Joseph Aloisius
Ratzinger
"No abandono la cruz, sino que permanezco de manera nueva junto al Señor Crucificado"
El 19 de abril de 2005 fue elegido como papa en el primer
cónclave del siglo XXI, tras la muerte de Juan Pablo II.
Benedicto XVI es el pontífice número 265 de la Iglesia
católica, obispo de Roma y séptimo Jefe del Estado Vaticano.
BENDICIÓN APOSTÓLICA "URBI ET ORBI"
PRIMERAS PALABRAS DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Balcón central
de la Basílica Vaticana
Martes 19 de abril de 2005
Martes 19 de abril de 2005
Queridos
hermanos y hermanas: después del gran Papa Juan Pablo II, los señores
cardenales me han elegido a mí, un simple y humilde trabajador de la viña del
Señor.
Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo me encomiendo a vuestras oraciones.
En la alegría del Señor resucitado, confiando en su ayuda continua, sigamos adelante. El Señor nos ayudará y María, su santísima Madre, estará a nuestro lado. ¡Gracias!
Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo me encomiendo a vuestras oraciones.
En la alegría del Señor resucitado, confiando en su ayuda continua, sigamos adelante. El Señor nos ayudará y María, su santísima Madre, estará a nuestro lado. ¡Gracias!
MISSA PRO ECCLESIA
PRIMER MENSAJE
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL FINAL DE LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
CON LOS CARDENALES ELECTORES EN LA CAPILLA SIXTINA
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL FINAL DE LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
CON LOS CARDENALES ELECTORES EN LA CAPILLA SIXTINA
Miércoles 20 de
abril de 2005
.
Venerados hermanos
cardenales; amadísimos hermanos y hermanas en Cristo;
todos vosotros, hombres y mujeres de buena voluntad:
1. ¡Gracia y paz en abundancia a todos vosotros! (cf. 1 P 1, 2). En mi espíritu conviven en estos momentos dos sentimientos opuestos. Por una parte, un sentimiento de incapacidad y de turbación humana por la responsabilidad con respecto a la Iglesia universal, como Sucesor del apóstol Pedro en esta Sede de Roma, que ayer me fue confiada. Por otra, siento viva en mí una profunda gratitud a Dios, que, como cantamos en la sagrada liturgia, no abandona nunca a su rebaño, sino que lo conduce a través de las vicisitudes de los tiempos, bajo la guía de los que él mismo ha escogido como vicarios de su Hijo y ha constituido pastores (cf. Prefacio de los Apóstoles, I).
Amadísimos hermanos, esta íntima gratitud por el don de la misericordia divina prevalece en mi corazón, a pesar de todo. Y lo considero como una gracia especial que me ha obtenido mi venerado predecesor Juan Pablo II. Me parece sentir su mano fuerte que estrecha la mía; me parece ver sus ojos sonrientes y escuchar sus palabras, dirigidas en este momento particularmente a mí: "¡No tengas miedo!".
La muerte del Santo Padre Juan Pablo II y los días sucesivos han sido para la Iglesia y para el mundo entero un tiempo extraordinario de gracia. El gran dolor por su fallecimiento y la sensación de vacío que ha dejado en todos se han mitigado gracias a la acción de Cristo resucitado, que se ha manifestado durante muchos días en la multitudinaria oleada de fe, de amor y de solidaridad espiritual que culminó en sus exequias solemnes.
Podemos decir que el funeral de Juan Pablo II fue una experiencia realmente extraordinaria, en la que, de alguna manera, se percibió el poder de Dios que, a través de su Iglesia, quiere formar con todos los pueblos una gran familia mediante la fuerza unificadora de la Verdad y del Amor (cf.Lumen gentium, 1). En la hora de la muerte, configurado con su Maestro y Señor, Juan Pablo II coronó su largo y fecundo pontificado, confirmando en la fe al pueblo cristiano, congregándolo en torno a sí y haciendo que toda la familia humana se sintiera más unida.
¿Cómo no sentirse apoyados por este testimonio? ¿Cómo no experimentar el impulso que brota de este acontecimiento de gracia?
2. Contra todas mis previsiones, la divina Providencia, a través del voto de los venerados padres cardenales, me ha llamado a suceder a este gran Papa. En estos momentos vuelvo a pensar en lo que sucedió en la región de Cesarea de Filipo hace dos mil años. Me parece escuchar las palabras de Pedro: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo", y la solemne afirmación del Señor: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. (...) A ti te daré las llaves del reino de los cielos" (Mt 16, 15-19).
¡Tú eres el Cristo! ¡Tú eres Pedro! Me parece revivir esa misma escena evangélica; yo, Sucesor de Pedro, repito con estremecimiento las estremecedoras palabras del pescador de Galilea y vuelvo a escuchar con íntima emoción la consoladora promesa del divino Maestro. Si es enorme el peso de la responsabilidad que cae sobre mis débiles hombros, sin duda es inmensa la fuerza divina con la que puedo contar: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16, 18). Al escogerme como Obispo de Roma, el Señor ha querido que sea su vicario, ha querido que sea la "piedra" en la que todos puedan apoyarse con seguridad. A él le pido que supla la pobreza de mis fuerzas, para que sea valiente y fiel pastor de su rebaño, siempre dócil a las inspiraciones de su Espíritu.
