Ciudad del
Vaticano, 16 enero 2013 (VIS).-La historia de la salvación, es decir la
historia de Dios que se revela al hombre progresivamente ha sido el tema de la
catequesis del Santo Padre durante la audiencia general de los miércoles.
El Antiguo
Testamento narra esta obra y nos dice cómo Dios, después de la creación, a
pesar del pecado original vuelve a ofrecer al ser humano la posibilidad de su
amistad, “a través de la alianza con Abraham y el camino de un pequeño pueblo,
el de Israel, que no elige según los criterios del poder terrenal, sino
sencillamente por amor(...) Para esta obra se sirve de mediadores, como Moisés,
los profetas y los jueces, que transmiten al pueblo su voluntad, recuerdan la
necesidad de fidelidad a la alianza y mantienen viva la esperanza de la
realización plena y definitiva de las promesas divinas”.
La
revelación de Dios alcanza su plenitud en Jesús de Nazaret; en Él “Dios visita
a su pueblo y a la humanidad de una manera que va más allá de todas las
expectativas: envía a su Hijo unigénito; se hace hombre Dios mismo. Jesús
no nos dice algo acerca de Dios, no habla simplemente del Padre, (...) nos revela el rostro
de Dios”. En la frase de Jesús: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre”, se
encierra “la novedad del Nuevo Testamento: (....) Dios se puede ver, ha
manifestado su rostro, es visible en Jesucristo”.
Benedicto
XVI ha recordado la importancia de la búsqueda del rostro de Dios a lo largo
del Antiguo Testamento, es decir de “un 'Tú' que puede entrar en una relación,
que no está cerrado en su cielo mirando desde lo alto a la humanidad.
Ciertamente, Dios está por encima de todo, pero se dirige hacia nosotros y nos
escucha: nos ve, habla, estrecha alianzas, es capaz de amar. La historia de la
salvación (...) es la historia de esta relación que Dios revela
progresivamente al hombre”.
Con la
Encarnación la búsqueda del rostro de Dios “da un vuelco inimaginable, porque
ese rostro ahora se puede ver: es el de Jesús, el del Hijo de Dios que se hizo
hombre. En Él se cumple el camino de la revelación que Dios comenzó con la
llamada de Abraham. Él es la plenitud de esta revelación, porque es el Hijo de
Dios; es a la vez 'mediador y plenitud de toda la revelación'; en El coinciden
el contenido de la Revelación y el Revelador (...) Jesús, verdadero Dios y
verdadero hombre, no es sencillamente uno de los mediadores entre Dios y el
hombre, sino 'el mediador' de la alianza nueva y eterna(...) En él vemos y
encontramos a Dios al que podemos invocar con el nombre de 'Abba, Padre'; en el
nos viene dada la salvación”.
“El deseo de
conocer realmente a Dios, es decir, de ver su rostro -ha subrayado el Papa-
está grabado en todos los seres humanos, incluso en los ateos. Y quizás
nosotros tenemos también, inconscientemente, este deseo de ver sencillamente
quien es El (...) Pero esto deseo se cumple siguiendo a Cristo (...) así vemos
finalmente a Dios como a un amigo. Lo importante es que lo sigamos no sólo
cuando lo necesitamos o cuando encontramos con un rato de tiempo entre los
miles quehaceres cotidianos. Nuestra entera existencia debe orientarse al
encuentro y al amor con Jesucristo; y,
en esa existencia el amor al prójimo debe ocupar un lugar central; ese amor
que, a la luz del Crucifijo, hace que reconozcamos el rostro de Jesús en los
pobres, los débiles y los que sufren”.
Fuente: visnews-es.blogspot.
Texto completo
Queridos hermanos y hermanas:
El Concilio Vaticano II en la
Constitución sobre la Divina Revelación Dei Verbum, afirma que la
verdad íntima de toda la revelación de Dios brilla para nosotros "en
Cristo, que es al mismo tiempo el mediador y la plenitud de toda la
Revelación" (n. 2). El Antiguo Testamento nos narra cómo Dios, después de
la creación, a pesar del pecado original y de la arrogancia del hombre de
querer ponerse en el lugar de su Creador, ofrece de nuevo la posibilidad de su
amistad, especialmente a través de la alianza con Abraham y el camino de un
pequeño pueblo, el de Israel, que Él elige no con los criterios del poder
terrenal, sino simplemente por amor. Es una elección que sigue siendo un
misterio y revela el estilo de Dios que llama a algunos, no por excluir a los
demás, sino para que hagan de puente que conduzca hasta Él: la elección es
siempre elección para los demás.
En la historia del pueblo de Israel
podemos seguir los pasos de un largo camino en el que Dios se da a conocer, se
revela, entra en la historia con palabras y con acciones. Para este trabajo, Él
se sirve de mediadores, como Moisés, los profetas, los jueces, personas que
comunican al pueblo su voluntad, recordando la necesidad de ser fieles a la
alianza y de mantener viva la esperanza de la plena y definitiva realización de
las promesas divinas.
