20 AGOSTO 2018
Carta del Papa Francisco al
Pueblo de Dios
«Si un
miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26). Estas palabras de san Pablo
resuenan con fuerza en mi corazón al constatar una vez más el sufrimiento
vivido por muchos menores a causa de abusos sexuales, de poder y de conciencia
cometidos por un notable número de clérigos y personas consagradas.
Un crimen
que genera hondas heridas de dolor e impotencia; en primer lugar, en las
víctimas, pero también en sus familiares y en toda la comunidad, sean
creyentes o no creyentes. Mirando hacia el pasado nunca será suficiente lo
que se haga para pedir perdón y buscar reparar el daño causado. Mirando
hacia el futuro nunca será poco todo lo que se haga para generar una
cultura capaz de evitar que estas situaciones no solo no se repitan, sino que
no encuentren espacios para ser encubiertas y perpetuarse. El dolor de las
víctimas y sus familias es también nuestro dolor, por eso urge reafirmar
una vez más nuestro compromiso para garantizar laprotección de los menores y de
los adultos en situación de vulnerabilidad.
1. Si un miembro sufre
En los
últimos días se dio a conocer un informe donde se detalla lo vivido por al
menos mil sobrevivientes, víctimas del abuso sexual, de poder y de
conciencia en manos de sacerdotes durante aproximadamente setenta años. Si
bien se pueda decir que la mayoría de los casos corresponden al pasado,
sin embargo, con el correr del tiempo hemos conocido el dolor de muchas de las
víctimas y constatamos que las heridas nunca desaparecen y nos obligan a
condenar con fuerza estas atrocidades, así como a unir esfuerzos para
erradicar esta cultura de muerte; las heridas
"nunca prescriben". El dolor de estas víctimas es un gemido que
clama al cielo, que llega al alma y que durante mucho tiempo fue ignorado,
callado o silenciado. Pero su grito fue más fuerte que todas las medidas
que lo intentaron silenciar o, incluso, que pretendieron resolverlo con
decisiones que aumentaron la gravedad cayendo en la complicidad. Clamor
que el Señor escuchó demostrándonos, una vez más, de qué parte quiere estar. El
cántico de María no se equivoca y sigue susurrándose a lo largo de la
historia porque el Señor se acuerda de la promesa que hizo a nuestros padres:
«Dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y
enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos
los despide vacíos» (Lc 1,51-53), y sentimos vergüenza cuando constatamos
que nuestro estilo de vida ha desmentido y desmiente lo que recitamos con
nuestra voz.
Con
vergüenza y arrepentimiento, como comunidad eclesial, asumimos que no
supimos estar donde teníamos que estar, que no actuamos a tiempo
reconociendo la magnitud y la gravedad del daño que se estaba causando en
tantas vidas. Hemos descuidado y abandonado a los pequeños.
Hago mías
las palabras del entonces cardenal Ratzinger cuando, en el Via Crucis escrito para
el Viernes Santo del 2005, se unió al grito de dolor de tantas víctimas y,
clamando, decía: «¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su
sacerdocio, deberían estar completamente entregados a él! ¡Cuánta
soberbia, cuánta autosuficiencia! [...] La traición de los discípulos, la
recepción indigna de su Cuerpo y de su Sangre, es ciertamente el mayor
dolor del Redentor, el que le traspasa el corazón. No nos queda más que
gritarle desde lo profundo del alma: Kyrie, eleison – Señor, sálvanos (cf.
Mt 8,25)» (Novena Estación).
2. Todos sufren con él
La magnitud
y gravedad de los acontecimientos exige asumir este hecho de manera global
y comunitaria. Si bien es importante y necesario en todo camino de
conversión tomar conocimiento de lo sucedido, esto en sí mismo no basta.