Me dispongo a iniciar este ministerio peculiar, el ministerio "petrino" al servicio de la Iglesia universal, abandonándome humildemente en las manos de la Providencia de Dios. Ante todo, renuevo a Cristo mi adhesión total y confiada: "In Te, Domine, speravi; non confundar in aeternum!".
A vosotros, venerados hermanos cardenales, con espíritu agradecido por la confianza que me habéis manifestado, os pido que me sostengáis con la oración y con la colaboración constante, activa y sabia. A todos los hermanos en el episcopado les pido también que me acompañen con la oración y con el consejo, para que pueda ser verdaderamente el "Siervo de los siervos de Dios".
Como Pedro y los demás Apóstoles constituyeron por voluntad del Señor un único Colegio apostólico, del mismo modo el Sucesor de Pedro y los obispos, sucesores de los Apóstoles, tienen que estar muy unidos entre sí, como reafirmó con fuerza el Concilio (cf. Lumen gentium, 22). Esta comunión colegial, aunque sean diversas las responsabilidades y las funciones del Romano Pontífice y de los obispos, está al servicio de la Iglesia y de la unidad en la fe de todos los creyentes, de la que depende en gran medida la eficacia de la acción evangelizadora en el mundo contemporáneo.
Por tanto, quiero proseguir por esta senda, por la que han avanzado mis venerados predecesores, preocupado únicamente de proclamar al mundo entero la presencia viva de Cristo.
3. Tengo ante mis ojos, en particular, el testimonio del Papa Juan Pablo II. Deja una Iglesia más valiente, más libre, más joven. Una Iglesia que, según su doctrina y su ejemplo, mira con serenidad al pasado y no tiene miedo al futuro. Con el gran jubileo ha entrado en el nuevo milenio, llevando en las manos el Evangelio, aplicado al mundo actual a través de la autorizada relectura del concilio Vaticano II. El Papa Juan Pablo II presentó con acierto ese concilio como "brújula" para orientarse en el vasto océano del tercer milenio (cf. Novo millennio ineunte, 57-58). También en su testamento espiritual anotó: "Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado" (17.III.2000).
Por eso, también yo, al disponerme para el servicio del Sucesor de Pedro, quiero reafirmar con fuerza mi decidida voluntad de proseguir en el compromiso de aplicación del concilio Vaticano II, a ejemplo de mis predecesores y en continuidad fiel con la tradición de dos mil años de la Iglesia. Este año se celebrará el cuadragésimo aniversario de la clausura de la asamblea conciliar (8 de diciembre de 1965). Los documentos conciliares no han perdido su actualidad con el paso de los años; al contrario, sus enseñanzas se revelan particularmente pertinentes ante las nuevas instancias de la Iglesia y de la actual sociedad globalizada.
4. Mi pontificado inicia, de manera particularmente significativa, mientras la Iglesia vive el Año especial dedicado a la Eucaristía. ¿Cómo no percibir en esta coincidencia providencial un elemento que debe caracterizar el ministerio al que he sido llamado? La Eucaristía, corazón de la vida cristiana y manantial de la misión evangelizadora de la Iglesia, no puede menos de constituir siempre el centro y la fuente del servicio petrino que me ha sido confiado.
La Eucaristía hace presente constantemente a Cristo resucitado, que se sigue entregando a nosotros, llamándonos a participar en la mesa de su Cuerpo y su Sangre. De la comunión plena con él brota cada uno de los elementos de la vida de la Iglesia, en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el compromiso de anuncio y de testimonio del Evangelio, y el ardor de la caridad hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños.
Por tanto, en este año se deberá celebrar de un modo singular la solemnidad del Corpus Christi. Además, en agosto, la Eucaristía será el centro de la Jornada mundial de la juventud en Colonia y, en octubre, de la Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos, cuyo tema será: "La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia". Pido a todos que en los próximos meses intensifiquen su amor y su devoción a Jesús Eucaristía y que expresen con valentía y claridad su fe en la presencia real del Señor, sobre todo con celebraciones solemnes y correctas.
Se lo pido de manera especial a los sacerdotes, en los que pienso en este momento con gran afecto. El sacerdocio ministerial nació en el Cenáculo, junto con la Eucaristía, como tantas veces subrayó mi venerado predecesor Juan Pablo II. "La existencia sacerdotal ha de tener, por un título especial, "forma eucarística"", escribió en su última Carta con ocasión del Jueves santo (n. 1). A este objetivo contribuye mucho, ante todo, la devota celebración diaria del sacrificio eucarístico, centro de la vida y de la misión de todo sacerdote.
5. Alimentados y sostenidos por la Eucaristía, los católicos no pueden menos de sentirse impulsados a la plena unidad que Cristo deseó tan ardientemente en el Cenáculo. El Sucesor de Pedro sabe que tiene que hacerse cargo de modo muy particular de este supremo deseo del divino Maestro, pues a él se le ha confiado la misión de confirmar a los hermanos (cf. Lc 22, 32).
Por tanto, con plena conciencia, al inicio de su ministerio en la Iglesia de Roma que Pedro regó con su sangre, su actual Sucesor asume como compromiso prioritario trabajar con el máximo empeño en el restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los discípulos de Cristo. Esta es su voluntad y este es su apremiante deber. Es consciente de que para ello no bastan las manifestaciones de buenos sentimientos. Hacen falta gestos concretos que penetren en los espíritus y sacudan las conciencias, impulsando a cada uno a la conversión interior, que es el fundamento de todo progreso en el camino del ecumenismo.
