HOMILIA PRONUNCIADA AL CUMPLIR EL AÑO 2011,60 AÑOS DE VIDA SACERDOTAL 29 DE JUNIO 2011
Queridos hermanos y hermanas,
«Non iam dicam servos, sed amicos» - «Ya no os llamo siervos, sino amigos» (cf. Jn
15,15). Sesenta años
después de mi Ordenación sacerdotal, siento todavía resonar en mi
interior estas
palabras de Jesús, que nuestro gran Arzobispo, el Cardenal Faulhaber,
con la voz
ya un poco débil pero firme, nos dirigió a los nuevos sacerdotes al
final de la
ceremonia de Ordenación. Según las normas litúrgicas de aquel tiempo,
esta
aclamación significaba entonces conferir explícitamente a los nuevos
sacerdotes
el mandato de perdonar los pecados. «Ya no siervos, sino amigos»: yo
sabía y
sentía que, en ese momento, esta no era sólo una palabra «ceremonial», y
era
también algo más que una cita de la Sagrada Escritura. Era bien
consciente: en
este momento, Él mismo, el Señor, me la dice a mí de manera totalmente
personal.
En el Bautismo y la Confirmación, Él ya nos había atraído hacia sí, nos
había
acogido en la familia de Dios. Pero lo que sucedía en aquel momento era
todavía
algo más. Él me llama amigo. Me acoge en el círculo de aquellos a los
que se
había dirigido en el Cenáculo. En el grupo de los que Él conoce de modo
particular y que, así, llegan a conocerle de manera particular. Me
otorga la
facultad, que casi da miedo, de hacer aquello que sólo Él, el Hijo de
Dios,
puede decir y hacer legítimamente: Yo te perdono tus pecados. Él quiere
que yo –por mandato suyo– pronuncie con su «Yo» unas palabras que no son
únicamente
palabras, sino acción que produce un cambio en lo más profundo del ser.
Sé que
tras estas palabras está su Pasión por nuestra causa y por nosotros. Sé
que el
perdón tiene su precio: en su Pasión, Él ha descendido hasta el fondo
oscuro y
sucio de nuestro pecado. Ha bajado hasta la noche de nuestra culpa que,
sólo así,
puede ser transformada. Y, mediante el mandato de perdonar, me permite
asomarme
al abismo del hombre y a la grandeza de su padecer por nosotros los
hombres, que
me deja intuir la magnitud de su amor. Él se fía de mí: «Ya no siervos,
sino
amigos». Me confía las palabras de la Consagración en la Eucaristía. Me
considera capaz de anunciar su Palabra, de explicarla rectamente y de
llevarla a
los hombres de hoy. Él se abandona a mí. «Ya no sois siervos, sino
amigos»: esta
es una afirmación que produce una gran alegría interior y que, al mismo
tiempo,
por su grandeza, puede hacernos estremecer a través de las décadas, con
tantas
experiencias de nuestra propia debilidad y de su inagotable bondad.
«Ya no siervos, sino amigos»: en estas palabras se encierra el programa entero
de una vida sacerdotal. ¿Qué es realmente la amistad? Ídem velle, ídem nolle
– querer y no querer lo mismo, decían los antiguos. La amistad es
una comunión en el pensamiento y el deseo. El Señor nos dice lo mismo con gran
insistencia: «Conozco a los míos y los míos me conocen» (cf. Jn 10,14).
El Pastor llama a los suyos por su nombre (cf. Jn 10,3). Él me conoce por
mi nombre. No soy un ser anónimo cualquiera en la inmensidad del universo. Me
conoce de manera totalmente personal. Y yo, ¿le conozco a Él? La amistad que Él
me ofrece sólo puede significar que también yo trate siempre de conocerle mejor;
que yo, en la Escritura, en los Sacramentos, en el encuentro de la oración, en
la comunión de los Santos, en las personas que se acercan a mí y que Él me envía,
me esfuerce siempre en conocerle cada vez más. La amistad no es solamente
conocimiento, es sobre todo comunión del deseo. Significa que mi voluntad crece
hacia el «sí» de la adhesión a la suya. En efecto, su voluntad no es para mí una
voluntad externa y extraña, a la que me doblego más o menos de buena gana. No,
en la amistad mi voluntad se une a la suya a medida que va creciendo; su
voluntad se convierte en la mía, y justo así llego a ser yo mismo. Además de la
comunión de pensamiento y voluntad, el Señor menciona un tercer elemento nuevo:
Él da su vida por nosotros (cf. Jn 15,13; 10,15). Señor, ayúdame siempre
a conocerte mejor. Ayúdame a estar cada vez más unido a tu voluntad. Ayúdame a
vivir mi vida, no para mí mismo, sino junto a Ti para los otros. Ayúdame a ser
cada vez más tu amigo.
