Mensaje de Navidad 2012 del Arzobispo de Santiago
Hermanos y hermanas que comparten
la fe en Jesucristo; amigos y amigas. Felices fiestas de Navidad. Para
todos, mi deseo de paz, esperanza y bendición, especialmente para los
niños, los ancianos, los enfermos, los privados de libertad y quienes
están solos o lejos de sus familias.
Es Navidad:
"El pueblo que caminaba en las tinieblas vio una gran luz; a los que habitaban tierra se sombra, una luz les brilló... Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: sobre sus hombros descansa el poder y su nombre es: "Consejero admirable, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz".
"No teman, les traigo una gran noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un salvado: el Mesías, el Señor".
Y aquí tienen la señal: encontrarán a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Para encontrarlo, el Ángel da una señal, un signo y la garantía de la comunicación divina: una señal que habla de humildad y sencillez: la austera pobreza en la que nace este niño. Jesús no nace entre los resplandores de un palacio real, rodeado de gloria y de poder. Nace pobre, desapercibido, sin gloria humana. Para el Mesías que viene a traer la paz, suma de todos los bienes, no hay lugar: "vino a los suyos y los suyos no lo recibieron". ¡Pobre humanidad!, enceguecida por tanta soberbia, no atina a abrir las puertas a quien es el autor de la vida.
En el corazón de la noche resuena la voz de los Ángeles: "Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que el Señor ama". En esa noche, mientras unos pastores duermen al raso y otros vigilan cuidando su rebaño, acontece algo misterioso: en sus vidas rutinarias, irrumpe la gloria del Señor que los envuelve en su luz.
Los pastores despiertan confundidos ante lo inesperado y sienten gran temor. Tienen miedo de lo desconocido, miedo a lo que escapa del control de sus manos, miedo a la luz que los envuelve, miedo a Dios que se les manifiesta. El miedo que sienten habla de una experiencia común: también para el hombre y la mujer de nuestra cultura desarrollada y autosuficiente.
También nosotros tenemos miedo cuando la luz de Dios nos invade y nos envuelve: miedo porque esa luz nos arranca de las tinieblas en las que cómodamente nos hemos instalado.
¡Cuánto nos hemos acostumbrado a nuestras oscuridades y tinieblas, convencidos que son claridad! ¡Cuánta tiniebla pretende presentarse como camino de liberación y de progreso, como posibilidad de imaginar la vida del mundo y de la humanidad sin referencia a la trascendencia y pretendiendo invadir la vida cotidiana de las personas y de la cultura, desarrollando una mentalidad en la cual Dios está, de hecho ausente, haciendo más ardua la afirmación de la existencia de la verdad.
Cuando así sucede, da miedo la luminosidad con la que Dios nos envuelve, porque su luz hiere los ojos del alma y pone al descubierto lo que las tinieblas ocultan. Hay tinieblas en el corazón, cuando se obra el mal y se busca ocultarlo; hay tinieblas cuando se miente, cuando se engaña al prójimo, cuando la vara castiga las espaldas de los pobres o cuando el látigo del opresor hiere las vidas de los últimos.
Nos envuelve la oscuridad cuando despreciamos al Señor; cuando decimos que Él no tiene nada que decirnos; cuando la soberbia y vanidad toman el control de la vida, o cuando se consiente al odio, la amargura, el resentimiento y el deseo de venganza; cuando el egoísmo lo disfrazamos de amor ignorando quienes somos, nuestra identidad, el proyecto de plenitud al cual hemos sido llamados.
Y, aunque en las tinieblas no se halla sino confusión, intranquilidad, angustia y soledad, ¡cuánto miedo a dejar que la luz del Señor nos envuelva, nos penetre e ilumine vida personal y social.
La claridad exige conocer, aceptar, enfrentar y cambiar todo lo que está mal. Por eso, la luz que viene del Señor revela la verdadera grandeza y dignidad de la persona y de los pueblos, a fin de alcanzar la "estura alta" a la que hemos sido llamados. Acoger la luz, significa descubrir la verdadera grandeza humana que exige despojarse de todos los harapos que parecen "vestiduras reales", liberarse de toda cadena o lazo que parecen la más exquisita de las libertades, para lanzarse a la gran aventura de conquistar aquello que estamos llamados a ser: hijos, hermanos, verdaderos y justos, solidarios y generosos.
"No teman", son las palabras que el ángel dirige a los pastores, y son las palabras que la Iglesia dirige también hoy a cada uno. "No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy les ha nacido el Salvador, que es el Mesías, el Señor".
No teman a la luz que trae este Niño. Déjense envolver por la claridad que brilló en la noche de Belén. Como los pastores vayan a Belén y encontrarán "a María y a José y al niño acostado en el pesebre". Como los reyes de oriente, sigan la estrella. Los llevará donde está el Niño, y al adorarlo, como ellos, se llenarán de una inmensa alegría.