El diálogo teológico es muy necesario. También es indispensable investigar las causas históricas de algunas decisiones tomadas en el pasado. Pero lo más urgente es la "purificación de la memoria", tantas veces recordada por Juan Pablo II, la única que puede disponer los espíritus para acoger la verdad plena de Cristo. Ante él, juez supremo de todo ser vivo, debe ponerse cada uno, consciente de que un día deberá rendirle cuentas de lo que ha hecho u omitido por el gran bien de la unidad plena y visible de todos sus discípulos.
El actual Sucesor de Pedro se deja interpelar en primera persona por esa exigencia y está dispuesto a hacer todo lo posible para promover la causa prioritaria del ecumenismo. Siguiendo las huellas de sus predecesores, está plenamente decidido a impulsar toda iniciativa que pueda parecer oportuna para fomentar los contactos y el entendimiento con los representantes de las diferentes Iglesias y comunidades eclesiales. Más aún, a ellos les dirige, también en esta ocasión, el saludo más cordial en Cristo, único Señor de todos.
6. En este momento, vuelvo con la memoria a la inolvidable experiencia que hemos vivido todos con ocasión de la muerte y las exequias del llorado Juan Pablo II. En torno a sus restos mortales, depositados en la tierra desnuda, se reunieron jefes de naciones, personas de todas las clases sociales, y especialmente jóvenes, en un inolvidable abrazo de afecto y admiración. El mundo entero con confianza dirigió a él su mirada. A muchos les pareció que esa intensa participación, difundida hasta los confines del planeta por los medios de comunicación social, era como una petición común de ayuda dirigida al Papa por la humanidad actual, que, turbada por incertidumbres y temores, se plantea interrogantes sobre su futuro.
La Iglesia de hoy debe reavivar en sí misma la conciencia de su deber de volver a proponer al mundo la voz de Aquel que dijo: "Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8, 12). Al iniciar su ministerio, el nuevo Papa sabe que su misión es hacer que resplandezca ante los hombres y las mujeres de hoy la luz de Cristo: no su propia luz, sino la de Cristo.
Con esta conciencia me dirijo a todos, también a los seguidores de otras religiones o a los que simplemente buscan una respuesta al interrogante fundamental de la existencia humana y todavía no la han encontrado. Me dirijo a todos con sencillez y afecto, para asegurarles que la Iglesia quiere seguir manteniendo con ellos un diálogo abierto y sincero, en busca del verdadero bien del hombre y de la sociedad.
Pido a Dios la unidad y la paz para la familia humana y reafirmo la disponibilidad de todos los católicos a colaborar en el auténtico desarrollo social, respetuoso de la dignidad de todo ser humano.
No escatimaré esfuerzos ni empeño para proseguir el prometedor diálogo entablado por mis venerados predecesores con las diferentes culturas, para que de la comprensión recíproca nazcan las condiciones de un futuro mejor para todos.
Pienso de modo especial en los jóvenes. A ellos, que fueron los interlocutores privilegiados del Papa Juan Pablo II, va mi afectuoso abrazo, a la espera de encontrarme con ellos, si Dios quiere, en Colonia, con ocasión de la próxima Jornada mundial de la juventud. Queridos jóvenes, que sois el futuro y la esperanza de la Iglesia y de la humanidad, seguiré dialogando con vosotros, escuchando vuestras expectativas para ayudaros a conocer cada vez con mayor profundidad a Cristo vivo, que es eternamente joven.
7. Mane nobiscum, Domine! ¡Quédate con nosotros, Señor! Esta invocación, que constituye el tema principal de la carta apostólica de Juan Pablo II para el Año de la Eucaristía, es la oración que brota de modo espontáneo de mi corazón, mientras me dispongo a iniciar el ministerio al que me ha llamado Cristo. Como Pedro, también yo le renuevo mi promesa de fidelidad incondicional. Sólo a él quiero servir dedicándome totalmente al servicio de su Iglesia.
Para poder cumplir esta promesa, invoco la materna intercesión de María santísima, en cuyas manos pongo el presente y el futuro de mi persona y de la Iglesia. Que intercedan también con su oración los santos apóstoles Pedro y Pablo y todos los santos.
Con estos sentimientos, os imparto mi afectuosa bendición a vosotros, venerados hermanos cardenales, a cada uno de los que participan en este rito y a cuantos lo siguen mediante la televisión y la radio.
todos vosotros, hombres y mujeres de buena voluntad:
1. ¡Gracia y paz en abundancia a todos vosotros! (cf. 1 P 1, 2). En mi espíritu conviven en estos momentos dos sentimientos opuestos. Por una parte, un sentimiento de incapacidad y de turbación humana por la responsabilidad con respecto a la Iglesia universal, como Sucesor del apóstol Pedro en esta Sede de Roma, que ayer me fue confiada. Por otra, siento viva en mí una profunda gratitud a Dios, que, como cantamos en la sagrada liturgia, no abandona nunca a su rebaño, sino que lo conduce a través de las vicisitudes de los tiempos, bajo la guía de los que él mismo ha escogido como vicarios de su Hijo y ha constituido pastores (cf. Prefacio de los Apóstoles, I).
