O Dio, che ci hai reso figli della luce
con il tuo Spirito di adozione, fa' che non ricadiamo nelle tenebre
dell'errore, ma restiamo sempre luminosi nello splendore della verità. Per il
nostro Signore Gesù Cristo, tuo Figlio, che è Dio, e vive e regna con te,
nell'unità dello Spirito Santo...
O Dio, che per
mezzo dei segni sacramentali compi l'opera della redenzione, fa' che il nostro
servizio sacerdotale sia degno del sacrificio che celebriamo. Per Cristo nostro
Signore.
La divina Eucaristia, che
abbiamo offerto e ricevuto, Signore, sia per noi principio di vita nuova,
perché, uniti a te nell'amore, portiamo frutti che rimangano per sempre. Per
Cristo nostro Signore.
(RV).-
Ante la presencia de varios miles de fieles y peregrinos de numerosos países,
Benedicto XVI celebró en el Aula Pablo VI del Vaticano
su habitual audiencia semanal.
En su catequesis sobre la oración en las cartas de San Pablo, el Papa se
refirió al himno cristológico que el Apóstol nos ofrece en su carta a los
Filipenses. La audiencia comenzó con la siguiente introducción bíblica: (Audio)
En el resumen que leyó de este tema para los fieles de nuestro idioma, el
Sucesor de Pedro dijo:
(Audio) Queridos
hermanos y hermanas: Deseo tratar hoy del himno cristológico que san Pablo ofrece en su carta a
los Filipenses, centrado en los «sentimientos» de Cristo y en su condición
divina y humana: en la encarnación, en la muerte de cruz y en la exaltación en
la gloria del Padre. Este cántico inicia con una exhortación: «Tened entre
vosotros los sentimientos propios de Cristo». Se trata no sólo de seguir los
ejemplos de Jesús, sino también de conformar toda nuestra existencia según su
modo de pensar y obrar. Esta composición ofrece además dos indicaciones
importantes para nuestra oración. La primera es la invocación de Jesucristo
como «Señor». Él es el tesoro por el cual vale la pena gastar la vida. La
segunda indicación es la postración: Ante este Nombre, toda rodilla se ha de
doblar en el cielo y en la tierra. De este modo, cuando nos arrodillamos ante
Cristo, confesamos nuestra fe en Él y lo reconocemos como único Señor. La
oración debe conducir, pues, a una más plena toma de conciencia para pensar,
actuar y amar en Cristo y por Cristo. Así, la mente, el corazón y la voluntad
se abren a la acción del Espíritu Santo y somos transformados por medio de la
gracia.
De los saludos del Papa a los diversos grupos de peregrinos que asistieron a
esta audiencia semanal destacamos el dirigido a los polacos, a quienes el Santo
Padre les recordó que se acerca la solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y
Pablo. “De modo particular -les dijo- los recordamos en Roma, donde han
enseñado, dado su testimonio y sufrido el martirio en nombre de Cristo”, razón
por la cual, antes de bendecirlos, les deseó que la visita a sus tumbas sea
para todos ellos una ocasión para consolidarse en la fe, en la esperanza y en
el amor.
También al saludar cordialmente a los fieles húngaros, especialmente a los
grupos procedentes de Budapest y de Orosháza, el Pontífice les recordó que se
acerca esta solemnidad. De la misma manera hablando en eslovaco el Obispo de
Roma saludó a los peregrinos de la parroquia de Šuňava, a quienes les deseó que
la visita a las tumbas de los santos Pedro y Pablo profundice su amor por la Iglesia, fundada en los
Apóstoles.
Al dar su cordial bienvenida a los peregrinos italianos, el Papa saludó de modo
particular a los fieles de la región de las Marcas, acompañados por su
Arzobispo, Monseñor Edoardo Menichelli; a los de la parroquia de Santo Domingo
en Acquaviva delle Fonti, que recuerdan un significativo aniversario jubilar; a
las religiosas Franciscanas Inmaculatinas, que están celebrando su
Capítulo general, y a los representantes de la Consulta Nacional
contra la usura. A todos estos queridos amigos, el Obispo de Roma les agradeció
su visita y los animó a dar un valeroso e insistente testimonio cristiano en
los diversos ambientes en que trabajan.
Como es costumbre, el pensamiento del Papa se dirigió, en fin, a los jóvenes,
enfermos y recién casados presentes en esta audiencia. Teniendo en cuenta que
por estas latitudes ya hemos entrado en el verano, lo que para muchos
representa un tiempo de vacaciones y descanso, el Obispo de Roma deseó a los
jóvenes que este período sea una “ocasión para realizar útiles experiencias
sociales y religiosas”. Formuló votos a los recién casados para que sea un
tiempo oportuno “para hacer crecer su unión y profundizar su misión en la Iglesia y en la sociedad”.
Y manifestó su deseo de que a los queridos enfermos no les falte “durante estos
meses veraniegos la cercanía de personas queridas”.
Al saludar en nuestro idioma a los fieles procedentes de América Latina y de
España, Benedicto XVI les dirigió la siguiente invitación:
(Audio). Saludo a los
peregrinos de lengua española, en particular a los grupos de la Arquidiócesis de Los
Altos, y de la Diócesis
de Zacatecoluca, acompañados por sus Pastores, así como a los provenientes de
España, México, Colombia y otros países latinoamericanos. Invito a todos a que
fijen en la oración su mirada en el Crucifijo, a detenerse frecuentemente para
la adoración eucarística y así entrar en el amor de Dios, que se ha abajado con
humildad para elevarnos hacia Él. Muchas gracias.
(María Fernanda Bernasconi – RV).
Texto completo de la catequesis del Papa:
Queridos hermanos y hermanas
Nuestra oración está hecha, como hemos visto en los pasados miércoles, de
silencio y de palabras, de canto y de gestos que implican a toda la persona:
desde la boca hasta la mente, del corazón a todo el cuerpo. Es una
característica que encontramos en la oración judía, especialmente en los
Salmos. Hoy quisiera hablar de uno de los cantos o himnos más antiguos de la
tradición cristiana, que San Pablo nos presenta en lo que, en cierto sentido,
es su testamento espiritual: la
Carta a los Filipenses. Se trata de una carta que el Apóstol
escribe mientras está en la cárcel, tal vez en Roma. Él se siente cercano a la
muerte, porque afirma que ofrecerá su vida como una libación (cf. Flp 2,17).
