Tercer Domingo de Pascua, en la basílica papal de San Pablo Extramuros, Francisco celebró la eucaristía con motivo de la primera visita como papa a la basílica ostiense.
Queridos
Hermanos y Hermanas:
Me alegra celebrar la Eucaristía
con ustedes en esta Basílica. Saludo al Arcipreste, el Cardenal James Harvey, y
le agradezco las palabras que me ha dirigido; junto a él, saludo y doy las
gracias a las diversas instituciones que forman parte de esta Basílica, y a
todos vosotros. Estamos sobre la tumba de san Pablo, un humilde y gran Apóstol
del Señor, que lo ha anunciado con la palabra, ha dado testimonio de él con el
martirio y lo ha adorado con todo el corazón. Estos son precisamente los tres
verbos sobre los que quisiera reflexionar a la luz de la Palabra de Dios que
hemos escuchado: anunciar, dar testimonio, adorar.
En la Primera Lectura llama la
atención la fuerza de Pedro y los demás Apóstoles. Al mandato de permanecer en
silencio, de no seguir enseñando en el nombre de Jesús, de no anunciar más su
mensaje, ellos responden claramente: «Hay que obedecer a Dios antes que a los
hombres». Y no los detiene ni siquiera el ser azotados, ultrajados y encarcelados. Pedro y los
Apóstoles anuncian con audacia, con parresia, aquello que han recibido, el
Evangelio de Jesús. Y nosotros, ¿somos capaces de llevar la Palabra de Dios a
nuestros ambientes de vida? ¿Sabemos hablar de Cristo, de lo que representa
para nosotros, en familia, con los que forman parte de nuestra vida cotidiana?
La fe nace de la escucha, y se refuerza con el anuncio.
Pero demos un paso más: el
anuncio de Pedro y de los Apóstoles no consiste sólo en palabras, sino que la
fidelidad a Cristo entra en su vida, que queda transformada, recibe una nueva
dirección, y es precisamente con su vida con la que dan testimonio de la fe y
del anuncio de Cristo. En el Evangelio, Jesús pide a Pedro por tres veces que
apaciente su grey, y que la apaciente con su amor, y le anuncia: «Cuando seas
viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn 21,18). Esta es una
palabra dirigida a nosotros, los Pastores: no se puede apacentar el rebaño de
Dios si no se acepta ser llevados por la voluntad de Dios incluso donde no
queremos, si no hay disponibilidad para dar testimonio de Cristo con la entrega
de nosotros mismos, sin reservas, sin cálculos, a veces a costa incluso de
nuestra vida. Pero esto vale para todos: el Evangelio ha de ser anunciado y
testimoniado. Cada uno debería preguntarse: ¿Cómo doy yo testimonio de Cristo
con mi fe? ¿Tengo el valor de Pedro y los otros Apóstoles de pensar, decidir y
vivir como cristiano, obedeciendo a Dios? Es verdad que el testimonio de la fe
tiene muchas formas, como en un gran mural hay variedad de colores y de
matices; pero todos son importantes, incluso los que no destacan. En el gran
designio de Dios, cada detalle es importante, también el pequeño y humilde
testimonio tuyo y mío, también ese escondido de quien vive con sencillez su fe
en lo cotidiano de las relaciones de familia, de trabajo, de amistad. Hay
santos del cada día, los santos «ocultos», una especie de «clase media de la
santidad», como decía un escritor francés, esa «clase media de la santidad» de
la que todos podemos formar parte. Pero en diversas partes del mundo hay
también quien sufre, como Pedro y los Apóstoles, a causa del Evangelio; hay
quien entrega la propia vida por permanecer fiel a Cristo, con un testimonio
marcado con el precio de su sangre. Recordémoslo bien todos: no se puede
anunciar el Evangelio de Jesús sin el testimonio concreto de la vida. Quien nos
escucha y nos ve, debe poder leer en nuestros actos eso mismo que oye en
nuestros labios, y dar gloria a Dios. Me viene ahora a la memoria un consejo
que San Francisco de Asís daba a sus hermanos: predicad el Evangelio y, si
fuese necesario, también con las palabras. Predicar con la vida: el testimonio.