Hoy nos vemos desafiados como Pueblo de Dios a asumir el dolor de nuestros
hermanos vulnerados en su carne y en su espíritu. Si en el pasado
la omisión pudo convertirse en una forma de respuesta, hoy queremos que la
solidaridad, entendida en su sentido más hondo y desafiante, se convierta
en nuestro modo de hacer la historia presente y futura, en un ámbito donde
los conflictos, las tensiones y especialmente las víctimas de todo tipo
de abuso puedan encontrar una mano tendida que las proteja y rescate de su
dolor (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 228). Tal solidaridad nos exige,
a su vez, denunciar todo aquello que ponga en peligro la integridad de
cualquier persona. Solidaridad que reclama luchar contra todo tipo de corrupción,
especialmente la espiritual, «porque se trata de una ceguera cómoda y
autosuficiente donde todo termina pareciendo lícito: el engaño, la
calumnia, el egoísmo y tantas formas sutiles de autorreferencialidad, ya
que "el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz (2 Co 11,14)"»
(Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 165). La llamada de san Pablo a sufrir
con el que sufre es el mejor antídoto contra cualquier intento de seguir
reproduciendo entre nosotros las palabras de Caín: «¿Soy yo el guardián de
mi hermano?» (Gn 4,9).
Soy
consciente del esfuerzo y del trabajo que se realiza en distintas partes del
mundo para garantizar y generar las mediaciones necesarias que den
seguridad y protejan la integridad de niños y de adultos en estado de
vulnerabilidad, así como de la implementación de la "tolerancia cero"
y de los modos de rendir cuentas por parte de todos aquellos que realicen
o encubran estos delitos. Nos hemos demorado en aplicar estas acciones y
sanciones tan necesarias, pero confío en que ayudarán a garantizar una mayor
cultura del cuidado en el presente y en el futuro.
Conjuntamente
con esos esfuerzos, es necesario que cada uno de los bautizados se
sienta involucrado en la transformación eclesial y social que tanto
necesitamos. Tal transformación exige la conversión personal y
comunitaria, y nos lleva a mirar en la misma dirección que el Señor
mira. Así le gustaba decir a san Juan Pablo II: «Si verdaderamente hemos
partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre
todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido
identificarse» (Carta ap. Novo millennio ineunte, 49). Aprender a mirar donde
el Señor mira, a estar donde el Señor quiere que estemos, a convertir el
corazón ante su presencia. Para esto ayudará la oración y la penitencia. Invito
a todo el santo Pueblo fiel de Dios al ejercicio penitencial de la oración
y el ayuno siguiendo el mandato del Señor,1 que despierte
nuestra conciencia, nuestra solidaridad y compromiso con una cultura del
cuidado y el "nunca más" a todo tipo y forma de abuso.
Es
imposible imaginar una conversión del accionar eclesial sin la participación
activa de todos los integrantes del Pueblo de Dios. Es más, cada vez que
hemos intentado suplantar, acallar, ignorar, reducir a pequeñas élites al
Pueblo de Dios construimos comunidades, planes, acentuaciones teológicas,
espiritualidades y estructuras sin raíces, sin memoria, sin rostro,
sin cuerpo, en definitiva, sin vida2. Esto se manifiesta con
claridad en una manera anómala de entender la autoridad en la Iglesia —tan
común en muchas comunidades en las que se han dado las conductas de abuso
sexual, de poder y de conciencia— como es el clericalismo, esa actitud que «no
solo anula la personalidad de los cristianos, sino que tiene una tendencia
a disminuir y desvalorizar la gracia bautismal que el Espíritu Santo puso
en el corazón de nuestra gente».3
El
clericalismo, favorecido sea por los propios sacerdotes como por los
laicos, genera una escisión en el cuerpo eclesial que beneficia y ayuda a
perpetuar muchos de los males que hoy denunciamos. Decir no al abuso,
es decir enérgicamente no a cualquier forma de clericalismo.