A pesar de esta situación de grave peligro para su incolumidad física, San
Pablo, en todo el texto, expresa la alegría de ser discípulo de Cristo, de
poder ir a su encuentro, hasta el punto de ver la muerte no como una pérdida
sino como una ganancia. En el último capítulo de su carta hay una fuerte
invitación a la alegría, una característica fundamental de nuestro ser
cristianos y de nuestra orar. San Pablo escribe: "Estén siempre alegres en
el Señor, lo repito de nuevo: ¡Alégrense!" (Fil. 4,4). ¿Pero cómo puede
regocijarse frente a una sentencia de muerte, ya inminente? ¿De dónde, o mejor,
de quién San Pablo recoge la serenidad, la fuerza, el coraje de ir hacia su
martirio, y al derramamiento de sangre?
La respuesta la encontramos en el centro de la Carta a los Filipenses, en lo que la tradición
cristiana llama carmen Christo, el canto para Cristo, o más comúnmente el
"himno cristológico"; un canto que centra toda la atención en los
"sentimientos" de Cristo, es decir, en su modo de pensar y su actitud
concreta, vivida. Esta oración comienza con una exhortación: " Tengan los
mismos sentimientos de Cristo Jesús " (Fil. 2,5). Estos sentimientos se
presentan en los siguientes versículos: el amor, la generosidad, la humildad,
la obediencia a Dios, el don de uno mismo. No se trata simplemente de seguir el
ejemplo de Jesús como algo moral, sino de involucrar toda la existencia en su
propia manera de pensar y actuar. La oración debe llevar hacia un conocimiento
y una unión en el amor cada vez más profunda con el Señor, para poder pensar,
actuar y amar como Él, en Él y por Él. Ejercitarse en eso, aprender los
sentimientos de Jesús es el camino de la vida cristiana.
Ahora voy a referirme brevemente sobre algunos elementos de esta canto denso,
que resume todo el itinerario divino y humano del Hijo de Dios, que abarca toda
la historia humana: del ser en la condición de Dios, a la encarnación, a la
muerte en una cruz y a la exaltación en la gloria del Padre, y en parte también
el comportamiento de Adán, del hombre desde el principio. Este himno a Cristo
parte de su ser "en morphe tou Theou", dice el texto griego, es
decir, de estar "en la forma de Dios", o mejor dicho, en la condición
de Dios. Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no vive su "ser como
Dios" para triunfar o para imponer su supremacía, no lo considera como una
posesión, un privilegio, un tesoro al qué aferrarse. Es más, "se
desnudó," se vació de sí mismo tomando, dice el texto griego, la
"morphe Doulos", la "forma de siervo, de esclavo", la
realidad humana marcada por el sufrimiento, por la pobreza, por la muerte; en
todo se asimiló a los hombres, excepto en el pecado, comportándose como un
servidor dedicado completamente al servicio de los demás. En este sentido,
Eusebio de Cesarea (siglo IV) dice: "Él tomó sobre sí las fatigas, con los
miembros que sufren. Ha hecho suyas nuestras humildes enfermedades. Sufrió
tribulaciones por amor a nosotros: esto en conformidad con su gran amor por la
humanidad "(La demostración Evangélica, 10, 1, 22). San Pablo continúa
delineando el marco "histórico" en el que se realizó esta disminución
de Jesús. Escribe el Apóstol: "se humilló hasta aceptar por obediencia la
muerte." (Flp 2,8).
El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre y cumplió un camino en completa
obediencia y fidelidad a la voluntad del Padre, hasta el supremo sacrificio de
su vida. Aún más, el Apóstol especifica "hasta la muerte, y muerte de
cruz." En la cruz Jesucristo alcanzó el mayor grado de humillación, ya que
la crucifixión era el castigo reservado a los esclavos y no a las personas
libres: " mors turpissima crucis", escribe Cicerón (cf. En Verrem, V,
64, 165).
En la cruz de Cristo, el hombre es redimido y la experiencia de Adán se
modifica, dándose vuelta completamente: Adán, creado a imagen y semejanza de
Dios, pretendía ser como Dios, con sus propias fuerzas, ocupar el lugar de
Dios, y así perdió la dignidad original que se le había dado. Jesús, sin
embargo, aun estando en la condición divina, se abajó, se sumergió en la
condición humana, en total fidelidad al Padre, para redimir al Adán, que está
en nosotros y para volverle a dar al hombre la dignidad que había perdido. Los
Padres subrayan que Él se hizo obediente, volviendo a dar a la naturaleza
humana, a través de su humanidad y obediencia, lo que se había perdido por la
desobediencia de Adán.
En la oración, en la relación con Dios, nosotros abrimos la mente, el corazón y
la voluntad a la acción del Espíritu Santo, para entrar en esta misma dinámica
de vida, como afirma San Cirilo de Alejandría, cuya fiesta celebramos hoy:
"La obra del Espíritu intenta transformarnos, por medio de la gracia, en
una copia perfecta de su humillación" (Carta Festale 10, 4). La lógica
humana, sin embargo, intenta a menudo la realización de sí mismos en el poder,
en el dominio, en los medios poderosos. El hombre sigue queriendo construir con
sus propias fuerzas la torre de Babel para llegar – con sus propias fuerzas - a
la altura de Dios, para ser como Dios. La Encarnación y la Cruz nos recuerdan que la
plena realización estriba en conformar la propia la voluntad humana en la del
Padre, en el desapego total de sí mismo, del propio egoísmo, para llenarse del
amor y de la caridad de Dios y, así, llegar a ser verdaderamente capaces de
amar a los demás. El hombre no se encuentra a sí mismo, cuando queda
ensimismado, sino cuando logra salir de sí mismo. Sólo si logramos salir de
nosotros, nos encontramos. Adán quería imitar a Dios, pero tenía una idea
equivocada de Dios. Dios no quiere sólo la grandeza, Dios es amor que da, ya
desde la Trinidad
y luego en la
Creación. Imitar a Dios significa salir de sí mismo y
entregarse en el amor.
