Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo

Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo
Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo

sábado, 6 de octubre de 2012

Nuevos doctores de la Iglesia: San Juan de Ávila, sacerdote diocesano; San Giovanni d’Avila, sacerdote diocesano; Santa Hildegarda de Bingen, religiosa de la Orden de SAn Benito 07 de octubre 2012



El 7 de octubre de 2012, XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, a las 9.30 horas, el Santo Padre Benedicto XVI, en la Plaza de San Pedro, proclamará «Doctores de la Iglesia» a:
  • San Juan de Ávila, sacerdote diocesano; San Giovanni d’Avila, sacerdote diocesano;
  • Santa Hildegarda de Bingen, religiosa de la Orden de SAn Benito;
y presidirá la Celebración Eucarística con ocasión de la Apertura de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos bajo el tema: La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Concelebrarán junto al Santo Padre los Padres Sinodales y los Obispos de las Conferencias Episcopales Española y Alemana.




Santa Hildegarda de Bingen
Traducción de una entrevista de Radio Vaticana al Cardenal Angelo Amato, Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos.
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En realidad, Hildegarda era considerada santa desde hace siglos. Recientemente, el mismo Papa Benedicto XVI había dedicado a la abadesa renana dos catequesis y había comenzado diciendo: “También en aquellos siglos de la historia que habitualmente llamamos Edad Media, muchas figuras femeninas destacaron por su santidad de vida y por la riqueza de su enseñanza. Hoy quiero comenzar a presentaros a una de ellas: santa Hildegarda de Bingen, que vivió en Alemania en el siglo XII”.
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Y entonces: ¿quién era Hildegarda de Bingen y por qué este reconocimento oficial de su santidad?

Digamos, en primer lugar, que el caso de Hildegarda de Bingen es muy singualr, al menos, por dos motivos. El primero concierne al momento histórico particular, en el que aún no se había concluido definitivamente el paso de la canonización episcopal a la pontificia. En consecuencia, los primeros pasos realizados para la canonización, inmediatamente después de la muerte de la abadesa renana (1179), se refieren todavía a un clima de transición.

El segundo motivo es dado por la enraizada y común convicción de la santidad de Hildegarda de Bingen, convicción que no se ha interrumpido prácticamente hasta nuestros días y que hace referencia a una canonización de facto de la mística renana, aún no habiendo sido nunca proclamada santa de iure. Las fuentes biográficas, tanto las contemporáneas como las sucesivas a su muerte, hablan claramente de ella como “sancta” o “beata”. La convicción de su santidad fue reforzada ulteriormente por la veneración reservada a su tumba y a sus reliquias, y también por el culto litúrgico a ella tributado, con la aprobación de las autoridades eclesiásticas, no sólo en Maguncia, sino también en Tréveris, Spira y Limburgo, y en toda la Orden Benedictina. Desde entonces, y hasta nuestros días, su nombre se encuentra reportado tanto en los martirologios locales, como en los oficiales de la Iglesia Romana, y siempre acompañado del apelativo de “santa”.

Por otra parte, además de los tres papas que tenían la clara intención de proceder a la canonización de Hildegarda de Bingen – es decir, Gregorio IX, Inocencio IV y Juan XXII -, no faltan Sumos Pontífices que la designan con el apelativo de “santa”, como Clemente XIII, Pío XII y, como ya hemos visto, Juan Pablo II y Benedicto XVI. Tal convicción común y generalizada ha hecho considerar implícitamente no necesario o del todo superfluo, o bien ya adquirido, un procedimiento específico para la canonización de Hildegarda de Bingen, comúnmente considerada ya canonizada.
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¿Cómo se ha procedido para regularizar esta situación?

Benedicto XVI, constantando la existencia desde tiempo inmemorial de una sólida y constante fama sanctitatis et miraculorum, ha procedido a la así llamada canonización equivalente, según la legislación de Urbano VIII (1623-1644), luego definitivamente teorizada por Prospero Lambertini, luego Papa Benedicto XIV (1740-1758). En la canonización equivalente, “el Sumo Pontífice manda que un Siervo de Dios – que se encuentra en posesión antigua de culto y sobre cuyas virtudes heroicas o martirio y milagros es constante la común declaración de historiadores dignos de fe […] – sea honrado en la Iglesia universal con el rezo del oficio y la celebración de la Misa en algún día particular, sin ninguna sentencia formal definitiva, sin ningún proceso jurídico previo, sin haber realizado las habituales ceremonias”.

Esta canonización equivalente de Hildegarda de Bingen ha tenido lugar con la decisión del Papa Benedicto XVI del 10 de mayo de 2012. Ejemplos de “canonizaciones equivalentes” son enumerados por Prospero Lambertini en el capítulo XLI del libro I de su opus magnum. Él cita, por ejemplo, los casos de los santos Romualdo, Norberto, Bruno, Pedro Nolasco, Ramón Nonato, Juan María de Mata, Felix de Valois, Margarita de Escocia, Esteban de Hungría, Wenceslao de Bohemia, Gregorio VII y Gertrudis la Grande.
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¿Qué nos puede decir de su vida?

Hildegarda de Bingen nació en el 1098 en Bermersheim, en una familia de nobles y ricos terratenientes. A la edad de ocho años fue aceptada en calidad de “oblata” en la clausura femenina vinculada a la abadía benedictina de San Disibodo, donde tomó el velo en torno al 1115, emitiendo su profesión monástica en manos del obispo Otón de Bamberg. En 1136, Hildegarda, ya con treinta y ocho años, fue nombrada “magistra”, orientando su espiritualidad sobre la raíz benedictina del equilibrio espiritual y la moderación ascética.

En torno al 1140 se intensificaron sus experiencias místicas y sus visiones, descritas e interpretadas luego con la ayuda del monje Volmar en el Scivias y en otros de sus escritos. En la incertidumbre inicial sobre el origen y el valor de sus experiencias y visiones, ella se dirigió en busca de consejo, en torno al 1146, a Bernardo de Claraval, de quien recibió plena aprobación, y entre noviembre de 1147 y febrero de 1148, por medio del obispo Enrique de Maguncia y el abad Kuno de San Disibodo, al Papa Eugenio III, entonces en Tréveris, del cual obtuvo prácticamente una confirmación pontificia de sus visiones y escritos.

Luego, ante el aumento numérico de las monjas, debido sobre todo a la gran consideración atribuida a su persona, y en presencia de algunos contrastes con los vecinos monjes benedictinos de San Disibodo, en torno al 1150 fue posible para Hildegarda fundar, también utilizando sus bienes familiares y el apoyo económico de la rica familia von Stade, un monasterio propio en San Ruperto, en la confluencia del río Nahe con el Rin, cerca de Bingen, donde se trasladó junto a veinte monjas, todas de extracción noble. En 1165, tanto a causa del gran número de solicitudes de ingreso como sobre todo para permitir también a las candidatas no nobles acceder a la vida monástica benedictina, Hildegarda fundó en Eibingen, en la orilla opuesta del Rin, un nuevo monasterio, utilizando y reestructurando un viejo edificio, que había pertenecido a los agustinos, e instaló allí una priora para la admistración común. De ambos monasterios, de San Ruperto y de Eibingen, ella era la única abadesa: aún residiendo normalmente en San Ruperto, iba dos veces por semana en barco al monasterio de Eibingen para asegurar a sus dos fundaciones unidad de dirección espiritual, de dirección administrativa y de gobierno.
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¿Qué decir de la santidad de Hildegarda?

En Hildegarda existe una extrema consonancia entre sus enseñanzas y su vida real. Al comienzo de su primera obra, el Scivias, Hildegarda ve el temor de Dios como sumo ideal monástico según la Regla Benedictina. El timor Domini se acompaña por las otras virtudes, particularmente importantes en la vida monástica, como la humildad, la obediencia, la castidad, junto a los pilares de todo creyente, que son la fe, la esperanza y la caridad. Después del timor Domini, está la discretio, la moderación, que no es fruto del esfuerzo humano sino de la acción divina en el hombre: “El hablar discreto consiste en que los monjes, en las principales consultas comunes, se expresen modice ac breviter y que en su convivencia fraterna se dirijan mutuamente palabras que quieren ser comprendidas como expresiones de amor que están orientadas al afecto fraterno”.

Como autora de los escritos sobre sus visiones, como abadesa de la comunidad de hermanas benedictinas, como personalidad destacada en contacto frecuente con los personajes de su tiempo, ella se convirtió cada vez más en un personaje público. Por lo cual todos, hermanas y personas externas, podían verificar la coherencia entre sus palabras y sus comportamientos. Fue esta virtuosidad concreta que impulsó a Teodorico de Echternach a componer la Vita Sanctae Hildegardis, que fue hecha precisamente para hacer conocida la vida ejemplar y santa de Hildegarda. Y en esta biografía aparece su edificante actitud sobre todo en el monasterio, con las virtudes de la caridad hacia todos, de la virginidad, de la humildad, de la modestia, del silencio, de la paciencia. Ella ardía de caridad y de celo. De modo particular practicó la virtud de la humildad, experimentada no sólo en la formas y en los grados del artículo 7 de la Regla Benedictina, sino también en la aceptación devota de la debilidad física y del sufrimiento, que la hicieron capaz de recibir los dones extraordinarios de la gracia. Antes aún que en el exterior, su vida era devota y agradable a Dios en lo escondido del monasterio de San Disibodo, primero, y luego en el propio de San Ruperto. El benedictino Guilberto de Gembloux (1124-1214), en una carta a su amigo Bovo, expresa sus impresiones sobre Hildegarda y sus monjas diciendo, entre otras cosas, que en el monasterio hay tal concentración de virtudes, entre la madre que abraza a sus hijas con tanta caridad y las hijas que se someten a la madre con tanta reverencia, que es difícil discernir si en este celo recíproco es la madre quien supera a las hijas o viceversa.

