domingo, 24 de abril de 2011

Mensaje de Pascua de Resurrección 2011 del Arzobispo de Santiago









Autor: Mons. Ricardo Ezzati Andrello
Fecha:
23/04/2011 País: Chile Ciudad: Santiago


“Ha resucitado Cristo, mi esperanza”


“La muerte y la vida se enfrentaron en duelo admirable: el Rey de la vida estuvo muerto y ahora vive.” Así canta la Iglesia en la secuencia de la fiesta de Pascua.

La expresión de fe contenida en este canto, sintetiza el misterio que hemos celebrado en Semana Santa y, de modo particular, la certeza que proclamamos en la solemnidad de la Pascua: Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, plenamente solidario con condición de la humanidad caída, asumió sobre sus hombros el proyecto salvador de Dios, que lo llevó a entregar su vida en la cruz: “redimió a las ovejas y reconcilió a los pecadores con el Padre”. Crucificado y muerto un viernes por la tarde, ha resucitado victorioso de la muerte, ha vencido el mal y nos ha hecho partícipes de su condición de resucitado: ha injertado su vida divina en nuestra condición mortal, haciéndonos pasar, a nosotros también, de la muerte a la vida.
En la noche del Sábado Santo, en cada comunidad cristiana, ha resonado el aleluya pascual que ha vuelto a abrir el corazón a la esperanza: ha resucitado Cristo, nuestra esperanza; Él es la esperanza cierta, la esperanza que no engaña, la esperanza que abre al futuro, la esperanza que no morirá jamás.

La Pascua de este año está marcada por un peculiar contexto de confusión y de dolor, ampliamente conocido y comentado por la opinión pública. Como la primera comunidad de Corinto, también nosotros, en medio del desconcierto de la prueba, experimentamos el consuelo de Dios: “por todas partes nos aprietan, pero no nos aplastan; andamos con graves preocupaciones, pero no desesperados; somos perseguidos, pero no desamparados; derribados, pero no aniquilados; siempre y en todas partes, llevamos en nuestro cuerpo los sufrimientos de la muerte de Jesús, para que también en nuestro cuerpo se manifieste la vida de Jesús” (2 Cor 4, 8-10). Como nunca hemos tocado con la mano que el tesoro de la fe, “lo llevamos en vasijas de barro”, pero también, como nunca, hemos experimentado como esta misma fragilidad, con certeza y confianza, nos ha permitido reconocer que el don de ser la Iglesia de Cristo, “procede de Dios y no de nosotros”. Somos suyos, ovejas de su rebaño. La fiesta de Pascua, se alza entonces, como el signo de esperanza cierta y como arco iris que anuncia la aurora de tiempos nuevos.

Con su Pascua, el Señor abre un camino de la vida y de plenitud. Más aún, Él se nos ofrece como Camino, Verdad y Vida ¿Qué podemos, entonces, aprender del Maestro”.

a. En primer lugar, la Pascua de Jesús nos invita a redoblar la confianza y el abandono filial en las manos de Dios, que siempre salva a su pueblo: Si el rostro de Jesús en la cruz – lo recordaba el querido Papa Juan Pablo II-, “no es el rostro de un desesperado”, sino “el rostro del Hijo que confía en el amor de su Padre”, de la misma manera los discípulos de Jesús podemos confiar y a esperar en el Padre. Sin embargo, la nuestra no es una espera pasiva que adormece y paraliza, sino la esperanza que motiva y moviliza toda la vitalidad y toda la responsabilidad que el Espíritu ha derramado en los miembros de su Iglesia. La nuestra es una hora de gracia, y por tanto, ¿no será éste el momento oportuno para fortalecer la consistencia interior de cada hombre y de cada mujer que ha encontrado en Jesucristo el sentido más bello y auténtico de su vida? ¿No será esta la hora de Dios, para que despertemos a una fe más auténtica y vigorosa, a la vez don del Padre y compromiso libre y maduro del creyente?