Las palabras de Jesús sobre la amistad están en el contexto del discurso sobre
la vid. El Señor enlaza la imagen de la vid con una tarea que encomienda a los
discípulos: «Os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro
fruto permanezca» (Jn 15,16). El primer cometido que da a los discípulos,
a los amigos, es el de ponerse en camino –os he destinado para que vayáis-, de
salir de sí mismos y de ir hacia los otros. Podemos oír juntos aquí también las
palabras que el Resucitado dirige a los suyos, con las que san Mateo concluye su
Evangelio: «Id y enseñad a todos los pueblos...» (cf. Mt 28,19s). El
Señor nos exhorta a superar los confines del ambiente en que vivimos, a llevar
el Evangelio al mundo de los otros, para que impregne todo y así el mundo se
abra para el Reino de Dios. Esto puede recordarnos que el mismo Dios ha salido
de sí, ha abandonado su gloria, para buscarnos, para traernos su luz y su amor.
Queremos seguir al Dios que se pone en camino, superando la pereza de quedarnos
cómodos en nosotros mismos, para que Él mismo pueda entrar en el mundo.
Después de la palabra sobre el ponerse en camino, Jesús continúa: dad fruto, un
fruto que permanezca. ¿Qué fruto espera Él de nosotros? ¿Cuál es el fruto que
permanece? Pues bien, el fruto de la vid es la uva, del que luego se hace el
vino. Detengámonos un momento en esta imagen. Para que una buena uva madure, se
necesita sol, pero también lluvia, el día y la noche. Para que madure un vino de
calidad, hay que prensar la uva, se requiere la paciencia de la fermentación,
los atentos cuidados que sirven a los procesos de maduración. Un vino de clase
no solamente se caracteriza por su dulzura, sino también por la riqueza de los
matices, la variedad de aromas que se han desarrollado en los procesos de
maduración y fermentación. ¿Acaso no es ésta una imagen de la vida humana, y
particularmente de nuestra vida de sacerdotes? Necesitamos el sol y la lluvia,
la serenidad y la dificultad, las fases de purificación y prueba, y también los
tiempos de camino alegre con el Evangelio. Volviendo la mirada atrás, podemos
dar gracias a Dios por ambas cosas: por las dificultades y por las alegrías, por
las horas oscuras y por aquellas felices. En las dos reconocemos la constante
presencia de su amor, que nos lleva y nos sostiene siempre de nuevo.
Ahora, sin embargo, debemos preguntarnos: ¿Qué clase de fruto es el que espera
el Señor de nosotros? El vino es imagen del amor: éste es el verdadero fruto que
permanece, el que Dios quiere de nosotros. Pero no olvidemos que, en el Antiguo
Testamento, el vino que se espera de la uva selecta es sobre todo imagen de la
justicia, que se desarrolla en una existencia vivida según la ley de Dios. Y no
digamos que esta es una visión veterotestamentaria ya superada: no, ella sigue
siendo siempre verdadera. El auténtico contenido de la Ley, su summa, es
el amor a Dios y al prójimo. Este doble amor, sin embargo, no es simplemente
algo dulce. Conlleva en sí la carga de la paciencia, de la humildad, de la
maduración de nuestra voluntad en la formación e identificación con la voluntad
de Dios, la voluntad de Jesucristo, el Amigo. Sólo así, en el hacerse todo
nuestro ser verdadero y recto, también el amor es verdadero; sólo así es un
fruto maduro. Su exigencia intrínseca, la fidelidad a Cristo y a su Iglesia,
requiere que se cumpla siempre también en el sufrimiento. Precisamente de este
modo, crece la verdadera alegría. En el fondo, la esencia del amor, del
verdadero fruto, se corresponde con las palabras sobre el ponerse en camino,
sobre el salir: amor significa abandonarse, entregarse; lleva en sí el signo de
la cruz. En este contexto, Gregorio Magno decía una vez: Si tendéis hacia Dios,
tened cuidado de no alcanzarlo solos (cf. H Ev 1,6,6: PL 76,
1097s); una palabra que nosotros, como sacerdotes, hemos de tener presente
íntimamente cada día.
