CIUDAD
DEL VATICANO
Miércoles 12 diciembre 2012
Catequesis
semanal del papa por el Año de la Fe
Queridos hermanos y
hermanas: en la catequesis anterior he hablado de la revelación de Dios como la
comunicación que hace de sí mismo y de su plan benévolo. Esta revelación de
Dios se inserta en el tiempo y en la historia humana: la historia que se convierte
en "el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la
humanidad. Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil
de verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no
llegaríamos a comprendernos." (Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 12).
El evangelista Marcos –como hemos escuchado--, narra, de manera
clara y sintética, los momentos iniciales de la predicación de Jesús: "El
tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios está cerca" (Mc. 1,15). Lo que
ilumina y da sentido pleno a la historia del mundo y del hombre comienza a
brillar en la cueva de Belén; es el misterio que contemplaremos dentro de poco
tiempo en Navidad: la salvación que se realiza en Jesucristo. En Jesús de
Nazaret, Dios muestra su rostro y le pide al hombre la decisión de reconocerlo
y seguirlo. La revelación de Dios en la historia, para entrar en una relación
de diálogo de amor con el hombre, le da un nuevo significado a la entera
experiencia humana. La historia no es una simple sucesión de siglos, años, y de
días, sino es el tiempo de una presencia que da pleno sentido y la abre a una
esperanza sólida.
¿Dónde podemos leer las etapas de esta revelación de Dios? La
Sagrada Escritura es el lugar privilegiado para descubrir los acontecimientos
de este caminar, y quisiera -- una vez más--, invitar a todos, en este Año de
la fe, a asumir con mayor frecuencia la Biblia para leerla y meditar en ella, y
para prestarle más atención a la lectura en la misa dominical, todo lo cual es
un alimento valioso para nuestra fe.
Leyendo el Antiguo Testamento, vemos que la intervención de Dios
en la historia de la gente que ha elegido y con quien ha hecho un pacto, no son
hechos que se mueven y caen en el olvido, sino que se convierten en
"memoria", constituyen en conjunto la "historia de la
salvación", mantenida viva en la conciencia del pueblo de Israel, a través
de la celebración de los acontecimientos salvíficos. Así, en el Libro del
Éxodo, el Señor le dice a Moisés para celebrar el gran momento de la liberación
de la esclavitud de Egipto, la Pascua hebrea con estas palabras: "Este
será para ustedes un día memorable y deberán solemnizarlo con una fiesta en
honor del Señor. Lo celebrarán a lo largo de las generaciones como una
institución perpetua" (12,14). Para todo el pueblo de Israel, recordar lo
que Dios ha hecho se convierte en una especie de imperativo permanente debido a
que el paso del tiempo está marcado por la memoria viva de los acontecimientos
pasados, que así forman, día tras día, de nuevo la historia y permanecen
presentes.
En el libro del Deuteronomio,
Moisés habló al pueblo, diciendo: " Pero presta atención y ten cuidado,
para no olvidar las cosas que has visto con tus propios ojos, ni dejar que se
aparten de tu corazón un sólo instante. Enséñalas a tus hijos y a tus nietos.
"(4,9). Y así nos dice también a nosotros: "Cuida de no olvidar las
cosas que Dios ha hecho con nosotros”.
La fe es alimentada por el descubrimiento y el recuerdo del Dios
que es siempre fiel, que guía la historia y es el fundamento seguro y estable
sobre el cual apoyar la propia vida. También el canto del Magnificat, que la Virgen María eleva a Dios, es un
ejemplo claro de esta historia de la salvación, de esta historia que permite
que siga y esté presente la acción de Dios. María alaba el acto misericordioso
de Dios en el camino concreto de su pueblo, la fidelidad a las promesas de la
alianza hechas a Abraham y a su descendencia; y todo esto es memoria viva de la
presencia divina que nunca falla (cf. Lc 1,46-55).
Para Israel, el éxodo es el acontecimiento histórico central en el
que Dios revela su poderosa acción. Dios libera a los israelitas de la
esclavitud en Egipto, para que puedan regresar a la Tierra Prometida y adorarlo
como el único Dios verdadero. Israel no comienza a ser un pueblo como los otros
--para tener también él una independencia nacional--, sino para servir a Dios
en el culto y en la vida, para crear para Dios un lugar donde el hombre esté en
obediencia a Él, donde Dios esté presente y sea adorado en el mundo; y, por
supuesto, no solo para ellos, sino para dar testimonio en medio de los otros
pueblos.
Y la celebración de este acontecimiento es para hacerlo presente y
real, para que la obra de Dios no se vea afectada. Él cree en su plan de
liberación y continúa a seguirlo. A fin de que el hombre pueda reconocer y
servir a su Señor y responder con fe y amor a su acción.
