Pensar, actuar y amar en
Cristo y por Cristo
(RV).- Ante la presencia de varios miles de fieles y peregrinos de numerosos países, Benedicto XVI celebró en el Aula Pablo VI del Vaticano su habitual audiencia semanal.
En su catequesis sobre la oración en las cartas de San Pablo, el Papa se refirió al himno cristológico que el Apóstol nos ofrece en su carta a los Filipenses. La audiencia comenzó con la siguiente introducción bíblica: (Audio)
En el resumen que leyó de este tema para los fieles de nuestro idioma, el Sucesor de Pedro dijo:
(Audio) Queridos hermanos y hermanas:
Deseo tratar hoy del himno cristológico que san Pablo ofrece en su carta a los Filipenses, centrado en los «sentimientos» de Cristo y en su condición divina y humana: en la encarnación, en la muerte de cruz y en la exaltación en la gloria del Padre. Este cántico inicia con una exhortación: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo». Se trata no sólo de seguir los ejemplos de Jesús, sino también de conformar toda nuestra existencia según su modo de pensar y obrar. Esta composición ofrece además dos indicaciones importantes para nuestra oración. La primera es la invocación de Jesucristo como «Señor». Él es el tesoro por el cual vale la pena gastar la vida. La segunda indicación es la postración: Ante este Nombre, toda rodilla se ha de doblar en el cielo y en la tierra. De este modo, cuando nos arrodillamos ante Cristo, confesamos nuestra fe en Él y lo reconocemos como único Señor. La oración debe conducir, pues, a una más plena toma de conciencia para pensar, actuar y amar en Cristo y por Cristo. Así, la mente, el corazón y la voluntad se abren a la acción del Espíritu Santo y somos transformados por medio de la gracia.
De los saludos del Papa a los diversos grupos de peregrinos que asistieron a esta audiencia semanal destacamos el dirigido a los polacos, a quienes el Santo Padre les recordó que se acerca la solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. “De modo particular -les dijo- los recordamos en Roma, donde han enseñado, dado su testimonio y sufrido el martirio en nombre de Cristo”, razón por la cual, antes de bendecirlos, les deseó que la visita a sus tumbas sea para todos ellos una ocasión para consolidarse en la fe, en la esperanza y en el amor.
También al saludar cordialmente a los fieles húngaros, especialmente a los grupos procedentes de Budapest y de Orosháza, el Pontífice les recordó que se acerca esta solemnidad. De la misma manera hablando en eslovaco el Obispo de Roma saludó a los peregrinos de la parroquia de Šuňava, a quienes les deseó que la visita a las tumbas de los santos Pedro y Pablo profundice su amor por la Iglesia, fundada en los Apóstoles.
Al dar su cordial bienvenida a los peregrinos italianos, el Papa saludó de modo particular a los fieles de la región de las Marcas, acompañados por su Arzobispo, Monseñor Edoardo Menichelli; a los de la parroquia de Santo Domingo en Acquaviva delle Fonti, que recuerdan un significativo aniversario jubilar; a las religiosas Franciscanas Inmaculatinas, que están celebrando su Capítulo general, y a los representantes de la Consulta Nacional contra la usura. A todos estos queridos amigos, el Obispo de Roma les agradeció su visita y los animó a dar un valeroso e insistente testimonio cristiano en los diversos ambientes en que trabajan.
Como es costumbre, el pensamiento del Papa se dirigió, en fin, a los jóvenes, enfermos y recién casados presentes en esta audiencia. Teniendo en cuenta que por estas latitudes ya hemos entrado en el verano, lo que para muchos representa un tiempo de vacaciones y descanso, el Obispo de Roma deseó a los jóvenes que este período sea una “ocasión para realizar útiles experiencias sociales y religiosas”. Formuló votos a los recién casados para que sea un tiempo oportuno “para hacer crecer su unión y profundizar su misión en la Iglesia y en la sociedad”. Y manifestó su deseo de que a los queridos enfermos no les falte “durante estos meses veraniegos la cercanía de personas queridas”.
