Debemos aprender las lecciones más simples y fundamentales del Concilio, a saber: que el cristianismo en su esencia consiste en la fe en Dios y en el encuentro con Cristo, que orienta y guía la vida. 11 de octubre 2012 apertura del año de la fe.
Queridos hermanos y hermanas: En la vigilia en que celebramos los cincuenta años de la apertura del Concilio
Vaticano Segundo y el inicio del Año de la fe deseo hablar de este gran
evento eclesial. Los documentos conciliares son una brújula que permite a la
barca de la Iglesia
navegar en mar abierto, en medio de las tempestades o de la calma, para llegar
a la meta. Debemos aprender las lecciones más simples y fundamentales del
Concilio, a saber: que el cristianismo en su esencia consiste en la fe en Dios
y en el encuentro con Cristo, que orienta y guía la vida. Lo más importante
hoy, como era el deseo de los Padres conciliares, es que se vea, de nuevo, con
claridad, que Dios está presente, nos mira, nos responde; y que, por el
contrario, cuando falta la fe en Él, cae lo que es esencial, porque el hombre
pierde su dignidad. El Concilio recuerda que la Iglesia tiene el mandato
de transmitir la palabra del amor de Dios que salva, para que sea escuchada y
acogida aquella llamada divina que contiene en sí las bienaventuranzas eternas.El Concilio es una fuerte invitación a redescubrir cada día la belleza de la fe
y a conocerla de modo profundo, para una más intensa relación con el Señor y a
vivir auténticamente la vocación cristiana.
(BENEDICTO
XVI AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro Miércoles 10 de octubre de 2012)
3.No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta
(cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede
sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que
invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn
4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios,
transmitida fielmente por la
Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos
los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza de
Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el alimento que
perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn 6,
27). La pregunta planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma
para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn
6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es ésta: que creáis en
el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el
camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.
4. A
la luz de todo esto, he decidido convocar un Año de la fe. Comenzará el
11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio
Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el
24 de noviembre de 2013. En la fecha del 11 de octubre de 2012, se celebrarán
también los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica,
promulgado por mi Predecesor, el beato Papa Juan Pablo II,[3]con la
intención de ilustrar a todos los fieles la fuerza y belleza de la fe.
(DE LA CARTA APOSTÓLICA EN
FORMA DE MOTU PROPRIOPORTA FIDEI DEL
SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI CON LA
QUE SE CONVOCA EL AÑO DE LA FE)
Fuerza renovada para
modelar el futuro, el Papa sobre el Vaticano II
(RV).- El texto inédito de Su
Santidad Benedicto XVI del Especial del Osservatore Romano, este 11 de
octubre, en el marco del 50ª aniversario del Concilio Ecuménico Vaticano II, e
inicio del Año de la Fe,
escrito por el Sucesor de Pedro en Castelgandolfo, en la fiesta del santo
obispo Eusebio di Vercelli, 2 de agosto de 2012:
«Fue un día espléndido aquel 11 de octubre de 1962, en el que, con el
ingreso solemne de más de dos mil padres conciliares en la basílica de San
Pedro en Roma, se inauguró el concilio Vaticano II. En 1931 Pío XI había
dedicado este día a la fiesta de la Divina Maternidad
de María, para conmemorar que 1500 años antes, en 431, el concilio de Éfeso
había reconocido solemnemente a María ese título, con el fin de expresar así la
unión indisoluble de Dios y del hombre en Cristo. El Papa Juan XXIII había
fijado para ese día el inicio del concilio con la intención de encomendar la
gran asamblea eclesial que había convocado a la bondad maternal de María, y de
anclar firmemente el trabajo del concilio en el misterio de Jesucristo. Fue
emocionante ver entrar a los obispos procedentes de todo el mundo, de todos los
pueblos y razas: era una imagen de la Iglesia de Jesucristo que abraza todo el mundo,
en la que los pueblos de la tierra se saben unidos en su paz.
Fue un momento de extraordinaria expectación. Grandes cosas debían suceder. Los
concilios anteriores habían sido convocados casi siempre para una cuestión
concreta a la que debían responder. Esta vez no había un problema particular
que resolver. Pero precisamente por esto aleteaba en el aire un sentido de
expectativa general: el cristianismo, que había construido y plasmado el mundo
occidental, parecía perder cada vez más su fuerza creativa. Se le veía cansado
y daba la impresión de que el futuro era decidido por otros poderes
espirituales. El sentido de esta pérdida del presente por parte del
cristianismo, y de la tarea que ello comportaba, se compendiaba bien en la
palabra “aggiornamento” (actualización). El cristianismo debe estar en el presente
para poder forjar el futuro. Para que pudiera volver a ser una fuerza que
moldeara el futuro, Juan XXIII había convocado el concilio sin indicarle
problemas o programas concretos. Esta fue la grandeza y al mismo tiempo la
dificultad del cometido que se presentaba a la asamblea eclesial.