Fuente:infocatolica.com/blog/






BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL
Palacio Apostólico de Castelgandolfo
Miércoles 1 de septiembre de 2010

Santa Hildegarda de Bingen
Queridos hermanos y hermanas:
En 1988, con ocasión del Año mariano, el venerable Juan Pablo II escribió una carta apostólica titulada Mulieris dignitatem, en la que trata sobre el valioso papel que las mujeres han desempeñado y desempeñan en la vida de la Iglesia. «La Iglesia —se lee en el documento— expresa su agradecimiento por todas las manifestaciones del "genio" femenino aparecidas a lo largo de la historia, en medio de los pueblos y de las naciones; da gracias por todos los carismas que el Espíritu Santo otorga a las mujeres en la historia del pueblo de Dios, por todas las victorias que debe a su fe, esperanza y caridad; manifiesta su gratitud por todos los frutos de santidad femenina» (n. 31). 


También en aquellos siglos de la historia que habitualmente llamamos Edad Media, muchas figuras femeninas destacaron por su santidad de vida y por la riqueza de su enseñanza. Hoy quiero comenzar a presentaros a una de ellas: santa Hildegarda de Bingen, que vivió en Alemania en el siglo XII. Nació en 1098 en Renania, en Bermersheim, cerca de Alzey, y murió en 1179, a la edad de 81 años, pese a la continua fragilidad de su salud. Hildegarda pertenecía a una familia noble y numerosa; y desde su nacimiento sus padres la dedicaron al servicio de Dios. A los ocho años, a fin de que recibiera una adecuada formación humana y cristiana, fue encomendada a los cuidados de la maestra Judith de Spanheim, que se había retirado en clausura al monasterio benedictino de san Disibodo. Se fue formando un pequeño monasterio femenino de clausura, que seguía la regla de san Benito. Hildegarda recibió el velo de manos del obispo Otón de Bamberg y, en 1136, cuando murió la madre Judith, que era la superiora de la comunidad, las hermanas la llamaron a sucederla. Desempeñó esta tarea sacando fruto de sus dotes de mujer culta, espiritualmente elevada y capaz de afrontar con competencia los aspectos organizativos de la vida claustral. Algunos años más tarde, también a causa del número creciente de las jóvenes que llamaban a las puertas del monasterio, Hildegarda fundó otra comunidad en Bingen, dedicada a san Ruperto, donde pasó el resto de su vida. Su manera de ejercer el ministerio de la autoridad es ejemplar para toda comunidad religiosa: suscitaba una santa emulación en la práctica del bien, tanto que, como muestran algunos testimonios de la época, la madre y las hijas competían en amarse y en servirse mutuamente.
Ya en los años en que era superiora del monasterio de san Disibodo, Hildegarda había comenzado a dictar las visiones místicas, que recibía desde hacía tiempo, a su consejero espiritual, el monje Volmar, y a su secretaria, una hermana a la que quería mucho, Richardis de Strade. Como sucede siempre en la vida de los verdaderos místicos, también Hildegarda quiso someterse a la autoridad de personas sabias para discernir el origen de sus visiones, temiendo que fueran fruto de imaginaciones y que no vinieran de Dios. Por eso se dirigió a la persona que en su tiempo gozaba de la máxima estima en la Iglesia: san Bernardo de Claraval, del cual ya hablé en algunas catequesis. Este tranquilizó y alentó a Hildegarda. Y en 1147 recibió otra aprobación importantísima. El Papa Eugenio III, que presidía un sínodo en Tréveris, leyó un texto dictado por Hildegarda, que le había presentado el arzobispo Enrique de Maguncia. El Papa autorizó a la mística a escribir sus visiones y a hablar en público. Desde aquel momento el prestigio espiritual de Hildegarda creció cada vez más, tanto es así que sus contemporáneos le atribuyeron el título de «profetisa teutónica». Este, queridos amigos, es el sello de una experiencia auténtica del Espíritu Santo, fuente de todo carisma: la persona depositaria de dones sobrenaturales nunca presume de ellos, no los ostenta y, sobre todo, muestra una obediencia total a la autoridad eclesial. En efecto, todo don que distribuye el Espíritu Santo está destinado a la edificación de la Iglesia, y la Iglesia, a través de sus pastores, reconoce su autenticidad.

El próximo miércoles volveré a hablar de esta gran mujer «profetisa», que también hoy nos habla con gran actualidad, con su valiente capacidad de discernir los signos de los tiempos, con su amor por la creación, su medicina, su poesía, su música —que hoy se reconstruye—, su amor a Cristo y a su Iglesia, que sufría también en aquel tiempo, herida también en aquel tiempo por los pecados de los sacerdotes y de los laicos, y mucho más amada como cuerpo de Cristo. Así santa Hildegarda nos habla a nosotros; lo comentaremos de nuevo el próximo miércoles. Gracias por vuestra atención.



BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Sala Pablo VI
Miércoles 8 de septiembre de 2010

Santa Hildegarda de Bingen (2)
Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero retomar y continuar la reflexión sobre santa Hildegarda de Bingen, importante figura femenina de la Edad Media, que se distinguió por sabiduría espiritual y santidad de vida. Las visiones místicas de Hildegarda se parecen a las de los profetas del Antiguo Testamento: expresándose con las categorías culturales y religiosas de su tiempo, interpretaba las Sagradas Escrituras a la luz de Dios, aplicándolas a las distintas circunstancias de la vida. Así, todos los que la escuchaban se sentían exhortados a practicar un estilo de vida cristiana coherente y comprometido. En una carta a san Bernardo, la mística renana confiesa: «La visión impregna todo mi ser: no veo con los ojos del cuerpo, sino que se me aparece en el espíritu de los misterios… Conozco el significado profundo de lo que está expuesto en el Salterio, en los Evangelios y en otros libros, que se me muestran en la visión. Esta arde como una llama en mi pecho y en mi alma, y me enseña a comprender profundamente el texto» (Epistolarium pars prima I-XC: CCCM 91). 

Las visiones místicas de Hildegarda son ricas en contenidos teológicos. Hacen referencia a los principales acontecimientos de la historia de la salvación, y usan un lenguaje principalmente poético y simbólico. Por ejemplo, en su obra más famosa, titulada Scivias, es decir, «Conoce los caminos», resume en treinta y cinco visiones los acontecimientos de la historia de la salvación, desde la creación del mundo hasta el fin de los tiempos. Con los rasgos característicos de la sensibilidad femenina, Hildegarda, precisamente en la sección central de su obra, desarrolla el tema del matrimonio místico entre Dios y la humanidad realizado en la Encarnación. En el árbol de la cruz se llevan a cabo las nupcias del Hijo de Dios con la Iglesia, su esposa, colmada de gracias y capaz de dar a Dios nuevos hijos, en el amor del Espíritu Santo (cf. Visio tertia: PL 197, 453c).
Ya por estas breves alusiones vemos cómo también la teología puede recibir una contribución peculiar de las mujeres, porque son capaces de hablar de Dios y de los misterios de la fe con su peculiar inteligencia y sensibilidad. Por eso, aliento a todas aquellas que desempeñan este servicio a llevarlo a cabo con un profundo espíritu eclesial, alimentando su reflexión con la oración y mirando a la gran riqueza, todavía en parte inexplorada, de la tradición mística medieval, sobre todo a la representada por modelos luminosos, como Hildegarda de Bingen.
La mística renana también es autora de otros escritos, dos de los cuales particularmente importantes porque refieren, como el Scivias, sus visiones místicas: son el Liber vitae meritorum (Libro de los méritos de la vida) y el Liber divinorum operum (Libro de las obras divinas), también denominado De operatione Dei. En el primero se describe una única y poderosa visión de Dios que vivifica el cosmos con su fuerza y con su luz. Hildegarda subraya la profunda relación entre el hombre y Dios, y nos recuerda que toda la creación, cuyo vértice es el hombre, recibe vida de la Trinidad. El escrito se centra en la relación entre virtudes y vicios, por lo que el ser humano debe afrontar diariamente el desafío de los vicios, que lo alejan en el camino hacia Dios, y las virtudes, que lo favorecen. La invitación es a alejarse del mal para glorificar a Dios y para entrar, después de una existencia virtuosa, en una vida «toda llena de alegría». En la segunda obra, que muchos consideran su obra maestra, describe también la creación en su relación con Dios y la centralidad del hombre, manifestando un fuerte cristocentrismo de sabor bíblico-patrístico. La santa, que presenta cinco visiones inspiradas en el prólogo del Evangelio de san Juan, refiere las palabras que el Hijo dirige al Padre: «Toda la obra que tú has querido y que me has confiado, yo la he llevado a buen fin; yo estoy en ti, y tú en mí, y somos uno» (Pars III, Visio X: PL 197, 1025a).