Entonces Dios se revela no solo en el acto primordial de la
creación, sino entrando en nuestra historia, en la historia de un pequeño
pueblo que no era ni el más grande ni el más fuerte. Y esta revelación de Dios
que va adelante en la historia, culmina en Jesucristo: Dios, el Logos, la
Palabra creadora que está al origen del mundo, se encarnó en Jesús y mostró el
verdadero rostro de Dios. En Jesús se cumple toda promesa, en Él culmina la historia
de Dios con la humanidad. Cuando leemos la historia de los dos discípulos en el
camino a Emaús, narrado por san Lucas, vemos cómo brota claramente que la
persona de Cristo ilumina el Antiguo Testamento, toda la historia de la
salvación y muestra el gran diseño unitario de los dos Testamentos, muestra el
camino de su unidad.
De hecho, Jesús explica a los dos caminantes perdidos y
desilusionados el cumplimiento de cada promesa: "Y comenzando por Moisés y
continuando en todas las Escrituras lo que se refería a él." (24,27). El
evangelista narra la exclamación de los dos discípulos después de reconocer que
el compañero de viaje era el Señor: "¿No ardía acaso nuestro corazón,
mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?" (v.
32).
El Catecismo de la Iglesia Católica resume las etapas de la
Revelación divina mostrando sintéticamente el desarrollo (cf. nn 54-64.): Dios ha llamado al hombre
desde el principio a una comunión íntima con Él, e incluso cuando el hombre,
por su propia desobediencia, perdió su amistad, Dios no lo ha abandonado al
poder de la muerte, sino que ofreció muchas veces a los hombres su alianza (cf. Misal Romano, Plegaria Euc. IV).
El Catecismo sigue el camino de Dios con el hombre desde la
alianza con Noé después del diluvio, a la llamada de Abraham a dejar su tierra
para hacerlo padre de una multitud de naciones. Dios constituyó a Israel como
su pueblo, a través del acontecimiento del Éxodo, la alianza del Sinaí y el
don, por medio de Moisés, de la ley para ser reconocido y servido como el único
Dios vivo y verdadero. Con los profetas, Dios conduce a su pueblo en la
esperanza de la salvación.
Sabemos --a través de Isaías--, el "segundo Éxodo", el
retorno del exilio de Babilonia a la tierra, el restablecimiento del pueblo; al
mismo tiempo, sin embargo, muchos siguieron en la dispersión y así comienza la
universalidad de esta fe. Al final no esperan más a un solo rey, David, un hijo
de David, sino un "Hijo del hombre", la salvación de todos los
pueblos. Se dan encuentros entre las culturas, por primera vez en Babilonia y
Siria, y luego también con la multitud griega. Vemos así cómo el camino de Dios
es cada vez mayor, cada vez más abierto al misterio de Cristo, Rey del
universo. En Cristo se realiza finalmente la revelación en su plenitud, el plan
amoroso de Dios: Él mismo se convierte en uno de nosotros.
Hago una pausa para recordar la acción de Dios en la historia
humana, para mostrar las etapas de este gran proyecto de amor demostrado en el
Antiguo y Nuevo Testamento: un único plan de salvación dirigido a toda la
humanidad, progresivamente revelado y realizado por el poder de Dios, donde
Dios siempre reacciona a las respuestas del hombre y encuentra nuevos inicios
para la alianza cuando el hombre se pierde.
Esto es crucial en el camino de la fe. Estamos en el tiempo
litúrgico de Adviento, que nos prepara para la Navidad. Como todos sabemos, la
palabra "Adviento" significa "venida",
"presencia", y antiguamente significaba la llegada del rey o del
emperador a una provincia en particular. Para nosotros los cristianos, la
palabra significa una realidad maravillosa e inquietante: el mismo Dios ha
cruzado el cielo y se ha inclinado frente al hombre; ha forjado una alianza con
él, entrando en la historia de un pueblo; Él es el rey que bajó a esta
provincia pobre que es la tierra, y nos ha dado el don de su visita asumiendo
nuestra carne, convirtiéndose en uno como nosotros.
El Adviento nos invita a seguir el camino de esta presencia y nos
recuerda una y otra vez que Dios no ha salido del mundo, no está ausente, no
nos ha abandonado, sino que viene a nosotros de diferentes maneras, que debemos
aprender a discernir. Y también nosotros, con nuestra fe, nuestra esperanza y
nuestra caridad, estamos llamados todos los días a reconocer y dar testimonio
de esta presencia, en un mundo a menudo superficial y distraído, a hacer
brillar en nuestra vida la luz que iluminaba la cueva de Belén . Gracias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario