Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo

Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo
Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo

lunes, 20 de febrero de 2012

COMENTARIO PATRÍSTICO MIERCOLES DE CENIZA



Año litúrgico patrístico: Cuaresma









Miércoles de Ceniza

Entrada: «Te compadeces de todos, Señor, y no odias  nada de lo que has hecho; cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan. Y los perdonas, porque Tú eres nuestro Dios y Señor» (Sap 11,24-25,27).

Colecta (del Misal anterior, y antes del Veronense, Gelasiano y Gregoriano): «Señor, fortalécenos con tu auxilio al empezar la Cuaresma, para que nos mantengamos en espíritu de conversión; que la austeridad penitencial de estos días nos ayude en el combate cristiano contra las fuerzas del mal».

Comunión: «El que medita la Ley del Señor da fruto en su sazón» (Sal 1,2-3).

Postcomunión: «Señor, estos sacramentos que hemos recibido hagan nuestros ayunos agradables a tus ojos y obren como remedio saludable de todos nuestros males».


Joel 2,12-18
Rasgad los corazones, no las vestiduras. Es éste un llamamiento del profeta Joel al pueblo de Dios para una celebración comunitaria de la penitencia. La respuesta de Dios a este ayuno la presenta el profeta como una vuelta a la era paradisíaca. La penitencia, el ayuno y los ritos de purificación harán que el pueblo, en el día del juicio, entre en la era definitiva de la felicidad.
A las condiciones de un ayuno agradable a Dios, que sea a un tiempo comunitario e interior, le añade el profeta su dimensión escatológica. Por él se llegará a la futura felicidad y a la vida eterna con Dios.
–Para que Dios perdone es menester que exista el reconocimiento de la culpa y el consiguiente arrepentimiento. Hacemos nuestra esa actitud espiritual con el Salmo 50: «Misericordia, Dios mío, hemos pecado. Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado.
«Contra ti, contra ti solo pequé. Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Señor, me abrirás los labios y mi boca proclamará tu alabanza».

2 Corintios 5,20–6,2
 Dejaos reconciliar con DiosAhora es tiempo de gracia. Cristo es ante todo el Reconciliador, el Príncipe de la paz. Los Apóstoles y los ministros sagrados continúan su obra en el sacramento de la penitencia. Comenta San Agustín:
«No tendría validez la exhortación a la reconciliación, si no fuéramos enemigos. Así pues, todo el mundo era enemigo del Salvador y amigo del que lo tenía cautivo; con otras palabras, era enemigo de Dios y amigo del diablo. También el género humano en su totalidad estaba encorvado hasta tocar la tierra.
«Comprendiendo ya quiénes son esos enemigos, el salmista levanta su voz contra ellos, y dice a Dios: “han encorvado mi alma” (Sal 56,7). El diablo y sus ángeles han encorvado las almas de los hombres hasta la tierra, es decir, hasta el punto que, inclinados a todo lo temporal y terreno, no buscan ya las cosas celestiales. Esto es, en efecto, lo que dice el Señor de esa mujer a la que Satanás tenía atada desde hacía dieciocho años, y a la que convenía ya librar de esa cadena, y en sábado precisamente. ¿Quiénes miraban con malos ojos a la que se erguía, sino los encorvados? Encorvados porque, no entendiendo los preceptos mismos de Dios, los miraban con corazón terrenal» (Sermón 162,B).
La cruz de ceniza, que hoy nos impone la Iglesia, es la señal de que estamos dispuestos a emprender una vida de penitencia: «Convertíos y creed al Evangelio» (Mc 1,15). «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» (Gén 3,19). Es la misma llamada que ya escuchamos al profeta Joel: «Convertíos a mí de todo corazón con ayuno, con llanto, con luto. Rasgad vuestros corazones, no las vestiduras: convertíos al Señor Dios vuestro».


Mateo 6,1-6.16-18
 Tu Padre, que ve lo escondido, te recompensará. Comenta San Agustín:
«Ciertos hombres hacen el bien y temen ser vistos, y ponen todo su afán en encubrir sus buenas obras. Buscan la ocasión en que nadie los vea. Entonces dan algo en limosna con el temor de chocar con aquel precepto: «guardaos de realizar vuestra justicia para ser vistos por ellos» (Mt 6,1). Pero el Señor no mandó que se ocultasen las obras buenas, sino que prohibió que se pensase solo en la alabanza humana al hacerlas –«para ser vistos por los hombres»–; que fuera ése el fruto que buscaran únicamente, sin desear ningún otro bien superior y celestial.
«Si lo hicieran solo para ser alabados, caerían bajo la prohibición del Señor. Guardaos, pues, de buscar ese fruto: el ser vistos por los hombres. Y, sin embargo, manda: «vean vuestras buenas obras» (Mt 5,16). Una cosa es  buscar en la buena acción tu propia alabanza, y otra buscar en el bien obrar la alabanza de Dios. Cuando buscas tu alabanza, te has quedado en la alabanza de los hombres; cuando buscas la alabanza de Dios, has adquirido la gloria eterna. Obremos así para no ser vistos por los hombres, es decir, obremos de tal manera que no busquemos la recompensa de la mirada humana. Al contrario, obremos de tal manera que quienes nos vean y nos imiten glorifiquen a Dios. Y caigamos en la cuenta de que si él no nos hubiera hecho así, nada seríamos» (Sermón 338,3-4)





MANUEL GARRIDO BONAÑO, O.S.B.     Año litúrgico patrístico: Cuaresma   







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