En la segunda parte de este himno cristológico de la Carta a los Filipenses, el
sujeto cambia; ya no es Cristo, sino Dios Padre. San Pablo subraya que es
precisamente por la obediencia al Padre, que “Dios le exalta y le dona el
nombre que está por encima de los nombres” (Fil. 2,9). Aquel que se humilló
hasta tomar la condición de esclavo, viene exaltado por encima de todos y de
todo por el Padre, que le da el nombre de Kiros, “Señor”, a suprema dignidad y
señoría.
Frente a este nuevo nombre que, de hecho, es el nombre de Dios en el Antiguo
Testamento, "se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los
abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: «Jesucristo es el
Señor»”, para la gloria de Dios el Padre "(vv. 10-11). El Jesús que se
exalta es aquel de la Última Cena, que depone sus prendas de vestir, y con una
toalla, se inclina para lavar los pies de los Apóstoles y les pregunta:
"¿Entienden lo que hago por ustedes? Vosotros me llamáis Maestro y Señor,
y con razón, porque lo soy. Así pues, si yo, el Señor y el Maestro, he lavado
vuestros pies, vosotros también debéis lavar los pies los unos a los otros
"(Jn 13,12-14). Esto es importante recordarlo siempre en nuestras
oraciones y en nuestra vida: "el ascenso hacia Dios tiene lugar en el
descenso del servicio humilde, en el descenso del amor, que es la esencia de
Dios y la verdadera fuerza purificadora, que permite al hombre percibir y ver a
Dios "(Jesús de Nazaret, Milano 2007, p. 120).
El himno de la Carta
a los Filipenses nos ofrece aquí dos claves importantes para nuestra oración.
La primera es la invocación: "Señor", dirigida a Jesucristo, sentado
a la diestra del Padre: Él es el único Señor de nuestra vida, en medio de
tantos "dominadores" que la quieren dirigir y orientar. Por ello, es
necesario tener una escala de valores en los que la primacía le corresponde a
Dios, para afirmar con San Pablo: "todo me parece una desventaja comparado
con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor " (Fil. 3,8).
El encuentro con el Resucitado le hizo comprender que Él es el único tesoro por
el cual vale la pena sacrificar la propia existencia.
La segunda indicación es la postración, "se doblará toda rodilla " en
la tierra y en el cielo, que evoca una expresión del Profeta Isaías, que indica
la adoración que todas las criaturas le deben a Dios (cf. 45:23). La
genuflexión ante el Santísimo Sacramento o el arrodillarse en la oración
expresan precisamente la actitud de adoración ante Dios, también con el cuerpo.
De ahí la importancia de cumplir este gesto no por costumbre, sino con profunda
conciencia. Cuando nos arrodillamos ante el Señor, confesamos nuestra fe en Él,
reconocemos que Él es el único Señor de nuestra vida.
Queridos hermanos y hermanas, en nuestra oración, contemplemos al Crucificado,
detengámonos en adoración ante la
Eucaristía con mayor frecuencia, para que entre en nuestra
vida el amor de Dios, que se abajó con humildad para elevarnos hacia Él. Al
comienzo de la catequesis nos preguntábamos cómo San Pablo podía alegrarse ante
el riesgo inminente de su martirio y de su derramamiento de sangre. Esto sólo
es posible porque el Apóstol nunca alejó su mirada de Cristo, hasta asemejarse
a Él en su muerte, " a fin de llegar, si es posible, a la resurrección de
entre los muertos " (Fil. 3:11). Al igual que San Francisco ante el
crucifijo, digamos también nosotros: Altísimo, glorioso Dios, ilumina las
tinieblas de mi corazón. Dame una fe recta, esperanza cierta y caridad
perfecta, juicio y discernimiento para cumplir tu verdadera y santa voluntad.
Amén (cf. Oración ante el Crucifijo: FF [276]).
Fuente: Radio Vaticano miercoles 27 de junio
(Traducción del italiano: Eduardo Rubió y Cecilia de Malak - RV)
SANTA MISA E IMPOSICIÓN DEL PALIO
A LOS NUEVOS METROPOLITANOS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica Vaticana
Viernes 29 de junio de 2012
Señores cardenales, Venerados hermanos en el episcopado y en
el sacerdocio, Queridos hermanos y hermanas
Estamos reunidos alrededor del altar para
celebrar la solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, patronos
principales de la Iglesia
de Roma. Están aquí presentes los arzobispos metropolitanos nombrados durante
este último año, que acaban de recibir el palio, y a quienes va mi especial y
afectuoso saludo. También está presente, enviada por Su Santidad Bartolomé I,
una eminente delegación del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, que acojo
con reconocimiento fraterno y cordial. Con espíritu ecuménico me alegra saludar
y dar las gracias a “The Choir of Westminster Abbey”, que anima la liturgia
junto con la Capilla
Sixtina. Saludo además a los señores embajadores y a las
autoridades civiles: a todos les agradezco su presencia y oración.
Como todos saben, delante de la Basílica de San Pedro,
están colocadas dos imponentes estatuas de los apóstoles Pedro y Pablo,
fácilmente reconocibles por sus enseñas: las llaves en las manos de Pedro y la
espada entre las de Pablo. También sobre el portal mayor de la Basílica de San Pablo
Extramuros están representadas juntas escenas de la vida y del martirio de
estas dos columnas de la
Iglesia. La tradición cristiana siempre ha considerado
inseparables a san Pedro y a san Pablo: juntos, en efecto, representan todo el
Evangelio de Cristo. En Roma, además, su vinculación como hermanos en la fe ha
adquirido un significado particular. En efecto, la comunidad cristiana de esta
ciudad los consideró una especie de contrapunto de los míticos Rómulo y Remo,
la pareja de hermanos a los que se hace remontar la fundación de Roma. Se puede
pensar también en otro paralelismo opuesto, siempre a propósito del tema de la
hermandad: es decir, mientras que la primera pareja bíblica de hermanos nos
muestra el efecto del pecado, por el cual Caín mata a Abel, Pedro y Pablo,
aunque humanamente muy diferentes el uno del otro, y a pesar de que no faltaron
conflictos en su relación, han constituido un modo nuevo de ser hermanos,
vivido según el Evangelio, un modo auténtico hecho posible por la gracia del
Evangelio de Cristo que actuaba en ellos. Sólo el seguimiento de Jesús conduce
a la nueva fraternidad: aquí se encuentra el primer mensaje fundamental que la
solemnidad de hoy nos ofrece a cada uno de nosotros, y cuya importancia se
refleja también en la búsqueda de aquella plena comunión, que anhelan el
Patriarca ecuménico y el Obispo de Roma, como también todos los cristianos.