En otros escritos, por último, Hildegarda manifiesta la versatilidad de intereses y la vivacidad cultural de los monasterios femeninos de la Edad Media, contrariamente a los prejuicios que todavía pesan sobre aquella época. Hildegarda se ocupó de medicina y de ciencias naturales, así como de música, al estar dotada de talento artístico. Compuso también himnos, antífonas y cantos, recogidos bajo el título Symphonia Harmoniae Caelestium Revelationum (Sinfonía de la armonía de las revelaciones celestiales), que se ejecutaban con gran alegría en sus monasterios, difundiendo un clima de serenidad, y que han llegado hasta nosotros. Para ella, toda la creación es una sinfonía del Espíritu Santo, que en sí mismo es alegría y júbilo.

La popularidad que rodeaba a Hildegarda impulsaba a muchas personas a interpelarla. Por este motivo, disponemos de numerosas cartas suyas. A ella se dirigían comunidades monásticas masculinas y femeninas, obispos y abades. Muchas respuestas siguen siendo válidas también para nosotros. Por ejemplo, a una comunidad religiosa femenina Hildegarda escribía así: «La vida espiritual debe cuidarse con gran esmero. Al inicio implica duro esfuerzo, pues exige la renuncia a los caprichos, al placer de la carne y a otras cosas semejantes. Pero si se deja fascinar por la santidad, un alma santa encontrará dulce y amoroso incluso el desprecio del mundo. Sólo es preciso prestar inteligentemente atención a que el alma no se marchite» (E. Gronau, Hildegard. Vita di una donna profetica alle origini dell’età moderna, Milán 1996, p. 402). Y cuando el emperador Federico Barbarroja causó un cisma eclesial oponiendo nada menos que tres antipapas al Papa legítimo Alejandro III, Hildegarda, inspirada en sus visiones, no dudó en recordarle que también él, el emperador, estaba sujeto al juicio de Dios. Con la audacia que caracteriza a todo profeta, ella escribió al emperador estas palabras de parte de Dios: «¡Ay de esta malvada conducta de los impíos que me desprecian! ¡Escucha, oh rey, si quieres vivir! De lo contrario, mi espada te traspasará» (ib., p. 412).
Con su autoridad espiritual, en los últimos años de su vida Hildegarda viajó, pese a su avanzada edad y a las condiciones difíciles de los desplazamientos, para hablar de Dios a la gente. Todos la escuchaban de buen grado, incluso cuando usaba un tono severo: la consideraban una mensajera enviada por Dios. Exhortaba sobre todo a las comunidades monásticas y al clero a una vida conforme a su vocación. En particular, Hildegarda contrastó el movimiento de los cátaros alemanes. Estos —cátaros literalmente significa «puros»— propugnaban una reforma radical de la Iglesia, sobre todo para combatir los abusos del clero. Ella les reprochó duramente que quisieran subvertir la naturaleza misma de la Iglesia, recordándoles que una verdadera renovación de la comunidad eclesial no se obtiene con el cambio de las estructuras, sino con un sincero espíritu de penitencia y un camino activo de conversión. Este es un mensaje que no deberíamos olvidar nunca. Invoquemos siempre al Espíritu Santo, a fin de que suscite en la Iglesia mujeres santas y valientes, como santa Hildegarda de Bingen, que, valorizando los dones recibidos de Dios, den su valiosa y peculiar contribución al crecimiento espiritual de nuestras comunidades y de la Iglesia en nuestro tiempo.




NO LE FALTARÍAN MÉRITOS PARA SER 

DOCTORA DE LA IGLESIA

RODOLFO VARGAS RUBIO

En torno a la Edad Media persisten aún –a pesar de las investigaciones que han sacado a la luz su gran complejidad como período histórico y su extraordinario dinamismo– prejuicios simplistas provenientes de la propaganda iluminista, que despachó mil años de Historia como si hubieran constituido una época uniforme caracterizada por la barbarie y el obscurantismo. De ahí la expresión aún dominante en el vulgo de “Edad de las Tinieblas” y el empleo de ciertos adjetivos, como “medieval”, feudal” y “gótico” (que se hacen equivalentes cuando no lo son), en sentido peyorativo para definir algo que se considera atrasado, tosco, rudimentario e incivilizado.
Uno de los grandes tópicos de este concepto acrítico del Medioevo es el del supuesto sojuzgamiento de las mujeres, que no sólo habrían desempeñado un papel completamente subalterno en la sociedad de este período de la Historia, sino que ni tan siquiera eran reconocidas como seres humanos al haberles negado la Iglesia durante siglos la posesión de un alma. Este disparate sigue sosteniéndose hoy –contra el testimonio fehaciente de la Historia– por sesudos comentaristas mediáticos que no saben explicar cómo es que la Iglesia podía considerar capaces de ser bautizados y de recibir los sacramentos e incluso suponer libres para emitir votos religiosos y hasta canonizar a seres desprovistos de alma.

La gran historiadora francesa Régine Pernoud dedicó la mayor parte de su vida a reivindicar la Edad Media como lo que realmente fue: una época heterogénea y polícroma, rica en matices y contrastes, hecha de flujos y reflujos. A través de sus libros contribuyó decisivamente a disipar las tinieblas que envolvían a esa presunta “Edad de las Tinieblas” y a acabar con las estupideces que se han escrito y dicho a cuenta de unos siglos fecundos en grandes personalidades, sorprendentes logros y acontecimientos decisivos, que influyeron positivamente en la evolución de la humanidad.
Régine Pernoud prestó especial atención al estatus de las mujeres en la Edad Media, descubriendo y demostrando que, lejos de haber sido un colectivo desfavorecido, sometido y humillado, gozó, en cambio, de una posición de privilegio sin precedentes y que llegaría incluso a perder en épocas consideradas comúnmente más adelantadas. Y esto fue así no sólo en los estamentos elevados de la sociedad medieval (el clero y la nobleza), sino también en el estado llano y en la incipiente burguesía. Tres personajes femeninos a los que ella biografió reflejan el influjo a veces decisivo que tuvieron las mujeres de esos distintos niveles: la humilde Juana de Arco, la poderosa Leonor de Aquitania y la abadesa Hildegarda de Bingen. Hoy queremos fijar nuestra atención en esta última, cuya festividad se celebra precisamente en la fecha.

La idea que se tiene generalmente de las monjas y religiosas es que se trata de una suerte de sirvientas en la Iglesia, mujeres por lo común poco ilustradas, dadas a los rezos y a las labores y destinadas a sufragar las necesidades materiales del clero masculino y a realizar las tareas que no se consideran dignas del estado sacerdotal. Son útiles porque su trabajo, al ser por amor de Dios, es gratuito y desinteresado. Prescindiendo del hecho de que en algunos casos desgraciadamente está justificada esta impresión, la verdad es que por lo que respecta a la Historia, el monacato femenino fue en el pasado y especialmente en la tan denostada Edad Media, un brillante espacio de libertad para las mujeres. Y no sólo de libertad, sino también de poder. Las monjas medievales no sólo podían llegar a ser mujeres de gran cultura y ascendiente; también llegaron en algunas ocasiones a predominar sobre los varones, como lo atestigua la existencia de los monasterios dobles de monjes y monjas bajo el gobierno de una sola abadesa (la orden de Fontevrault, por ejemplo), y de los capítulos de canonesas nobles cuya superiora tenía jurisdicción cuasi-episcopal con poder de anillo y báculo (como las Damas Nobles de Remiremont). La historia de Hildegarda de Bingen es muy ilustrativa de esta situación favorable de las mujeres consagradas a Dios.
Nació en 1098, época de gran efervescencia política y religiosa, en medio de la Querella de las Investiduras y del entusiasmo de la Cristiandad despertado por la Primera Cruzada. Fueron sus padres los señores libres (Edelfreien) Hildebert y Mechtilde de Bermersheim, localidad renana que constituía el solar familiar, dependiente directamente del Emperador. Como la décima de diez hermanos, fue destinada a la vida religiosa en calidad de “diezmo” a la Iglesia. A los ocho años se la confió a los cuidados de una joven monja (sólo unos seis años mayor que ella) llamada Jutta von Spanheim (1091-1136), que hacía vida anacorética como “emparedada” en una celda anexa al convento de monjes benedictinos de Disibodenberg, donde recibía su sustento a través de una ventanilla, único contacto con el exterior. Allí aprendió Hildegarda a leer y escribir, el latín necesario para recitar y comprender los salmos, el canto para ejecutar el Opus Dei (la “obra de Dios”, como se llamaba al oficio de las horas canónicas), y el tañido del salterio (especie de cítara).

También fue iniciada en las prácticas ascéticas, de las que Jutta se mostraba severa observante (iba descalza en el crudo invierno alemán, llevaba ceñida a la cintura una pesada cadena, se flagelaba y ayunaba). Hildegarda asimiló el espíritu de mortificación de su maestra, aunque más tarde, siendo ya abadesa, se mostraría partidaria más bien de practicarla con moderación. En todo caso, el mundo espiritual le era muy familiar a la joven pupila, que desde la infancia era gratificada con visiones, aunque éstas no implicaban un rapto del alma o el éxtasis en ella, que declaraba ser perfectamente consciente cuando las tenía. Esta vida sencilla y en soledad era muy de su agrado, pues le permitía cultivar su alma, lejos de las seducciones del mundo.


En la festividad de Todos los Santos de 1112, Jutta, Hildegarda y dos pupilas más que se les habían unido, constituyeron la comunidad femenina de Disibodenberg con la primera como maestra, con lo que el lugar pasó a ser un monasterio doble, de monjes y monjas separados por la iglesia abacial. Confesor de las religiosas fue el monje Volmar, que se constituyó en el segundo preceptor de Hildegarda. Gracias a él tuvo ésta la oportunidad de acceder a la biblioteca monástica, dedicándose al estudio de las Sagradas Escrituras y de otras materias en las que no pudo instruirle Jutta, a la que describiría como “mujer indocta”. Mucho hubo de leer, como se percibe por sus escritos, ricos en ideas y de una gran erudición. En 1115 pronunció sus votos religiosos, que fueron recibidos por un santo: Otón I de Mistelbach, obispo de Bamberg y canciller del Sacro Imperio, que sería venerado como el apóstol de Pomerania, que se convirtió al cristianismo gracias en parte a su predicación.

Al morir Jutta en 1136, Hildegarda fue elegida unánimemente como nueva maestra por las monjas, cuyo número, entretanto, se había acrecentado. El abad Kuno quiso que, además, fuera priora (hasta entonces Volmar había sido el superior responsable de la comunidad femenina). Pero Hildegarda deseaba más libertad para ella y sus monjas y, convencida de estar inspirada por Dios, en 1148 pidió al abad que les permitiera marchar a fundar un nuevo monasterio en Rupertsberg en Bingen del Rin, a lo que aquél se negó. Entonces recurrió ella a Enrique I Félix von Harburg, arzobispo de Maguncia, que le dio su aprobación. Sin embargo, Hildegarda cayó enferma, presa de una parálisis que la retuvo inmóvil en cama hasta que el abad Kuno, viendo en ello una señal del cielo, cedió. En 1150, recuperada tan rápidamente como había enfermado, se trasladó a Rupertsberg con veinte monjas. Libre de la dependencia directa de los monjes de Disbodenberg, el monasterio de Bingen fue sabiamente administrado por su abadesa, que gozó de una considerable autonomía, gracias a la cual pudo hacer frecuentes viajes por Francia y Alemania para predicar. Su espíritu naturalmente curioso y ávido de conocimientos (dos características que hacen de ella una precursora de los humanistas) sacó gran provecho de estos desplazamientos.

La comunidad de Bingen atrajo pronto nuevas vocaciones, alcanzando el número de cincuenta monjas. La aristocracia del lugar comenzó a enviar allí a sus hijas, las cuales no se sintieron obligadas a abandonar algunas prácticas de su anterior vida en el siglo. Ello introdujo una cierta relajación que fue atajada por Hildegarda, quien fustigó la excesiva autocomplacencia de algunas de sus aseglaradas religiosas. Atenta siempre al estricto cumplimiento de la regla de san Benito, basado en la máxima “Ora et labora” (“Reza y trabaja”), impuso una disciplina basada en el cultivo de la liturgia y en las manualidades. Quería que su comunidad supiera lo que rezaba y estuviera penetrada de las Sagradas Escrituras (por eso se la puede considerar como una anticipadora del movimiento litúrgico). En cuanto al trabajo, ella misma se impuso la tarea de iluminar manuscritos, lo que realizaba con gran destreza. Pero el espíritu benedictino también contemplaba la dedicación al estudio y en esto sobresalió y dio ejemplo.

Su afán de saber la llevó a abordar las más variadas materias: filosofía, teología, biología, medicina, zoología, botánica, música, lingüística, poesía… Era una auténtica polímata, un espíritu poliédrico, como lo sería Leonardo algunos siglos después. Como éste (que escribía al revés sus apuntes, de modo que sólo se podían leer poniéndolos ante un espejo), se creó un método críptico de escritura, inventando el alfabeto de lo que ella llamaba su lingua ignota, en la que escribía y se comunicaba frecuentemente con sus monjas (propiciando así una íntima solidaridad entre ellas). Sus escritos musicales, científicos y literarios están contenidos en dos manuscritos: el de Dendermonde (copiado bajo su supervisión en Rupertsberg por el monje Volmar, que se había convertido en preboste de Bingen y secretario y amanuense de Hildegarda) y en el códice de Riesen (que es del siglo XIII).

Sus obras espirituales y místicas están repartidas en una trilogía que comprende: Scivias (Conoce los caminos), Liber Vitae Meritorum (Libro de los Méritos de la Vida) y Liber Divinorum Operum (Libro de las Divinas Obras). El primero contiene la relación de veintiséis visiones, divididas en tres secciones que reflejan el orden trinitario. Sin embargo, no se trata de una obra de especulación, sino que pretende ser una instrucción y guía para alcanzar la salvación. Hildegarda, que, como veremos, se involucró en las cuestiones políticas y sociales de su época, se sentía como los profetas del Antiguo Testamento, cuyo estilo admonitorio y exhortativo se adivina en el texto, que fue puesto a punto hacia 1152, gracias a la diligencia de Volmar, no sin la previa aprobación del papa Eugenio III en el sínodo de Tréveris de 1147-1148. Como dato curioso cabe consignar que las vívidas descripciones de los fenómenos físicos que acompañaban sus visiones, dieron lugar a que el conocido neurólogo Oliver Sacks las atribuyera a la migraña que parece ser padecía la santa. Tanto el Scivias como el Liber Divinorum Operum están profusamente iluminados. Junto con el Liber Vitae Meritorum constituyen una valiosa fuente para conocer la vida espiritual y la teología mística de su autora. En su tiempo tuvieron una gran difusión, hasta el punto que le granjearon el título de “Sibila del Rin". También ejercieron un poderoso influjo en otras escritoras místicas, como Elisabeth von Schonau (1129-1264).
Hildegarda mantuvo correspondencia con los personajes más importantes de su época: entre ellos papas como el ya citado Eugenio III y Anastasio IV, el emperador Federico Barbarroja, Enrique II de Inglaterra y su esposa Leonor de Aquitania (otra mujer fuera de serie), el abad Suger de Saint-Denis (hombre de Estado y consejero de Luis VI y Luis VII de Francia) y san Bernardo de Claraval. Se mantuvo siempre atenta a los acontecimientos de su tiempo. Pero también se escribió con gentes de todos los estados, que le enviaban cartas pidiéndole consejos y oraciones, que ella nunca negaba. Parece increíble cómo pudo esta abadesa conjugar sus deberes de gobierno monástico con sus estudios, el cultivo de sus relaciones políticas, la redacción de sus visiones y la atención a un público cada vez mayor. Pocas personas, a la verdad, tienen tal capacidad de trabajo: en tiempos modernos sería comparable a un Pío XII.

La abadesa de Bingen era, como santa Teresa, “tanto más humana cuanto más divina y tanto más divina cuanto más humana”. Tuvo sus afectos y su temperamento. Entre las personas que gozaron de su especial predilección estuvieron el monje Volmar, su secretario, y la monja Ricardis von Stade, su asistente personal. Era ésta de noble familia, hermana del arzobispo Hartwig I de Bremen. Éste quiso que su hermana fuese a fundar un nuevo monasterio, a lo que se opuso Hildegarda con todas sus fuerzas, pues no quería desprenderse de su fiel colaboradora. Le escribió cartas bastante atrevidas para estar dirigidas a un prelado y apeló incluso al Papa. Ricardis acabó marchándose, pero, arrepentida, quiso volver al lado de su antigua abadesa, impidiéndoselo la muerte. Hildegarda fue acusada de lo que hoy se llamaría elitismo, pues exigía que las aspirantes a entrar en su abadía fueran mujeres inteligentes, no queriendo admitir a ignorantes o bobas. Para contrarrestar las habladurías, fundó en 1165 el monasterio de Eibingen, sobre el emplazamiento de un monasterio doble bajo la regla de san Agustín, que había sido establecido en 1148 por Marka de Rüdesheim, aunque pronto quedó desierto. Allí admitió a treinta monjas de humilde origen y fue tal su dedicación a ellas que dos veces por semana iba de Rupertsbetg a Eibingen para visitarlas y guiarlas.

Poco antes de morir, protagonizó Hildegarda un suceso que da la talla de su intrepidez. Habiendo muerto un noble excomulgado, permitió que se le diera sepultura en el monasterio y cuidó que se le hicieran exequias, lo cual contravenía las leyes vigentes sobre la sepultura en sagrado. Adujo que Dios se lo había permitido en una comunicación sobrenatural. Pero las autoridades eclesiásticas intervinieron e intimaron a la abadesa a que exhumara el cadáver, enviando unos oficiales a que supervisaran el cumplimiento de la disposición. Hildegarda, lejos de arredrarse, se mantuvo firme y ocultó la lápida para que los restos no fueran desenterrados, lo cual le valió el entredicho pronunciado sobre toda la abadía, siendo prohibidos la música y el canto en la vida litúrgica de la comunidad. Aquélla respondió enviando a sus superiores un tratado sobre el significado teológico de la música, lo que causó gran admiración. Después de una laboriosa investigación de los hechos, el entredicho fue levantado, resplandeciendo la caridad y la valentía de la abadesa.

