jueves, 29 de noviembre de 2012

Hacia el final del año litúrgico. Las realidades últimas (Escatología)


Las realidades últimas 

El día 1º de noviembre de 2009, en Roma, Monseñor Guido Marini, Maestro de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice, pronunció una conferencia sobre las verdades escatológicas de nuestra fe. 






Hacia el final del año litúrgico

La gran tradición de la Iglesia nos enseña, y la Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II lo ha recordado con insistencia, que toda auténtica espiritualidad cristiana no puede ser sino una espiritualidad litúrgica. Es decir, una vida según el Espíritu que recibe su contenido, su forma, y su alimento principalmente de la Liturgia de la Iglesia.

Teniendo en cuenta esta enseñanza, deseamos inaugurar el recorrido de nuestros retiros mensuales a la luz del tiempo litúrgico que se nos permite vivir. Próximos al Adviento, precisamente hoy hemos entrado en el mes de noviembre. Un mes que, iniciado en la contemplación de la eternidad, vivida por los santos y esperada por aquellos que más allá e la muerte aún necesitan purificación, se concluirá con la mirada dirigida hacia la realeza de Cristo, principio y fin de la historia, juez de verdad y de misericordia para la existencia de todos nosotros.

Así, si tuviéramos que sintetizar el contexto litúrgico en el que nos encontramos insertos en estos días del año, deberíamos hablar de “realidades últimas”. Hoy se acostumbra definirlas con el término “escatología”, en un tiempo se prefería decir “Novísimos”. Como fuere, somos invitados a dirigir la atención de la mente y la mirada del corazón hacia estas realidades últimas.

Las realidades últimas: en nuestra cultura secular no están muy de moda. Y en verdad, lamentablemente, no parecen muy actuales ni siquiera en la conciencia de muchos cristianos. Hay un inevitable tributo que cada generación cristiana paga al tiempo en que vive. Y uno de los tributos que nuestra generación paga al tiempo presente es el olvido de las realidades últimas.

Sin embargo, la fe cristiana no sería más completamente ella misma, y tal vez es más exacto decir que directamente no sería, sin la presencia de las realidades últimas. ¿Qué fe podría decirse la nuestra sin la verdad del Paraíso, del Purgatorio, del Infierno? ¿Y qué tendría que decir al hombre una fe que no hablase más de la muerte y de la resurrección que, sobre aquella, es la única victoria posible? ¿Y cómo podríamos llamarnos cristianos sin el culto de los Santos y la verdad de aquella comunión espiritual, en virtud de la cual es posible el sufragio por cuantos nos han precedido y que aún esperan la visión de Dios?

Si la Iglesia no deja de hablar de las realidades últimas, lo hace no por un excéntrico apego a algo que es antiguo y que, tal vez, sería mejor olvidar porque no se adapta mucho a los gustos de nuestro tiempo. En verdad, la Iglesia no puede omitir la predicación de las verdades escatológicas porque forman parte de lo que su Señor le ha entregado e iluminan el misterio del hombre. Aún cuando el hombre, por condicionamientos culturales, se oponga a ser iluminado. Sin las realidades últimas, las penúltimas permanecen en la tenebrosa oscuridad de la falta de sentido.

Entonces, tal vez es precisamente éste, nuestro tiempo, el que tiene urgente necesidad de oír de nuevo la proclamación alta y clara de qué es la muerte, de lo que nos espera más allá del muro del tiempo, de lo que es invisible y eterno. Y con el mundo, también nosotros, que un poco de mundo hospedamos en el corazón y que, quizás, permanecemos involucrados, al menos en parte, en el clima del siglo.

1. Todos los Santos









La Iglesia, que es siempre madre y maestra, nos regala iniciar el recorrido litúrgico del mes de noviembre con la espléndida solemnidad de Todos los Santos. De este modo, somos reconducidos al estadio definitivo y realizado de la vida de la Iglesia. En efecto, hoy no contemplamos tanto a los santos en su singularidad sino, más bien, a “la ciudad del Cielo, la santa Jerusalén que es nuestra madre, donde la asamblea festiva de nuestros hermanos glorifica eternamente” (Prefacio) el nombre del Señor.