En el pasaje del Evangelio de san Mateo que
hemos escuchado hace poco, Pedro hace la propia confesión de fe a Jesús reconociéndolo
como Mesías e Hijo de Dios; la hace también en nombre de los otros apóstoles.
Como respuesta, el Señor le revela la misión que desea confiarle, la de ser la
«piedra», la «roca», el fundamento visible sobre el que está construido todo el
edificio espiritual de la
Iglesia (cf. Mt
16, 16-19). Pero ¿de qué manera Pedro es la roca? ¿Cómo debe cumplir esta
prerrogativa, que naturalmente no ha recibido para sí mismo? El relato del
evangelista Mateo nos dice en primer lugar que el reconocimiento de la identidad
de Jesús pronunciado por Simón en nombre de los Doce no proviene «de la carne y
de la sangre», es decir, de su capacidad humana, sino de una particular
revelación de Dios Padre. En cambio, inmediatamente después, cuando Jesús
anuncia su pasión, muerte y resurrección, Simón Pedro reacciona precisamente a
partir de la «carne y sangre»: Él «se puso a increparlo: … [Señor] eso no puede
pasarte» (16, 22). Y Jesús, a su vez, le replicó: «Aléjate de mí, Satanás. Eres
para mí piedra de tropiezo…» (v. 23). El discípulo que, por un don de Dios,
puede llegar a ser roca firme, se manifiesta en su debilidad humana como lo que
es: una piedra en el camino, una piedra con la que se puede tropezar – en
griego skandalon. Así se
manifiesta la tensión que existe entre el don que proviene del Señor y la
capacidad humana; y en esta escena entre Jesús y Simón Pedro vemos de alguna
manera anticipado el drama de la historia del mismo papado, que se caracteriza
por la coexistencia de estos dos elementos: por una parte, gracias a la luz y
la fuerza que viene de lo alto, el papado constituye el fundamento de la Iglesia peregrina en el
tiempo; por otra, emergen también, a lo largo de los siglos, la debilidad de
los hombres, que sólo la apertura a la acción de Dios puede transformar.
En el Evangelio de hoy emerge con fuerza la
clara promesa de Jesús: «el poder del infierno», es decir las fuerzas del mal,
no prevalecerán, «non praevalebunt».
Viene a la memoria el relato de la vocación del profeta Jeremías, cuando el
Señor, al confiarle la misión, le dice: «Yo te convierto hoy en plaza fuerte,
en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los
reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la gente del campo;
lucharán contra ti, pero no te podrán -non
praevalebunt-, porque yo estoy contigo para librarte» (Jr 1, 18-19). En verdad, la promesa que
Jesús hace a Pedro es ahora mucho más grande que las hechas a los antiguos
profetas: Éstos, en efecto, fueron amenazados sólo por enemigos humanos,
mientras Pedro ha de ser protegido de las «puertas del infierno», del poder
destructor del mal. Jeremías recibe una promesa que tiene que ver con él como
persona y con su ministerio profético; Pedro es confortado con respecto al
futuro de la Iglesia,
de la nueva comunidad fundada por Jesucristo y que se extiende a todas las
épocas, más allá de la existencia personal del mismo Pedro.
Pasemos ahora al símbolo de las llaves, que
hemos escuchado en el Evangelio. Nos recuerdan el oráculo del profeta Isaías
sobre el funcionario Eliaquín, del que se dice: «Colgaré de su hombro la llave
del palacio de David: lo que él abra nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie
lo abrirá» (Is 22,22). La
llave representa la autoridad sobre la casa de David. Y en el Evangelio hay
otra palabra de Jesús dirigida a los escribas y fariseos, a los cuales el Señor
les reprocha de cerrar el reino de los cielos a los hombres (cf. Mt 23,13). Estas palabras también nos
ayudan a comprender la promesa hecha a Pedro: a él, en cuanto fiel
administrador del mensaje de Cristo, le corresponde abrir la puerta del reino
de los cielos, y juzgar si aceptar o excluir (cf. Ap 3,7). Las dos imágenes – la de las llaves y la de atar y
desatar – expresan por tanto significados similares y se refuerzan mutuamente.
La expresión «atar y desatar» forma parte del lenguaje rabínico y alude por un
lado a las decisiones doctrinales, por otro al poder disciplinar, es decir a la
facultad de aplicar y de levantar la excomunión. El paralelismo «en la tierra…
en los cielos» garantiza que las decisiones de Pedro en el ejercicio de su
función eclesial también son válidas ante Dios.
En el capítulo 18 del Evangelio según
Mateo, dedicado a la vida de la comunidad eclesial, encontramos otras palabras
de Jesús dirigidas a los discípulos: «En verdad os digo que todo lo que atéis
en la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desatéis en la tierra
quedará desatado en los cielos» (Mt
18,18). Y san Juan, en el relato de las apariciones de Cristo resucitado a los
Apóstoles, en la tarde de Pascua, refiere estas palabras del Señor: «Recibid el
Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a
quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23). A la luz de estos paralelismos, aparece
claramente que la autoridad de atar y desatar consiste en el poder de perdonar
los pecados. Y esta gracia, que debilita la fuerza del caos y del mal, está en
el corazón del misterio y del ministerio de la Iglesia. La Iglesia no
es una comunidad de perfectos, sino de pecadores que se deben reconocer
necesitados del amor de Dios, necesitados de ser purificados por medio de la Cruz de Jesucristo. Las
palabras de Jesús sobre la autoridad de Pedro y de los Apóstoles revelan que el
poder de Dios es el amor, amor que irradia su luz desde el Calvario. Así,
podemos también comprender porqué, en el relato del evangelio, tras la
confesión de fe de Pedro, sigue inmediatamente el primer anuncio de la pasión:
en efecto, Jesús con su muerte ha vencido el poder del infierno, con su sangre
ha derramado sobre el mundo un río inmenso de misericordia, que irriga con su
agua sanadora la humanidad entera.
