a los niños, que todavía no han podido cometer por sí mismos ningún pecado, de modo que, privados de la gracia sobrenatural en el nacimiento nazcan de nuevo, «del agua y del Espíritu Santo», a la vida divina en Cristo Jesús(21).

Creemos en la Iglesia una, santa, católica y apostólica, edificada por Jesucristo sobre la piedra, que es Pedro. Ella es el Cuerpo místico de Cristo, sociedad visible, equipada de órganos jerárquicos, y, a la vez, comunidad espiritual; Iglesia terrestre, Pueblo de Dios peregrinante aquí en la tierra e Iglesia enriquecida por bienes celestes, germen y comienzo del reino de Dios, por el que la obra y los sufrimientos de la redención se continúan a través de la historia humana, y que con todas las fuerzas anhela la consumación perfecta, que ha de ser conseguida después del fin de los tiempos en la gloria celeste(22). Durante el transcurso de los tiempos el Señor Jesús forma a su Iglesia por medio de los sacramentos, que manan de su plenitud(23). Porque la Iglesia hace por ellos que sus miembros participen del misterio de la muerte y la resurrección de Jesucristo, por la gracia del Espíritu Santo, que la vivifica y la mueve(24). Es, pues, santa, aunque abarque en su seno pecadores, porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida, se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma que impiden que la santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo.

Heredera de las divinas promesas e hija de Abrahán según el Espíritu, por medio de aquel Israel, cuyos libros sagrados conserva con amor y cuyos patriarcas y profetas venera con piedad; edificada sobre el fundamento de los apóstoles, cuya palabra siempre viva y cuyos propios poderes de pastores transmite fielmente a través de los siglos en el Sucesor de Pedro y en los obispos que guardan comunión con él; gozando finalmente de la perpetua asistencia del Espiritu Santo, compete a la Iglesia la misión de conservar, enseñar, explicar y difundir aquella verdad que, bosquejada hasta cierto punto por los profetas, Dios reveló a los hombres plenamente por el Señor Jesús.

Nosotros creemos todas aquella cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o transmitida y son propuestas por la Iglesia, o con juicio solemne, o con magisterio ordinario y universal, para ser creídas como divinamente reveladas(25). Nosotros creemos en aquella infalibilidad de que goza el Sucesor de Pedro cuando habla ex cathedra(26) y que reside también en el Cuerpo de los obispos cuando ejerce con el mismo el supremo magisterio(27).

Nosotros creemos que la Iglesia, que Cristo fundó y por la que rogó, es sin cesar una por la fe, y el culto, y el vinculo de la comunión jerárquica. La abundantisima variedad de ritos litúrgicos en el seno de esta Iglesia o la diferencia legitima de patrimonio teológico y espiritual y de disciplina peculiares no sólo no dañan a la unidad de la misma, sino que más bien la manifiestan(28).

Nosotros también, reconociendo por una parte que fuera de la estructura de la Iglesia de Cristo se encuentran muchos elementos de santificación y verdad, que como dones propios de la misma Iglesia empujan a la unidad católica(29), y creyendo, por otra parte, en la acción del Espíritu Santo, que suscita en todos los discípulos de Cristo el deseo de esta unidad(30), esperamos que los cristianos que no gozan todavía de la plena comunión de la única Iglesia se unan finalmente en un solo rebaño con un solo Pastor.

Nosotros creemos que la Iglesia es necesaria para la salvación. Porque sólo Cristo es el Mediador y el camino de la salvación que, en su Cuerpo, que es la Iglesia(31) se nos hace presente. Pero el propósito divino de salvación abarca a todos los hombres: y aquellos que, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, sin embargo, a Dios con corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, por cumplir con obras su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, ellos también, en un número ciertamente que sólo Dios conoce, pueden conseguir la salvación eterna(32).

Nosotros creemos que la misa que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, en virtud de la potestad recibida por el sacramento del orden, y que es ofrecida por él en nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo místico, es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares. Nosotros creemos que, como el pan y el vino consagrados por el Señor en la última Cena se convirtieron en su cuerpo y su sangre, que en seguida iban a ser ofrecidos por nosotros en la cruz, así también el pan y el vino consagrados por el sacerdote se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo, sentado gloriosamente en los cielos; y creemos que la presencia misteriosa del Señor bajo la apariencia de aquellas cosas, que continúan apareciendo a nuestros sentidos de la misma manera que antes, es verdadera, real y sustancial(33). En este sacramento, Cristo no puede hacerse presente de otra manera que por la conversión de toda la sustancia del pan en su cuerpo y la conversión de toda la sustancia del vino en su sangre, permaneciendo solamente íntegras las propiedades del pan y del vino, que percibimos con nuestros sentidos. La cual conversión misteriosa es llamada por la Santa Iglesia conveniente y propiamente transustanciación. Cualquier interpretación de teólogos que busca alguna inteligencia de este misterio, para que concuerde con la fe católica, debe poner a salvo que, en la misma naturaleza de las cosas, independientemente de nuestro espiritu, el pan y el vino, realizada la consagración, han dejado de existir, de modo que, el adorable cuerpo y sangre de Cristo, después de ella, están verdaderamente presentes delante de nosotros bajo las especies sacramentales del pan y del vino(34), como el mismo Señor quiso, para dársenos en alimento y unirnos en la unidad de su Cuerpo mistico(35). La única e indivisible existencia de Cristo, el Señor glorioso en los cielos, no se multiplica, pero por el sacramento se hace presente en los varios lugares del orbe de la tierra, donde se realiza el sacrificio eucarístico  La misma existencia, después de celebrado el sacrificio, permanece presente en el Santísimo Sacramento, el cual, en el tabernáculo del altar, es como el corazón vivo de nuestros templos. Por lo cual estamos obligados, por obligación ciertamente suavisima, a honrar y adorar en la Hostia Santa que nuestros ojos ven, al mismo Verbo encarnado que ellos no pueden ver, y que, sin embargo, se ha hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los cielos.