Hoy la Iglesia eleva la mirada y la fija en el Cielo, anhela al Paraíso y contempla aquella meta sin la cual todo se hace absurdo en el cristianismo y sin la cual, para decirlo con San Pablo, “nosotros seríamos los más desgraciados de todos los hombres” (1 Cor. 15, 19). Hoy nuestro corazón se levanta “porque –afirma san Bernardo – los Santos desean tenernos con ellos y los Justos nos esperan” y “mientras deseamos estar junto a ellos, estimulamos en nuestro corazón la aspiración más intensa de compartir la gloria”.

¿A qué tiempo se remonta la institución de esta solemnidad? También ella, como otras, viene de la Iglesia Oriental y fue acogida en Roma cuando el Papa Bonifacio IV transformó el Pantheon, dedicado a todos los dioses del antiguo Olimpo, en una iglesia en honor de la Virgen y de todos los Santos. Esto ocurría el 13 de mayo del 609. Vale la pena recordar que Alcuino, el maestro de Carlomagno, fue uno de los propagadores de la fiesta. Él era un inglés de York, y los Celtas consideraban el 1º de noviembre como día de solemnidad porque marcaba el inicio de la estación invernal. Se piensa, por eso, que el cambio de la fiesta, del 13 de mayo al 1º de noviembre, estuvo determinado por influencias anglosajonas y francesas. Esto ocurrió en 1475, bajo el pontificado de Sixto IV.

Y nosotros podemos advertir la dimensión providencial de este cambio, por la luz espiritual que la solemnidad da al período conclusivo del año litúrgico. Es sobre esta luz en donde queremos ahora detenernos.

Cuando contemplamos la Jerusalén celestial, se nos recuerda que la Iglesia es una realidad mucho más amplia y más bella que aquella que nosotros habitualmente solemos considerar. Donde la fe no está - y éste no es nuestro caso - o donde la fe se está debilitando – y éste podría ser nuestro caso -, la Iglesia corre el riesgo de aparecer bajo una única realidad: la humana y visible. Entonces, todo en la vida de la Iglesia se agotaría en el interior de sus instituciones, su identidad podría parecer similar a la de tantas otras realidades mundanas – aunque con algunas particularidades bien definidas -, su existencia tendría como único escenario el de la historia humana. En otras palabras, es posible que, también para nosotros que tenemos la fe, la Iglesia se convierta en víctima del fenómeno de la secularización.

Pero – y ésta es la pregunta que debe despertarse interiormente en nosotros -, ¿qué podríamos hacer con una Iglesia secularizada? ¿O qué novedades tendría para donar al mundo una Iglesia similar en todo a las otras instituciones más o menos benéficas de las que el mundo está poblado? ¿Y puede satisfacernos una Iglesia que viva sólo para el bien y el desarrollo del siglo presente?

La solemnidad de Todos los Santos reconduce nuestra fe a la verdad integral del misterio de la Iglesia, recordándonos que la Iglesia no tiene una única dimensión y que la visibilidad no puede agotar su misterio. Así hoy, y en este tiempo litúrgico, somos invitados a contemplar la belleza del misterio de la Iglesia en todos sus aspectos. Esta es la Iglesia que el Señor nos ha dado, esta es la Iglesia en la cual creemos, ¡esta es la Iglesia que amamos! Una Iglesia que comparte nuestra peregrinación terrena pero que también nos entreabre las puertas del Cielo; una Iglesia que vive en el tiempo pero que también se proyecta y encuentra su morada estable en la eternidad; una Iglesia que tiene el rostro humano de nosotros, pobres pecadores, pero que también lleva en sí el esplendor de la santidad de Dios.

