Benedicto xvi a los sacerdotes en el año sacerdotal 2009 (Extracto)
¿Cómo no recordar con conmoción
que de este Corazón de Jesús, ha brotado directamente el don de nuestro
ministerio sacerdotal? ¿Cómo olvidar que los presbíteros hemos sido consagrados
para servir, humilde y autorizadamente, al sacerdocio común de los fieles?
Nuestra misión es indispensable para la Iglesia y para el mundo, que exige fidelidad
plena a Cristo y unión incesante con él, o sea, permanecer en su amor; esto
exige que busquemos constantemente la santidad, el permanecer en su amor, como
hizo san Juan María Vianney.
“El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”,
repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars .Esta conmovedora expresión nos da
pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los
sacerdotes, no sólo para la
Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente
a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los
gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con
sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo
no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su
caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de
tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran
en su vocación de “amigos de Cristo”, llamados personalmente, elegidos y
enviados por Él?
Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer
párroco con el que comencé mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un
ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir
cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También repaso los innumerables
hermanos que he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes
pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio
cotidiano de su ministerio sacerdotal.
El Cura de Ars era
muy humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su
gente: “Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más
grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más
preciosos de la misericordia divina”. Hablaba del
sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don
y de la tarea confiados a una criatura humana: “¡Oh, qué grande es el
sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras
y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña
hostia…”. Explicando a
sus fieles la importancia de los sacramentos decía: “Si desapareciese el
sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el
sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El
sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El
sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última
vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta
alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el
descanso y la paz? También el sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es
todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo”. Estas
afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer
exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el
sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la
responsabilidad: “Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre
la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor… Sin el sacerdote, la muerte y
la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra
de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si
no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los
tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen
Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin
sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo,
sino para vosotros”
El Santo Cura de Ars
enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su
ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer
una visita a Jesús Eucaristía.
“No hay necesidad de hablar mucho para orar bien”, les enseñaba el Cura de Ars.
“Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón,
alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración”.
Y les persuadía: “Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a
vivir de Él para poder vivir con Él…”.
“Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis”.
Dicha educación de los fieles en la presencia eucarística y en la comunión era
particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Los que
asistían decían que “no se podía encontrar una figura que expresase mejor la
adoración… Contemplaba la hostia con amor”.
Les decía: “Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de
hombres, mientras la Santa
Misa es obra de Dios”.
Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: “La causa de la
relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío,
¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!”.
Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida
como sacrificio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio
todas las mañanas!”
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