Y es la realización de estas promesas
las que hemos contemplado en Navidad: es la revelación de Dios que llega a su
punto máximo, a su plenitud. En Jesús de Nazaret, Dios realmente visita a su
pueblo, visita a la humanidad de una manera que va más allá de todas las
expectativas: envía a su Hijo unigénito; Dios mismo se hizo hombre. Jesús no
nos dice cualquier cosa de Dios, no habla simplemente del Padre, sino que es la
revelación de Dios, porque es Dios, y nos revela así el rostro de Dios. En el
prólogo de su evangelio, san Juan escribe: "A Dios nadie le ha visto
jamás: el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado"
(Jn. 1,18).
Quiero centrarme en este "revelar
el rostro de Dios". En este sentido, san Juan, en su evangelio, nos relata
un hecho significativo que hemos escuchado hoy. Al acercarse a la pasión, Jesús
reafirma a sus discípulos, exhortándoles a no tener miedo y a tener fe; después
establece un diálogo con ellos en el que habla Dios Padre (cf. Jn.
14,2-9). A un cierto punto, el apóstol Felipe le pide a Jesús: "Señor, muéstranos
al Padre y nos basta" (Jn. 14,8). Felipe es muy práctico y concreto, dice
lo que nosotros también quisiéramos decir: "queremos ver, muéstranos al
Padre"; pide "ver" al Padre, ver su rostro. La respuesta de
Jesús es una respuesta no solo para Felipe, sino también para nosotros y nos
lleva al corazón de la fe cristológica; el Señor le dice: "El que me ha
visto a mí, ha visto al Padre" (Jn. 14,9). Esta expresión contiene de modo
sintético la novedad del Nuevo Testamento, aquella novedad que se apareció en
la gruta de Belén: Dios se puede ver, Dios ha mostrado su rostro, es visible en
Jesucristo.
A lo largo del Antiguo Testamento es
recurrente el tema de la "búsqueda del rostro de Dios", el deseo de
conocer este rostro, el deseo de ver a Dios como Él es, tanto así que el
término hebreo pānîm, que significa "rostro", se menciona
no menos de 400 veces, y 100 de ellas se refiere a Dios: 100 veces se refiere a
Dios, por si queremos ver el rostro de Dios. Sin embargo, la religión judía
prohíbe todas las imágenes, porque Dios no puede ser representado, como lo
hacían los pueblos vecinos con el culto a los ídolos; por lo tanto, con esta
prohibición de las imágenes, el Antiguo Testamento parece excluir totalmente el
"ver" del culto y de la devoción. ¿Qué significa entonces, para el
israelita piadoso, buscar el rostro de Dios, a sabiendas de que no puede haber
una imagen?
La pregunta es importante: por un lado
quiere decir que Dios no puede ser reducido a un objeto, como una imagen que se
agarra con la mano, ni tampoco se puede poner algo en el lugar de Dios; y por
otro lado, sin embargo, se afirma que Dios tiene un rostro, es decir, que es un
"Tú" que puede entrar en una relación, que no está cerrado en su
Cielo para mirar desde lo alto a la humanidad. Sin duda Dios está por encima de
todo, pero se dirige hacia nosotros, nos escucha, nos ve, habla, establece
pactos, es capaz de amar. La historia de la salvación es la historia de Dios
con la humanidad, es la historia de esta relación de Dios que se revela
progresivamente al hombre, que hace conocerse a sí mismo, su rostro.
Al comienzo del año, el 1 de enero,
hemos escuchado, en la liturgia, la hermosa oración de bendición sobre el
pueblo: "El Señor te bendiga y te guarde; que ilumine el Señor su rostro
sobre ti y te sea propicio; que el Señor te muestre su rostro y te conceda la
paz" (Nm. 6,24-26). El esplendor del rostro divino es la fuente de la
vida, es aquello que nos permite ver la realidad; la luz de su rostro es la
guía de la vida.
En el Antiguo Testamento hay una figura
a la que está conectado de una manera muy especial el tema del "rostro de
Dios"; se trata de Moisés, a quien Dios escogió para liberar al pueblo de
la esclavitud de Egipto, para que le diera la Ley de la alianza y guiarlos
hacia la Tierra Prometida. Pues bien, en el capítulo 33 del libro del Éxodo, se
dice que Moisés tenía una relación cercana y confidencial con Dios: "El
Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo"
(v. 11). En virtud de esta confianza, Moisés le pregunta a Dios: "Déjame
ver tu gloria", y la respuesta de Dios es clara: "Yo haré pasar ante
tu vista toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre del Señor ...
Pero mi rostro no podrás verlo, porque nadie puede verme y seguir con vida ...
Aquí hay un sitio junto a mí... verás mi espalda; pero mi rostro no lo
verás" (vv. 18-23). Por un lado, hay un diálogo cara a cara, como amigos,
pero por el otro, está la imposibilidad, en esta vida, de ver el rostro de
Dios, que permanece oculto; la visión es limitada. Los Padres dicen que estas
palabras: "tu solo puedes ver mis espaldas", quiere decir: tú
solamente puedes seguir a Cristo y siguiéndolo ver por detrás de su espalda el
misterio de Dios; a Dios se le puede seguir viendo sus espaldas.