Si, justamente, advertimos la urgente necesidad de presentar así la Iglesia a nuestro mundo, no menos debemos advertir la necesidad de vivir nosotros cotidianamente la belleza de este misterio y dejarnos fascinar siempre de nuevo por esta belleza. Si nos preguntamos cómo es posible esto, viene en nuestra ayuda la Liturgia de la Iglesia. En cada celebración eucarística, al final del prefacio, poco antes de entonar con el impulso del corazón el Santo, escuchamos la invitación a cantar al Señor junto a los santos y a las filas de los ángeles. En resumen, a elevar nuestra alabanza a Dios uniéndonos a todos los habitantes del Paraíso o, en otras palabras, a la Jerusalén del Cielo. Diría el apóstol Pablo: “Nuestra conversación está en los Cielos”. Y bien, ¡que lo esté! Y que pueda ser el horizonte habitual de nuestra fe y de nuestra pertenencia a la Iglesia.

Esto significa dejar que la solemnidad de Todos los Santos dé contenido, forma y alimento a nuestra vida espiritual. Pero no es todo. Si hoy se nos recuerda que existe el Paraíso, que existe una eternidad beata, al mismo tiempo se nos recuerda que hay un camino que conduce allí. Precisamente por eso, el Evangelio de la Misa de esta solemnidad nos hace volver a escuchar las bienaventuranzas. El Paraíso es para los santos. No sólo para aquellos recordados por el Calendario y que la Iglesia ha reconocido y reconoce como tales. También para aquellos que podemos y debemos ser nosotros, con la adhesión de nuestra vida a la voluntad del Señor.

La historia recuerda, entre los fundadores de la Orden Cisterciense, a San Roberto de Troye. Este gran monje, desde la juventud, amaba repetir a los demás y a sí mismo: “En la vida no hay más que un único gran error que el hombre puede cometer: el de no ser santo”. Precisamente para hacernos evitar este único gran error de la vida, la Iglesia recuerda cada año a Todos los Santos. Y nosotros, en la escuela de la Iglesia, queremos hacer memoria, para repetir con Santa Teresa del Niño Jesús aquel “quiero” decidido e irrevocable, sin el cual nada puede la gracia de Dios.


2. La conmemoración de Todos los Fieles Difuntos



El motivo que nos lleva a recordar a los fieles difuntos, después de haber contemplado la realidad del Paraíso, es totalmente lógico y comprensible. La vida de la Iglesia, que no se agota en el siglo presente, conoce también una etapa del todo particular que es la de la purificación, “donde –diría Dante – el espíritu humano se purga y se hace digno de subir al Cielo”.

En efecto, cuando el Abad San Odilón del Cluny (+1048) instituyó la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, tuvo la genial intuición de elegir como día litúrgico el inmediatamente sucesivo a Todos los Santos. Así se ponía de manifiesto que la Iglesia que está en la purificación ultraterrena ya es Iglesia de los Santos y que la suerte de aquellas almas está eterna e irreversiblemente orientada a la gloria del Paraíso.

Si nos acercamos con la atención debida al sentido de esta celebración litúrgica, descubrimos que en ella está presente un doble llamamiento para la vida de todos nosotros.

En primer lugar, nosotros, peregrinos en la tierra, somos educados en aquella relación de oración que se llama normalmente “sufragio” y que es una exquisita obra de caridad. Rezamos para llevar socorro espiritual a nuestros hermanos que están todavía en espera de lo que constituirá su eterna felicidad. Así redescubrimos la consoladora verdad de la Comunión de los Santos. En virtud de la vida de la gracia que nos acomuna, podemos ir en ayuda unos de otros: ya en la vida presente y también luego en la futura. Donde la gracia es patrimonio común, es derribada toda forma de separación. Entonces, el hombre puede comunicarse con el otro hombre en virtud de Dios que une sus vidas. Y la oración – particularmente la Misa -, el sacrificio ofrecido, la práctica de la limosna, el bien realizado, se convierten en medios de caridad, instrumentos espirituales para el intercambio de los dones de la gracia. Nuestra vida de caridad no podrá nunca estar completa si no contempla también el don generoso del sufragio. Si la caridad, que es el amor mismo de Dios vertido en nuestros corazones, nos lleva a acercarnos en el modo divino a toda necesidad humana, ¿no nos llevará a acercarnos también a la “necesidad de las necesidades”, que es la salvación eterna del hombre?

