3.                      Del misterio pascual nace la Iglesia. Precisamente por eso                      la Eucaristía, que es el sacramento por excelencia                      del misterio pascual, está en el centro de la vida                      eclesial. Se puede observar esto ya desde las primeras imágenes                      de la Iglesia que nos ofrecen los Hechos de los Apóstoles:                      « Acudían asiduamente a la enseñanza de                      los apóstoles, a la comunión, a la fracción                      del pan y a las oraciones » (2, 42).La « fracción                      del pan » evoca la Eucaristía. Después                      de dos mil años seguimos reproduciendo aquella imagen                      primigenia de la Iglesia. Y, mientras lo hacemos en la celebración                      eucarística, los ojos del alma se dirigen al Triduo                      pascual: a lo que ocurrió la tarde del Jueves Santo,                      durante la Última Cena y después de ella. La                      institución de la Eucaristía, en efecto, anticipaba                      sacramentalmente los acontecimientos que tendrían lugar                      poco más tarde, a partir de la agonía en Getsemaní.                      Vemos a Jesús que sale del Cenáculo, baja con                      los discípulos, atraviesa el arroyo Cedrón y                      llega al Huerto de los Olivos. En aquel huerto quedan aún                      hoy algunos árboles de olivo muy antiguos. Tal vez                      fueron testigos de lo que ocurrió a su sombra aquella                      tarde, cuando Cristo en oración experimentó                      una angustia mortal y « su sudor se hizo como gotas                      espesas de sangre que caían en tierra » (Lc 22,                      44).La sangre, que poco antes había entregado a la                      Iglesia como bebida de salvación en el Sacramento eucarístico,                      comenzó a ser derramada; su efusión se completaría                      después en el Gólgota, convirtiéndose                      en instrumento de nuestra redención: « Cristo                      como Sumo Sacerdote de los bienes futuros [...] penetró                      en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos                      cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre,                      consiguiendo una redención eterna » (Hb 9, 11-12). 
Carta Encíclica ECCLESIA DE EUCHARISTIA  Papa Juan Pablo II
















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