Al saludar en nuestro idioma a los fieles procedentes de América Latina y de España, Benedicto XVI les dirigió la siguiente invitación:
(Audio). Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos de la Arquidiócesis de Los Altos, y de la Diócesis de Zacatecoluca, acompañados por sus Pastores, así como a los provenientes de España, México, Colombia y otros países latinoamericanos. Invito a todos a que fijen en la oración su mirada en el Crucifijo, a detenerse frecuentemente para la adoración eucarística y así entrar en el amor de Dios, que se ha abajado con humildad para elevarnos hacia Él. Muchas gracias.
(María Fernanda Bernasconi – RV).
Texto completo de la catequesis del Papa:
Queridos hermanos y hermanas
Nuestra oración está hecha, como hemos visto en los pasados miércoles, de silencio y de palabras, de canto y de gestos que implican a toda la persona: desde la boca hasta la mente, del corazón a todo el cuerpo. Es una característica que encontramos en la oración judía, especialmente en los Salmos. Hoy quisiera hablar de uno de los cantos o himnos más antiguos de la tradición cristiana, que San Pablo nos presenta en lo que, en cierto sentido, es su testamento espiritual: la Carta a los Filipenses. Se trata de una carta que el Apóstol escribe mientras está en la cárcel, tal vez en Roma. Él se siente cercano a la muerte, porque afirma que ofrecerá su vida como una libación (cf. Flp 2,17).
A pesar de esta situación de grave peligro para su incolumidad física, San Pablo, en todo el texto, expresa la alegría de ser discípulo de Cristo, de poder ir a su encuentro, hasta el punto de ver la muerte no como una pérdida sino como una ganancia. En el último capítulo de su carta hay una fuerte invitación a la alegría, una característica fundamental de nuestro ser cristianos y de nuestra orar. San Pablo escribe: "Estén siempre alegres en el Señor, lo repito de nuevo: ¡Alégrense!" (Fil. 4,4). ¿Pero cómo puede regocijarse frente a una sentencia de muerte, ya inminente? ¿De dónde, o mejor, de quién San Pablo recoge la serenidad, la fuerza, el coraje de ir hacia su martirio, y al derramamiento de sangre?
La respuesta la encontramos en el centro de la Carta a los Filipenses, en lo que la tradición cristiana llama carmen Christo, el canto para Cristo, o más comúnmente el "himno cristológico"; un canto que centra toda la atención en los "sentimientos" de Cristo, es decir, en su modo de pensar y su actitud concreta, vivida. Esta oración comienza con una exhortación: " Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús " (Fil. 2,5). Estos sentimientos se presentan en los siguientes versículos: el amor, la generosidad, la humildad, la obediencia a Dios, el don de uno mismo. No se trata simplemente de seguir el ejemplo de Jesús como algo moral, sino de involucrar toda la existencia en su propia manera de pensar y actuar. La oración debe llevar hacia un conocimiento y una unión en el amor cada vez más profunda con el Señor, para poder pensar, actuar y amar como Él, en Él y por Él. Ejercitarse en eso, aprender los sentimientos de Jesús es el camino de la vida cristiana.
Ahora voy a referirme brevemente sobre algunos elementos de esta canto denso, que resume todo el itinerario divino y humano del Hijo de Dios, que abarca toda la historia humana: del ser en la condición de Dios, a la encarnación, a la muerte en una cruz y a la exaltación en la gloria del Padre, y en parte también el comportamiento de Adán, del hombre desde el principio. Este himno a Cristo parte de su ser "en morphe tou Theou", dice el texto griego, es decir, de estar "en la forma de Dios", o mejor dicho, en la condición de Dios. Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no vive su "ser como Dios" para triunfar o para imponer su supremacía, no lo considera como una posesión, un privilegio, un tesoro al qué aferrarse. Es más, "se desnudó," se vació de sí mismo tomando, dice el texto griego, la "morphe Doulos", la "forma de siervo, de esclavo", la realidad humana marcada por el sufrimiento, por la pobreza, por la muerte; en todo se asimiló a los hombres, excepto en el pecado, comportándose como un servidor dedicado completamente al servicio de los demás. En este sentido, Eusebio de Cesarea (siglo IV) dice: "Él tomó sobre sí las fatigas, con los miembros que sufren. Ha hecho suyas nuestras humildes enfermedades. Sufrió tribulaciones por amor a nosotros: esto en conformidad con su gran amor por la humanidad "(La demostración Evangélica, 10, 1, 22). San Pablo continúa delineando el marco "histórico" en el que se realizó esta disminución de Jesús. Escribe el Apóstol: "se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte." (Flp 2,8).
