EXTRACTOS DE HOMILÍAS, PAPA BENEDICTO XVI
La Epifanía, la "manifestación" de nuestro Señor Jesucristo, es un misterio multiforme. La tradición latina lo identifica con la visita de los Magos al Niño Jesús en Belén y, por tanto, lo interpreta sobre todo como revelación del Mesías de Israel a los pueblos paganos. En cambio, la tradición oriental privilegia el momento del bautismo de Jesús en el río Jordán, cuando se manifestó como Hijo unigénito del Padre celestial, consagrado por el Espíritu Santo. Pero el evangelio de san Juan invita a considerar "epifanía" también las bodas de Caná, donde Jesús, transformando el agua en vino, "manifestó su gloria y creyeron en él sus discípulos" (Jn 2, 11).
Y ¿qué deberíamos decir nosotros, queridos hermanos, especialmente los sacerdotes de la nueva Alianza, que cada día somos testigos y ministros de la "epifanía" de Jesucristo en la santa Eucaristía? La Iglesia celebra todos los misterios del Señor en este santísimo y humildísimo sacramento, en el que él revela y al mismo tiempo oculta su gloria. "Adoro te devote, latens Deitas". Así, adorando, oramos con santo Tomás de Aquino.
Martes 6 de enero de 2009
Así, aquella luz, aun siendo pequeña cuando apareció en la tierra, se proyectaba con fuerza en los cielos. El nacimiento del Rey de los judíos había sido anunciado por una estrella que se podía ver desde muy lejos. Este fue el testimonio de "algunos Magos" que llegaron desde Oriente a Jerusalén poco después del nacimiento de Jesús, en tiempos del rey Herodes (cf. Mt 2, 1-2).
Una vez más, se comunican y se responden el cielo y la tierra, el cosmos y la historia. Las antiguas profecías se cumplen con el lenguaje de los astros. "De Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel" (Nm 24, 17), había anunciado el vidente pagano Balaam, llamado a maldecir al pueblo de Israel y que, al contrario, lo bendijo porque, como Dios le reveló, "ese pueblo es bendito" (Nm 22, 12
Domingo 6 de enero de 2008
Han transcurrido veinte siglos desde que ese misterio fue revelado y
realizado en Cristo, pero aún no se ha cumplido plenamente. Mi amado predecesor
Juan Pablo II, al inicio de su encíclica sobre la misión de la Iglesia,
escribió que "a finales del segundo milenio después de su venida, una
mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los
comienzos" (Redemptoris missio, 1). Surgen
espontáneamente algunas preguntas: ¿en qué sentido, hoy, Cristo es
aún lumen gentium, luz de los pueblos? ¿En qué punto está —si se
puede hablar así— este itinerario universal de los pueblos hacia él? ¿Está en
una fase de progreso o de retroceso? Y también: ¿quiénes son hoy los
Magos? ¿Cómo podemos interpretar, pensando en el mundo actual, a estos
misteriosos personajes evangélicos?
Para responder a estos interrogantes, quisiera volver a lo que los
padres del concilio Vaticano II dijeron al respecto. Y quiero añadir que,
inmediatamente después del Concilio, el siervo de Dios Pablo VI, hace cuarenta
años, exactamente el 26 de marzo de 1967, dedicó al desarrollo de los pueblos
la encíclica Populorum progressio.
En verdad, todo el concilio Vaticano II se sintió
impulsado por el anhelo de anunciar a la humanidad contemporánea a Cristo, luz
del mundo. En el corazón de la Iglesia, comenzando por el vértice de su
jerarquía, brotó con fuerza, suscitado por el Espíritu Santo, el deseo de
una nueva epifanía de Cristo en el mundo, un mundo que la época
moderna había transformado profundamente y que por primera vez en la historia
se encontraba ante el desafío de una civilización global, donde el centro ya no
podía ser Europa y ni siquiera lo que llamamos Occidente y Norte del mundo.
Resultaba necesario establecer un nuevo orden mundial político y
económico, pero al mismo tiempo y sobre todo espiritual y cultural, es decir,
un renovado humanismo. Con creciente evidencia se imponía esta
constatación: un nuevo orden mundial económico y político no funciona si
no hay una renovación espiritual, si no podemos acercarnos de nuevo a Dios y
encontrar a Dios en medio de nosotros.
Ya antes del concilio Vaticano II, conciencias iluminadas de pensadores
cristianos habían intuido y afrontado este desafío de cambio de época. Pues
bien, al inicio del tercer milenio nos encontramos de lleno en esta fase de la
historia humana, que ya se ha caracterizado con la palabra
"globalización".
Por otra parte, hoy nos damos cuenta de cuán fácil es perder de vista
los términos de este mismo desafío, precisamente porque estamos implicados en
él. Este peligro aumenta en gran medida por la inmensa expansión de los medios
de comunicación social, los cuales, aunque por una parte multiplican
indefinidamente las informaciones, por otra parecen debilitar nuestra capacidad
de síntesis crítica.
