San Ambrosio, obispo y doctor de la Iglesia (MO). Viernes 07 de diciembre 2012
ANTÍFONA DE ENTRADA Cfr. Ecli 15, 5
El Señor lo colmó del espíritu de sabiduría
y de inteligencia, y lo revistió de su
gloria, para que anunciara su palabra en
medio de la Iglesia.
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA
GENERAL
Miércoles 24 de octubre de 2007
San Ambrosio
Queridos
hermanos y hermanas:
El santo
obispo Ambrosio, de quien os hablaré hoy, murió en Milán en la noche entre el
3 y el 4 de abril del año 397. Era el alba del Sábado santo. El día anterior,
hacia las cinco de la tarde, se había puesto a rezar, postrado en la cama,
con los brazos abiertos en forma de cruz. Así participaba en el solemne
Triduo pascual, en la muerte y en la resurrección del Señor. "Nosotros
veíamos que se movían sus labios", atestigua Paulino, el diácono fiel
que, impulsado por san Agustín, escribió su Vida, "pero no
escuchábamos su voz". En un momento determinado pareció que llegaba su
fin. Honorato, obispo de Vercelli, que se encontraba prestando asistencia a
san Ambrosio y dormía en el piso superior, se despertó al escuchar una voz
que le repetía: "Levántate pronto. Ambrosio está a punto de
morir". Honorato bajó de prisa —prosigue Paulino— "y le ofreció al
santo el Cuerpo del Señor. En cuanto lo tomó, Ambrosio entregó el espíritu,
llevándose consigo el santo viático. Así su alma, robustecida con la fuerza
de ese alimento, goza ahora de la compañía de los ángeles" (Vida
47).
En aquel
Viernes santo del año 397 los brazos abiertos de san Ambrosio moribundo
manifestaban su participación mística en la muerte y la resurrección del
Señor. Esa era su última catequesis: en el silencio de las palabras
seguía hablando con el testimonio de la vida.
San
Ambrosio no era anciano cuando murió. No tenía ni siquiera sesenta años, pues
nació en torno al año 340 en Tréveris, donde su padre era prefecto de las
Galias. La familia era cristiana. Cuando falleció su padre, su madre lo llevó
a Roma, siendo todavía un muchacho, y lo preparó para la carrera civil,
proporcionándole una sólida instrucción retórica y jurídica. Hacia el año 370
fue enviado a gobernar las provincias de Emilia y Liguria, con sede en Milán.
Precisamente allí se libraba con gran ardor la lucha entre ortodoxos y
arrianos, sobre todo después de la muerte del obispo arriano Ausencio. San
Ambrosio intervino para pacificar a las dos facciones enfrentadas, y actuó
con tal autoridad que, a pesar de ser solamente un catecúmeno, fue aclamado
por el pueblo obispo de Milán.
Hasta ese
momento, san Ambrosio era el más alto magistrado del Imperio en el norte de
Italia. Muy bien preparado culturalmente, pero desprovisto del conocimiento
de las Escrituras, el nuevo obispo se puso a estudiarlas con empeño. Aprendió
a conocer y a comentar la Biblia a través de las obras de Orígenes, el
indiscutible maestro de la "escuela de Alejandría". De este modo,
san Ambrosio introdujo en el ambiente latino la meditación de las Escrituras
iniciada por Orígenes, impulsando en Occidente la práctica de la lectio
divina. El método de la lectio llegó a guiar toda la predicación y
los escritos de san Ambrosio, que surgen precisamente de la escucha orante
de la palabra de Dios.
Un
célebre exordio de una catequesis ambrosiana muestra admirablemente la manera
como el santo obispo aplicaba el Antiguo Testamento a la vida
cristiana: "Cuando leíamos las historias de los Patriarcas y las
máximas de los Proverbios, tratábamos cada día de moral —dice el santo obispo
de Milán a sus catecúmenos y a los neófitos— para que vosotros, formados e
instruidos por ellos, os acostumbréis a entrar en la senda de los Padres y a
seguir el camino de la obediencia a los preceptos divinos" (Los
misterios 1, 1).
En otras
palabras, según el Obispo, los neófitos y los catecúmenos, después de
aprender el arte de vivir rectamente, ya podían considerarse preparados para
los grandes misterios de Cristo. De este modo, la predicación de san
Ambrosio, que representa el núcleo fundamental de su ingente obra literaria, parte
de la lectura de los Libros sagrados ("Los Patriarcas", es decir,
los Libros históricos; y "Los Proverbios", o sea, los Libros
sapienciales) para vivir de acuerdo con la Revelación divina.
