CATEQUESIS PAPA JUAN PABLO II
María en la espera de Pentecostés
(28.VI.89)
1. «Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la Madre de Jesús, y de sus hermanos»(Hech 1,14). Con estas sencillas palabras el autor de los Hechos de los Apóstoles señala la presencia de la Madre de Cristo en el Cenáculo, en los días de preparación para Pentecostés.
En la catequesis precedente ya entramos al Cenáculo y vimos que los Apóstoles, obedeciendo la orden recibida de Jesús antes de su partida hacia el Padre, se habían reunido allí y «perseveraban... con un mismo espíritu» en la oración. No estaban solos, pues contaban con la participación de otros discípulos, hombres y mujeres. Entre esas personas que pertenecían a la comunidad originaria de Jerusalén, San Lucas autor de los Hechos, nombra también a María, Madre de Cristo. La nombra entre los demás presentes, sin añadir nada de particular respecto a Ella. Pero sabemos que Lucas es también el Evangelista que manifestó de forma más completa la maternidad divina y virginal de María, utilizando las informaciones que consiguió con una precisa intención metodológica (Cfr. Lc 1, 1 ss.; Hech 1, 1 ss.) en las comunidades cristianas, informaciones que al menos indirectamente se remontaban a la primerísima fuente de todo dato mariológico: la misma Madre de Jesús. Por ello, en la doble narración de Lucas, así como la venida al mundo del Hijo de Dios está presentada en estrecha relación con la persona de María, así ahora se presenta el nacimiento de la Iglesia vinculado con Ella. La simple constatación de su presencia en el Cenáculo de Pentecostés basta para hacernos entrever toda la da la importancia que Lucas atribuye a este detalle.
2. En los Hechos, María aparece parece como una de las personas que participan en calidad de miembro de la primera comunidad de la Iglesia naciente, en la preparación para Pentecostés. Sobre la base del Evangelio de Lucas y otros textos del Nuevo Testamento, se formó una tradición cristiana acerca de la presencia de María en la Iglesia, que el Concilio Vaticano II ha resumido afirmando que Ella es un miembro excelentísimo y enteramente singular (Cfr. Lumen Gentium, 53) por ser Madre de Cristo, Hombre)Dios, y por consiguiente Madre de Dios. Los Padres conciliares recordaron en el mensaje introductorio, las palabras de los Hechos de los Apóstoles que acabamos de leer, como si quisieran subrayar que, como María había estado presente en aquella primera hora de la Iglesia, así deseaban que estuviese en su reunión de sucesores de los Apóstoles, congregados en la segunda mitad del siglo XX en continuidad con la comunidad del Cenáculo. Reuniéndose para los trabajos conciliares también los Padres querían perseverar en la oración con un mismo espíritu... en compañía de María, la Madre de Jesús» (Cfr. Hech 1,14).
3. Ya en el momento de la anunciación María había experimentado la venida del Espíritu Santo. El Ángel Gabriel le había dicho: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra: por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Por medio de esta venida del Espíritu Santo a Ella, María fue asociada de modo único e irrepetible al misterio de Cristo. En la Encíclica Redemptoris Mater escribí: En el misterio de Cristo María está presente ya «antes de la creación del mundo» (Cfr. Ef 1, 4) como Aquella que el Padre «ha elegido» como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad» (Rom 8).
4. Ahora bien, en el Cenáculo de Jerusalén, cuando mediante los acontecimientos pascuales el misterio de Cristo sobre la tierra llegó a su plenitud, María se encuentra en la comunidad de los discípulos para preparar una nueva venida del Espíritu Santo, y un nuevo nacimiento: el nacimiento de la Iglesia. Es verdad que Ella misma es ya templo del Espíritu Santo (Lumen Gentium, 53) por su plenitud de gracia y su maternidad divina, pero Ella participa en las súplicas por la venida del Paráclito a fin de que con su poder suscite en la comunidad apostólica el impulso hacia la misión que Jesucristo al venir al mundo, recibió del Padre (Cfr. Jn 5, 36), y, al volver al Padre, transmitió a la Iglesia (Cfr. Jn 17, 18). María, desde el inicio, está unida a la Iglesia, como uno de los «discípulos» de su Hijo pero al mismo tiempo destaca en todos los tiempos como tipo y ejemplar acabadísimo de la misma (Iglesia) en la fe y en la caridad (Lumen Gentium, 53).