El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre y cumplió un camino en completa obediencia y fidelidad a la voluntad del Padre, hasta el supremo sacrificio de su vida. Aún más, el Apóstol especifica "hasta la muerte, y muerte de cruz." En la cruz Jesucristo alcanzó el mayor grado de humillación, ya que la crucifixión era el castigo reservado a los esclavos y no a las personas libres: " mors turpissima crucis", escribe Cicerón (cf. En Verrem, V, 64, 165).
En la cruz de Cristo, el hombre es redimido y la experiencia de Adán se modifica, dándose vuelta completamente: Adán, creado a imagen y semejanza de Dios, pretendía ser como Dios, con sus propias fuerzas, ocupar el lugar de Dios, y así perdió la dignidad original que se le había dado. Jesús, sin embargo, aun estando en la condición divina, se abajó, se sumergió en la condición humana, en total fidelidad al Padre, para redimir al Adán, que está en nosotros y para volverle a dar al hombre la dignidad que había perdido. Los Padres subrayan que Él se hizo obediente, volviendo a dar a la naturaleza humana, a través de su humanidad y obediencia, lo que se había perdido por la desobediencia de Adán.
En la oración, en la relación con Dios, nosotros abrimos la mente, el corazón y la voluntad a la acción del Espíritu Santo, para entrar en esta misma dinámica de vida, como afirma San Cirilo de Alejandría, cuya fiesta celebramos hoy: "La obra del Espíritu intenta transformarnos, por medio de la gracia, en una copia perfecta de su humillación" (Carta Festale 10, 4). La lógica humana, sin embargo, intenta a menudo la realización de sí mismos en el poder, en el dominio, en los medios poderosos. El hombre sigue queriendo construir con sus propias fuerzas la torre de Babel para llegar – con sus propias fuerzas - a la altura de Dios, para ser como Dios. La Encarnación y la Cruz nos recuerdan que la plena realización estriba en conformar la propia la voluntad humana en la del Padre, en el desapego total de sí mismo, del propio egoísmo, para llenarse del amor y de la caridad de Dios y, así, llegar a ser verdaderamente capaces de amar a los demás. El hombre no se encuentra a sí mismo, cuando queda ensimismado, sino cuando logra salir de sí mismo. Sólo si logramos salir de nosotros, nos encontramos. Adán quería imitar a Dios, pero tenía una idea equivocada de Dios. Dios no quiere sólo la grandeza, Dios es amor que da, ya desde la Trinidad y luego en la Creación. Imitar a Dios significa salir de sí mismo y entregarse en el amor.
En la segunda parte de este himno cristológico de la Carta a los Filipenses, el sujeto cambia; ya no es Cristo, sino Dios Padre. San Pablo subraya que es precisamente por la obediencia al Padre, que “Dios le exalta y le dona el nombre que está por encima de los nombres” (Fil. 2,9). Aquel que se humilló hasta tomar la condición de esclavo, viene exaltado por encima de todos y de todo por el Padre, que le da el nombre de Kiros, “Señor”, a suprema dignidad y señoría.
Frente a este nuevo nombre que, de hecho, es el nombre de Dios en el Antiguo Testamento, "se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: «Jesucristo es el Señor»”, para la gloria de Dios el Padre "(vv. 10-11). El Jesús que se exalta es aquel de la Última Cena, que depone sus prendas de vestir, y con una toalla, se inclina para lavar los pies de los Apóstoles y les pregunta: "¿Entienden lo que hago por ustedes? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y con razón, porque lo soy. Así pues, si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavar los pies los unos a los otros "(Jn 13,12-14). Esto es importante recordarlo siempre en nuestras oraciones y en nuestra vida: "el ascenso hacia Dios tiene lugar en el descenso del servicio humilde, en el descenso del amor, que es la esencia de Dios y la verdadera fuerza purificadora, que permite al hombre percibir y ver a Dios "(Jesús de Nazaret, Milano 2007, p. 120).