Hildegarda de Bingen, murió a consecuencia de una apoplejía el 17 de septiembre de 1179, a la edad de ochenta y un años, alcanzando, pues, una longevidad notable para la época a pesar de haber sido siempre de salud delicada. Se cuenta que entonces aparecieron dos arcoíris entrecruzados formando una cruz sobre la bóveda celeste. Al año siguiente de su muerte el monje Theoderich de Echternach escribió una Vita de ella en base a los testimonios de sus monjas. Se la quiso canonizar, siendo introducida su causa en 1227, pero sus roces con la autoridad eclesiástica detuvieron el proceso, que cayó en el olvido. Sin embargo, el cardenal Baronio introdujo su nombre en el Martirologio Romano en el siglo XVI, lo cual ratificaba implícitamente el culto que se le tributaba informalmente. Éste sería aprobado en 1940, reinando Pío XII. En 1979, al cumplirse el octavo centenario de su muerte, Juan Pablo II envió una carta al cardenal Hermann Volk, obispo de Maguncia, en la que la llama “luz de su gente y de su época”, “mujer excepcionalmente ejemplar” y “santa esclarecida”. Recientemente el papa Benedicto XVI, felizmente reinante ha dedicado dos de sus catequesis de los miércoles a la figura de esta insigne compatriota suya. Hay quien quiere que sea declarada Doctora de la Iglesia, para lo cual no le faltan ciertamente méritos. Recordemos hoy, pues, a este ilustre personaje de la Edad Media, de la calumniada y fascinante Edad Media.

  

SAN JUAN DE AVILA



  "Esta fe es fundamento de todos los bienes, y la primera reverencia que el hombre hace al Señor cuando le toma por Dios; y es fundamento tan firme de todo el edificio de Dios que no le pueden derribar vientos de persecuciones, ni ríos de deleites carnales, ni lluvias de espirituales tentaciones, mas entre todos los peligros tiene el ánima en mucha firmeza como el áncora tiene a la nao en las mudanzas del mar. Y es tanta su firmeza que las puertas de los infiernos, que son errores y pecados, y hombres malos y demonios, no prevalecerán contra ella; porque no la enseñó carne ni sangre, mas el Padre que está en los cielos, a cuyas obras y poder no hay quien resista. Esta hace a los creyentes hijos de Dios, como dice san Pablo: Todos vosotros sois hijos de Dios por la fe que tenéis en Jesucristo; y por ella alcanzan el cielo, pues, siendo hijos, han de ser herederos. Ésta incorpora al hombre en el cuerpo de Jesucristo, y le hace ser hermano y compañero de Él, y ser participante en la justicia y merecimientos y bienes de Cristo, a lo cual no hay igual bien".
 (AUDI, FILIA,)


Infancia y formación sacerdotal

San Juan de Ávila nació el 6 de enero de 1499 (o 1500) en Almodóvar del Campo (Ciudad Real), de una familia profundamente cristiana. Sus padres, Alfonso de Ávila (de ascendencia israelita) y Catalina Jijón, poseían unas minas de plata en Sierra Morena, y supieron dar al niño una formación cristiana de sacrificio y amor al prójimo. Son conocidas las escenas de entregar su sayo nuevo a un niño pobre, sus prolongados ratos de oración, sus sacrificios, su devoción eucarística y mariana.

Probablemente en 1513 comenzó a estudiar leyes en Salamanca, de donde volvería después de cuatro años para llevar una vida retirada en Almodóvar. A pesar de llamarlas ‘leyes negras’ los estudios de Salamanca dejaron huella en su formación eclesiástica, como puede constatarse en sus escritos de reforma. Esta nueva etapa en Almodóvar, en casa de sus padres, viviendo una vida de oración y penitencia, durará hasta 1520. Pues aconsejado por un religioso franciscano, marchará a estudiar artes y teología a Alcalá de Henares (1520-1526). De esta etapa en Alcalá existen testimonios de su gran valía intelectual, como así lo atestigua el Mtro. Domingo de Soto. Allí estuvo en contacto con las grandes corrientes de reforma del momento. Conoció el erasmismo, las diversas escuelas teológicas y filosóficas y la preocupación por el conocimiento de las Sagradas Escrituras y los Padres de la Iglesia. También trabó amistad con quienes habían de ser grandes reformadores de la vida cristiana, como don Pedro Guerrero, futuro arzobispo de Granada, y posiblemente también con el venerable Fernando de Contreras. Incluso pudo haber conocido allí al P. Francisco de Osuna y a San Ignacio de Loyola.

Primeros años de sacerdocio
Durante sus estudios en Alcalá, murieron sus padres. Juan fue ordenado sacerdote en 1526, y quiso venerar la memoria de sus padres celebrando su Primera Misa en Almodóvar del Campo. La ceremonia estuvo adornada por la presencia de doce pobres que comieron luego a su mesa. Después vendió todos los bienes que le habían dejado sus padres, los repartió a los pobres, y se dedicó enteramente a la evangelización, empezando por su mismo pueblo.

Un año después, se ofreció como misionero al nuevo obispo de Tlascala (Nueva España), Fr. Julián Garcés, que habría de marchar para América en 1527 desde el puerto de Sevilla. Con este firme propósito de ser evangelizador del Nuevo Mundo, se trasladó san Juan de Ávila a Sevilla, donde mientras tanto se entregó de lleno al ministerio, en compañía de su compañero de estudios en Alcalá el venerable Fernando de Contreras. Ambos vivían pobremente, entregados a una vida de oración y sacrificio,  de asistencia a los pobres, de enseñanza del catecismo.

Esta amistad y convivencia con Fernando de Contreras, fueron posiblemente las que motivaron el cambio de las ansias misioneras de Juan de Ávila. El P. Contreras habló con el arzobispo de Sevilla, D. Alonso Manrique, y éste le ordenó a Juan que se quedara en las ‘Indias’ del mediodía español. El mismo arzobispo quiso conocer personalmente la valía del nuevo sacerdote y le mandó predicar en su presencia. Juan de Ávila contaría después la vergüenza que tuvo que pasar; orando la noche anterior ante el crucifijo, pidió al Señor que, por la vergüenza que él pasó desnudo en la cruz, le ayudara a pasar aquel rato amargo. Y cuando, al terminar el sermón, le colmaron de alabanzas, respondió: <<Eso mismo me decía el demonio al subir al púlpito.

Durante algún tiempo continuó el ministerio juntamente con Fernando de Contreras. Pronto se dirigió a predicar y ejercer el ministerio en Écija (Sevilla). Uno de sus primeros discípulos y compañero fue Pedro Fernández de Córdoba, cuya hermana de catorce años, D.ª Sancha Carrillo (ambos hijos de los señores de Guadalcázar, Córdoba), comenzó una vida de perfección bajo la guía del Maestro Ávila. La que habría sido dama de la emperatriz Isabel, pasó a ser (después de confesarse con san Juan de Ávila) una de las almas más delicadas de la época y destinataria de las enseñanzas del Maestro en el Audi, Filia, preciosa pieza espiritual del siglo XVI y único libro escrito por Juan de Ávila. Su predicación se extendía también a Jerez de la Frontera, Palma del Río, Alcalá de Guadaira, Utrera..., juntamente con la labor de confesionario, dirección de almas, arreglo de enemistades.


Pero su presencia en Écija pronto le va a acarrear las enemistades y la persecución. El primer incidente ocurrió cuando un comisario de bulas impidió la predicación de Juan para poder predicar él la bula de que era comisario. El auditorio, sin embargo, dejó al bulero solo en la iglesia principal y fue a escuchar a Juan de Ávila en otra iglesia. Después del suceso, el comisario de bulas, en plena calle, propinó una bofetada a Juan. Éste se arrodilló y dijo humildemente: <<emparéjeme esta otra mejilla, que más merezco por mis pecados>>. Este hecho y las envidias de algunos eclesiásticos, llevaron precisamente a los clérigos a denunciar a San Juan de Ávila ante la Inquisición sevillana en 1531.
Procesado por la Inquisición
Desde 1531 hasta 1533 Juan de Ávila estuvo procesado por la Inquisición. Las acusaciones eran muy graves en aquellos tiempos: llamaba mártires a los quemados por herejes, cerraba el cielo a los ricos, no explicaba correctamente el misterio de la Eucaristía, la Virgen había tenido pecado venial, tergiversaba en sentido de la Escritura, era mejor dar limosna que fundar capellanías, la oración mental era mejor que la oración vocal... Todo menos la verdadera acusación: aquel clérigo no les dejaba vivir tranquilos en su cristianismo o en su vida ‘clerical’. Y Juan fue a la cárcel donde pasó un año entero.