Además, para ir al segundo llamamiento que surge de la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, el estado de purificación ultraterreno de algunos hermanos nuestros recuerda que la purificación es ya parte necesaria de nuestra vida terrena. La ascesis, la penitencia, el sacrificio, no son palabras obsoletas ligadas a un tiempo antiguo que ya no vale la pena recordar. Aquellas palabras, aunque insertadas en un nuevo contexto cultural y en una sensibilidad diversa, siguen siendo vehículo de una verdad que es parte de la fe cristiana. El hombre es pecador y tiene necesidad de purificarse para poder acceder a la presencia del Dios tres veces Santo.

No hay duda. El primer camino de la purificación es el de la confesión sincera que obtiene de Dios la gracia del perdón. Sin embargo, la Iglesia nos recuerda que el pecado del hombre lleva consigo un daño espiritual que va más allá de la remisión del pecado y que otros caminos de purificación pueden reparar. Es por eso que la penitencia, en sus diversas formas, es desde siempre una de las prácticas vividas por los cristianos. Hoy, como ayer, nadie puede pensar en minimizarla. Y nosotros debemos añadirla en la agenda cotidiana de nuestro camino de fe.

3. La posibilidad del Infierno

Lo que venimos diciendo no estaría completo si faltara una palabra sobre esto que, ciertamente, suena duro a nuestros oídos y que, sin embargo, es necesario escuchar de tanto en tanto. Aludo al Infierno y a su dramática posibilidad como resultado de nuestra vida terrena.

¿Quién habla actualmente del Infierno? Y, en consecuencia, ¿aún vale la pena hablar de ello? La pregunta puede ser legítima. Pero es también legítimo preguntarse: ¿el no hablar de ello tiene la capacidad de hacer inexistente una verdad de nuestra fe? ¿No sería más sabio recordar que la vida es un recorrido temporal extremadamente serio y cargado de responsabilidad, como para comportar un resultado eterno que no está descontado para nadie? Al respecto, así se expresa el Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia Lumen Gentium: “Como no sabemos ni el día ni la hora, por aviso del Señor, debemos vigilar constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena, si queremos entrar con Él a las nupcias merezcamos ser contados entre los escogidos; no sea que, como aquellos siervos malos y perezosos, seamos arrojados al fuego eterno, a las tinieblas exteriores en donde «habrá llanto y rechinar de dientes»”(n. 48) .

Nadie quiere, con esto, dar menor importancia a la misericordia infinita de Dios que resplandece en el rostro de Cristo. Todo lo contrario. En verdad, la misericordia no podría resplandecer en todo su fulgor si no se percibiera la dramaticidad del pecado del hombre y la posibilidad de que tal pecado conduzca a una situación irrevocable de lejanía de Dios.

Porque precisamente de eso se trata cuando se habla del Infierno. No podemos estar unidos a Dios si no elegimos amarlo. Y no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra el prójimo, o contra nosotros mismos. No es Dios quien retira de nosotros Su misericordia sin límites sino que somos nosotros quienes hacemos imposible, con nuestro arraigarnos en el pecado mortal, que Dios pueda acogernos cerca de sí. “Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra «Infierno»” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1033).

En este tiempo litúrgico, debemos pensar un poco en el Infierno. Y debemos pensar en esto no para vivir en un estado habitual de angustia y de miedo, sino para reencontrar algunos elementos de nuestra vida de fe que, de otro modo, corren el riesgo de permanecer en la periferia de nuestro horizonte espiritual y, poco a poco, ser eliminados. ¿A qué me refiero?