El himno de la Carta a los Filipenses nos ofrece aquí dos claves importantes para nuestra oración. La primera es la invocación: "Señor", dirigida a Jesucristo, sentado a la diestra del Padre: Él es el único Señor de nuestra vida, en medio de tantos "dominadores" que la quieren dirigir y orientar. Por ello, es necesario tener una escala de valores en los que la primacía le corresponde a Dios, para afirmar con San Pablo: "todo me parece una desventaja comparado con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor " (Fil. 3,8). El encuentro con el Resucitado le hizo comprender que Él es el único tesoro por el cual vale la pena sacrificar la propia existencia.
La segunda indicación es la postración, "se doblará toda rodilla " en la tierra y en el cielo, que evoca una expresión del Profeta Isaías, que indica la adoración que todas las criaturas le deben a Dios (cf. 45:23). La genuflexión ante el Santísimo Sacramento o el arrodillarse en la oración expresan precisamente la actitud de adoración ante Dios, también con el cuerpo. De ahí la importancia de cumplir este gesto no por costumbre, sino con profunda conciencia. Cuando nos arrodillamos ante el Señor, confesamos nuestra fe en Él, reconocemos que Él es el único Señor de nuestra vida.
Queridos hermanos y hermanas, en nuestra oración, contemplemos al Crucificado, detengámonos en adoración ante la Eucaristía con mayor frecuencia, para que entre en nuestra vida el amor de Dios, que se abajó con humildad para elevarnos hacia Él. Al comienzo de la catequesis nos preguntábamos cómo San Pablo podía alegrarse ante el riesgo inminente de su martirio y de su derramamiento de sangre. Esto sólo es posible porque el Apóstol nunca alejó su mirada de Cristo, hasta asemejarse a Él en su muerte, " a fin de llegar, si es posible, a la resurrección de entre los muertos " (Fil. 3:11). Al igual que San Francisco ante el crucifijo, digamos también nosotros: Altísimo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón. Dame una fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, juicio y discernimiento para cumplir tu verdadera y santa voluntad. Amén (cf. Oración ante el Crucifijo: FF [276]).
(RV).- Ante la presencia de varios miles de fieles y peregrinos de numerosos países, Benedicto XVI celebró en el Aula Pablo VI del Vaticano su habitual audiencia semanal.
En su catequesis sobre la oración en las cartas de San Pablo, el Papa se refirió al himno cristológico que el Apóstol nos ofrece en su carta a los Filipenses. La audiencia comenzó con la siguiente introducción bíblica: (Audio)
En el resumen que leyó de este tema para los fieles de nuestro idioma, el Sucesor de Pedro dijo:
(Audio) Queridos hermanos y hermanas:
Deseo tratar hoy del himno cristológico que san Pablo ofrece en su carta a los Filipenses, centrado en los «sentimientos» de Cristo y en su condición divina y humana: en la encarnación, en la muerte de cruz y en la exaltación en la gloria del Padre. Este cántico inicia con una exhortación: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo». Se trata no sólo de seguir los ejemplos de Jesús, sino también de conformar toda nuestra existencia según su modo de pensar y obrar. Esta composición ofrece además dos indicaciones importantes para nuestra oración. La primera es la invocación de Jesucristo como «Señor». Él es el tesoro por el cual vale la pena gastar la vida. La segunda indicación es la postración: Ante este Nombre, toda rodilla se ha de doblar en el cielo y en la tierra. De este modo, cuando nos arrodillamos ante Cristo, confesamos nuestra fe en Él y lo reconocemos como único Señor. La oración debe conducir, pues, a una más plena toma de conciencia para pensar, actuar y amar en Cristo y por Cristo. Así, la mente, el corazón y la voluntad se abren a la acción del Espíritu Santo y somos transformados por medio de la gracia.
De los saludos del Papa a los diversos grupos de peregrinos que asistieron a esta audiencia semanal destacamos el dirigido a los polacos, a quienes el Santo Padre les recordó que se acerca la solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. “De modo particular -les dijo- los recordamos en Roma, donde han enseñado, dado su testimonio y sufrido el martirio en nombre de Cristo”, razón por la cual, antes de bendecirlos, les deseó que la visita a sus tumbas sea para todos ellos una ocasión para consolidarse en la fe, en la esperanza y en el amor.