Amadísimos hermanos, esta íntima gratitud por el don de la misericordia divina prevalece en mi corazón, a pesar de todo. Y lo considero como una gracia especial que me ha obtenido mi venerado predecesor Juan Pablo II. Me parece sentir su mano fuerte que estrecha la mía; me parece ver sus ojos sonrientes y escuchar sus palabras, dirigidas en este momento particularmente a mí: "¡No tengas miedo!".
La muerte del Santo Padre Juan Pablo II y los días sucesivos han sido para la Iglesia y para el mundo entero un tiempo extraordinario de gracia. El gran dolor por su fallecimiento y la sensación de vacío que ha dejado en todos se han mitigado gracias a la acción de Cristo resucitado, que se ha manifestado durante muchos días en la multitudinaria oleada de fe, de amor y de solidaridad espiritual que culminó en sus exequias solemnes.
Podemos decir que el funeral de Juan Pablo II fue una experiencia realmente extraordinaria, en la que, de alguna manera, se percibió el poder de Dios que, a través de su Iglesia, quiere formar con todos los pueblos una gran familia mediante la fuerza unificadora de la Verdad y del Amor (cf.Lumen gentium, 1). En la hora de la muerte, configurado con su Maestro y Señor, Juan Pablo II coronó su largo y fecundo pontificado, confirmando en la fe al pueblo cristiano, congregándolo en torno a sí y haciendo que toda la familia humana se sintiera más unida.
¿Cómo no sentirse apoyados por este testimonio? ¿Cómo no experimentar el impulso que brota de este acontecimiento de gracia?
2. Contra todas mis previsiones, la divina Providencia, a través del voto de los venerados padres cardenales, me ha llamado a suceder a este gran Papa. En estos momentos vuelvo a pensar en lo que sucedió en la región de Cesarea de Filipo hace dos mil años. Me parece escuchar las palabras de Pedro: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo", y la solemne afirmación del Señor: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. (...) A ti te daré las llaves del reino de los cielos" (Mt 16, 15-19).
¡Tú eres el Cristo! ¡Tú eres Pedro! Me parece revivir esa misma escena evangélica; yo, Sucesor de Pedro, repito con estremecimiento las estremecedoras palabras del pescador de Galilea y vuelvo a escuchar con íntima emoción la consoladora promesa del divino Maestro. Si es enorme el peso de la responsabilidad que cae sobre mis débiles hombros, sin duda es inmensa la fuerza divina con la que puedo contar: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16, 18). Al escogerme como Obispo de Roma, el Señor ha querido que sea su vicario, ha querido que sea la "piedra" en la que todos puedan apoyarse con seguridad. A él le pido que supla la pobreza de mis fuerzas, para que sea valiente y fiel pastor de su rebaño, siempre dócil a las inspiraciones de su Espíritu.
Me dispongo a iniciar este ministerio peculiar, el ministerio "petrino" al servicio de la Iglesia universal, abandonándome humildemente en las manos de la Providencia de Dios. Ante todo, renuevo a Cristo mi adhesión total y confiada: "In Te, Domine, speravi; non confundar in aeternum!".
A vosotros, venerados hermanos cardenales, con espíritu agradecido por la confianza que me habéis manifestado, os pido que me sostengáis con la oración y con la colaboración constante, activa y sabia. A todos los hermanos en el episcopado les pido también que me acompañen con la oración y con el consejo, para que pueda ser verdaderamente el "Siervo de los siervos de Dios".
Como Pedro y los demás Apóstoles constituyeron por voluntad del Señor un único Colegio apostólico, del mismo modo el Sucesor de Pedro y los obispos, sucesores de los Apóstoles, tienen que estar muy unidos entre sí, como reafirmó con fuerza el Concilio (cf. Lumen gentium, 22). Esta comunión colegial, aunque sean diversas las responsabilidades y las funciones del Romano Pontífice y de los obispos, está al servicio de la Iglesia y de la unidad en la fe de todos los creyentes, de la que depende en gran medida la eficacia de la acción evangelizadora en el mundo contemporáneo.
Por tanto, quiero proseguir por esta senda, por la que han avanzado mis venerados predecesores, preocupado únicamente de proclamar al mundo entero la presencia viva de Cristo.
3. Tengo ante mis ojos, en particular, el testimonio del Papa Juan Pablo II. Deja una Iglesia más valiente, más libre, más joven. Una Iglesia que, según su doctrina y su ejemplo, mira con serenidad al pasado y no tiene miedo al futuro. Con el gran jubileo ha entrado en el nuevo milenio, llevando en las manos el Evangelio, aplicado al mundo actual a través de la autorizada relectura del concilio Vaticano II. El Papa Juan Pablo II presentó con acierto ese concilio como "brújula" para orientarse en el vasto océano del tercer milenio (cf. Novo millennio ineunte, 57-58). También en su testamento espiritual anotó: "Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado" (17.III.2000).
Por eso, también yo, al disponerme para el servicio del Sucesor de Pedro, quiero reafirmar con fuerza mi decidida voluntad de proseguir en el compromiso de aplicación del concilio Vaticano II, a ejemplo de mis predecesores y en continuidad fiel con la tradición de dos mil años de la Iglesia. Este año se celebrará el cuadragésimo aniversario de la clausura de la asamblea conciliar (8 de diciembre de 1965). Los documentos conciliares no han perdido su actualidad con el paso de los años; al contrario, sus enseñanzas se revelan particularmente pertinentes ante las nuevas instancias de la Iglesia y de la actual sociedad globalizada.