La solemnidad que hoy celebramos puede ofrecernos esta perspectiva, a
partir de la manifestación de un Dios que se reveló en la historia como luz del
mundo, para guiar e introducir por fin a la humanidad en la tierra prometida,
donde reinan la libertad, la justicia y la paz. Y somos cada vez más
conscientes de que por nosotros mismos no podemos promover la justicia y la
paz, si no se nos manifiesta la luz de un Dios que nos muestra su rostro, que
se nos presenta en el pesebre de Belén, que se nos presenta en la cruz.
Así pues, ¿quiénes son los "Magos" de hoy, y en qué punto está
su "viaje" y nuestro "viaje"? Volvamos, queridos hermanos y
hermanas, a aquel momento de especial gracia que fue la conclusión del concilio
Vaticano II, el 8 de diciembre de 1965, cuando los padres conciliares
dirigieron a toda la humanidad algunos "Mensajes". El primero estaba
dirigido "a los gobernantes"; el segundo,
"a los hombres del
pensamiento y de la ciencia". Son dos categorías de personas que, en
cierto modo, podemos ver representadas en los personajes evangélicos de los
Magos.
Quisiera ahora añadir una tercera, a la cual el Concilio no dirigió
ningún mensaje, pero le dedicó mucha atención en la declaración conciliar Nostra aetate. Me refiero a los líderes
espirituales de las grandes religiones no cristianas. Por tanto, a dos mil años
de distancia podemos reconocer en los Magos una suerte de prefiguración de
estas tres dimensiones constitutivas del humanismo moderno: la dimensión
política, la científica y la religiosa. La Epifanía nos lo muestra en estado de
"peregrinación", o sea, en un movimiento de búsqueda, a menudo algo
confusa, que en definitiva tiene su punto de llegada en Cristo, aunque algunas
veces la estrella se oculta.
Al mismo tiempo nos muestra a Dios que, a su vez, está en peregrinación
hacia el hombre. No existe sólo la peregrinación del hombre hacia Dios; Dios
mismo se ha puesto en camino hacia nosotros. En efecto, Jesús no es sino Dios,
que por decirlo así sale de sí mismo para venir al encuentro de la humanidad.
Por amor se ha hecho historia en nuestra historia; por amor ha venido a
traernos el germen de la vida nueva (cf. Jn 3, 3-6) y a
sembrarla en los surcos de nuestra tierra, para que germine, florezca y dé
fruto.
Asimismo, en el "Mensaje a los hombres del pensamiento y de la ciencia" leemos: "Continuad buscando sin cansaros, sin desesperar jamás de la verdad". En efecto, el gran peligro consiste en perder el interés por la verdad y buscar sólo el hacer, la eficiencia, el pragmatismo. "Recordad —prosiguen los padres conciliares— las palabras de uno de vuestros grandes amigos, san Agustín: "Busquemos con afán de encontrar y encontremos con el deseo de buscar aún más". Felices los que, poseyendo la verdad, la buscan más todavía a fin de renovarla, profundizar en ella y ofrecerla a los demás. Felices los que, no habiéndola encontrado, caminan hacia ella con un corazón sincero: que busquen la luz de mañana con la luz de hoy, hasta la plenitud de la luz" (ib., p. 640).
Esto es lo que decían los dos Mensajes conciliares. Juntamente con los gobernantes de los pueblos, los investigadores y los científicos, hoy es más necesario que nunca incluir a los representantes de las grandes tradiciones religiosas no cristianas, invitándolos a confrontarse con la luz de Cristo, que no vino a abolir, sino a cumplir lo que la mano de Dios ha escrito en la historia religiosa de las civilizaciones, especialmente en las "grandes almas", que han contribuido a edificar la humanidad con su sabiduría y sus ejemplos de virtud. Cristo es la luz, y la luz no puede oscurecerse; sólo puede iluminar, aclarar, revelar. Por tanto, que nadie tenga miedo de Cristo y de su mensaje. Y si a lo largo de la historia los cristianos, por ser hombres limitados y pecadores, lo han traicionado a veces con sus comportamientos, esto hace resaltar aún más que la luz es Cristo y que la Iglesia sólo la refleja permaneciendo unida a él.
"Hemos visto su
estrella en oriente y venimos a adorarlo" (Aleluya, cf. Mt 2, 2). Lo que nos maravilla siempre,
al escuchar estas palabras de los Magos, es que se postraron en adoración ante
un simple niño en brazos de su madre, no en el marco de un palacio real, sino
en la pobreza de una cabaña en Belén (cf. Mt 2, 11). ¿Cómo fue posible? ¿Qué
convenció a los Magos de que aquel niño era "el rey de los judíos" y
el rey de los pueblos? Ciertamente los persuadió la señal de la estrella, que
habían visto "al salir", y que se había parado precisamente encima de
donde estaba el Niño (cf. Mt 2, 9). Pero tampoco habría bastado la
estrella, si los Magos no hubieran sido personas íntimamente abiertas a la
verdad. A diferencia del rey Herodes, obsesionado por sus deseos de poder y
riqueza, los Magos se pusieron en camino hacia la meta de su búsqueda, y cuando
la encontraron, aunque eran hombres cultos, se comportaron como los pastores de
Belén: reconocieron la señal y adoraron al Niño, ofreciéndole los dones
preciosos y simbólicos que habían llevado consigo
Sábado 6 de enero
de 2007
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