Es
evidente que el testimonio personal del predicador y la ejemplaridad de la
comunidad cristiana condicionan la eficacia de la predicación. Desde este
punto de vista es significativo un pasaje de las Confesiones de san
Agustín, el cual había ido a Milán como profesor de retórica; era escéptico,
no cristiano. Estaba buscando, pero no era capaz de encontrar realmente la
verdad cristiana. Lo que movió el corazón del joven retórico africano,
escéptico y desesperado, y lo que lo impulsó definitivamente a la conversión,
no fueron las hermosas homilías de san Ambrosio (a pesar de que las apreciaba
mucho), sino más bien el testimonio del Obispo y de su Iglesia milanesa, que
oraba y cantaba, compacta como un solo cuerpo. Una Iglesia capaz de resistir
a la prepotencia del emperador y de su madre, que en los primeros días del año
386 habían vuelto a exigir la expropiación de un edificio de culto para las
ceremonias de los arrianos. En el edificio que debía ser expropiado, cuenta
san Agustín, "el pueblo devoto velaba, dispuesto a morir con su
obispo". Este testimonio de las Confesiones es admirable, pues
muestra que algo se estaba moviendo en lo más íntimo de san Agustín, el cual
prosigue: "Nosotros mismos, aunque insensibles a la calidez de
vuestro espíritu, compartíamos la emoción y la consternación de la
ciudad" (Confesiones 9, 7).
De la
vida y del ejemplo del obispo san Ambrosio, san Agustín aprendió a creer y a
predicar. Podemos referir un pasaje de un célebre sermón del Africano, que
mereció ser citado muchos siglos después en la constitución conciliar Dei Verbum: "Todos los clérigos
—dice la Dei Verbum en el número 25—, especialmente los sacerdotes,
diáconos y catequistas dedicados por oficio al ministerio de la palabra, han
de leer y estudiar asiduamente la Escritura para no volverse —aquí viene la
cita de san Agustín— "predicadores vacíos de la Palabra, que no la
escuchan en su interior"". Precisamente de san Ambrosio había aprendido
esta "escucha en su interior", esta asiduidad en la lectura de la
sagrada Escritura, con actitud de oración, para acoger realmente en el
corazón y asimilar la palabra de Dios.
Queridos
hermanos y hermanas, quisiera presentaros una especie de "icono
patrístico" que, interpretado a la luz de lo que hemos dicho, representa
eficazmente "el corazón" de la doctrina de san Ambrosio. En el
sexto libro de las Confesiones, san Agustín narra su encuentro con san
Ambrosio, ciertamente un encuentro de gran importancia en la historia de la
Iglesia. Escribe textualmente que, cuando visitaba al Obispo de Milán,
siempre lo veía rodeado de numerosas personas llenas de problemas, por
quienes se desvivía para atender sus necesidades. Siempre había una larga
fila que esperaba hablar con san Ambrosio para encontrar en él consuelo y
esperanza. Cuando san Ambrosio no estaba con ellos, con la gente (y esto
sucedía en pocos momentos de la jornada), era porque estaba alimentando el
cuerpo con la comida necesaria o el espíritu con las lecturas.
Aquí san
Agustín expresa su admiración porque san Ambrosio leía las escrituras con la
boca cerrada, sólo con los ojos (cf. Confesiones 6, 3). De hecho, en
los primeros siglos cristianos la lectura sólo se concebía con vistas a la
proclamación, y leer en voz alta facilitaba también la comprensión a quien
leía. El hecho de que san Ambrosio pudiera repasar las páginas sólo con los
ojos era para el admirado san Agustín una capacidad singular de lectura y de
familiaridad con las Escrituras. Pues bien, en esa lectura "a flor de
labios", en la que el corazón se esfuerza por alcanzar la comprensión de
la palabra de Dios —este es el "icono" del que hablamos—, se puede
entrever el método de la catequesis de san Ambrosio: la Escritura misma,
íntimamente asimilada, sugiere los contenidos que hay que anunciar para
llevar a los corazones a la conversión.