Queridos hermanos, como recordaba al
principio, la tradición iconográfica representa a san Pablo con la espada, y
sabemos que ésta significa el instrumento con el que fue asesinado. Pero,
leyendo los escritos del apóstol de los gentiles, descubrimos que la imagen de
la espada se refiere a su misión de evangelizador. Él, por ejemplo, sintiendo
cercana la muerte, escribe a Timoteo: «He luchado el noble combate» (2 Tm 4,7). No es ciertamente la batalla
de un caudillo, sino la de quien anuncia la Palabra de Dios, fiel a Cristo y a su Iglesia,
por quien se ha entregado totalmente. Y por eso el Señor le ha dado la corona
de la gloria y lo ha puesto, al igual que a Pedro, como columna del edificio
espiritual de la Iglesia.
Queridos Metropolitanos: el palio que os he
impuesto, os recordará siempre que habéis sido constituidos en y para
el gran misterio de comunión que es la Iglesia, edificio espiritual construido sobre
Cristo piedra angular y, en su dimensión terrena e histórica, sobre la roca de
Pedro. Animados por esta certeza, sintámonos juntos cooperadores de la verdad,
la cual –sabemos– es una y «sinfónica», y reclama de cada uno de nosotros y de
nuestra comunidad el empeño constante de conversión al único Señor en la gracia
del único Espíritu. Que la
Santa Madre de Dios nos guíe y nos acompañe siempre en el
camino de la fe y de la caridad. Reina de los Apóstoles, ruega por nosotros.
Amén.
El seguimiento de Jesús conduce a la nueva fraternidad Rezo del Angelus
V).-
El Santo Padre a mediodía tras la solemne celebración de la Eucaristía
con la imposición del Palio a los 43 nuevos arzobispos metropolitanos en
la basílica vaticana ha dirigido el rezo del Ángelus. El Papa ha
calificado a San Padro y San Pablo “pilares de la Iglesia naciente.
Testigos de la fe, que han ampliado el Reino de Dios con sus distintos
dones, y han sellado con su sangre su predicación evangélica. "En el
fecundo itinerario espiritual y misionero de más de dos mil años se
sitúa la entrega del Palio a los Arzobispos Metropolitanos, que he
cumplido esta mañana en la Basílica Vaticana" .”Un ritual -ha dicho el
Papa- que pone de relieve la íntima comunión de los Pastores con el
Sucesor de Pedro y el profundo vínculo que nos une a la tradición
apostólica”.
El Santo Padre después de la oración mariana ha
saludado en distintas lenguas a los peregrinos llegados de todos el
mundo entre los que se encontraban muchos fieles provenientes de los 5
países latinoamericanos llegados con sus arzobispos para la imposición
del palio.
Saludos del Papa en español (audio)
Traducción completa del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas,
celebramos
con alegría la solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, una fiesta que
acompaña la historia bimilenaria del pueblo cristiano. Se les llama
pilares de la Iglesia naciente. Testigos de la fe, que han ampliado el
Reino de Dios con sus distintos dones y según el ejemplo del Divino
Maestro, han sellado con su sangre su predicación evangélica. Su
martirio es signo de la unidad de la Iglesia, como dice San Agustín: "Un
solo día es consagrado para la celebración de la fiesta de los dos
apóstoles. Pero también ellos dos eran una sola cosa. A pesar que su
martirio tuvo lugar en días diferentes, eran una sola cosa. Pedro fue en
primero, Pablo le siguió"(Sermón 295, 8: PL 38, 1352).
Del
sacrificio de Pedro son signo elocuente la Basílica Vaticana y es Plaza,
tan importantes para el cristianismo. También del martirio de Pablo
quedan significativos vestigios en nuestra ciudad, en especial la
basílica a él dedicada en la Via Ostiense. Roma lleva inscrita en su
historia los signos de la vida y de la muerte gloriosa del humilde
Pescador de Galilea y del Apóstol de los gentiles, que justamente ha
elegido como Protectores. Al recordar su testimonio luminoso, recordamos
los inicios de la venerable Iglesia que en Roma cree, reza y anuncia a
Cristo Redentor. Pero los Santos Pedro y Pablo no sólo brillan en el
cielo de Roma, sino en los corazones de todos los creyentes que,
iluminados por sus enseñanzas y su ejemplo, en todo el mundo siguen el
camino de la fe, la esperanza y la caridad.
En este camino de
salvación, la comunidad cristiana, sostenida por la presencia del
Espíritu del Dios vivo, se siente estimulada a proseguir fuerte y serena
en el camino de la fidelidad a Cristo y de la proclamación de su
Evangelio a los hombres de todos los tiempos. En este fecundo itinerario
espiritual y misionero se sitúa la entrega del Palio a los Arzobispos
Metropolitanos, que he cumplido esta mañana en la Basílica. Un ritual
siempre elocuente, que pone de relieve la íntima comunión de los
Pastores con el Sucesor de Pedro y el profundo vínculo que nos une a la
tradición apostólica. Este es un tesoro doble de santidad, en el que se
funden la unidad y la catolicidad de la Iglesia: un tesoro precioso que
debe ser redescubierto y vivido con renovado entusiasmo y compromiso.