Juan de Ávila no quiso defenderse y la situación era tan grave que le advirtieron que estaba en las manos de Dios, lo que indicaba la imposibilidad de salvación; a lo que respondió: <<No puede estar en mejores manos>>. San Juan fue respondiendo uno a uno todos los cargos, con la mayor sinceridad, claridad y humildad, y un profundo amor a la Iglesia y a su verdad. Y aquél que no quiso tachar a los cinco testigos acusadores, se encontró con que la Providencia le proporción 55 que declararon a su favor.


Este tiempo en la cárcel produjo sus frutos interiores, al igual que lo hiciera con san Juan de la Cruz. En ella escribió un proyecto del Audi, Filia, pero sobre todo, como él nos cuenta, allí aprendió, más que en sus estudios teológicos y vida anterior, el misterio de Cristo. Juan fue absuelto. Pero lo que más humillante fue la sentencia de absolución: “Haber proferido en sus sermones y fuera de ellos algunas proposiciones que no parecieron bien sonantes”, y le mandan, bajo excomunión, que las declare convenientemente, donde las haya predicado.

Viajes y ministerio desde 1535 a 1554
En 1535 marcha Juan de Ávila a Córdoba, llamado por el obispo Fr. Álvarez de Toledo. Allí conoce a Fr. Luis de Granada, con quien entabla relaciones espirituales profundas. Organiza predicaciones por los pueblos (sobre todo por la Sierra de Córdoba), consigue grandes conversiones de personas muy elevadas, entabla buenas relaciones con el nuevo obispo de Córdoba, D. Cristobal de Rojas, que quien dirigirá las Advertencias al Concilio de Toledo.
La labor realizada en Córdoba fue muy intensa. Prestó mucha atención al clero, creando centros de estudios, como el Colegio de San Pelagio (en la actualidad el Seminario Diocesano), el Colegio de la Asunción (donde no se podía dar título de maestro sin haberse ejercitado antes en la predicación y el catecismo por los pueblos). Explica las cartas de san Pablo a clero y fieles. Un padre dominico, que primero se había opuesto a la predicación de san Juan, después de escuchar sus lecciones, dijo: <<vengo de oír al propio san Pablo comentándose a sí mismo.

Córdoba es la diócesis de san Juan de Ávila, tal vez ya desde 1535, pero con toda seguridad desde 1550. Allí le vemos cuando murió D.ª Sancha Carrillo, en 1537, de quien escribió una biografía que se ha perdido. Predica frecuentemente en Montilla, por ejemplo la cuaresma de 1541. Y las célebres misiones de Andalucía (y parte de Extremadura y Castilla la Mancha) las organiza desde Córdoba (hacia 1550-1554). Juan recibiría en Córdoba el modesto beneficio de Santaella, que le vinculó a la diócesis cordobesa para lo restante de su vida. En el Alcázar Viejo de Córdoba reuniría a veinticinco compañeros y discípulos con los que trabajaba en la evangelización de las comarcas vecinas.

A Granada acudió san Juan de Ávila, llamado por el arzobispo D. Gaspar de Avalos, el año 1536. Es en Granada donde tiene lugar el cambio de vida de san Juan de Dios; en la ermita de san Sebastián, oyendo a san Juan de Ávila, Juan Cidad, antiguo soldado y ahora librero ambulante, se convirtió en san Juan de Dios. En numerosas ocasiones san Juan de Dios a Montilla para dirigirse espiritualmente con el Maestro Ávila, convirtiéndose en su más fiel discípulo.

El duque de Gandía, Francisco de Borja, fue otra alma predilecta influida por la predicación de san Juan de Ávila; las honras fúnebres predicadas por éste en las exequias de la emperatriz Isabel (1539) fueron la ocasión providencial que hicieron cambiar de rumbo la vida del futuro general de la Compañía.

En Granada lo vemos formando el primer grupo de sus discípulos más distinguidos. En Granada también, en 1538 están fechadas las primeras cartas de san Juan de Ávila que conocemos. En los años sucesivos vemos a san Juan de Ávila en Córdoba, Baeza, Sevilla, Montilla, Zafra, Fregenal de la Sierra, Priego de Córdoba. La predicación, el consejo, la fundación de colegios, le llevan a todas partes.

La cuaresma de 1545 la predicó en Montilla. Su predicación iba siempre seguida de largas horas de confesionario y de largas explicaciones del catecismo a los niños; éste era un punto fundamental de su programa de predicación.

Los colegios de san Juan de Ávila.

En todas las ciudades por donde pasaba, Juan de Ávila procuraba dejar la fundación de algún colegio o centro de formación y estudio. Sin duda, la fundación más celebre fue la Universidad de Baeza (Jaén). La línea de actuación que allí impuso era común a todos sus colegios, como puede verse plasmada en los Memoriales al Concilio de Trento, donde pide la creación de seminarios, para una verdadera reforma de la Iglesia y del clero.

Predicando el Evangelio.
Es la definición que mejor cuadra a Juan de Ávila: predicador. Éste es precisamente el epitafio que aparece en su sepulcro: “mesor eram”. El centro de su mensaje era Cristo crucificado, siendo fiel discípulo de san Pablo. Predicaba tanto en las iglesias como incluso en las calles. Sus palabras iban directamente a provocar la conversión, la limpieza de corazón. El contenido de su predicación era siempre profundo, con una teología muy escriturística. Pero ésta estaba sobre todo precedida de una intensa oración. Cuando le preguntaban qué había que hacer para predicar bien, respondía: ‘amar mucho a Dios’.

Los textos de los sermones de san Juan de Ávila están acomodados al tiempo litúrgico. Los temas principales son la Eucaristía, el Espíritu Santo, la pasión, el tiempo litúrgico; siendo el tema predilecto para los clérigos el del sacerdocio. La fuerza de su predicación se basaba en la oración, sacrificio, estudio y ejemplo. Podía hablar claro quien había renunciado a varios obispados y al cardenalato, y quien no aceptaba limosnas ni estipendios por los sermones, ni hospedaje en la casa de los ricos o en los palacios episcopales. El desprecio y conocimiento de sí mismo era el secreto para guardar el equilibrio al reprender a los demás, considerándose siempre inferior a los demás.


Su modelo de predicador era san Pablo, al que procuraba imitar sobre todo en el conocimiento del misterio de Cristo. Afirma su biógrafo el Lic. Muñoz que “no predicaba sermón sin que por muchas horas la oración le precediese”, ya que “su principal librería” era el crucifijo y el Santísimo Sacramento.

La misión apostólica de la predicación era precisamente uno de los objetivos de la fundación de sus colegios de clérigos. Ésta era también una de las finalidades de los Memoriales dirigidos al Concilio de Trento.

Retiro en Montilla
Desde 1511 Juan de Ávila se sintió enfermo. Gastado en un ministerio duro, sintió fuertes molestias que le obligaron a residir definitivamente en Montilla desde 1554 hasta su muerte. Rehusó la habitación ofrecida en el palacio de la marquesa de Priego, y se retiró en una modesta casa propiedad de la marquesa. Su vida iba transcurriendo en la oración, la penitencia, la predicación (aunque no tan frecuente), las pláticas a los sacerdotes o novicios jesuitas, la confesión y dirección espiritual, el apostolado de la pluma.

Su enfermedad la ofreció para inmolarse por la Iglesia, a la que siempre había servido con desinterés. Cuando arreciaba más la enfermedad, oraba así: “Señor, habeos conmigo como el herrero: con una mano me tened, y con otra dadme con el martillo”.

Pero a Juan todavía le quedaban quince años de vida fructífera, que empleó avaramente en la extensión del Reino de Dios. El retiro de Montilla le dio la posibilidad de escribir con calma sus cartas, la edición definitiva del Audi, Filia, sus sermones y tratados, los Memoriales al Concilio de Trento, las Advertencias al Concilio de Toledo y otros escritos menores. Se puede decir que Juan de Ávila inicia con sus escritos la mística española del Siglo de oro. Si en otros períodos de su vida se podía calificar de predicador, misionero, fundador de colegios, ahora, en Montilla, se puede resumir su vida diciendo que era escritor.

El Audi, Filia, a pesar de todas las vicisitudes por las que pasó, y tras retocarlo de nuevo en Montilla, queriéndolo confrontar con las enseñanzas de Trento, fue publicado después de su muerte. El rey Felipe II lo apreció tanto que pidió no faltara nunca en El Escorial. El Card. Astorga, arzobispo de Toledo, diría que, con él, “había convertido más almas que letras tiene”. Prácticamente es el primer libro en lengua vulgar que expone el camino de perfección para todo fiel, aun el más humilde. El sentido de perfección cristiana es el sentido eclesial de desposorio de la Iglesia con Cristo. Éste y otros libros de Juan influyeron posteriormente en autores de espiritualidad.

Las cartas de Juan de Ávila llegaban a todos los rincones de España e incluso a Roma. De todas partes se le pedía consejo. Obispos, santos, personas de gobierno, sacerdotes, personas humildes, enfermos, religiosos y religiosas, eran los destinatarios más frecuentes. Las escribía de un tirón, sin tener tiempo para corregirlas. Llenas de doctrina sólida, pensadas intensamente, con un estilo vibrante.

No hay en todo el siglo XVI ningún autor de vida espiritual tan consultado como Juan de Ávila. Examinó la Vida de santa Teresa, se relacionó frecuentemente con san Ignacio de Loyola o con sus representantes, con san Francisco de Borja, san Juan de Dios, san Pedro de Alcántara, San Juan de Ribera, fray Luis de Granada.