5. Lo ha puesto «muy bien de relieve el Concilio Vaticano II en la Constitución sobre la Iglesia, donde leemos: «La Virgen Santísima, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, que la une con el Hijo Redentor, y por sus gracias y dones singulares, está también íntimamente unida con la Iglesia. Como ya enseñó San Ambrosio la Madre de Dios es tipo de la Iglesia en el Orden de la fe, dé la caridad y de la unión perfecta con Cristo» (Lumen Gentium, 6).
«Pues en el misterio de la Iglesia (prosigue el Concilio)... precedió la Santísima Virgen presentándose de forma eminente... Creyendo y obedeciendo, engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espíritu Santo» (Lumen Gentium, 63).
La oración de María en el Cenáculo, como preparación a Pentecostés, tiene un significado especial precisamente por razón del vinculo con el Espíritu Santo que se estableció en el momento del misterio de la Encarnación. Ahora bien, este vinculo vuelve a presentarse, enriqueciéndose con una nueva relación.
6. Al afirmar que María «precedió» en el orden de la fe, la Constitución parece referirse a la bienaventuranza escuchada por la Virgen de Nazaret durante la visita a su parienta Isabel tras la anunciación: «Feliz la que ha creído» (Lc 1, 45). El Evangelista escribe que «Isabel quedó llena de Espíritu Santo» (Lc 1, 41) mientras respondía al saludo de María y pronunciaba aquellas palabras. También en el Cenáculo de Pentecostés en Jerusalén según el mismo Lucas, «todos quedaron llenos del Espíritu Santo» (Hech 2, 4). Por tanto, también Aquella que había concebido por obra del Espíritu Santo» (Cfr. Mt 1, 18) recibió una nueva plenitud de Él. Toda su vida de fe, de caridad, de perfecta unión con Cristo desde aquella hora de Pentecostés quedó unida al camino de la Iglesia.
La comunidad apostólica tenia necesidad de su presencia de aquella perseverancia en la oración en compañía de Ella, la Madre del Señor. Se puede decir que en aquella oración «en compañía de María» se trasluce su particular mediación nacida de la plenitud de los dones del Espíritu Santo. Como su mística Esposa, María imploraba su venida a la Iglesia, nacida del costado de Cristo atravesado en la cruz, y ahora a punto de manifestarse al mundo.
7. Como se ve, la breve mención que hace el autor de los Hechos de los Apóstoles acerca de la presencia de María entre los Apóstoles y todos aquellos que perseveraban en la oración como preparación a Pentecostés y a la efusión del Espíritu Santo, encierra un contenido sumamente rico.
En la Constitución Lumen Gentium el Concilio Vaticano II ha dado expresión a esta riqueza de contenido. Según el importante texto conciliar, «Aquella que en el Cenáculo en medio de los discípulos perseveraba en la oración, es la Madre del Hijo predestinado por Dios a ser el primogénito entre muchos hermanos» (Cfr. Rom 8, 29). Pero el Concilio añade que «Ella misma cooperó a la regeneración y formación de estos “hermanos” de Cristo, con su amor de Madre. La Iglesia, a su vez, desde el día de Pentecostés, por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios» (Lumen Gentium, 64). La Iglesia, por consiguiente, convirtiéndose así también ella en madre, mira a la Madre de Cristo como a su modelo. Esta mirada de la Iglesia hacia María tuvo su inicio en el Cenáculo.
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