Queridos
peregrinos, llegados de todo el mundo! En este día de fiesta, oramos
con las expresiones de la Liturgia oriental: "¡Alabado sea Pedro y
Pablo, estos dos grandes luces de la Iglesia que brillan en el
firmamento de la fe. En este clima, deseo dirigir un saludo especial a
la Delegación del Patriarcado de Constantinopla, que, como cada año,
vino a tomar parte en estas nuestras celebraciones tradicionales. La
Virgen Santa lleve a todos los creyentes en Cristo a la meta de la plena
unidad! (ER RV) Fuente:
HOMILIA PRONUNCIADA AL CUMPLIR EL AÑO 2011,60 AÑOS DE VIDA SACERDOTAL 29 DE JUNIO 2011
Queridos hermanos y hermanas,
«Non iam dicam servos, sed amicos» - «Ya no os llamo siervos, sino amigos» (cf. Jn
15,15). Sesenta años
después de mi Ordenación sacerdotal, siento todavía resonar en mi
interior estas
palabras de Jesús, que nuestro gran Arzobispo, el Cardenal Faulhaber,
con la voz
ya un poco débil pero firme, nos dirigió a los nuevos sacerdotes al
final de la
ceremonia de Ordenación. Según las normas litúrgicas de aquel tiempo,
esta
aclamación significaba entonces conferir explícitamente a los nuevos
sacerdotes
el mandato de perdonar los pecados. «Ya no siervos, sino amigos»: yo
sabía y
sentía que, en ese momento, esta no era sólo una palabra «ceremonial», y
era
también algo más que una cita de la Sagrada Escritura. Era bien
consciente: en
este momento, Él mismo, el Señor, me la dice a mí de manera totalmente
personal.
En el Bautismo y la Confirmación, Él ya nos había atraído hacia sí, nos
había
acogido en la familia de Dios. Pero lo que sucedía en aquel momento era
todavía
algo más. Él me llama amigo. Me acoge en el círculo de aquellos a los
que se
había dirigido en el Cenáculo. En el grupo de los que Él conoce de modo
particular y que, así, llegan a conocerle de manera particular. Me
otorga la
facultad, que casi da miedo, de hacer aquello que sólo Él, el Hijo de
Dios,
puede decir y hacer legítimamente: Yo te perdono tus pecados. Él quiere
que yo –por mandato suyo– pronuncie con su «Yo» unas palabras que no son
únicamente
palabras, sino acción que produce un cambio en lo más profundo del ser.
Sé que
tras estas palabras está su Pasión por nuestra causa y por nosotros. Sé
que el
perdón tiene su precio: en su Pasión, Él ha descendido hasta el fondo
oscuro y
sucio de nuestro pecado. Ha bajado hasta la noche de nuestra culpa que,
sólo así,
puede ser transformada. Y, mediante el mandato de perdonar, me permite
asomarme
al abismo del hombre y a la grandeza de su padecer por nosotros los
hombres, que
me deja intuir la magnitud de su amor. Él se fía de mí: «Ya no siervos,
sino
amigos». Me confía las palabras de la Consagración en la Eucaristía. Me
considera capaz de anunciar su Palabra, de explicarla rectamente y de
llevarla a
los hombres de hoy. Él se abandona a mí. «Ya no sois siervos, sino
amigos»: esta
es una afirmación que produce una gran alegría interior y que, al mismo
tiempo,
por su grandeza, puede hacernos estremecer a través de las décadas, con
tantas
experiencias de nuestra propia debilidad y de su inagotable bondad.
«Ya no siervos, sino amigos»: en estas palabras se encierra el programa entero
de una vida sacerdotal. ¿Qué es realmente la amistad? Ídem velle, ídem nolle
– querer y no querer lo mismo, decían los antiguos. La amistad es
una comunión en el pensamiento y el deseo. El Señor nos dice lo mismo con gran
insistencia: «Conozco a los míos y los míos me conocen» (cf. Jn 10,14).
El Pastor llama a los suyos por su nombre (cf. Jn 10,3). Él me conoce por
mi nombre. No soy un ser anónimo cualquiera en la inmensidad del universo. Me
conoce de manera totalmente personal. Y yo, ¿le conozco a Él? La amistad que Él
me ofrece sólo puede significar que también yo trate siempre de conocerle mejor;
que yo, en la Escritura, en los Sacramentos, en el encuentro de la oración, en
la comunión de los Santos, en las personas que se acercan a mí y que Él me envía,
me esfuerce siempre en conocerle cada vez más. La amistad no es solamente
conocimiento, es sobre todo comunión del deseo. Significa que mi voluntad crece
hacia el «sí» de la adhesión a la suya. En efecto, su voluntad no es para mí una
voluntad externa y extraña, a la que me doblego más o menos de buena gana. No,
en la amistad mi voluntad se une a la suya a medida que va creciendo; su
voluntad se convierte en la mía, y justo así llego a ser yo mismo. Además de la
comunión de pensamiento y voluntad, el Señor menciona un tercer elemento nuevo:
Él da su vida por nosotros (cf. Jn 15,13; 10,15). Señor, ayúdame siempre
a conocerte mejor. Ayúdame a estar cada vez más unido a tu voluntad. Ayúdame a
vivir mi vida, no para mí mismo, sino junto a Ti para los otros. Ayúdame a ser
cada vez más tu amigo.
Las palabras de Jesús sobre la amistad están en el contexto del discurso sobre
la vid. El Señor enlaza la imagen de la vid con una tarea que encomienda a los
discípulos: «Os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro
fruto permanezca» (Jn 15,16). El primer cometido que da a los discípulos,
a los amigos, es el de ponerse en camino –os he destinado para que vayáis-, de
salir de sí mismos y de ir hacia los otros. Podemos oír juntos aquí también las
palabras que el Resucitado dirige a los suyos, con las que san Mateo concluye su
Evangelio: «Id y enseñad a todos los pueblos...» (cf. Mt 28,19s). El
Señor nos exhorta a superar los confines del ambiente en que vivimos, a llevar
el Evangelio al mundo de los otros, para que impregne todo y así el mundo se
abra para el Reino de Dios. Esto puede recordarnos que el mismo Dios ha salido
de sí, ha abandonado su gloria, para buscarnos, para traernos su luz y su amor.
Queremos seguir al Dios que se pone en camino, superando la pereza de quedarnos
cómodos en nosotros mismos, para que Él mismo pueda entrar en el mundo.