A Juan de Ávila se le llama <<reformador>>, si bien sus escritos de reforma se ciñen a los Memoriales para el Concilio de Trento, escritos para el arzobispo de Granada, D. Pedro Guerrero, ya que Juan de Ávila no pudo acompañarle a Trento debido a su enfermedad, y a las Advertencias al Concilio de Toledo, escritas para el obispo de Córdoba, D. Cristóbal de Rojas, que habrían de presidir el Concilio de Toledo (1565), para aplicar los decretos tridentinos.

La doctrina de san Juan de Ávila sobre le sacerdocio quedó esquematizada en un Tratado sobre el sacerdocio, del que conocemos sólo una parte, pero una belleza y contenido extraordinarios, y que sirvió de pauta para sus pláticas y retiros a clérigos, y para que sus discípulos hicieran otro tanto donde no podía llegar ya el Maestro.

Escuela Sacerdotal

Este término aparece con frecuencia en las primeras biografías de nuestro santo, para referirse a sus discípulos. Todos ellos tienen un denominador común, a pesar de ministerios muy diversos y de encontrarse en lugares muy distantes: predicar el misterio de Cristo, enderezar las costumbres, renovación de la vida sacerdotal según los decretos conciliares, no buscar dignidades ni puestos elevados, vida intensa de oración y penitencia, paciencia en las contradicciones y persecuciones, sentido de Iglesia, enseñar la doctrina cristiana, dirección espiritual, etc. Los encontramos en los pueblecitos más alejados de pastores y agricultores como en las aldeas de Fuenteovejuna, como entre los consejeros de los grandes; en los colegios y universidades o en las costas de Andalucía; en las prelaturas o en las minas de Almadén.

El grupo sacerdotal de Juan de Ávila parece que se estructura en Granada hacia el año 1537, aunque ya antes se habían hecho discípulos suyos algunos sacerdotes de Sevilla, Écija y Córdoba. En Córdoba reunió a más de veinte en el Alcázar Viejo. Y fue allí donde dirigió un centro misional durante ocho o nueve años. La gran misión del mediodía español es una de las manifestaciones típicas de la escuela sacerdotal de Juan de Ávila.

La escuela sacerdotal de Juan de Ávila no se puede estudiar sino teniendo a la vista la relación con la Compañía de Jesús. Juan encaminó a muchos de sus discípulos a la Compañía, y hubo intentos de fusión, cesión de colegios, estudio conjunto, ayuda a los jesuitas, que en Salamanca encontraron muchas dificultades. Pero Juan de Ávila no entró en la Compañía. Éste era el gran deseo de san Ignacio, hasta el punto de afirmar que “o nosotros nos unamos a él o él a nosotros”. Pero la voluntad del Señor no era ésta, la enfermedad de Juan y los caminos del Señor lo impidieron. A pesar de ello, él fue enviando a sus mejores discípulos a la Compañía.

La escuela sacerdotal avilista ser refleja principalmente en su Maestro. El testimonio y la doctrina de Juan dejaron huella imborrable, como le iba dejando su sello personal que tenía dibujado el Santísimo Sacramento. En sus discípulos dejó impresa la ilusión por la vocación sacerdotal, el amor al sacerdocio, con los matices de la vida eucarística, vida litúrgica y de oración personal profunda, devoción al Espíritu Santo, a la Pasión del Señor, a la Virgen María, entrega total al servicio desinteresado de la Iglesia en la expansión del Reino y la predicación de la Palabra de Dios. Pero lo que consideraba esencial en todo aquel que quería ser buen sacerdote era la vida de oración, ya que en la caridad y en la oración era en los que según él habrían de consistir los exámenes de Órdenes.

En la Santa Misa centraba toda la evangelización y vida sacerdotal. La celebraba empleando largo tiempo, con lágrimas por sus pecados. Sobre la Eucaristía jamás le faltó materia para predicar, especialmente en la fiesta y octava del Corpus. “Trátalo bien, que es hijo de buen Padre”, dijo a un sacerdote de Montilla que celebraba con poca reverencia; la corrección tuvo como efecto conquistar un nuevo discípulo. Ya enfermo en Montilla, quiso ir a celebrar misa a una ermita; por el camino se sintió imposibilitado; el Señor, en figura de peregrino, se le apareció y le animó a llegar hasta la meta. Fue el gran apóstol de la comunión frecuente, a pesar de las contradicciones que se le siguieron. Prefería la presencia eucarística a la visita de los Santos Lugares.

Su virtud principal fue la caridad. Tenía un amor entrañable a la humanidad de Cristo: “el Verbo encarnado fue el libro y juntamente maestro”. Su Tratado del amor de Dios es una joya de la literatura teológica en lengua castellana. Su amor al prójimo fue la expresión del ministerio sacerdotal. Toda la obra de Juan de Ávila mira hacia la caridad cristiana. De ahí la preocupación por la educación cristiana y humana integral, la preocupación por los problemas sociales, por la reforma del estado seglar (como él decía), por la reforma del clero.

Una cruz grande de palo en su habitación de Montilla, la renuncia a las prebendas y obispados (el de Segovia y Granada), así como el capelo cardenalicio (ofrecido por Paulo III), son índice de la pobreza y humildad de quien “fue obrero sin estipendio..., y habiendo servido tanto a la Iglesia, no recibió de ella un real” (Lic. Muñoz). No renunció al episcopado por desprecio, sino por imitar al Señor y por sentirse indigno. Su amor a la pobreza no tiene otra motivación sino un amor profundo a Jesucristo. Asistía a los pobres. Vivía limpia y pobremente y no consiguieron cambiarle el manteo o la sotana ni aun con engaño.

Su humildad le llevó a ser un verdadero reformador. No pudieron sacarle ningún retrato. Su predicación iba siempre acompañada del catecismo a los niños; su método catequético tiene sumo valor en la historia de la pedagogía.

El celo por la extensión del Reino aparece en sus obras y palabras. Las cartas a los predicadores son pura llama de apóstol. No admitía que murmurasen de nadie. La castidad la veía en relación al sacerdocio, principalmente como ministro de la Eucaristía. La devoción a María la expresa continuamente y la aconseja a todo el mundo.


De todas sus virtudes, de su prudencia, consejo, discreción, etc., hablan sus biógrafos. Pero él conocía bien sus propios defectos y, por eso, pidió en las últimas horas de su vida que no le hablaran de cosas elevadas, sino que le dijeran lo que se dice a los que van a morir por sus delitos. A Juan de Ávila no le atraían propiamente las virtudes en sí mismas, sino el misterio de Cristo vivido y predicado.

Entregado al estudio continuo de las Escrituras y de otras materias eclesiásticas, gastando su vida en la oración, predicación y fundación de obras apostólicas y sociales, en la dirección de las almas y en la enseñanza del catecismo, en la formación de sacerdotes y futuros sacerdotes, Juan de Ávila es un maestro de apóstoles.

La figura personal y pastoral de Juan de Ávila encontró pronto eco en Italia con san Carlos Borromeo, y en Francia en la escuela sacerdotal francesa del siglo XVII. Pero su obra quedó, en parte, en la tiniebla en su aportación más profunda a la vida evangélica precisamente para el clero diocesano y la vida de perfección cristiana en las estructuras de todo el pueblo de Dios.

Muerte de Juan de Ávila.
La estancia definitiva en Montilla fue especialmente fructífera. Dejó una huella imborrable en los sacerdotes de la ciudad. En una de sus últimas celebraciones de la misa le hablo un hermoso crucifijo que él veneraba: “perdonados te son tus pecados”.

Pero la enfermedad iba pudiendo más que su voluntad. A principio de mayo de 1569 empeoró gravemente. En medio de fuertes dolores se le oía rezar: “Señor mío, crezca el dolor, y crezca el amor, que yo me deleito en el padecer por vos”. Pero en otras ocasiones podía la debilidad: “¡Ah, Señor, que no puedo!”. Una noche, cuando no podía resistir más, pidió al Señor le alejara el dolor, como así se hizo en efecto; por la mañana, confundido, dijo a los suyos: “¡Qué bofetada me ha dado Nuestro Señor esta noche!”.

Juan de Ávila no hizo testamento, porque dijo que no tenía nada que testar. Pidió que celebraran por él muchas misas; rogó encarecidamente que le dijeran lo que se dice a quienes van a morir por sus delitos. Quiso que se celebrara la misa de resurrección en aquellos momentos en que se encontraba tan mal. Manifestó el deseo de que su cuerpo fuera enterrado en la iglesia de los jesuitas, pues a los que tanto había querido en vida, quiso dejarles su cuerpo en muerte. Quiso recibir la Unción con plena conciencia. Invocó a la Virgen con el Recordare, Virgo Mater... Y una de sus últimas palabras mirando el crucifijo, fue “ya no tengo pena de este negocio”. Era el 10 de mayo de 1569. Santa Teresa, al enterarse de la muerte de Juan de Ávila, se puso a llorar y, preguntándole la causa, dijo: “Lloro porque pierde la Iglesia de Dios una gran columna”.