Los distintos episcopados se presentaron sin duda al gran evento con ideas
diversas. Algunos llegaron más bien con una actitud de espera ante el programa
que se debía desarrollar. Fue el episcopado del centro de Europa — Bélgica,
Francia y Alemania — el que llegó con las ideas más claras. En general, el
énfasis se ponía en aspectos completamente diferentes, pero había algunas
prioridades comunes. Un tema fundamental era la eclesiología, que debía
profundizarse desde el punto de vista de la historia de la salvación,
trinitario y sacramental; a este se añadía la exigencia de completar la
doctrina del primado del concilio Vaticano I a través de una revalorización del
ministerio episcopal. Un tema importante para los episcopados del centro de
Europa era la renovación litúrgica, que Pío XII ya había comenzado a poner en
marcha. Otro aspecto central, especialmente para el episcopado alemán, era el
ecumenismo: haber sufrido juntos la persecución del nazismo había acercado mucho
a los cristianos protestantes y a los católicos; ahora, esto se debía
comprender y llevar adelante también en el ámbito de toda la Iglesia. A eso se
añadía el ciclo temático Revelación – Escritura – Tradición – Magisterio. Los
franceses destacaban cada vez más el tema de la relación entre la Iglesia y el mundo
moderno, es decir, el trabajo en el llamado Esquema XII, del que luego nació la Constitución pastoral
sobre la Iglesia
en el mundo actual. Aquí se tocaba el punto de la verdadera expectativa del
Concilio. La Iglesia,
que todavía en época barroca había plasmado el mundo, en un sentido lato, a
partir del siglo XIX había entrado de manera cada vez más visible en una
relación negativa con la edad moderna, sólo entonces plenamente iniciada.
¿Debían permanecer así las cosas? ¿Podía dar la Iglesia un paso positivo
en la nueva era? Detrás de la vaga expresión “mundo de hoy” está la cuestión de
la relación con la edad moderna. Para clarificarla era necesario definir con
mayor precisión lo que era esencial y constitutivo de la era moderna. El
“Esquema XIII” no lo consiguió. Aunque esta Constitución pastoral afirma muchas
cosas importantes para comprender el “mundo” y da contribuciones notables a la
cuestión de la ética cristiana, en este punto no logró ofrecer una aclaración
sustancial.
Contrariamente a lo cabría esperar, el encuentro con los grandes temas de la
época moderna no se produjo en la gran Constitución pastoral, sino en dos
documentos menores cuya importancia sólo se puso de relieve poco a poco con la recepción
del concilio. El primero es la
Declaración sobre la libertad religiosa, solicitada y
preparada con gran esmero especialmente por el episcopado americano. La
doctrina sobre la tolerancia, tal como había sido elaborada en sus detalles por
Pío XII, no resultaba suficiente ante la evolución del pensamiento filosófico y
la autocomprensión del Estado moderno. Se trataba de la libertad de elegir y de
practicar la religión, y de la libertad de cambiarla, como derechos a las
libertades fundamentales del hombre. Dadas sus razones más íntimas, esa
concepción no podía ser ajena a la fe cristiana, que había entrado en el mundo
con la pretensión de que el Estado no pudiera decidir sobre la verdad y no
pudiera exigir ningún tipo de culto. La fe cristiana reivindicaba la libertad a
la convicción religiosa y a practicarla en el culto, sin que se violara con
ello el derecho del Estado en su propio ordenamiento: los cristianos rezaban
por el emperador, pero no lo veneraban. Desde este punto de vista, se puede
afirmar que el cristianismo trajo al mundo con su nacimiento el principio de la
libertad de religión. Sin embargo, la interpretación de este derecho a la
libertad en el contexto del pensamiento moderno en cualquier caso era difícil,
pues podía parecer que la versión moderna de la libertad de religión presuponía
la imposibilidad de que el hombre accediera a la verdad, y desplazaba así la
religión de su propio fundamento hacia el ámbito de lo subjetivo. Fue
ciertamente providencial que, trece años después de la conclusión del concilio,
el Papa Juan Pablo II llegara de un país en el que la libertad de religión era
rechazada a causa del marxismo, es decir, de una forma particular de filosofía
estatal moderna. El Papa procedía también de una situación parecida a la de la Iglesia antigua, de modo
que resultó nuevamente visible el íntimo ordenamiento de la fe al tema de la
libertad, sobre todo a la libertad de religión y de culto.