Así,
según el magisterio de san Ambrosio y san Agustín, la catequesis es
inseparable del testimonio de vida. Puede servir también para el catequista
lo que escribí en la Introducción al cristianismo con respecto al
teólogo. Quien educa en la fe no puede correr el riesgo de presentarse como
una especie de payaso, que recita un papel "por oficio". Más bien,
con una imagen de Orígenes, escritor particularmente apreciado por san
Ambrosio, debe ser como el discípulo amado, que apoyó la cabeza sobre el
corazón del Maestro, y allí aprendió su manera de pensar, de hablar, de
actuar. En definitiva, el verdadero discípulo es el que anuncia el Evangelio
de la manera más creíble y eficaz.
Al igual
que el apóstol san Juan, el obispo san Ambrosio —que nunca se cansaba de
repetir: "Omnia Christus est nobis", "Cristo lo
es todo para nosotros"— es un auténtico testigo del Señor. Con sus
mismas palabras, llenas de amor a Jesús, concluimos así nuestra
catequesis: "Cristo lo es todo para nosotros. Si quieres curar una
herida, él es el médico; si estás ardiendo de fiebre, él es la fuente; si
estás oprimido por la injusticia, él es la justicia; si tienes necesidad de
ayuda, él es la fuerza; si tienes miedo a la muerte, él es la vida; si deseas
el cielo, él es el camino; si estás en las tinieblas, él es la luz. (...)
Gustad y ved qué bueno es el Señor. Bienaventurado el hombre que espera en
él" (De virginitate 16, 99). También nosotros esperamos en
Cristo. Así seremos bienaventurados y viviremos en la paz.
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ESCRITOS DE SAN AMBROSIO
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San Ambrosio, Tratado sobre los misterios 43.47-49
Los recién bautizados, enriquecidos con tales distintivos, se dirigen al altar
de Cristo, diciendo: Me acercare al altar de Dios, al Dios que alegra mi
juventud. En efecto, despojados ya de todo resto de sus antiguos errores,
renovada su juventud como un águila, se apresuran a participar del convite
celestial. Llegan, pues, y, al ver preparado el sagrado altar, exclaman:
Preparas una mesa ante mi. A ellos se aplican aquellas palabras del salmista:
El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me
conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas. Y más adelante: Aunque
camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu
cayado me sosiegan. Preparas una mesa ante mi, enfrente de mis enemigos; me
unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa.
Es, ciertamente, admirable el hecho de que Dios hiciera llover el maná para los
padres y los alimentase cada día con aquel manjar celestial, del que dice el
salmo: El hombre comió pan de ángeles. Pero los que comieron aquel pan murieron
todos en el desierto; en cambio, el alimento que tú recibes, este pan vivo que
ha bajado del cielo, comunica el sostén de la vida eterna, y todo el que come
de él no morirá para siempre, porque es el cuerpo de Cristo.
Considera, pues, ahora qué es más excelente, si aquel pan de ángeles o la carne
de Cristo, que es el cuerpo de vida. Aquel maná caía del cielo, éste está por
encima del cielo; aquél era del cielo, éste del Señor de los cielos; aquél se
corrompía si se guardaba para el día siguiente, éste no sólo es ajeno a toda
corrupción, sino que comunica la incorrupción a todos los que lo comen con
reverencia. A ellos les manó agua de la roca, a ti sangre del mismo Cristo; a
ellos el agua los sació momentáneamente, a ti la sangre que mana de Cristo te
lava para siempre. Los judíos bebieron y volvieron a tener sed, pero tú, si
bebes, ya no puedes volver a sentir sed, porque aquello era la sombra, esto la
realidad.
Si te admira aquello que no era más que una sombra, mucho más debe admirarte la
realidad. Escucha cómo no era más que una sombra lo que acontecía con los
padres: Bebían –dice el Apóstol– de la roca que los seguía, y la roca era
Cristo; pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron
tendidos en el desierto. Estas cosas sucedieron en figura para nosotros. Los
dones que tú posees son mucho más excelentes, porque la luz es más que la
sombra, la realidad más que la figura, el cuerpo del Creador más que el maná del
cielo.
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Tratado de san
Ambrosio, obispo, sobre los
misterios.
Núms 52-54.58
Vemos que el poder de la gracia es mayor que
el de la naturaleza y, con todo, aún hacemos cálculos sobre los efectos de la
bendición proferida en nombre de Dios. Si la bendición de un hombre fue capaz
de cambiar el orden natural, ¿qué diremos de la misma consagración divina, en
la que actúan las palabras del Señor y Salvador en persona? Porque este
sacramento que recibes se realiza por la palabra de Cristo. Y, si la palabra de
Elías tuvo tanto poder que hizo bajar fuego del cielo, ¿no tendrá poder la
palabra de Cristo para cambiar la naturaleza de los elementos? Respecto a la
creación de todas las cosas, leemos que él lo dijo, y existieron, él lo
mandó, y surgieron. Por tanto, si la palabra de Cristo pudo hacer de
la nada lo que no existía, ¿no podrá cambiar en algo distinto lo que ya existe?