También al saludar cordialmente a los fieles húngaros, especialmente a los grupos procedentes de Budapest y de Orosháza, el Pontífice les recordó que se acerca esta solemnidad. De la misma manera hablando en eslovaco el Obispo de Roma saludó a los peregrinos de la parroquia de Šuňava, a quienes les deseó que la visita a las tumbas de los santos Pedro y Pablo profundice su amor por la Iglesia, fundada en los Apóstoles.
Al dar su cordial bienvenida a los peregrinos italianos, el Papa saludó de modo particular a los fieles de la región de las Marcas, acompañados por su Arzobispo, Monseñor Edoardo Menichelli; a los de la parroquia de Santo Domingo en Acquaviva delle Fonti, que recuerdan un significativo aniversario jubilar; a las religiosas Franciscanas Inmaculatinas, que están celebrando su Capítulo general, y a los representantes de la Consulta Nacional contra la usura. A todos estos queridos amigos, el Obispo de Roma les agradeció su visita y los animó a dar un valeroso e insistente testimonio cristiano en los diversos ambientes en que trabajan.
Como es costumbre, el pensamiento del Papa se dirigió, en fin, a los jóvenes, enfermos y recién casados presentes en esta audiencia. Teniendo en cuenta que por estas latitudes ya hemos entrado en el verano, lo que para muchos representa un tiempo de vacaciones y descanso, el Obispo de Roma deseó a los jóvenes que este período sea una “ocasión para realizar útiles experiencias sociales y religiosas”. Formuló votos a los recién casados para que sea un tiempo oportuno “para hacer crecer su unión y profundizar su misión en la Iglesia y en la sociedad”. Y manifestó su deseo de que a los queridos enfermos no les falte “durante estos meses veraniegos la cercanía de personas queridas”.
Al saludar en nuestro idioma a los fieles procedentes de América Latina y de España, Benedicto XVI les dirigió la siguiente invitación:
(Audio). Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos de la Arquidiócesis de Los Altos, y de la Diócesis de Zacatecoluca, acompañados por sus Pastores, así como a los provenientes de España, México, Colombia y otros países latinoamericanos. Invito a todos a que fijen en la oración su mirada en el Crucifijo, a detenerse frecuentemente para la adoración eucarística y así entrar en el amor de Dios, que se ha abajado con humildad para elevarnos hacia Él. Muchas gracias.
(María Fernanda Bernasconi – RV).
Texto completo de la catequesis del Papa:
Queridos hermanos y hermanas
Nuestra oración está hecha, como hemos visto en los pasados miércoles, de silencio y de palabras, de canto y de gestos que implican a toda la persona: desde la boca hasta la mente, del corazón a todo el cuerpo. Es una característica que encontramos en la oración judía, especialmente en los Salmos. Hoy quisiera hablar de uno de los cantos o himnos más antiguos de la tradición cristiana, que San Pablo nos presenta en lo que, en cierto sentido, es su testamento espiritual: la Carta a los Filipenses. Se trata de una carta que el Apóstol escribe mientras está en la cárcel, tal vez en Roma. Él se siente cercano a la muerte, porque afirma que ofrecerá su vida como una libación (cf. Flp 2,17).
A pesar de esta situación de grave peligro para su incolumidad física, San Pablo, en todo el texto, expresa la alegría de ser discípulo de Cristo, de poder ir a su encuentro, hasta el punto de ver la muerte no como una pérdida sino como una ganancia. En el último capítulo de su carta hay una fuerte invitación a la alegría, una característica fundamental de nuestro ser cristianos y de nuestra orar. San Pablo escribe: "Estén siempre alegres en el Señor, lo repito de nuevo: ¡Alégrense!" (Fil. 4,4). ¿Pero cómo puede regocijarse frente a una sentencia de muerte, ya inminente? ¿De dónde, o mejor, de quién San Pablo recoge la serenidad, la fuerza, el coraje de ir hacia su martirio, y al derramamiento de sangre?
