La Epifanía (por etimología,
del griego: επιφάνεια que significa: "manifestación")
7. Allí donde las solemnidades de
Epifanía, de la Ascensión y del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo no son de
precepto, se celebrarán en un domingo como en día propio, de este modo:
a) La Epifanía, el domingo que cae
entre el 2 y el 8 de enero.
b) La Ascensión, el VII domingo de
Pascua.
c) La solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, el domingo después
de la Santísima Trinidad.
(Normas año litúrgico)
La
Epifanía, pues, es la gran fiesta de la fe. Participan en esta fiesta tanto los
que ya han llegado a la fe, como los que se encuentran en camino para alcanzarnos.
Participan, dando gracias por el don de la fe, igual que los Reyes Magos,
rebosando gratitud, se arrodillaron ante el Niño. De esta fiesta participa la
Iglesia que cada año es más consciente de la amplitud de su misión. ¡A cuántos
hombres es necesario llevar la fe también hoy! A cuántos hombres es necesario
reconquistar para la fe que han perdido, y esto, a veces, es más difícil que la
conversión primera a la fe. Pero la Iglesia, consciente de aquel gran don, del
don de la Encarnación de Dios, no puede pararse jamás, no puede cansarse jamás.
Debe buscar continuamente el acceso a Belén para cada hombre y para cada época.
La Epifanía es la fiesta del desafío de Dios.
(HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II Basílica de San Pedro Sábado 6 de enero de 1979)
Todo el período de Navidad y de Epifanía se caracteriza por el tema de la luz, vinculado al hecho de que, en el hemisferio norte, después del solsticio de invierno, el día vuelve a alargarse con respecto a la noche. Pero, más allá de su posición geográfica, para todos los pueblos vale la palabra de Cristo: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12). Jesús es el sol que apareció en el horizonte de la humanidad para iluminar la existencia personal de cada uno de nosotros y para guiarnos a todos juntos hacia la meta de nuestra peregrinación, hacia la tierra de la libertad y de la paz, en donde viviremos para siempre en plena comunión con Dios y entre nosotros.
El anuncio de este misterio de
salvación fue confiado por Cristo a su Iglesia. Ese misterio —escribe san
Pablo— «ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y
profetas: que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y
partícipes de la misma promesa en Jesucristo, por el Evangelio» (Ef 3, 5-6). La invitación que el profeta
Isaías dirigía a la ciudad santa Jerusalén se puede aplicar a la Iglesia:
«¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece
sobre ti! Las tinieblas cubren la tierra; la oscuridad, los pueblos; pero sobre
ti amanecerá el Señor y su gloria se verá sobre ti» (Is 60, 1-2). Es así, como dice el
Profeta: el mundo, con todos sus recursos, no es capaz de dar a la humanidad la
luz para orientarla en su camino. Lo constatamos también en nuestros días: la
civilización occidental parece haber perdido la orientación, navega a vista.
Pero la Iglesia, gracias a la Palabra de Dios, ve a través de estas nieblas. No
posee soluciones técnicas, pero tiene la mirada dirigida a la meta, y ofrece la
luz del Evangelio a todos los hombres de buena voluntad, de cualquier nación y
cultura.
(Ángelus papa emérito Benedicto XVI en la Solemnidad de la Epifanía,2012)
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