Después de la palabra sobre el ponerse en camino, Jesús continúa: dad fruto, un
fruto que permanezca. ¿Qué fruto espera Él de nosotros? ¿Cuál es el fruto que
permanece? Pues bien, el fruto de la vid es la uva, del que luego se hace el
vino. Detengámonos un momento en esta imagen. Para que una buena uva madure, se
necesita sol, pero también lluvia, el día y la noche. Para que madure un vino de
calidad, hay que prensar la uva, se requiere la paciencia de la fermentación,
los atentos cuidados que sirven a los procesos de maduración. Un vino de clase
no solamente se caracteriza por su dulzura, sino también por la riqueza de los
matices, la variedad de aromas que se han desarrollado en los procesos de
maduración y fermentación. ¿Acaso no es ésta una imagen de la vida humana, y
particularmente de nuestra vida de sacerdotes? Necesitamos el sol y la lluvia,
la serenidad y la dificultad, las fases de purificación y prueba, y también los
tiempos de camino alegre con el Evangelio. Volviendo la mirada atrás, podemos
dar gracias a Dios por ambas cosas: por las dificultades y por las alegrías, por
las horas oscuras y por aquellas felices. En las dos reconocemos la constante
presencia de su amor, que nos lleva y nos sostiene siempre de nuevo.
Ahora, sin embargo, debemos preguntarnos: ¿Qué clase de fruto es el que espera
el Señor de nosotros? El vino es imagen del amor: éste es el verdadero fruto que
permanece, el que Dios quiere de nosotros. Pero no olvidemos que, en el Antiguo
Testamento, el vino que se espera de la uva selecta es sobre todo imagen de la
justicia, que se desarrolla en una existencia vivida según la ley de Dios. Y no
digamos que esta es una visión veterotestamentaria ya superada: no, ella sigue
siendo siempre verdadera. El auténtico contenido de la Ley, su summa, es
el amor a Dios y al prójimo. Este doble amor, sin embargo, no es simplemente
algo dulce. Conlleva en sí la carga de la paciencia, de la humildad, de la
maduración de nuestra voluntad en la formación e identificación con la voluntad
de Dios, la voluntad de Jesucristo, el Amigo. Sólo así, en el hacerse todo
nuestro ser verdadero y recto, también el amor es verdadero; sólo así es un
fruto maduro. Su exigencia intrínseca, la fidelidad a Cristo y a su Iglesia,
requiere que se cumpla siempre también en el sufrimiento. Precisamente de este
modo, crece la verdadera alegría. En el fondo, la esencia del amor, del
verdadero fruto, se corresponde con las palabras sobre el ponerse en camino,
sobre el salir: amor significa abandonarse, entregarse; lleva en sí el signo de
la cruz. En este contexto, Gregorio Magno decía una vez: Si tendéis hacia Dios,
tened cuidado de no alcanzarlo solos (cf. H Ev 1,6,6: PL 76,
1097s); una palabra que nosotros, como sacerdotes, hemos de tener presente
íntimamente cada día.
Queridos amigos, quizás me he entretenido demasiado con la memoria íntima sobre
los sesenta años de mi ministerio sacerdotal. Es hora de pensar en lo que es
propio de este momento.
En la solemnidad de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, dirijo ante todo mi más
cordial saludo al Patriarca Ecuménico Bartolomé I y a la Delegación que ha
enviado, y a la que agradezco vivamente su grata visita en la gozosa ocasión de
los Santos Apóstoles Patronos de Roma. Saludo cordialmente también a los Señores
Cardenales, a los Hermanos en el Episcopado, a los Señores Embajadores y a las
Autoridades civiles, así como a los sacerdotes, a mis compañeros de Primera
Misa, a los religiosos y fieles laicos. Agradezco a todos su presencia y su
oración.
A los Arzobispos Metropolitanos nombrados desde la última Fiesta de los grandes
Apóstoles, les será impuesto ahora el palio. ¿Qué significa? Nos puede recordar
ante todo el suave yugo de Cristo que se nos pone sobre los hombros (cf. Mt
11,29s). El yugo de Cristo es idéntico a su amistad. Es un yugo de amistad y,
por tanto, un «yugo suave», pero precisamente por eso es también un yugo que
exige y que plasma. Es el yugo de su voluntad, que es una voluntad de verdad y
amor. Así, es también para nosotros sobre todo el yugo de introducir a otros en
la amistad con Cristo y de estar a disposición de los demás, de cuidar de ellos
como Pastores. Con esto hemos llegado a un nuevo significado del palio: está
tejido con la lana de corderos que son bendecidos en la fiesta de santa Inés.
Nos recuerda de este modo al Pastor que se ha convertido Él mismo en cordero por
amor nuestro. Nos recuerda a Cristo que se ha encaminado por las montañas y los
desiertos en los que su cordero, la humanidad, se había extraviado. Nos recuerda
a Él, que ha tomado el cordero, la humanidad –a mí– sobre sus hombros, para
llevarme de nuevo a casa. De este modo, nos recuerda que, como Pastores a su
servicio, también nosotros hemos de llevar a los otros, cargándolos, por así
decir, sobre nuestros hombros y llevarlos a Cristo. Nos recuerda que podemos ser
Pastores de su rebaño, que sigue siendo siempre suyo, y no se convierte en el
nuestro. Por fin, el palio significa muy concretamente también la comunión de
los Pastores de la Iglesia con Pedro y con sus sucesores; significa que tenemos
que ser Pastores para la unidad y en la unidad, y que sólo en la unidad de la
cual Pedro es símbolo, guiamos realmente hacia Cristo.
Sesenta años de ministerio sacerdotal. Queridos amigos, tal vez me he extendido
demasiado en los detalles. Pero en esta hora me he sentido impulsado a mirar a
lo que ha caracterizado estas décadas. Me he sentido impulsado a deciros –a
todos los sacerdotes y Obispos, así como también a los fieles de la Iglesia–
una palabra de esperanza y ánimo; una palabra, madurada en la experiencia, sobre
el hecho de que el Señor es bueno. Pero, sobre todo, éste es un momento de
gratitud: gratitud al Señor por la amistad que me ha ofrecido y que quiere
ofrecer a todos nosotros. Gratitud a las personas que me han formado y
acompañado. Y en todo ello se esconde la petición de que un día el Señor, en su
bondad, nos acoja y nos haga contemplar su alegría. Amén.
La que nos trae a
Cristo: ¡cuán pronto se apresuró a ir a través de la montaña una vez que había
pronunciado su fíat y que se había hecho realidad el gran misterio! Et Verbum
caro Factum est (Jn 1,14) ( y el verbo se hizo carne). Quería llevar a Cristo. ¿A
quien quería llevarlo? A su prima Isabel y a Zacarías. Servidora de Cristo;
ella misma se caracterizó de esa manera.