En primer lugar, a la gravedad del pecado en todas sus formas. El hombre moderno, trágicamente –debemos admitirlo – ya no llega a percibir la gravedad del pecado. Sobre todo en relación al misterio de Dios. A lo sumo, el hombre de nuestro tiempo está pronto a reconocer la gravedad de algunos actos que son realizados contra el hombre, contra la sociedad, contra la naturaleza en sus diversas expresiones. Pero ya no llega a intuir la enormidad de la culpa en cuanto herida hecha al amor de Dios. Y, en verdad, es precisamente esta dimensión la que hace del pecado una realidad “terrible”. Todo pecado es un acto contra Dios. Un acto que parte del hombre, pero al cual el hombre es luego incapaz de poner remedio con sus fuerzas porque provoca un daño infinito. ¿No es éste, quizás, el motivo profundo por el que la salvación del hombre podía provenir sólo de Dios, de un Dios que tomase sobre sí el pecado del hombre? Recordar esto significa gustar, en toda su fuerza de consolación, el misterio de la misericordia de Dios. No temamos, entonces, pensar en el Infierno. No omitamos considerar la gravedad de nuestro pecado. Y desde aquí podrá surgir la maravilla auténtica por la infinita bondad del Señor.

Y así llegamos a un segundo elemento de la vida espiritual que la reflexión sobre el Infierno nos ayuda a no perder de vista: la necesidad de una conversión cotidiana. La percepción de la realidad más intima del pecado y de sus consecuencias es con frecuencia el punto de partida de una vida de santidad. No hay duda: tal punto de partida está con frecuencia y sobre todo constituido por el encuentro con el misterio de la misericordia de Dios. Pero es indudable también que tal encuentro ocurre verdaderamente donde la percepción de la misericordia de Dios no está separada de la conciencia del propio pecado y de la posibilidad del fracaso irremediable de la vida. En este tiempo litúrgico, entonces, la renovada meditación sobre la verdad de la condenación eterna y del pecado sirva de estímulo para reencontrar el impulso para una conversión auténtica y sin titubeos.

4. El Juicio final


En la parte central de la Profesión de Fe, allí donde se renueva el Credo en el Hijo de Dios, en un cierto momento se afirma: “Y subió al Cielo, y está sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos”. Tal vez, a veces, pasamos con demasiada superficialidad por los artículos de la fe. De este modo, no les ponemos más la debida atención y sobre todo nos olvidamos de lo que significan en orden a nuestra vida cristiana.

Respecto a este artículo de fe, escuchemos el Catecismo de la Iglesia Católica: “La resurrección de todos los muertos, «de los justos y de los pecadores» (Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Esta será «la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5, 28-29)… Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios… El pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que Su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último” (nn. 1038-1040).

No se podría describir con más claridad la verdad de fe del Juicio final. Esta claridad doctrinal no puede más que ayudarnos a descubrir las consecuencias espirituales que de allí se derivan.

Para empezar, diría que la consideración del Juicio final nos lleva a redescubrir la gran sabiduría de la práctica del examen de conciencia, posiblemente diario y particular, como sugería San Ignacio. En efecto, el examen de conciencia es una suerte de prueba de Juicio que nos acompaña en el curso de la vida. Aquel día, cuando Cristo vendrá a juzgar a vivos y muertos, nos veremos a nosotros mismos en la verdad y sin sombra de mentira. El Señor será la verdad en la cual nos encontraremos reflejados. ¿No es sabio, entonces, acostumbrarse a mirar la propia vida en la verdad, en Cristo, a lo largo de toda la existencia? No quisiera ser banal, y sin embargo creo que la siguiente comparación nos puede ayudar. Cuando somos llamados a afrontar un examen, nos disponemos a vivir ese momento como un juicio. Y a ese juicio nos preparamos con cuidado, a menudo simulando lo que ocurrirá más tarde, imaginando las posibles preguntas y respuestas. ¿No se deberá, con más cuidado aún, disponernos para el Juicio último sobre nuestra vida, acostumbrándonos a examinarnos a nosotros mismos según la verdad y, por lo tanto, en Cristo y en su Palabra?