La incoherencia de los fieles y los Pastores entre lo que dicen y lo que hacen,
entre la palabra y el modo de vivir, mina la credibilidad de la Iglesia.
Pero todo esto solamente es
posible si reconocemos a Jesucristo, porque es él quien nos ha llamado, nos ha
invitado a recorrer su camino, nos ha elegido. Anunciar y dar testimonio es
posible únicamente si estamos junto a él, justamente como Pedro, Juan y los
otros discípulos estaban en torno a Jesús resucitado, como dice el pasaje del
Evangelio de hoy; hay una cercanía cotidiana con él, y ellos saben muy bien
quién es, lo conocen. El Evangelista subraya que «ninguno de los discípulos se
atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor» (Jn 21,12). Y esto es un
punto importante para nosotros: vivir una relación intensa con Jesús, una
intimidad de diálogo y de vida, de tal manera que lo reconozcamos como «el
Señor». ¡Adorarlo! El pasaje del Apocalipsis que hemos escuchado nos habla de
la adoración: miríadas de ángeles, todas las criaturas, los vivientes, los
ancianos, se postran en adoración ante el Trono de Dios y el Cordero inmolado,
que es Cristo, a quien se debe alabanza, honor y gloria (cf. Ap 5,11-14). Quisiera que
nos hiciéramos todos una pregunta: Tú, yo, ¿adoramos al Señor? ¿Acudimos a Dios
sólo para pedir, para agradecer, o nos dirigimos a él también para adorarlo?
Pero, entonces, ¿qué quiere decir adorar a Dios? Significa aprender a estar con
él, a pararse a dialogar con él, sintiendo que su presencia es la más
verdadera, la más buena, la más importante de todas. Cada uno de nosotros, en
la propia vida, de manera consciente y tal vez a veces sin darse cuenta, tiene
un orden muy preciso de las cosas consideradas más o menos importantes. Adorar
al Señor quiere decir darle a él el lugar que le corresponde; adorar al Señor
quiere decir afirmar, creer – pero no simplemente de palabra – que únicamente
él guía verdaderamente nuestra vida; adorar al Señor quiere decir que estamos
convencidos ante él de que es el único Dios, el Dios de nuestra vida, el Dios
de nuestra historia.
Esto tiene una consecuencia en
nuestra vida: despojarnos de tantos ídolos, pequeños o grandes, que tenemos, y
en los cuales nos refugiamos, en los cuales buscamos y tantas veces ponemos
nuestra seguridad. Son ídolos que a menudo mantenemos bien escondidos; pueden
ser la ambición, el “carrerismo”, el gusto del éxito, el poner en el centro a
uno mismo, la tendencia a estar por encima de los otros, la pretensión de ser
los únicos amos de nuestra vida, algún pecado al que estamos apegados, y muchos
otros. Esta tarde quisiera que resonase una pregunta en el corazón de cada uno,
y que respondiéramos a ella con sinceridad: ¿He pensado en qué ídolo oculto
tengo en mi vida que me impide adorar al Señor? Adorar es despojarse de
nuestros ídolos, también de esos más recónditos, y escoger al Señor como
centro, como vía maestra de nuestra vida.
Queridos hermanos y hermanas, el
Señor nos llama cada día a seguirlo con valentía y fidelidad; nos ha concedido
el gran don de elegirnos como discípulos suyos; nos invita a proclamarlo con
gozo como el Resucitado, pero nos pide que lo hagamos con la palabra y el
testimonio de nuestra vida en lo cotidiano. El Señor es el único, el único Dios
de nuestra vida, y nos invita a despojarnos de tantos ídolos y a adorarle sólo
a él. Anunciar, dar testimonio, adorar. Que la Santísima Virgen María y el
Apóstol Pablo nos ayuden en este camino, e intercedan por nosotros. Así sea.
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