La respuesta la encontramos en el centro de la Carta a los Filipenses, en lo que la tradición cristiana llama carmen Christo, el canto para Cristo, o más comúnmente el "himno cristológico"; un canto que centra toda la atención en los "sentimientos" de Cristo, es decir, en su modo de pensar y su actitud concreta, vivida. Esta oración comienza con una exhortación: " Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús " (Fil. 2,5). Estos sentimientos se presentan en los siguientes versículos: el amor, la generosidad, la humildad, la obediencia a Dios, el don de uno mismo. No se trata simplemente de seguir el ejemplo de Jesús como algo moral, sino de involucrar toda la existencia en su propia manera de pensar y actuar. La oración debe llevar hacia un conocimiento y una unión en el amor cada vez más profunda con el Señor, para poder pensar, actuar y amar como Él, en Él y por Él. Ejercitarse en eso, aprender los sentimientos de Jesús es el camino de la vida cristiana.
Ahora voy a referirme brevemente sobre algunos elementos de esta canto denso, que resume todo el itinerario divino y humano del Hijo de Dios, que abarca toda la historia humana: del ser en la condición de Dios, a la encarnación, a la muerte en una cruz y a la exaltación en la gloria del Padre, y en parte también el comportamiento de Adán, del hombre desde el principio. Este himno a Cristo parte de su ser "en morphe tou Theou", dice el texto griego, es decir, de estar "en la forma de Dios", o mejor dicho, en la condición de Dios. Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no vive su "ser como Dios" para triunfar o para imponer su supremacía, no lo considera como una posesión, un privilegio, un tesoro al qué aferrarse. Es más, "se desnudó," se vació de sí mismo tomando, dice el texto griego, la "morphe Doulos", la "forma de siervo, de esclavo", la realidad humana marcada por el sufrimiento, por la pobreza, por la muerte; en todo se asimiló a los hombres, excepto en el pecado, comportándose como un servidor dedicado completamente al servicio de los demás. En este sentido, Eusebio de Cesarea (siglo IV) dice: "Él tomó sobre sí las fatigas, con los miembros que sufren. Ha hecho suyas nuestras humildes enfermedades. Sufrió tribulaciones por amor a nosotros: esto en conformidad con su gran amor por la humanidad "(La demostración Evangélica, 10, 1, 22). San Pablo continúa delineando el marco "histórico" en el que se realizó esta disminución de Jesús. Escribe el Apóstol: "se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte." (Flp 2,8).
El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre y cumplió un camino en completa obediencia y fidelidad a la voluntad del Padre, hasta el supremo sacrificio de su vida. Aún más, el Apóstol especifica "hasta la muerte, y muerte de cruz." En la cruz Jesucristo alcanzó el mayor grado de humillación, ya que la crucifixión era el castigo reservado a los esclavos y no a las personas libres: " mors turpissima crucis", escribe Cicerón (cf. En Verrem, V, 64, 165).
En la cruz de Cristo, el hombre es redimido y la experiencia de Adán se modifica, dándose vuelta completamente: Adán, creado a imagen y semejanza de Dios, pretendía ser como Dios, con sus propias fuerzas, ocupar el lugar de Dios, y así perdió la dignidad original que se le había dado. Jesús, sin embargo, aun estando en la condición divina, se abajó, se sumergió en la condición humana, en total fidelidad al Padre, para redimir al Adán, que está en nosotros y para volverle a dar al hombre la dignidad que había perdido. Los Padres subrayan que Él se hizo obediente, volviendo a dar a la naturaleza humana, a través de su humanidad y obediencia, lo que se había perdido por la desobediencia de Adán.
En la oración, en la relación con Dios, nosotros abrimos la mente, el corazón y la voluntad a la acción del Espíritu Santo, para entrar en esta misma dinámica de vida, como afirma San Cirilo de Alejandría, cuya fiesta celebramos hoy: "La obra del Espíritu intenta transformarnos, por medio de la gracia, en una copia perfecta de su humillación" (Carta Festale 10, 4). La lógica humana, sin embargo, intenta a menudo la realización de sí mismos en el poder, en el dominio, en los medios poderosos. El hombre sigue queriendo construir con sus propias fuerzas la torre de Babel para llegar – con sus propias fuerzas - a la altura de Dios, para ser como Dios. La Encarnación y la Cruz nos recuerdan que la plena realización estriba en conformar la propia la voluntad humana en la del Padre, en el desapego total de sí mismo, del propio egoísmo, para llenarse del amor y de la caridad de Dios y, así, llegar a ser verdaderamente capaces de amar a los demás. El hombre no se encuentra a sí mismo, cuando queda ensimismado, sino cuando logra salir de sí mismo. Sólo si logramos salir de nosotros, nos encontramos. Adán quería imitar a Dios, pero tenía una idea equivocada de Dios. Dios no quiere sólo la grandeza, Dios es amor que da, ya desde la Trinidad y luego en la Creación. Imitar a Dios significa salir de sí mismo y entregarse en el amor.