b. Sin embargo, esto no sería suficiente. La Pascua de Jesús nos invita a asumir su mismo amor solidario. El Evangelio recuerda que Jesús “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn. 13, 1). Hasta el extremo significa que no sólo se quitó el manto y se ató una toalla a la cintura para lavar los pies a sus discípulos, sino que amó hasta dar la propia vida. La cruz de Jesús es la expresión más grande de la solidaridad. En Él Dios optó por los últimos. Con razón, San Alberto Hurtado traducía esta actitud de Jesús con la expresión: “dar hasta que duela”. Sin desconocer los avances significativos alcanzados, las cifras que caracterizan la situación socioeconómica, nos dicen que dos millones y medio de chilenos siguen sufriendo el flagelo de la pobreza urbana y rural; 700 mil jóvenes, ni estudian ni trabajan; en las poblaciones periféricas de nuestras ciudades, la droga no deja de ofrecer ilusorios y efímeros caminos de realización; en las cárceles muchos siguen esperando condiciones de vida más humana, mientras que hermanos y hermanas de las etnias originarias siguen anhelando ser reconocidos, con pleno derecho, en la vida nacional.

Los días posteriores al terremoto, han sido una manifestación concreta de cómo el amor se hace fecundo, engendra gozo, comunica y fortalece la esperanza. La avalancha de solidaridad que brotó en esos días, ha evidenciado la fecundidad social del mandamiento nuevo de Jesús: “ámense unos a otros…, ámense como Yo los he amado”. El amor solidario, nacido de la Pascua de Cristo, no puede esperar; y ese “como”, “como Yo los he amado”, no puede sonar marginal o indiferentemente; constituye, más bien, la medida alta de la solidaridad a la cual debemos aspirar y la medida alta a la cual tienen derecho los pobres para que Chile sea una “mesa para todos”. Vivir la Pascua es vivir en comunión.

c. Finalmente, la Pascua de Jesús evidencia también un método, un estilo de compromiso con quienes sufren. El Evangelio dice de Jesús que pasó haciendo el bien a todos, hizo ver a los ciegos, escuchar a los sordos y caminar a los tullidos… En una palabra, con su estilo de vida Jesús enseña cómo responder con prontitud y con realismo a las necesidades urgentes de los pobres. Él es el “buen samaritano” y el “buen pastor” que actúa eficazmente y con prontitud. En los días del terremoto, he sido testigo de tantos gestos sencillos y concretos que procuraron aliviar el hambre, la sed o las necesidades más urgentes de la gente. Los jóvenes, de manera especial, han sido admirables en este campo. Gestos que enseñaban a ser más humanos, más fraternos, más hijos de Dios; gestos que proclamaban que es posible una civilización y una cultura de vida plena y compartida, desde la justicia y la solidaridad. La Pascua de Jesús y nuestra propia Pascua en Él, nos compromete a caminar con quienes se encuentran marginados del bienestar y del progreso, a alargar la mesa para que en ella haya espacio digno para todos, a tender la mano para que nadie se quede solo al borde del camino. Jesús nos invita a seguirlo, junto con una multitud infinita de hombres y mujeres de fe, para que la fiesta de la Pascua se extienda y contagie a todos de esperanza, de paz y de gozo y para que el mundo nuevo que Jesús ha inaugurado con su resurrección, sea una realidad para Santiago, para Chile y para el mundo entero.

Permítanme entrar en sus hogares para decirles: feliz Pascua de Resurrección para todos. Paz y esperanza para todas las familias. Esperanza y gozo para los jóvenes y los niños. Gozo y confianza para quienes están probados por el dolor, para quienes se sienten marginados o abandonados y quienes se encuentran en los hospitales o en sus lechos de enfermos, tras los barrotes de las cárceles, o solos en hogares, sin amor. Paz y bendición para todos quienes han puesto su esperanza en Cristo y participan activamente en su Iglesia.
La bendición de Pascua haga brotar la sonrisa en todos nuestros labios.

¡Feliz Pascua de Resurrección!

† Ricardo Ezzati A., sdb
Arzobispo de Santiago

Santiago, Pascua de Resurrección 2011

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