Siempre es
bueno recordar que el Señor, «en la historia de la salvación, ha salvado a
un pueblo. No existe identidad plena sin pertenencia a un pueblo. Nadie se
salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae tomando en
cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se establecen
en la comunidad humana: Dios quiso entrar en una dinámica popular, en
la dinámica de un pueblo» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 6). Por
tanto, la única manera que tenemos para responder a este mal que viene
cobrando tantas vidas es vivirlo como una tarea que nos involucra y
compete a todos como Pueblo de Dios. Esta conciencia de sentirnos parte de
un pueblo y de una historia común hará posible que reconozcamos nuestros
pecados y errores del pasado con una apertura penitencial capaz de dejarse
renovar desde dentro. Todo lo que se realice para erradicar la cultura del
abuso de nuestras comunidades, sin una participación activa de todos los
miembros de la Iglesia, no logrará generar las dinámicas necesarias para una
sana y realista transformación. La dimensión penitencial de ayuno y
oración nos ayudará como Pueblo de Dios a ponernos delante del Señor y de
nuestros hermanos heridos, como pecadores que imploran el perdón y la
gracia de la vergüenza y la conversión, y así elaborar acciones que generen
dinamismos en sintonía con el Evangelio. Porque «cada vez que intentamos
volver a la fuente y recuperar la frescura del Evangelio, brotan nuevos
caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más
elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual»
(Exhort. ap. Evangelii gaudium, 11).
Es
imprescindible que como Iglesia podamos reconocer y condenar con dolor y
vergüenza las atrocidades cometidas por personas consagradas, clérigos e
incluso por todos aquellos que tenían la misión de velar y cuidar a los
más vulnerables. Pidamos perdón por los pecados propios y ajenos. La
conciencia de pecado nos ayuda a reconocer los errores, los delitos y las
heridas generadas en el pasado y nos permite abrirnos y comprometernos más
con el presente en un camino de renovada conversión.
Asimismo,
la penitencia y la oración nos ayudará a sensibilizar nuestros ojos y
nuestro corazón ante el sufrimiento ajeno y a vencer el afán de dominio y
posesión que muchas veces se vuelve raíz de estos males. Que el ayuno y la
oración despierten nuestros oídos ante el dolor silenciado en niños, jóvenes
y minusválidos. Ayuno que nos dé hambre y sed de justicia e impulse
a caminar en la verdad apoyando todas las mediaciones judiciales que sean
necesarias. Un ayuno que nos sacuda y nos lleve a comprometernos desde la
verdad y la caridad con todos los hombres de buena voluntad y con la
sociedad en general para luchar contra cualquier tipo de abuso sexual,
de poder y de conciencia.
De esta
forma podremos transparentar la vocación a la que hemos sido llamados de
ser «signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de
todo el género humano» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium,
1).
«Si un
miembro sufre, todos sufren con él», nos decía san Pablo. Por medio de la
actitud orante y penitencial podremos entrar en sintonía personal y
comunitaria con esta exhortación para que crezca entre nosotros el don de
la compasión, de la justicia, de la prevención y reparación.
María supo
estar al pie de la cruz de su Hijo. No lo hizo de cualquier manera, sino que
estuvo firmemente de pie y a su lado. Con esta postura manifiesta su modo
de estar en la vida. Cuando experimentamos la desolación que nos produce
estas llagas eclesiales, con María nos hará bien «instar más en la
oración» (S. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, 319), buscando
crecer más en amor y fidelidad a la Iglesia. Ella, la primera discípula,
nos enseña a todos los discípulos cómo hemos de detenernos ante el
sufrimiento del inocente, sin evasiones ni pusilanimidad. Mirar a María es
aprender a descubrir dónde y cómo tiene que estar el discípulo de Cristo.
Que el
Espíritu Santo nos dé la gracia de la conversión y la unción interior para
poder expresar, ante estos crímenes de abuso, nuestra compunción y nuestra
decisión de luchar con valentía.
Vaticano,
20 de agosto de 2018
FRANCISCO
____________________________________
1. «Esta clase de demonios solo se
expulsa con la oración y el ayuno» (Mt 17,21).
2. Cf.
Carta al Pueblo de Dios que peregrina en Chile (31 mayo 2018).
3. Carta al
Cardenal Marc Ouellet, Presidente de la Pontificia Comisión para América Latina
(19 marzo 2016).
BOLLETTINO N. 0578 - 20.08.2018
[01246-ES.01]
[Texto original: Español]
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