4. Mi pontificado inicia, de manera particularmente significativa, mientras la Iglesia vive el Año especial dedicado a la Eucaristía. ¿Cómo no percibir en esta coincidencia providencial un elemento que debe caracterizar el ministerio al que he sido llamado? La Eucaristía, corazón de la vida cristiana y manantial de la misión evangelizadora de la Iglesia, no puede menos de constituir siempre el centro y la fuente del servicio petrino que me ha sido confiado.
La Eucaristía hace presente constantemente a Cristo resucitado, que se sigue entregando a nosotros, llamándonos a participar en la mesa de su Cuerpo y su Sangre. De la comunión plena con él brota cada uno de los elementos de la vida de la Iglesia, en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el compromiso de anuncio y de testimonio del Evangelio, y el ardor de la caridad hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños.
Por tanto, en este año se deberá celebrar de un modo singular la solemnidad del Corpus Christi. Además, en agosto, la Eucaristía será el centro de la Jornada mundial de la juventud en Colonia y, en octubre, de la Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos, cuyo tema será: "La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia". Pido a todos que en los próximos meses intensifiquen su amor y su devoción a Jesús Eucaristía y que expresen con valentía y claridad su fe en la presencia real del Señor, sobre todo con celebraciones solemnes y correctas.
Se lo pido de manera especial a los sacerdotes, en los que pienso en este momento con gran afecto. El sacerdocio ministerial nació en el Cenáculo, junto con la Eucaristía, como tantas veces subrayó mi venerado predecesor Juan Pablo II. "La existencia sacerdotal ha de tener, por un título especial, "forma eucarística"", escribió en su última Carta con ocasión del Jueves santo (n. 1). A este objetivo contribuye mucho, ante todo, la devota celebración diaria del sacrificio eucarístico, centro de la vida y de la misión de todo sacerdote.
5. Alimentados y sostenidos por la Eucaristía, los católicos no pueden menos de sentirse impulsados a la plena unidad que Cristo deseó tan ardientemente en el Cenáculo. El Sucesor de Pedro sabe que tiene que hacerse cargo de modo muy particular de este supremo deseo del divino Maestro, pues a él se le ha confiado la misión de confirmar a los hermanos (cf. Lc 22, 32).
Por tanto, con plena conciencia, al inicio de su ministerio en la Iglesia de Roma que Pedro regó con su sangre, su actual Sucesor asume como compromiso prioritario trabajar con el máximo empeño en el restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los discípulos de Cristo. Esta es su voluntad y este es su apremiante deber. Es consciente de que para ello no bastan las manifestaciones de buenos sentimientos. Hacen falta gestos concretos que penetren en los espíritus y sacudan las conciencias, impulsando a cada uno a la conversión interior, que es el fundamento de todo progreso en el camino del ecumenismo.
El diálogo teológico es muy necesario. También es indispensable investigar las causas históricas de algunas decisiones tomadas en el pasado. Pero lo más urgente es la "purificación de la memoria", tantas veces recordada por Juan Pablo II, la única que puede disponer los espíritus para acoger la verdad plena de Cristo. Ante él, juez supremo de todo ser vivo, debe ponerse cada uno, consciente de que un día deberá rendirle cuentas de lo que ha hecho u omitido por el gran bien de la unidad plena y visible de todos sus discípulos.
El actual Sucesor de Pedro se deja interpelar en primera persona por esa exigencia y está dispuesto a hacer todo lo posible para promover la causa prioritaria del ecumenismo. Siguiendo las huellas de sus predecesores, está plenamente decidido a impulsar toda iniciativa que pueda parecer oportuna para fomentar los contactos y el entendimiento con los representantes de las diferentes Iglesias y comunidades eclesiales. Más aún, a ellos les dirige, también en esta ocasión, el saludo más cordial en Cristo, único Señor de todos.
6. En este momento, vuelvo con la memoria a la inolvidable experiencia que hemos vivido todos con ocasión de la muerte y las exequias del llorado Juan Pablo II. En torno a sus restos mortales, depositados en la tierra desnuda, se reunieron jefes de naciones, personas de todas las clases sociales, y especialmente jóvenes, en un inolvidable abrazo de afecto y admiración. El mundo entero con confianza dirigió a él su mirada. A muchos les pareció que esa intensa participación, difundida hasta los confines del planeta por los medios de comunicación social, era como una petición común de ayuda dirigida al Papa por la humanidad actual, que, turbada por incertidumbres y temores, se plantea interrogantes sobre su futuro.
La Iglesia de hoy debe reavivar en sí misma la conciencia de su deber de volver a proponer al mundo la voz de Aquel que dijo: "Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8, 12). Al iniciar su ministerio, el nuevo Papa sabe que su misión es hacer que resplandezca ante los hombres y las mujeres de hoy la luz de Cristo: no su propia luz, sino la de Cristo.
Con esta conciencia me dirijo a todos, también a los seguidores de otras religiones o a los que simplemente buscan una respuesta al interrogante fundamental de la existencia humana y todavía no la han encontrado. Me dirijo a todos con sencillez y afecto, para asegurarles que la Iglesia quiere seguir manteniendo con ellos un diálogo abierto y sincero, en busca del verdadero bien del hombre y de la sociedad.
Pido a Dios la unidad y la paz para la familia humana y reafirmo la disponibilidad de todos los católicos a colaborar en el auténtico desarrollo social, respetuoso de la dignidad de todo ser humano.