En la Anunciación, Dios
aguarda la aceptación de la
Virgen como expresión de la voluntad de aceptación de toda la
humanidad”. Y a partir de entonces, María queda unida inseparablemente a Cristo
para siempre. Rica en fruto precioso, ella lleva, como verdadera Theophora
(portadora de Dios),al Salvador del mundo a través de las montañas de Judea
hacia su pariente Isabel. Al entrar, llega con ella la bendición de Cristo: la
mujer, que llevó por tan largo tiempo el oprobio de Eva, queda llena de
Espíritu Santo. El hijo que lleva en su seno recibe participación en la
salvación, y el varón, que desde la rebelión de Adán parece haber perdido el
habla ante Dios, recupera su voz, comienza a orar y es nuevamente un profeta de
Dios.
Padre José
Kentenich
Evangelio según San Lucas 1,57-66.80. Cuando
llegó el tiempo en que Isabel debía ser madre, dio a luz un hijo.
Al enterarse sus vecinos y parientes de la gran misericordia con que Dios la
había tratado, se alegraban con ella.
A los ocho días, se reunieron para circuncidar al niño, y querían llamarlo
Zacarías, como su padre;
pero la madre dijo: "No, debe llamarse Juan".
Ellos le decían: "No hay nadie en tu familia que lleve ese nombre".
Entonces preguntaron por señas al padre qué nombre quería que le pusieran.
Este pidió una pizarra y escribió: "Su nombre es Juan". Todos
quedaron admirados.
Y en ese mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios.
Este acontecimiento produjo una gran impresión entre la gente de los
alrededores, y se lo comentaba en toda la región montañosa de Judea.
Todos los que se enteraron guardaban este recuerdo en su corazón y se decían:
"¿Qué llegará a ser este niño?". Porque la mano del Señor estaba con
él.
El niño iba creciendo y se fortalecía en su espíritu; y vivió en lugares
desiertos hasta el día en que se manifestó a Israel.
Presentaciòn de las ofrendas
Oración sobre las ofrendas
Te ofrecemos estos dones, Señor, para celebrar
dignamente el nacimiento de san Juan Bautista, que anunció la venida y señaló
la presencia del Salvador del mundo. Que vive y reina por los siglos de los
siglos.
Tua,
Dómine, munéribus altária cumulámus, illíus nativitátem honóre débito
celebrántes, qui Salvatórem mundi et cécinit affutúrum, et adésse monstrávit.
Qui vivit et regnat in sæcula sæculórum.
PLEGARIA EUCARÍSTICA
Epiclesis
Doxología
Cordero de Dios, que
quitas el pecado del mundo,
ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que
quitas el pecado del mundo,
ten piedad de nosotros.
Cordero de Dios, que
quitas el pecado del mundo,
danos la paz.
Agnus Dei, qui tollis peccata
mundi: miserere nobis.
Agnus Dei, qui tollis peccata
mundi: miserere nobis.
Agnus Dei, qui tollis peccata
mundi: dona nobis pacem
Agnello
di Dio, che togli i peccati del mondo, abbi pietà di
noi.
Agnello
di Dio, che togli i peccati del mondo, abbi pietà di
noi.
Agnello
di Dio, che togli i peccati del mondo, dona a noi la pace.
Oración despues de la comuníon
Renovados por el banquete del Cordero celestial, te
pedimos, Padre, que tu Iglesia reconozca al autor de la salvación en aquél que
fue anunciado por San Juan Bautista, cuyo nacimiento celebramos gozosos. Que
vive y reina por los siglos de los siglos.
Cæléstis
Agni convívio refécti, quæsumus, Dómine, ut Ecclésia tua, sumens de beáti
Ioánnis Baptístæ generatióne lætítiam, quem ille prænuntiávit ventúrum, suæ
regeneratiónis cognóscat auctórem. Qui vivit et regnat in sæcula sæculórum.
Hacer de la Misa el centro de mi vida. Prepararme a ella con mi vida
interior, mis sacrificios, que serán hostia de ofrecimiento;
continuarla durante el día dejándome partir y dándome... en unión con
Cristo.
¡Mi Misa es mi vida, y mi vida es una Misa prolongada!].
Después de la comunión, quedar fieles a la gran transformación
que se ha apoderado de nosotros. Vivir nuestro día como Cristo, ser
Cristo para nosotros y para los demás:
¡Eso es comulgar!
San Alberto Hurtado
Año de la Corriente del
Santuario
El objetivo del Año de la Corriente del Santuario es afianzar esta red
de Santuarios centrados en el Santuario Original, del que fluyen y al
que regresan todas las gracias. Todo se ha originado en Schoenstatt y
nuestro peregrinar finalmente nos lleva de vuelta ahí. El nuevo
entusiasmo que nos embarga por la importancia del Santuario Original en
nuestros tiempos, como un lugar de gracias y la presencia de lo santo
entre nosotros, como un lugar donde Dios y las naciones se encuentran, y
como un lugar de fervor misionero, le da al Año de la Corriente del
Santuario un significado más profundo.
“En el Santuario estamos congregados, allí nuestros
corazones arden en amor por la Madre tres Veces Admirable, que por
nosotros quiere construir su Reino”, rezó el Padre Kentenich, no 700 m. bajo tierra sino en el campo de concentración de Dachau. Nos hace muy bien estar todos juntos
en el Santuario: todas las edades, todas las naciones, todas las
comunidades, todos los proyectos, todas las formas que viven una única
Alianza de amor: así comenzó Schoenstatt, presencia y fuerza plasmadora
que se desarrollaron en el inicio, el 18 de octubre, como Santuario vivo;
en (cada) Dachau y en el camino al jubileo de la Alianza de Amor,
nuestra misión. Pues el mundo, los hombres, que esperan lo que el Padre
Kentenich ha dado, deben encontrar y experimentar en Schoenstatt – en
cada uno y en el Schoenstatt internacional – el Santuario vivo. Y deben
poder decir: Estamos bien en el Santuario, todos juntos...
Al final del año de la corriente del Santuario, Schoenstatt y el
mundo, el mundo concreto que cada uno forma, debe estar más transformado
en un Santuario...