Pero hay también algo más que la consideración del Juicio final nos ayuda a no perder de vista. Me refiero a la mirada de fe con que observamos e interpretamos los hechos de la vida: la nuestra, la ajena, y la del mundo entero. Aquel día, nos ha recordado el Catecismo, entenderemos finalmente el sentido verdadero y completo de la creación, de la redención, de cada obra realizada por Dios y, por lo tanto, también de cada acontecimiento que ha caracterizado la historia de los hombres. Aquella luz aclarará toda sombra de incomprensión. Entonces, la fe dejará espacio a la visión. Pero ya desde ahora podemos, de algún modo, anticipar y pregustar esa visión: en la medida en que miramos todo con los ojos de Dios. La fe es anticipación de la visión. Quien no tiene la fe, vive en la ceguera del sentido de las cosas. Cuanto más aumenta nuestra fe, más nos acercamos a la comprensión del misterio de la Providencia de Dios y a la experiencia de esa luz que vendrá a nosotros en el día del Juicio. Cuanto más aumenta la fe, más se disipan las zonas oscuras e incomprensibles de nuestra vida. Ejercitémonos, por lo tanto, en la mirada de la fe. Y pidamos la gracia de crecer en la fe.

5. Muerte

Cuanto hemos ido meditando hasta ahora, implica claramente el paso del hombre a través de la experiencia de la muerte. Y es igualmente claro que la hora de la muerte, a partir de las otras consideraciones hechas, recibe una luz del todo nueva, desconocida para quien recorre el camino de la existencia sin la fe. Así se muestra y hace aún más evidente que la consideración de las realidades últimas llena de sentido aquellas realidades penúltimas que, de otro modo, permanecen como el gran e irresuelto enigma de la existencia humana.

Tal vez es por esto que hoy se prefiere hablar poco de la muerte, de evitarla como argumento indeseado, de no pensar en ella y esperar una muerte repentina. ¡Qué lejano parece el tiempo en el que se preparaba para la buena muerte y se pedía la gracia de ser liberados de una muerte improvista! Si esto no concierne sólo a los hombres del siglo presente que han perdido la fe, ¿no será porque también nosotros, que decimos tener fe, hemos perdido el sentido cristiano de la muerte? El tiempo litúrgico en que vivimos, el mes de noviembre, popularmente conocido como el mes de los difuntos, puede ayudarnos a redescubrir el sentido cristiano del morir.

En primer lugar, es sabio pensar en la muerte. Un historiador griego de la antigüedad narra que el rey Damocles quiso un día mostrar cómo vive un rey a un súbdito que envidiaba su condición. Lo invitó a almorzar; un almuerzo opulento, de rey. La vida del rey parecía al siervo cada vez más envidiable. Pero, en un cierto momento, el rey lo invita a levantar la mirada sobre sí, ¿y qué ve el siervo? ¡Una espada pendía sobre su cabeza, con la punta hacia abajo, colgada de una crin de caballo! De golpe, el siervo se puso pálido, dejó de comer, el bocado se le quedó en la garganta y comenzó a temblar.

La muerte es un gran predicador cristiano. Predica siempre y a todos. Dejemos que también a nosotros nos dirija su prédica, que es una prédica de gran sabiduría. Dice la Imitación de Cristo: “En cada acción, en cada pensamiento, deberías comportarte como si tuvieras que morir hoy mismo; si tuvieras la conciencia recta, no tendrías miedo a morir. Sería mejor estar lejos del pecado que huir de la muerte. Si hoy no estás preparado para morir, ¿cómo lo estarías mañana?” (1, 23,1).