No escatimaré esfuerzos ni empeño para proseguir el prometedor diálogo entablado por mis venerados predecesores con las diferentes culturas, para que de la comprensión recíproca nazcan las condiciones de un futuro mejor para todos.
Pienso de modo especial en los jóvenes. A ellos, que fueron los interlocutores privilegiados del Papa Juan Pablo II, va mi afectuoso abrazo, a la espera de encontrarme con ellos, si Dios quiere, en Colonia, con ocasión de la próxima Jornada mundial de la juventud. Queridos jóvenes, que sois el futuro y la esperanza de la Iglesia y de la humanidad, seguiré dialogando con vosotros, escuchando vuestras expectativas para ayudaros a conocer cada vez con mayor profundidad a Cristo vivo, que es eternamente joven.
7. Mane nobiscum, Domine! ¡Quédate con nosotros, Señor! Esta invocación, que constituye el tema principal de la carta apostólica de Juan Pablo II para el Año de la Eucaristía, es la oración que brota de modo espontáneo de mi corazón, mientras me dispongo a iniciar el ministerio al que me ha llamado Cristo. Como Pedro, también yo le renuevo mi promesa de fidelidad incondicional. Sólo a él quiero servir dedicándome totalmente al servicio de su Iglesia.
Para poder cumplir esta promesa, invoco la materna intercesión de María santísima, en cuyas manos pongo el presente y el futuro de mi persona y de la Iglesia. Que intercedan también con su oración los santos apóstoles Pedro y Pablo y todos los santos.
Con estos sentimientos, os imparto mi afectuosa bendición a vosotros, venerados hermanos cardenales, a cada uno de los que participan en este rito y a cuantos lo siguen mediante la televisión y la radio.
SU ÚLTIMO ÁNGELUS COMO PAPA
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro
Domingo 24 de febrero de 2013
Plaza de San Pedro
Domingo 24 de febrero de 2013
Queridos hermanos y hermanas:
¡Gracias por vuestro afecto!
Hoy, segundo domingo de Cuaresma,
tenemos un Evangelio especialmente bello, el de la Transfiguración del Señor.
El evangelista Lucas pone particularmente de relieve el hecho de que Jesús se
transfiguró mientras oraba: es una experiencia profunda de relación con el
Padre durante una especie de retiro espiritual que Jesús vive en un alto monte
en compañía de Pedro, Santiago y Juan, los tres discípulos siempre presentes en
los momentos de la manifestación divina del Maestro (Lc 5, 10; 8,
51; 9, 28). El Señor, que poco antes había preanunciado su muerte y
resurrección (9, 22), ofrece a los discípulos un anticipo de su gloria. Y
también en la Transfiguración, como en el bautismo, resuena la voz del Padre
celestial: «Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo» (9, 35). La presencia
luego de Moisés y Elías, que representan la Ley y los Profetas de la antigua
Alianza, es muy significativa: toda la historia de la Alianza está orientada a
Él, a Cristo, que realiza un nuevo «éxodo» (9, 31), no hacia la Tierra
prometida como en el tiempo de Moisés, sino hacia el Cielo. La intervención de
Pedro: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí!» (9, 33) representa el intento
imposible de detener tal experiencia mística. Comenta san Agustín: «[Pedro]...
en el monte... tenía a Cristo come alimento del alma. ¿Por qué tuvo que bajar
para volver a las fatigas y a los dolores, mientras allí arriba estaba lleno de
sentimientos de santo amor hacia Dios, que le inspiraban por ello a una santa
conducta?» (Discurso 78, 3: pl 38, 491).
Meditando este pasaje del Evangelio,
podemos obtener una enseñanza muy importante. Ante todo, el primado de la
oración, sin la cual todo el compromiso del apostolado y de la caridad se
reduce a activismo. En Cuaresma aprendemos a dar el tiempo justo a la oración, personal
y comunitaria, que ofrece aliento a nuestra vida espiritual. Además, la oración
no es aislarse del mundo y de sus contradicciones, como habría querido hacer
Pedro en el Tabor, sino que la oración reconduce al camino, a la acción. «La
existencia cristiana —escribí en el Mensaje para
esta Cuaresma— consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios
para después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que de ahí se
derivan, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de
Dios» (n. 3).
Queridos hermanos y hermanas, esta
Palabra de Dios la siento dirigida a mí, de modo particular, en este momento de
mi vida. ¡Gracias! El Señor me llama a «subir al monte», a dedicarme aún más a
la oración y a la meditación. Pero esto no significa abandonar a la Iglesia, es
más, si Dios me pide esto es precisamente para que yo pueda seguir sirviéndola
con la misma entrega y el mismo amor con el cual he tratado de hacerlo hasta
ahora, pero de una forma más acorde a mi edad y a mis fuerzas. Invoquemos la
intercesión de la Virgen María: que ella nos ayude a todos a seguir siempre al
Señor Jesús, en la oración y en la caridad activa.
ÚLTIMA AUDIENCIA 27/02/2013
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 27 de febrero de 2013
Miércoles 27 de febrero de 2013
distinguidas autoridades,
queridos hermanos y hermanas:
Os doy las gracias por haber venido, y tan numerosos, a ésta que es mi última audiencia general.
Gracias de corazón. Estoy verdaderamente conmovido y veo que la Iglesia está viva. Y pienso que debemos también dar gracias al Creador por el buen tiempo que nos regala ahora, todavía en invierno.