El segundo documento que luego resultaría importante para el encuentro de la Iglesia con la modernidad
nació casi por casualidad, y creció en varios estratos. Me refiero a la Declaración “Nostra
aetate” sobre las relaciones de la
Iglesia con las religiones no cristianas. Inicialmente se
tenía la intención de preparar una declaración sobre las relaciones entre la Iglesia y el judaísmo,
texto que resultaba intrínsecamente necesario después de los horrores de la Shoah. Los padres
conciliares de los países árabes no se opusieron a ese texto, pero explicaron
que, si se quería hablar del judaísmo, también se debía hablar del islam. Hasta
qué punto tenían razón al respecto, lo hemos ido comprendiendo en Occidente
sólo poco a poco. Por último, creció la intuición de que era justo hablar
también de otras dos grandes religiones — el hinduismo y el budismo —, así como
del tema de la religión en general. A eso se añadió luego espontáneamente una
breve instrucción sobre el diálogo y la colaboración con las religiones, cuyos
valores espirituales, morales y socioculturales debían ser reconocidos,
conservados y desarrollados (n. 2). Así, en un documento preciso y
extraordinariamente denso, se inauguró un tema cuya importancia todavía no era
previsible en aquel momento. La tarea que ello implica, el esfuerzo que es
necesario hacer aún para distinguir, clarificar y comprender, resulta cada vez
más patente. En el proceso de recepción activa poco a poco se fue viendo
también una debilidad de este texto de por sí extraordinario: habla de las
religiones sólo de un modo positivo, ignorando las formas enfermizas y
distorsionadas de religión, que desde el punto de vista histórico y teológico
tienen un gran alcance; por eso la fe cristiana ha sido muy crítica desde el
principio respecto a la religión, tanto hacia el interior como hacia el
exterior.
Mientras que al comienzo del concilio habían prevalecido los episcopados del
centro de Europa con sus teólogos, en el curso de las fases conciliares se
amplió cada vez más el radio del trabajo y de la responsabilidad común. Los
obispos se consideraban aprendices en la escuela del Espíritu Santo y en la
escuela de la colaboración recíproca, pero lo hacían como servidores de la Palabra de Dios, que
vivían y actuaban en la fe. Los padres conciliares no podían y no querían crear
una Iglesia nueva, diversa. No tenían ni el mandato ni el encargo de hacerlo.
Eran padres del Concilio con una voz y un derecho de decisión sólo en cuanto
obispos, es decir, en virtud del Sacramento y en la Iglesia del Sacramento.
Por eso no podían y no querían crear una fe distinta o una Iglesia nueva, sino
comprenderlas de modo más profundo y, por consiguiente, realmente “renovarlas”.
Por eso una hermenéutica de la ruptura es absurda, contraria al espíritu y a la
voluntad de los padres conciliares.
En el cardenal Frings tuve un “padre” que vivió de modo ejemplar este espíritu
del Concilio. Era un hombre de gran apertura y amplitud de miras, pero sabía
también que sólo la fe permite salir al aire libre, al espacio que queda vedado
al espíritu positivista. Esta es la visión a la que quería servir con el
mandato recibido a través del Sacramento de la ordenación episcopal. No puedo
menos que estarle siempre agradecido por haberme llevado a mí — el profesor más
joven de la Facultad
teológica católica de la universidad de Bonn — como su consultor a la gran
asamblea de la Iglesia,
permitiéndome frecuentar esa escuela y recorrer desde dentro el camino del
concilio. En este volumen se han recogido varios escritos con los cuales, en
esa escuela, he pedido la palabra. Peticiones de palabra totalmente
fragmentarias, en las que se refleja también el proceso de aprendizaje que el
concilio y su recepción han significado y significan aún para mí. Espero que
estas diversas contribuciones, con todos sus límites, puedan ayudar en su
conjunto a comprender mejor el concilio y a traducirlo en una justa vida
eclesial. Agradezco de corazón al arzobispo Gerhard Ludwig Müller y a sus
colaboradores del Institut Papst Benedikt XVI. el extraordinario empeño que han
puesto para la realización de este volumen».
Castelgandolfo, en la fiesta del santo obispo Eusebio di Vercelli, 2 de agosto de 2012
Traducción: L'Osservatore Romano
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