Lucas 3,
15-16. 21-22
En aquel tiempo, el pueblo estaba en expectación, y todos se preguntaban
si no sería Juan el Mesías; él tomó la palabra y dijo a todos: «Yo os
bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, y no soy digno de
desatarle la correa de sus sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y
fuego. En un bautismo general Jesús también se bautizó. Y mientras oraba,
se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma, y
vino una voz del cielo: Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto.
Reflexión
En algunas ocasiones –pocas, por fortuna— he escuchado decir a ciertas
parejas: “A nuestro hijo no lo vamos a bautizar porque no queremos
imponerle nada; mejor, cuando crezca, que él escoja qué religión quiere
tener”. La verdad es que a mí me causan una grandísima pena quienes así
piensan porque, además de reflejar la poca fe que ellos mismos tienen y su
escasa formación religiosa, hacen ver con esos comentarios que no tienen ni
idea de lo que es realmente el bautismo. Si dicen que no quieren imponer la
fe a sus hijos, entonces, ¿por qué no les preguntaron también si querían
venir a esta vida o no, si querían nacer o preferían no haber vivido nunca?
A lo mejor puede sonar esto un poco duro. Pero así es. Esos padres de
familia no se dan cuenta de que, así como la vida es un don gratuito que se
ofrece al hijo, sin condiciones, sólo por amor, con el bautismo sucede algo
bastante semejante. La fe es un inmenso regalo, un don de Dios de un valor
incalculable, y los padres –si son de verdad cristianos— consideran que es
la mejor herencia que pueden dar a sus hijos. Es como si un señor muy rico
quisiera regalar a un niño un millón de dólares y sus padres se opusieran
rotundamente dizque para no “obligar” a su hijo a recibir algo sin su
consentimiento. ¿Verdad que sería el absurdo más grande del mundo, aunque
se hiciera en nombre de una supuesta “libertad”?
Cuentan que san Luis, rey de Francia, cuando alguno de sus hijos pequeños
recibía el bautismo, lo estrechaba con inmensa alegría entre sus brazos y
lo besaba con gran amor, diciéndole: “¡Querido hijo, hace un momento sólo
eras hijo mío, pero ahora eres también hijo de Dios!”. El apóstol san Juan
se expresa así, con inmensa emoción: “Mirad qué gran amor nos ha mostrado
el Padre para llamarnos hijos de Dios. ¡Y lo somos realmente!” (I Jn 3,2).
Y un poco más adelante dice también: “Quien ha nacido de Dios no peca,
porque la semilla de Dios está en él, y no puede pecar” (I Jn, 3,9).
El Evangelio de hoy nos narra el bautismo de Cristo, y nos refiere san Lucas
que mientras Jesús era bautizado, “se abrió el cielo, bajó el Espíritu
Santo sobre él en forma de paloma y se dejó oír la voz del Padre que venía
del cielo: Tú eres mi Hijo, el amado, mi predilecto”. Es entonces cuando el
Padre da ante el mundo ese maravilloso testimonio a favor de Cristo,
ratifica solemnemente la condición divina de Jesús e inaugura con su sello
la misión que su Hijo estaba para iniciar sobre la tierra.
Jesús es el Hijo eterno del Padre, el Hijo por naturaleza, el predilecto
por antonomasia. Pero también nosotros, por una especialísima dignación de
Dios y una predilección de su amor, a través del bautismo, también quedamos
constituidos “hijos en el Hijo” y llegamos a ser hijos de Dios por
adopción.
El bautismo es, pues, el sacramento por el que nacemos a la vida eterna y
el que nos abre las puertas del cielo. El mismo Juan nos refiere en su
evangelio aquellas profundas palabras que dirigió Jesús a Nicodemo: “En
verdad te digo que quien no naciere del agua y del Espíritu, no podrá entrar
en el reino de los cielos. Lo que nace de la carne, es carne; pero lo que
nace del Espíritu, es espíritu” (Jn 3, 5-6).
Después de las hermosas fiestas navideñas que todos hemos podido pasar
estos días en familia, hoy la Iglesia quiere celebrando con todos sus hijos
la fiesta del bautismo del Señor. De esta forma, así como Cristo inició su
vida pública con su bautismo, nosotros ahora iniciamos nuevamente la vida
“ordinaria” recordando y reviviendo el bautismo del Señor.
Pero no es sólo una celebración para iniciar el tiempo ordinario. La
Iglesia, como buena Madre, quiere atraer nuestra atención hacia las
verdades más esenciales y fundamentales de nuestra vida. Nos remonta hasta
los orígenes de nuestra fe.
Se cuenta que san Francisco Solano, siendo ya religioso franciscano, fue un
día a visitar su pueblo natal de Montilla, en España. Y, entrando a la
iglesia de Santiago, en donde había sido bautizado, se fue derecho a la
pila bautismal, se arrodilló en el suelo con la frente apoyada sobre la
piedra y rezó en voz alta el Credo para dar gracias a Dios por el don de su
fe. Algo casi idéntico repitió Juan Pablo II, cuando visitó Polonia por
primera vez como Papa, en el año 1979. Acudió de peregrinación a su natal
Wadowice y, entrando a la iglesia parroquial, encontró rodeada de flores la
pila bautismal donde fue bautizado en 1920. Entonces se arrodilló ante ella
y la besó con profunda devoción y reverencia. ¡Los santos sí saben lo que
es el bautismo!
Gracias a Dios, también nosotros hemos recibido este don maravilloso. Pero,
¿cuántos de nosotros somos conscientes de este regalo tan extraordinario y
nos acordamos de él con frecuencia para darle gracias al Señor, para
renovar nuestra fe con el rezo del Credo y ratificar nuestro compromiso
cristiano? El Vaticano II nos recuerda que, por el bautismo, todos los
cristianos tenemos el deber de tender a la santidad y de ser auténticos
apóstoles de Cristo en el mundo: con nuestra palabra, nuestro testimonio y
nuestra acción. ¿Somos cristianos de verdad? ¿De vida y de obras, y no sólo
de nombre, de cultura o tradición?
¡Ojalá que cada día vivamos más de acuerdo con nuestra condición y
agradezcamos a Dios, con nuestro testimonio, el maravilloso privilegio de
ser sus hijos predilectos!
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