Queridos amigos, quizás me he entretenido demasiado con la memoria íntima sobre
los sesenta años de mi ministerio sacerdotal. Es hora de pensar en lo que es
propio de este momento.
En la solemnidad de los Apóstoles San Pedro y San Pablo, dirijo ante todo mi más
cordial saludo al Patriarca Ecuménico Bartolomé I y a la Delegación que ha
enviado, y a la que agradezco vivamente su grata visita en la gozosa ocasión de
los Santos Apóstoles Patronos de Roma. Saludo cordialmente también a los Señores
Cardenales, a los Hermanos en el Episcopado, a los Señores Embajadores y a las
Autoridades civiles, así como a los sacerdotes, a mis compañeros de Primera
Misa, a los religiosos y fieles laicos. Agradezco a todos su presencia y su
oración.
A los Arzobispos Metropolitanos nombrados desde la última Fiesta de los grandes
Apóstoles, les será impuesto ahora el palio. ¿Qué significa? Nos puede recordar
ante todo el suave yugo de Cristo que se nos pone sobre los hombros (cf. Mt
11,29s). El yugo de Cristo es idéntico a su amistad. Es un yugo de amistad y,
por tanto, un «yugo suave», pero precisamente por eso es también un yugo que
exige y que plasma. Es el yugo de su voluntad, que es una voluntad de verdad y
amor. Así, es también para nosotros sobre todo el yugo de introducir a otros en
la amistad con Cristo y de estar a disposición de los demás, de cuidar de ellos
como Pastores. Con esto hemos llegado a un nuevo significado del palio: está
tejido con la lana de corderos que son bendecidos en la fiesta de santa Inés.
Nos recuerda de este modo al Pastor que se ha convertido Él mismo en cordero por
amor nuestro. Nos recuerda a Cristo que se ha encaminado por las montañas y los
desiertos en los que su cordero, la humanidad, se había extraviado. Nos recuerda
a Él, que ha tomado el cordero, la humanidad –a mí– sobre sus hombros, para
llevarme de nuevo a casa. De este modo, nos recuerda que, como Pastores a su
servicio, también nosotros hemos de llevar a los otros, cargándolos, por así
decir, sobre nuestros hombros y llevarlos a Cristo. Nos recuerda que podemos ser
Pastores de su rebaño, que sigue siendo siempre suyo, y no se convierte en el
nuestro. Por fin, el palio significa muy concretamente también la comunión de
los Pastores de la Iglesia con Pedro y con sus sucesores; significa que tenemos
que ser Pastores para la unidad y en la unidad, y que sólo en la unidad de la
cual Pedro es símbolo, guiamos realmente hacia Cristo.
Sesenta años de ministerio sacerdotal. Queridos amigos, tal vez me he extendido
demasiado en los detalles. Pero en esta hora me he sentido impulsado a mirar a
lo que ha caracterizado estas décadas. Me he sentido impulsado a deciros –a
todos los sacerdotes y Obispos, así como también a los fieles de la Iglesia–
una palabra de esperanza y ánimo; una palabra, madurada en la experiencia, sobre
el hecho de que el Señor es bueno. Pero, sobre todo, éste es un momento de
gratitud: gratitud al Señor por la amistad que me ha ofrecido y que quiere
ofrecer a todos nosotros. Gratitud a las personas que me han formado y
acompañado. Y en todo ello se esconde la petición de que un día el Señor, en su
bondad, nos acoja y nos haga contemplar su alegría. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario