San Juan Pablo II
Jesús se presentó a sí mismo como la «luz del mundo» (Jn 8,12),
y esta característica resulta evidente en aquellos momentos de su vida, como la
Transfiguración y la Resurrección, en los que resplandece claramente su gloria
divina. En la Eucaristía, sin embargo, la gloria de Cristo está velada. El
Sacramento eucarístico es un «mysterium fidei» por excelencia. Pero,
precisamente a través del misterio de su ocultamiento total, Cristo se
convierte en misterio de luz, gracias al cual se introduce al creyente en las
profundidades de la vida divina. En una feliz intuición, el célebre icono de la
Trinidad de Rublëv pone la Eucaristía de manera significativa en el centro de
la vida trinitaria.
La Eucaristía es luz, ante todo, porque en cada Misa la liturgia de la Palabra
de Dios precede a la liturgia eucarística, en la unidad de las dos «mesas», la
de la Palabra y la del Pan. Esta continuidad aparece en el discurso eucarístico
del Evangelio de Juan, donde el anuncio de Jesús pasa de la presentación
fundamental de su misterio a la declaración de la dimensión propiamente
eucarística: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6,55).
Sabemos que esto fue lo que puso en crisis a gran parte de los oyentes,
llevando a Pedro a hacerse portavoz de la fe de los otros Apóstoles y de la
Iglesia de todos los tiempos: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes
palabras de vida eterna» (Jn 6,68). En la narración de los
discípulos de Emaús Cristo mismo interviene para enseñar, «comenzando por
Moisés y siguiendo por los profetas», cómo «toda la Escritura» lleva al
misterio de su persona (cf. Lc 24,27). Sus palabras hacen
«arder» los corazones de los discípulos, los sacan de la oscuridad de la
tristeza y desesperación y suscitan en ellos el deseo de permanecer con Él:
«Quédate con nosotros, Señor» (cf. Lc24,29).
Es
significativo que los dos discípulos de Emaús, oportunamente preparados por las
palabras del Señor, lo reconocieran mientras estaban a la mesa en el gesto
sencillo de la «fracción del pan». Una vez que las mentes están iluminadas y
los corazones enfervorizados, los signos «hablan». La Eucaristía se desarrolla
por entero en el contexto dinámico de signos que llevan consigo un mensaje
denso y luminoso. A través de los signos, el misterio se abre de alguna manera
a los ojos del creyente.
CARTA APOSTÓLICA MANE NOBISCUM DOMINE. EXTRACTOS
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