A quien tiene el don de la fe, no le basta pensar en la muerte para ser reconducido a una reflexión más sabia sobre el sentido de la vida y, por lo tanto, a un modo diverso de vivir. De hecho, a la luz de la palabra del Señor, la misma muerte cambia la propia fisonomía quedando profundamente transformada: de muro insuperable contra el que se quiebran las esperanzas y las ilusiones del hombre, a paso que conduce al mundo eterno de Dios. “Para tus fieles, Señor, - así se expresa de modo inigualable la liturgia de la Iglesia – la vida se transforma, no se acaba; y disuelta esta morada terrenal, se nos prepara una mansión eterna en el Cielo” (Prefacio de Difuntos I).
Así, para el cristiano, el pensamiento de la muerte es siempre un pensamiento habitado por la resurrección de Cristo, primicia de la resurrección de todos nosotros. ¿Y no debería esto cambiar profundamente los criterios de nuestro vivir? Un hombre, que se declaraba no creyente, confiaba un día a un amigo sacerdote: “Yo no frecuento la Iglesia. Pero me sucede, a veces, con ocasión de la muerte de algún conocido, que debo ir al cementerio. Allí escucho a los sacerdotes decir: “¡Este hombre, esta mujer, resucitarán!” Yo miro a la gente, a mi alrededor. Nadie parece sobresaltarse. No se inmutan. Sin embargo, sé que son creyentes. Yo, que no creo en aquella locura, me digo entonces que, si creyera, habría tenido un shock terrible. ¿Entendéis? Habría que ponerse a gritar, saltar, romper con todo lo que se hacía antes. Si creyese, gritaría un « ¡Viva! » que repercutiría hasta los confines de la tierra. Y, en cambio, todo esto a ellos no les dice nada y cada uno sigue impasible en su lugar”. Cuando realmente se es hijo de la resurrección, esto se ve, ¡porque la vida se convierte en una vida de resucitados! Cada uno de nosotros debería poder decir: “Quiero ver a Dios pero para verlo es necesario morir” (Santa Teresa de Jesús); “No muero, entro a la vida” (Santa Teresa del Niño Jesús).

6. Jesucristo, Rey del Universo



Y al final de nuestra meditación nos detenemos en la contemplación de Cristo, Rey del Universo y Señor de la historia. Al final, porque la celebración de esta gran solemnidad concluye el año litúrgico. Y, sin embargo, parece claro que en todo lo que hemos venido diciendo estaba implícita la contemplación del Señor resucitado y vivo. Precisamente en Él, el Señor, es posible la santidad y se realiza la vida eterna con Dios. Es por Él que podemos entrar en relación de gracia con nuestros hermanos difuntos. Es frente a Él que ocurrirá el juicio de misericordia y de justicia para la salvación o para la condenación. Él es la resurrección y la vida que ha derrotado para siempre a la muerte. Es Él, Jesucristo Rey del Universo, el sentido de todo. Y es para Él que nosotros existimos, vivimos y morimos.

Para nosotros, por lo tanto, ¡vivir es Cristo! Ninguna otra persona o cosa. Y es por eso que la vida cristiana está orientada al mañana, es espera de lo que será o, mejor, de Aquel que vendrá. Cristo está presente y vivo en el hoy de la historia. Pero el régimen de nuestro ser con Él es aún el régimen de la fe. Y nosotros anhelamos la visión cara a cara, la posesión sin fin, la perfección del amor. ¡Qué bien lo habían entendido los primeros cristianos! Su ánimo se manifiesta en ese repetido grito de invocación que concluye el último libro de la Biblia: “¡Ven, Señor!” (Ap. 22, 17.20). Ese grito que ha resonado en los labios de los primeros cristianos y de las generaciones que nos han precedido no puede no resonar también en nuestros labios. Es el grito de la fe. El grito de quien ama al Señor. El grito de quien, en Cristo, ha encontrado el sentido de la vida. El grito de quien vive con esperanza y en la alegría de Dios. Es el grito de quien espera para el futuro la plenitud de la vida ahora pregustada. Es el grito de la Iglesia y, en la Iglesia, es nuestro grito. El Año Litúrgico se concluye así. Así se concluye también nuestra meditación. Así, a la luz de este grito, debe recomenzar nuestra vida.




















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