Es Navidad:
"El pueblo que caminaba en las tinieblas vio una gran luz; a los que habitaban tierra se sombra, una luz les brilló... Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: sobre sus hombros descansa el poder y su nombre es: "Consejero admirable, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz".
"No teman, les traigo una gran noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un salvado: el Mesías, el Señor".
Y aquí tienen la señal: encontrarán a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Para encontrarlo, el Ángel da una señal, un signo y la garantía de la comunicación divina: una señal que habla de humildad y sencillez: la austera pobreza en la que nace este niño. Jesús no nace entre los resplandores de un palacio real, rodeado de gloria y de poder. Nace pobre, desapercibido, sin gloria humana. Para el Mesías que viene a traer la paz, suma de todos los bienes, no hay lugar: "vino a los suyos y los suyos no lo recibieron". ¡Pobre humanidad!, enceguecida por tanta soberbia, no atina a abrir las puertas a quien es el autor de la vida.
En el corazón de la noche resuena la voz de los Ángeles: "Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que el Señor ama". En esa noche, mientras unos pastores duermen al raso y otros vigilan cuidando su rebaño, acontece algo misterioso: en sus vidas rutinarias, irrumpe la gloria del Señor que los envuelve en su luz.
Los pastores despiertan confundidos ante lo inesperado y sienten gran temor. Tienen miedo de lo desconocido, miedo a lo que escapa del control de sus manos, miedo a la luz que los envuelve, miedo a Dios que se les manifiesta. El miedo que sienten habla de una experiencia común: también para el hombre y la mujer de nuestra cultura desarrollada y autosuficiente.
También nosotros tenemos miedo cuando la luz de Dios nos invade y nos envuelve: miedo porque esa luz nos arranca de las tinieblas en las que cómodamente nos hemos instalado.
¡Cuánto nos hemos acostumbrado a nuestras oscuridades y tinieblas, convencidos que son claridad! ¡Cuánta tiniebla pretende presentarse como camino de liberación y de progreso, como posibilidad de imaginar la vida del mundo y de la humanidad sin referencia a la trascendencia y pretendiendo invadir la vida cotidiana de las personas y de la cultura, desarrollando una mentalidad en la cual Dios está, de hecho ausente, haciendo más ardua la afirmación de la existencia de la verdad.
Cuando así sucede, da miedo la luminosidad con la que Dios nos envuelve, porque su luz hiere los ojos del alma y pone al descubierto lo que las tinieblas ocultan. Hay tinieblas en el corazón, cuando se obra el mal y se busca ocultarlo; hay tinieblas cuando se miente, cuando se engaña al prójimo, cuando la vara castiga las espaldas de los pobres o cuando el látigo del opresor hiere las vidas de los últimos.
Nos envuelve la oscuridad cuando despreciamos al Señor; cuando decimos que Él no tiene nada que decirnos; cuando la soberbia y vanidad toman el control de la vida, o cuando se consiente al odio, la amargura, el resentimiento y el deseo de venganza; cuando el egoísmo lo disfrazamos de amor ignorando quienes somos, nuestra identidad, el proyecto de plenitud al cual hemos sido llamados.
Y, aunque en las tinieblas no se halla sino confusión, intranquilidad, angustia y soledad, ¡cuánto miedo a dejar que la luz del Señor nos envuelva, nos penetre e ilumine vida personal y social.
La claridad exige conocer, aceptar, enfrentar y cambiar todo lo que está mal. Por eso, la luz que viene del Señor revela la verdadera grandeza y dignidad de la persona y de los pueblos, a fin de alcanzar la "estura alta" a la que hemos sido llamados. Acoger la luz, significa descubrir la verdadera grandeza humana que exige despojarse de todos los harapos que parecen "vestiduras reales", liberarse de toda cadena o lazo que parecen la más exquisita de las libertades, para lanzarse a la gran aventura de conquistar aquello que estamos llamados a ser: hijos, hermanos, verdaderos y justos, solidarios y generosos.
"No teman", son las palabras que el ángel dirige a los pastores, y son las palabras que la Iglesia dirige también hoy a cada uno. "No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy les ha nacido el Salvador, que es el Mesías, el Señor".
No teman a la luz que trae este Niño. Déjense envolver por la claridad que brilló en la noche de Belén. Como los pastores vayan a Belén y encontrarán "a María y a José y al niño acostado en el pesebre". Como los reyes de oriente, sigan la estrella. Los llevará donde está el Niño, y al adorarlo, como ellos, se llenarán de una inmensa alegría.
El Señor los bendiga. Feliz Navidad.
† Ricardo Ezzati A., sdb
Arzobispo de Santiago
FUENTE:
noticias.iglesia.cl
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