Sin embargo, algo nuevo sucede con la
Encarnación. La búsqueda del rostro de Dios recibe un cambio inimaginable,
porque ahora se puede ver este rostro: el de Jesús, del Hijo de Dios que se
hizo hombre. En Él, se cumple el camino de la revelación de Dios iniciado con
la llamada de Abraham, Él es la plenitud de esta revelación, porque él es el
Hijo de Dios, y es a la vez "mediador y plenitud de toda la
revelación" (Const. Dogm. Dei Verbum, 2), en Él el contenido
de la Revelación y el Revelador coinciden. Jesús nos muestra el rostro de Dios
y nos hace conocer el nombre de Dios. En la oración sacerdotal de la Última
Cena, Él le dice al Padre: "He manifestado tu Nombre a los hombres... Yo
les he dado a conocer tu nombre" (cf. Jn. 17,6.26).
El término "nombre de Dios"
se refiere a Dios como Aquel que está presente entre los hombres. A Moisés,
frente en la zarza ardiente, Dios había revelado su nombre, es decir, se había
vuelto invocable, había dado una señal concreta de su "ser" entre los
hombres. Todo esto encuentra su realización y plenitud en Jesús: Él inaugura de
un modo nuevo la presencia de Dios en la historia, porque el que le ve a Él, ve
al Padre, como le dice a Felipe (cf. Jn. 14,9). El cristianismo
--dice san Bernardo--, es la "religión de la Palabra de Dios"; pero
no, "una palabra escrita y muda, sino del Verbo encarnado y vivo" (Hom.
super missus est, IV, 11: PL 183, 86B). En la tradición patrística y
medieval se usa una fórmula particular para expresar esta realidad: se dice que
Jesús es el Verbum abbreviatum (cf. Rm. 9,28, en
referencia a Is. 10,23), la Palabra corta, abreviada y sustancial del Padre,
quien nos ha dicho todo acerca de Él. En Jesús toda la Palabra está presente.
En Jesús la mediación entre Dios y el
hombre también encuentra su plenitud. En el Antiguo Testamento hay una gran
cantidad de figuras que han desarrollado esta función, sobre todo Moisés, el
libertador, el guía, el "mediador" de la alianza, como lo define
también el Nuevo Testamento (cf. Ga. 3,19; Hch. 7 , 35; Jn. 1,17).
Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no es simplemente uno de los
mediadores entre Dios y el hombre, sino que es "el mediador" de la
nueva y eterna alianza (cf. Hb. 8,6; 9.15, 12.24), "porque hay
un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo
Jesús, hombre" (1 Tm. 2,5, Ga. 3,19-20). En Él podemos ver y conocer al
Padre; en Él podemos invocar a Dios con el nombre de "Abbà, Padre";
en Él se nos da la salvación.
El deseo de conocer a Dios
verdaderamente, que es ver el rostro de Dios, está presente en todos los
hombres, incluso en los ateos. Y tenemos, tal vez sin saberlo, este deseo de
ver quién es Él, lo que es, quién es para nosotros. Pero este deseo se realiza
en el seguimiento de Cristo, así vemos las espaldas y finalmente también vemos
a Dios como un amigo, su rostro en el rostro de Cristo. Lo importante es que
sigamos a Cristo no solo en el momento en el que tenemos necesidad, y cuando
encontramos un lugar en nuestras tareas diarias, sino con nuestra vida como
tal. Toda nuestra existencia se debe dirigir hacia el encuentro con Jesucristo,
a amarlo; y, en ella, debe tener un lugar central el amor al prójimo, aquel
amor que, a la luz del Crucifijo, nos hace reconocer el rostro de Jesús en los
pobres, en los débiles, en los que sufren. Esto solo es posible si el verdadero
rostro de Jesús se ha hecho familiar en la escucha de su Palabra, hablando
interiormente; por que en el entrar en esta Palabra, es que de verdad lo
encontramos, y por supuesto en el misterio de la Eucaristía.
En el evangelio de san Lucas es significativo
el pasaje de los dos discípulos de Emaús, que reconocen a Jesús al partir el
pan, pero preparados durante el camino por Él; dispuestos gracias a la
invitación que le hicieron para que se quedara con ellos, preparados por el
diálogo que hizo arder sus corazones; es así que al final, vieron a Jesús.
También para nosotros, la Eucaristía es la gran escuela en la que aprendemos a
ver el rostro de Dios, entramos en una relación íntima con Él; y aprendemos al
mismo tiempo a dirigir la mirada hacia el momento final de la historia, cuando
Él nos llenará con la luz de su rostro. En la tierra caminamos hacia esa
plenitud, a la espera gozosa que se cumpla realmente el Reino de Dios. Gracias.
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