Como el apóstol Pablo en el texto bíblico que hemos escuchado, también yo siento en mi corazón que debo dar gracias sobre todo a Dios, que guía y hace crecer a la Iglesia, que siembra su Palabra y alimenta así la fe en su Pueblo. En este momento, mi alma se ensancha y abraza a toda la Iglesia esparcida por el mundo; y doy gracias a Dios por las “noticias” que en estos años de ministerio petrino he recibido sobre la fe en el Señor Jesucristo, y sobre la caridad que circula realmente en el Cuerpo de la Iglesia, y que lo hace vivir en el amor, y sobre la esperanza que nos abre y nos orienta hacia la vida en plenitud, hacia la patria celestial.
Siento que llevo a todos en la oración, en un presente que es el de Dios, donde recojo cada encuentro, cada viaje, cada visita pastoral. Recojo todo y a todos en la oración para encomendarlos al Señor, para que tengamos pleno conocimiento de su voluntad, con toda sabiduría e inteligencia espiritual, y para que podamos comportarnos de manera digna de Él, de su amor, fructificando en toda obra buena (cf. Col 1, 9-10).
En este momento, tengo una gran confianza, porque sé, sabemos todos, que la Palabra de verdad del Evangelio es la fuerza de la Iglesia, es su vida. El Evangelio purifica y renueva, da fruto, dondequiera que la comunidad de los creyentes lo escucha y acoge la gracia de Dios en la verdad y en la caridad. Ésta es mi confianza, ésta es mi alegría.
Cuando el 19 de abril de hace casi ocho años acepté asumir el ministerio petrino, tuve esta firme certeza que siempre me ha acompañado: la certeza de la vida de la Iglesia por la Palabra de Dios. En aquel momento, como ya he expresado varias veces, las palabras que resonaron en mi corazón fueron: Señor, ¿por qué me pides esto y qué me pides? Es un peso grande el que pones en mis hombros, pero si Tú me lo pides, por tu palabra echaré las redes, seguro de que Tú me guiarás, también con todas mis debilidades. Y ocho años después puedo decir que el Señor realmente me ha guiado, ha estado cerca de mí, he podido percibir cotidianamente su presencia. Ha sido un trecho del camino de la Iglesia, que ha tenido momentos de alegría y de luz, pero también momentos no fáciles; me he sentido como San Pedro con los apóstoles en la barca en el lago de Galilea: el Señor nos ha dado muchos días de sol y de brisa suave, días en los que la pesca ha sido abundante; ha habido también momentos en los que las aguas se agitaban y el viento era contrario, como en toda la historia de la Iglesia, y el Señor parecía dormir. Pero siempre supe que en esa barca estaba el Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya. Y el Señor no deja que se hunda; es Él quien la conduce, ciertamente también a través de los hombres que ha elegido, pues así lo ha querido. Ésta ha sido y es una certeza que nada puede empañar. Y por eso hoy mi corazón está lleno de gratitud a Dios, porque jamás ha dejado que falte a toda la Iglesia y tampoco a mí su consuelo, su luz, su amor.
Estamos en el Año de la fe, que he proclamado para fortalecer precisamente nuestra fe en Dios en un contexto que parece rebajarlo cada vez más a un segundo plano. Desearía invitaros a todos a renovar la firme confianza en el Señor, a confiarnos como niños en los brazos de Dios, seguros de que esos brazos nos sostienen siempre y son los que nos permiten caminar cada día, también en la dificultad. Me gustaría que cada uno se sintiera amado por ese Dios que ha dado a su Hijo por nosotros y que nos ha mostrado su amor sin límites. Quisiera que cada uno de vosotros sintiera la alegría de ser cristiano. En una bella oración para recitar a diario por la mañana se dice: “Te adoro, Dios mío, y te amo con todo el corazón. Te doy gracias porque me has creado, hecho cristiano...”. Sí, alegrémonos por el don de la fe; es el bien más precioso, que nadie nos puede arrebatar. Por ello demos gracias al Señor cada día, con la oración y con una vida cristiana coherente. Dios nos ama, pero espera que también nosotros lo amemos.
Pero no es sólo a Dios a quien quiero dar las gracias en este momento. Un Papa no guía él solo la barca de Pedro, aunque sea ésta su principal responsabilidad. Yo nunca me he sentido solo al llevar la alegría y el peso del ministerio petrino; el Señor me ha puesto cerca a muchas personas que, con generosidad y amor a Dios y a la Iglesia, me han ayudado y han estado cerca de mí. Ante todo vosotros, queridos hermanos cardenales: vuestra sabiduría y vuestros consejos, vuestra amistad han sido valiosos para mí; mis colaboradores, empezando por mi Secretario de Estado que me ha acompañado fielmente en estos años; la Secretaría de Estado y toda la Curia Romana, así como todos aquellos que, en distintos ámbitos, prestan su servicio a la Santa Sede. Se trata de muchos rostros que no aparecen, permanecen en la sombra, pero precisamente en el silencio, en la entrega cotidiana, con espíritu de fe y humildad, han sido para mí un apoyo seguro y fiable. Un recuerdo especial a la Iglesia de Roma, mi diócesis. No puedo olvidar a los hermanos en el episcopado y en el presbiterado, a las personas consagradas y a todo el Pueblo de Dios: en las visitas pastorales, en los encuentros, en las audiencias, en los viajes, siempre he percibido gran interés y profundo afecto. Pero también yo os he querido a todos y cada uno, sin distinciones, con esa caridad pastoral que es el corazón de todo Pastor, sobre todo del Obispo de Roma, del Sucesor del Apóstol Pedro. Cada día he llevado a cada uno de vosotros en la oración, con el corazón de padre.