En la segunda parte de este himno cristológico de la Carta a los Filipenses, el sujeto cambia; ya no es Cristo, sino Dios Padre. San Pablo subraya que es precisamente por la obediencia al Padre, que “Dios le exalta y le dona el nombre que está por encima de los nombres” (Fil. 2,9). Aquel que se humilló hasta tomar la condición de esclavo, viene exaltado por encima de todos y de todo por el Padre, que le da el nombre de Kiros, “Señor”, a suprema dignidad y señoría.
Frente a este nuevo nombre que, de hecho, es el nombre de Dios en el Antiguo Testamento, "se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre: «Jesucristo es el Señor»”, para la gloria de Dios el Padre "(vv. 10-11). El Jesús que se exalta es aquel de la Última Cena, que depone sus prendas de vestir, y con una toalla, se inclina para lavar los pies de los Apóstoles y les pregunta: "¿Entienden lo que hago por ustedes? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y con razón, porque lo soy. Así pues, si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavar los pies los unos a los otros "(Jn 13,12-14). Esto es importante recordarlo siempre en nuestras oraciones y en nuestra vida: "el ascenso hacia Dios tiene lugar en el descenso del servicio humilde, en el descenso del amor, que es la esencia de Dios y la verdadera fuerza purificadora, que permite al hombre percibir y ver a Dios "(Jesús de Nazaret, Milano 2007, p. 120).
El himno de la Carta a los Filipenses nos ofrece aquí dos claves importantes para nuestra oración. La primera es la invocación: "Señor", dirigida a Jesucristo, sentado a la diestra del Padre: Él es el único Señor de nuestra vida, en medio de tantos "dominadores" que la quieren dirigir y orientar. Por ello, es necesario tener una escala de valores en los que la primacía le corresponde a Dios, para afirmar con San Pablo: "todo me parece una desventaja comparado con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor " (Fil. 3,8). El encuentro con el Resucitado le hizo comprender que Él es el único tesoro por el cual vale la pena sacrificar la propia existencia.
La segunda indicación es la postración, "se doblará toda rodilla " en la tierra y en el cielo, que evoca una expresión del Profeta Isaías, que indica la adoración que todas las criaturas le deben a Dios (cf. 45:23). La genuflexión ante el Santísimo Sacramento o el arrodillarse en la oración expresan precisamente la actitud de adoración ante Dios, también con el cuerpo. De ahí la importancia de cumplir este gesto no por costumbre, sino con profunda conciencia. Cuando nos arrodillamos ante el Señor, confesamos nuestra fe en Él, reconocemos que Él es el único Señor de nuestra vida.
Queridos hermanos y hermanas, en nuestra oración, contemplemos al Crucificado, detengámonos en adoración ante la Eucaristía con mayor frecuencia, para que entre en nuestra vida el amor de Dios, que se abajó con humildad para elevarnos hacia Él. Al comienzo de la catequesis nos preguntábamos cómo San Pablo podía alegrarse ante el riesgo inminente de su martirio y de su derramamiento de sangre. Esto sólo es posible porque el Apóstol nunca alejó su mirada de Cristo, hasta asemejarse a Él en su muerte, " a fin de llegar, si es posible, a la resurrección de entre los muertos " (Fil. 3:11). Al igual que San Francisco ante el crucifijo, digamos también nosotros: Altísimo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón. Dame una fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, juicio y discernimiento para cumplir tu verdadera y santa voluntad. Amén (cf. Oración ante el Crucifijo: FF [276]).
Fuente: Radio Vaticano miercoles 27 de junio
(Traducción del italiano: Eduardo Rubió y Cecilia de Malak - RV)
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