La persona, los escritos, la obra y los discípulos de Juan de Ávila influirán en los siglos posteriores. Hemos visto los santos y autores que estuvieron relacionados más o menos con san Juan de Ávila; casi todos ellos influenciados por sus escritos, por su persona o por su obra. Se suelen encontrar, además, vestigios de influencia místico-poética en san Juan de la Cruz y en Lope de Vega. San Francisco de Sales y san Alfonso Mª de Ligorio citan frecuentemente a san Juan de Ávila. Y san Antonio Mª Claret reconocía el bien que le hicieron los escritos de san Juan de Ávila como predicador. Su influencia es notoria en la escuela francesa de espiritualidad sacerdotal, en cuyos escritos y doctrina se inspiraron.

En 1588, Fr. Luis de Granada, recogiendo algunos escritos enviados por los discípulos y recordando su propia convivencia con san Juan de Ávila, escribió la primera biografía. En 1623, la Congregación de san Pedro Apóstol, de sacerdotes naturales de Madrid, inicia la causa de beatificación. En 1635, el Licdo. Luis Muñoz escribe la segunda biografía de Juan de Ávila, basándose en la de Fr. Luis, en los documentos del proceso de beatificación y en algunos documentos que se han perdido. El día 4 de abril de 1894, León XIII beatifica al Maestro Ávila. Pío XII, el 2 de julio de 1946 lo declara Patrono del clero secular español. Pero el maestro de santos tendrá que esperar hasta el año 1970 para ser canonizado por el Papa Pablo VI.

La iglesia de la Compañía de Montilla, donde descansan sus restos, y la pequeña casa donde vivió sus últimos años san Juan de Ávila, son centros de continuo peregrinar de obispos, sacerdotes y fieles de toda España.



Doctores de la Iglesia


Concepto y autoridad

Los tres requisitos para que alguien pueda ser considerado Doctor de la Iglesia , según Benedicto XIV, son: insigne santidad de vida, doctrina celestial eminente y reconocimiento o declaración expresa del Sumo Pontífice: cfr. De servorum Dei beatificatione et canonizatione, lib. IV, 2, c. 11, n° 8-16; Juan XXIII, en AAS 51 (1969) 460. Con respecto al concepto de Padre de la Iglesia, el de Doctor de la Iglesia no siempre implica la antigüedad, pero exige necesariamente una ciencia extraordinaria y una aprobación más solemne de la Iglesia. La liturgia especial en las fiestas o memorias de los Doctor de la Iglesia incluye una antífona propia del Magnificat (O Doctor optime) en el Oficio divino, y Misa propia: In medio Ecclesiae (desde 1960 se ha suprimido de ella el Credo: cfr. Rubricae Breviarii et Missalis Romani, Roma 1960, n° 476). En la argumentación teológica, los textos de los. Doctores de la Iglesia, si no son al mismo tiempo Padres de la Iglesia, suelen ser citados entre los de los teólogos, si bien su consensus o uniformidad dogmática adquiere un valor mayor cualificado en virtud de la declaración de la Iglesia. Sin embargo, se han de tener siempre en cuenta el estado de la teología en su tiempo y la posible evolución del dogma  tanto para interpretarlos fielmente como para juzgar con objetividad su doctrina. Por eso a veces, como en lo que respecta a la Inmaculada Concepción de María, la doctrina negativa de algunos grandes Doctores de la Iglesia (S. Bernardo, S. Buenaventura, S. Tomás) ya no puede ser mantenida hoy sin caer en herejía.

Origen histórico

El concepto de Doctor de la Iglesia tiene sus raíces en el concepto de didáskalos en el N. T. (cfr. TWNT 11,154163) y en el tiempo posapostólico (cfr. Carta de Bernabé, 1,8; Pastor de Hermas, Compar. 9,22,2; Martirio de S. Policarpo, 12,3). La Iglesia reconoció a esos didáskaloi o doctores como testigos de la teología de su tiempo (cfr. Acta Conciliorum Oecumenicorum, ed. E. Schwartz, Berlín 914 ss., 1-1,96). En el s. v, Vicente de Lerins llama doctores o magistri probabiles a aquellos maestros de algún modo reconocidos en la Iglesia (cfr. Commonitorium, 15,23,41,42), así como S. Benito (Regla, c. 9), el Decreto Gelasiano (c. 4) y S. Gregorio Magno (PL 77,4913). El Papa Agatón llama a S. Ambrosio mégas didáskalos (Manei, X1,267). En la Iglesia latina eran reconocidos especialmente como Doctor de la Iglesia los cuatro Padres de la Iglesia: S. Ambrosio, S. Jerónimo, S. Agustín y S. Gregorio Magno; su aprobación canónica y litúrgica definitiva se debe a Bonifacio VIII en 1295. En la Iglesia oriental bizantina se celebra desde el s. IX la fiesta de los «tres jerarcas y Doctores Ecuménicos»: S. Basilio, S. Gregorio Nazianceno y S. Juan Crisóstomo, el 30 de enero. A partir del s. XVI, los Papas nombran Doctor de la Iglesia a Padres y teólogos debido a nuevas y diversas circunstancias: el humanismo eclesiástico que llevó a un conocimiento directo de los Padres griegos; la estabilización y las polémicas mutuas de las escuelas teológicas y de las órdenes religiosas; las peticiones de las naciones cristianas, y la tendencia a dar una fundamentación más genuina a la evolución teológica en Dogmática, Moral y Ascética y Mística. La antigua S. Congregación de Ritos era la encargada de examinar atentamente la ortodoxia de todos los escritos de los candidatos a Doctor.

Lista de los Doctores

La Iglesia católica venera hoy a 33 Doctores (tres son mujeres). Indicamos a continuación sus nombres, agrupados, cuando la declaración proviene del mismo Papa, el nombre de éste, la fecha de la declaración y el documento o la fuente del mismo.
·         1-4: S. Ambrosio, S. Jerónimo, S. Agustín, S. Gregorio Magno: Bonifacio VIII, 20 sept. 1295 (Corp. I. Can. lib. VI,3,22).
·         5: S. Tomás de Aquino: S. Pío V, 11 abr. 1567 (Bula Mirabilis Deus: Pastor, VIII,146 ss.).
·         6-9: S. Atanasio, S. Basilio, S. Gregorio Nazianceno, S. Juan Crisóstomo: S. Pío V, 1568 (Breviarium Pianum). 10: S. Buenaventura: Sixto V, 14 mar. 1588 (Pastor, X,104).
·         11: S. Anselmo de Canterbury: Clemente XI, 3 feb. 1720 (Pastor, XV,249).
·         12: S. Isidoro de Sevilla: Inocencio XIII, 25 abr. 1722 (B. Gavanti, C. Mercati, Thesaurus s. rituum, II, Augsburgo 1763, 226).
·         13: S. Pedro Crisólogo: Benedicto XIII, 10 feb. 1729 (ib. 219).
·         14: S. León Magno: Benedicto XIV, 15 oct. 1754 (Benedicti XIV Bullarium, Venecia 1762, 98 s.).
·         15: S. Pedro Damián: S. C. de Ritos, León XII, 27 sept. 1828 (Decreta authentica S. C. Rituum, II, Roma 1898, 225 s.).
·         16: S. Bernardo: Pío VIII, 20 ag. 1830 (A. Barberi, Bullarii Romani continuatio XVIII, Roma 1856, 136 ss.). 17: S. Hilario de Poitiers: Pío IX, 13 mayo 1851 (Collatio Lacensis, IV,638 s.).
·         18: S. Alfonso María de Ligorio: Pío IX, 7 jul. 1871 (ASS 6,1870-71,320).
·         19: S. Francisco de Sales: Pío IX, 16 nov. 1871 (ASS 10,1877,411).
·         20-21: S. Cirilo de Alejandría y S. Cirilo de Jerusalén: S. C. de Ritos, León XIII, 28 jul. 1882 (ASS 15,1882,264 y 276).
·         22: S. Juan Damasceno: León XIII, 19 ag. 1890 (ASS 23,1890,255).
·         23: S. Beda el Venerable: León XIII, 13 nov. 1899 (ASS 32,1900,338 s.).
·         24: S. Efrén de Siria: Benedicto XV, 5 oct. 1920 (AAS 12,1920,470).
·         25: S. Pedro Canisio: Pío XI, 21 mayo 1925 (AAS, 17,1925,362).
·         26: S. Juan de la Cruz: Pío XI, 24 ag. 1926 (AAS 18,1926,379 ss.).
·         27: S. Roberto Belarmino: Pío XI, 17 sept. 1931 (AAS 23,1931,433-438).
·         28: S. Alberto Magno: Pío XI, 16 dic. 1931 (AAS 24, 1932,5-17).
·         29: S. Antonio de Padua: Pío XII, 16 en. 1946 (AAS 38,1946,200-204).
·       30: S. Lorenzo de Brindisi: Juan XXIII, 19 mar. 1959 (AAS 51,1959,456-461).
·         31: S. Teresa de Jesús: Paulo VI, 27 sept. 1970 (AAS 62,1970,590-596).
·         32: S. Catalina de Siena: Paula VI, 4 oct. 1970 (AAS, 62,1970,673-678).
·         33: S. Teresa de Lisieux:Juan Pablo II 1997









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