Mayor poder supone dar el ser a lo que no existe que dar un nuevo ser a lo que
ya existe.
Mas, ¿para qué usamos de argumentos? Atengámonos
a lo que aconteció en su propia persona, y los misterios de su encarnación nos
servirán de base para afirmar la verdad del misterio. Cuando el Señor Jesús
nació de María ¿por ventura lo hizo según el orden natural? El orden natural de
la generación consiste en la unión de la mujer con el varón. Es evidente, pues,
que la concepción virginal de Cristo fue algo por encima del orden natural. Y
lo que nosotros hacemos presente es aquel cuerpo nacido de una virgen. ¿Por qué
buscar el orden natural en e] cuerpo de Cristo, si el mismo Señor Jesús nació
de una virgen, fuera de las leyes naturales? Era real la carne de Cristo que
fue crucificada y sepultada; es, por tanto, real el sacramento de su carne.
El mismo Señor Jesús afirma: Esto es
mi cuerpo. Antes de las palabras de la bendición celestial, otra es la
realidad que se nombra; después de la consagración, es significado el cuerpo de
Cristo. Lo mismo podemos decir de su sangre. Antes de la consagración, otro es
el nombre que recibe; después de la consagración, es llamada sangre. Y tú
dices: «Amén», que equivale a decir: «Así es». Que nuestra mente reconozca como
verdadero lo que dice nuestra boca, que nuestro interior asienta a lo que
profesamos externamente.
Por esto, la Iglesia, contemplando la grandeza
del don divino, exhorta a sus hijos y miembros de su familia a que acudan a los
sacramentos, diciendo: Comed, mis familiares, bebed y embriagaos,
hermanos míos. Compañeros, comed y bebed, y embriagaos, mis amigos. Qué
es lo que hay que comer y beber, nos lo enseña en otro lugar el Espíritu Santo
por boca del salmista: Gustad y ved que bueno es el Señor, dichoso el
que se acoge a él. En este sacramento está Cristo, porque es el cuerpo
de Cristo. No es, por tanto, un alimento material, sino espiritual. Por ello,
dice el Apóstol, refiriéndose a lo que era figura del mismo, que nuestros
padres comieron el mismo alimento espiritual, y bebieron la misma bebida
espiritual. En efecto, el cuerpo de Dios es espiritual, el cuerpo de
Cristo es un cuerpo espiritual y divino, ya que Cristo es espíritu, tal como
leemos: El espíritu ante nuestra faz, Cristo, el Señor. Y en la
carta de Pedro leemos también: Cristo murió por vosotros.
Finalmente, este alimento fortalece nuestro corazón, y esta bebida alegra
el corazón del hombre, como recuerda el salmista.
ORACIÓN COLECTA
Dios nuestro, que hiciste del obispo
san Ambrosio un maestro de la
fe católica y un testigo admirable de
fortaleza apostólica; suscita en tu
Iglesia hombres según tu corazón,
que la guíen con firmeza y sabiduría.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que vive y reina contigo en la unidad
del Espíritu Santo, y es Dios, por los
siglos de los siglos
EVANGELIO Mt 9, 27-31
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Mateo.
Dos ciegos siguieron a Jesús, gritando: «Ten piedad de nosotros, Hijo de David».
Al llegar a la casa, los ciegos se le acercaron, y Él les preguntó: «¿Creen que Yo puedo hacer lo que me piden?» Ellos le
respondieron: «Sí, Señor». Jesús les tocó los ojos, diciendo: «Que suceda como ustedes han creído». Y se les abrieron
sus ojos. Entonces Jesús los conminó: «¡Cuidado! Que nadie lo sepa». Pero ellos, apenas salieron, difundieron su fama por toda aquella región.
Palabra del Señor.
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
pedimos, Señor, que el Espíritu Santo
infunda en nosotros aquella luz de la
fe que iluminó a san Ambrosio y lo
impulsó a la propagación de tu gloria.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Fortalecidos con esta eucaristía,
Padre, concédenos seguir de tal modo
las enseñanzas de san Ambrosio
que, corriendo resueltamente por tus
caminos, alcancemos la alegría del
banquete celestial. Por Jesucristo,
nuestro Señor.
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