Confesamos igualmente que el reino de Dios, que ha tenido en la Iglesia de Cristo sus comienzos aquí en la tierra, no es de este mundo, cuya figura pasa, y también que sus crecimientos propios no pueden juzgarse idénticos al progreso de la cultura de la humanidad o de las ciencias o de las artes técnicas, sino que consiste en que se conozcan cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en que se ponga cada vez con mayor constancia la esperanza en los bienes eternos, en que cada vez más ardientemente se responda al amor de Dios; finalmente, en que la gracia y la santidad se difundan cada vez más abundantemente entre los hombres. Pero con el mismo amor es impulsada la Iglesia para interesarse continuamente también por el verdadero bien temporal de los hombres. Porque, mientras no cesa de amonestar a todos sus hijos que no tienen aquí en la tierra ciudad permanente, los estimula también, a cada uno según su condición de vida y sus recursos, a que fomenten el desarrollo de la propia ciudad humana, promuevan la justicia, la paz y la concordia fraterna entre los hombres y presten ayuda a sus hermanos, sobre todo a los más pobres y a los más infelices. Por lo cual, la gran solicitud con que la Iglesia Esposa de Cristo, sigue de cerca las necesidades de los hombres, es decir, sus alegrías y esperanzas, dolores y trabajos, no es otra cosa sino el deseo que la impele vehementemente a estar presente a ellos, ciertamente con la voluntad de iluminar a los hombres con la luz de Cristo, y de congregar y unir a todos en aquel que es su único Salvador. Pero jamás debe interpretarse esta solicitud como si la Iglesia se acomodase a las cosas de este mundo o se resfriase el ardor con que ella espera a su Señor y el reino eterno.
Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo -tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del purgatorio como las que son recibidas por Jesús en el paraíso en seguida que se separan del cuerpo, como el Buen Ladrón- constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida totalmente el día de la resurrección, en el que estas almas se unirán con sus cuerpos.

Creemos que la multitud de aquellas almas que con Jesús y Maria se congregan en el paraíso, forma la Iglesia celeste, donde ellas, gozando de la bienaventuranza eterna, ven a Dios, como Él es(36) y participan también, ciertamente en grado y modo diverso, juntamente con los santos ángeles, en el gobierno divino de las cosas, que ejerce Cristo glorificado, como quiera que interceden por nosotros y con su fraterna solicitud ayudan grandemente nuestra flaqueza(37).

Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones, como nos aseguró Jesús: Pedid y recibiréis(38). Profesando esta fe y apoyados en esta esperanza, esperamos la resurrección de los muertos y la vida del siglo venidero.

Bendito sea Dios, santo, santo, santo. Amén.
Notas

(
1) Cf. Denzinger-Schonmetzar 3002.
(2) Cf. Ex 3,14.
(3) Cf.1 Jn 4,8.
(4)Cf.lTimó,16.
(5) Cf. Denzinger-Schoometzar 804.
(6) Cf. Denzinger-Schonmetzar 75.
(7) Cf. Denzinger-Schonmetzar 75.
(8) Cf. Denzinger-Schonmetzer 150.
(9) Cf. Denzinger-Schoometzar 76.
(10) Cf. Mt 5,48
(11) Cf. Denzinger-Schonmetzer 251-252.
(12) Cf. Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentium, 53.
(13) Cf. Denainger-Schonmetzar 2803.
(14) Cf. Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentinm, 53.
(15) Cf. Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentiam, 53,58,61.
(16) Cf. Denzinger-Schonmetzer 3903.
(17) Cf. Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentium, 53,56,61,63; cf, Pablo Vl Allocutio in conclusione lIl Sessionis Concilii Vaticani II, en Acta Apostalicae Sedis 56,1964, p. 1016; exhortación apostólica Signum magnum. Introducción.
(18) Cf. Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentium 62; Pablo Vl, exhortación apostó- lica Signum magnum, p.1, n.1.
(19) Cf.Denzinger-Schonmetzar 1513.
(20) Cf. Rom 5,20.
(21) Cf. Denzinger-Schonmetzar 1514.
(22) Cf. Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentium, 8 y 50.
(23) Cf. Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentium, 7,11.
(24) Cf. Concilio Vaticano II, constitución Sacrosanctam Concilium, 5, 6; Concilio Vaticano II, consti- tución dogmática Lumen gentium,7, 12, 50.
(25) Cf. Denzinger-Schoometzer 3011.
(26) Cf. Denainger-Schonmetzar 3074.
(27) Cf. Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentium, 25.
(28) Cf. Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentium, 23. Cf. Concilio Vaticano II, de- creto Orientalium Ecclesiarum, 2,3,5, 6.
(29) Cf. Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentium,8.
(30) Cf. Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentium,15.
(31) Cf. Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentium,14.
(32) Cf. Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentium,16.
(33) Cf. Denzinger-Schonmetzer 1651.
(34) Cf. Denzinger-Schonmetzar 1642, 1651-1654; Pablo Vl, carta encíclica Mysterium fidei.
(35) Cf. Santo Tomás, Summa Theologica III,73,3.
(36) Cf. 1 Jn 3, 2; Denzinger-Schonmetzar 1000.
(37) Cf. Concilio Vaticano II, constitución dogmática Lumen gentium, 49 (38) Cf. Lc 11,9-10; Jn 16,24.








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