Desearía que mi saludo y mi agradecimiento llegara además a todos: el corazón de un Papa se extiende al mundo entero. Y querría expresar mi gratitud al Cuerpo diplomático ante la Santa Sede, que hace presente a la gran familia de las Naciones. Aquí pienso también en cuantos trabajan por una buena comunicación, y a quienes agradezco su importante servicio.
En este momento, desearía dar las gracias de todo corazón a las numerosas personas de todo el mundo que en las últimas semanas me han enviado signos conmovedores de delicadeza, amistad y oración. Sí, el Papa nunca está solo; ahora lo experimento una vez más de un modo tan grande que toca el corazón. El Papa pertenece a todos y muchísimas personas se sienten muy cerca de él. Es verdad que recibo cartas de los grandes del mundo –de los Jefes de Estado, de los líderes religiosos, de los representantes del mundo de la cultura, etcétera. Pero recibo también muchísimas cartas de personas humildes que me escriben con sencillez desde lo más profundo de su corazón y me hacen sentir su cariño, que nace de estar juntos con Cristo Jesús, en la Iglesia. Estas personas no me escriben como se escribe, por ejemplo, a un príncipe o a un personaje a quien no se conoce. Me escriben como hermanos y hermanas o como hijos e hijas, sintiendo un vínculo familiar muy afectuoso. Aquí se puede tocar con la mano qué es la Iglesia –no una organización, una asociación con fines religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunión de hermanos y hermanas en el Cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos. Experimentar la Iglesia de este modo, y poder casi llegar a tocar con la mano la fuerza de su verdad y de su amor, es motivo de alegría, en un tiempo en que tantos hablan de su declive. Pero vemos cómo la Iglesia hoy está viva.
En estos últimos meses, he notado que mis fuerzas han disminuido, y he pedido a Dios con insistencia, en la oración, que me iluminara con su luz para tomar la decisión más adecuada no para mi propio bien, sino para el bien de la Iglesia. He dado este paso con plena conciencia de su importancia y también de su novedad, pero con una profunda serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa también tener el valor de tomar decisiones difíciles, sufridas, teniendo siempre delante el bien de la Iglesia y no el de uno mismo.
Permitidme aquí volver de nuevo al 19 de abril de 2005. La seriedad de la decisión reside precisamente también en el hecho de que a partir de aquel momento me comprometía siempre y para siempre con el Señor. Siempre –quien asume el ministerio petrino ya no tiene ninguna privacidad. Pertenece siempre y totalmente a todos, a toda la Iglesia. Su vida, por así decirlo, viene despojada de la dimensión privada. He podido experimentar, y lo experimento precisamente ahora, que uno recibe la vida justamente cuando la da. Antes he dicho que muchas personas que aman al Señor aman también al Sucesor de San Pedro y le tienen un gran cariño; que el Papa tiene verdaderamente hermanos y hermanas, hijos e hijas en todo el mundo, y que se siente seguro en el abrazo de vuestra comunión; porque ya no se pertenece a sí mismo, pertenece a todos y todos le pertenecen.
El “siempre” es también un “para siempre” –ya no existe una vuelta a lo privado. Mi decisión de renunciar al ejercicio activo del ministerio no revoca esto. No vuelvo a la vida privada, a una vida de viajes, encuentros, recepciones, conferencias, etcétera.
No abandono la cruz, sino que permanezco de manera nueva junto al Señor Crucificado. Ya no tengo la potestad del oficio para el gobierno de la Iglesia, pero en el servicio de la oración permanezco, por así decirlo, en el recinto de San Pedro. San Benito, cuyo nombre llevo como Papa, me será de gran ejemplo en esto. Él nos mostró el camino hacia una vida que, activa o pasiva, pertenece totalmente a la obra de Dios.
Doy las gracias a todos y cada uno también por el respeto y la comprensión con la que habéis acogido esta decisión tan importante. Continuaré acompañando el camino de la Iglesia con la oración y la reflexión, con la entrega al Señor y a su Esposa, que he tratado de vivir hasta ahora cada día y quisiera vivir siempre. Os pido que me recordéis ante Dios, y sobre todo que recéis por los Cardenales, llamados a una tarea tan relevante, y por el nuevo Sucesor del Apóstol Pedro: que el Señor le acompañe con la luz y la fuerza de su Espíritu.
Invoquemos la intercesión maternal de la Virgen María, Madre de Dios y de la Iglesia, para que nos acompañe a cada uno de nosotros y a toda la comunidad eclesial; a Ella nos encomendamos, con profunda confianza.
Queridos amigos, Dios guía a su Iglesia, la sostiene siempre, también y sobre todo en los momentos difíciles. No perdamos nunca esta visión de fe, que es la única visión verdadera del camino de la Iglesia y del mundo. Que en nuestro corazón, en el corazón de cada uno de vosotros, esté siempre la gozosa certeza de que el Señor está a nuestro lado, no nos abandona, está cerca de nosotros y nos cubre con su amor. Gracias.
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