El día 1º de noviembre de 2009, en Roma, Monseñor Guido
Marini, Maestro de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice, pronunció
una conferencia sobre las verdades escatológicas de nuestra fe.
Hacia el final
del año litúrgico
La gran tradición de la Iglesia nos enseña, y la Constitución sobre la Sagrada Liturgia
del Concilio Vaticano II lo ha recordado con insistencia, que toda auténtica
espiritualidad cristiana no puede ser sino una espiritualidad litúrgica. Es
decir, una vida según el Espíritu que recibe su contenido, su forma, y su
alimento principalmente de la
Liturgia de la
Iglesia.
Teniendo en cuenta esta enseñanza, deseamos inaugurar el
recorrido de nuestros retiros mensuales a la luz del tiempo litúrgico que se
nos permite vivir. Próximos al Adviento, precisamente hoy hemos entrado en el
mes de noviembre. Un mes que, iniciado en la contemplación de la eternidad, vivida
por los santos y esperada por aquellos que más allá e la muerte aún necesitan
purificación, se concluirá con la mirada dirigida hacia la realeza de Cristo,
principio y fin de la historia, juez de verdad y de misericordia para la
existencia de todos nosotros.
Así, si tuviéramos que sintetizar el contexto litúrgico en el
que nos encontramos insertos en estos días del año, deberíamos hablar de
“realidades últimas”. Hoy se acostumbra definirlas con el término
“escatología”, en un tiempo se prefería decir “Novísimos”. Como fuere, somos
invitados a dirigir la atención de la mente y la mirada del corazón hacia estas
realidades últimas.
Las realidades últimas: en nuestra cultura secular no están
muy de moda. Y en verdad, lamentablemente, no parecen muy actuales ni siquiera
en la conciencia de muchos cristianos. Hay un inevitable tributo que cada
generación cristiana paga al tiempo en que vive. Y uno de los tributos que
nuestra generación paga al tiempo presente es el olvido de las realidades
últimas.
Sin embargo, la fe cristiana no sería más completamente ella
misma, y tal vez es más exacto decir que directamente no sería, sin la
presencia de las realidades últimas. ¿Qué fe podría decirse la nuestra sin la
verdad del Paraíso, del Purgatorio, del Infierno? ¿Y qué tendría que decir al
hombre una fe que no hablase más de la muerte y de la resurrección que, sobre
aquella, es la única victoria posible? ¿Y cómo podríamos llamarnos cristianos
sin el culto de los Santos y la verdad de aquella comunión espiritual, en virtud
de la cual es posible el sufragio por cuantos nos han precedido y que aún
esperan la visión de Dios?
Si la Iglesia
no deja de hablar de las realidades últimas, lo hace no por un excéntrico apego
a algo que es antiguo y que, tal vez, sería mejor olvidar porque no se adapta
mucho a los gustos de nuestro tiempo. En verdad, la Iglesia no puede omitir la
predicación de las verdades escatológicas porque forman parte de lo que su
Señor le ha entregado e iluminan el misterio del hombre. Aún cuando el hombre, por
condicionamientos culturales, se oponga a ser iluminado. Sin las realidades
últimas, las penúltimas permanecen en la tenebrosa oscuridad de la falta de
sentido.
Entonces, tal vez es precisamente éste, nuestro tiempo, el que
tiene urgente necesidad de oír de nuevo la proclamación alta y clara de qué es
la muerte, de lo que nos espera más allá del muro del tiempo, de lo que es
invisible y eterno. Y con el mundo, también nosotros, que un poco de mundo
hospedamos en el corazón y que, quizás, permanecemos involucrados, al menos en
parte, en el clima del siglo.
1. Todos los Santos
La Iglesia, que es siempre madre y maestra, nos regala iniciar el recorrido
litúrgico del mes de noviembre con la espléndida solemnidad de Todos los
Santos. De este modo, somos reconducidos al estadio definitivo y realizado de
la vida de la Iglesia. En
efecto, hoy no contemplamos tanto a los santos en su singularidad sino, más
bien, a “la ciudad del Cielo, la santa Jerusalén que es nuestra madre, donde la
asamblea festiva de nuestros hermanos glorifica eternamente” (Prefacio) el
nombre del Señor.
Hoy la
Iglesia eleva la mirada y la fija en el Cielo, anhela al
Paraíso y contempla aquella meta sin la cual todo se hace absurdo en el
cristianismo y sin la cual, para decirlo con San Pablo, “nosotros seríamos los
más desgraciados de todos los hombres” (1 Cor. 15, 19). Hoy nuestro corazón se
levanta “porque –afirma san Bernardo – los Santos desean tenernos con ellos y
los Justos nos esperan” y “mientras deseamos estar junto a ellos, estimulamos
en nuestro corazón la aspiración más intensa de compartir la gloria”.
¿A qué tiempo se remonta la institución de esta solemnidad?
También ella, como otras, viene de la Iglesia Oriental
y fue acogida en Roma cuando el Papa Bonifacio IV transformó el Pantheon,
dedicado a todos los dioses del antiguo Olimpo, en una iglesia en honor de la Virgen y de todos los
Santos. Esto ocurría el 13 de mayo del 609. Vale la pena recordar que Alcuino,
el maestro de Carlomagno, fue uno de los propagadores de la fiesta. Él era un
inglés de York, y los Celtas consideraban el 1º de noviembre como día de
solemnidad porque marcaba el inicio de la estación invernal. Se piensa, por
eso, que el cambio de la fiesta, del 13 de mayo al 1º de noviembre, estuvo
determinado por influencias anglosajonas y francesas. Esto ocurrió en 1475,
bajo el pontificado de Sixto IV.
Y nosotros podemos advertir la dimensión providencial de este
cambio, por la luz espiritual que la solemnidad da al período conclusivo del
año litúrgico. Es sobre esta luz en donde queremos ahora detenernos.
Cuando contemplamos la Jerusalén celestial, se nos recuerda que la Iglesia es una realidad
mucho más amplia y más bella que aquella que nosotros habitualmente solemos
considerar. Donde la fe no está - y éste no es nuestro caso - o donde la fe se
está debilitando – y éste podría ser nuestro caso -, la Iglesia corre el riesgo de
aparecer bajo una única realidad: la humana y visible. Entonces, todo en la
vida de la Iglesia
se agotaría en el interior de sus instituciones, su identidad podría parecer
similar a la de tantas otras realidades mundanas – aunque con algunas
particularidades bien definidas -, su existencia tendría como único escenario
el de la historia humana. En otras palabras, es posible que, también para nosotros
que tenemos la fe, la Iglesia
se convierta en víctima del fenómeno de la secularización.
Pero – y ésta es la pregunta que debe despertarse
interiormente en nosotros -, ¿qué podríamos hacer con una Iglesia secularizada?
¿O qué novedades tendría para donar al mundo una Iglesia similar en todo a las
otras instituciones más o menos benéficas de las que el mundo está poblado? ¿Y
puede satisfacernos una Iglesia que viva sólo para el bien y el desarrollo del
siglo presente?
La solemnidad de Todos los Santos reconduce nuestra fe a la
verdad integral del misterio de la
Iglesia, recordándonos que la Iglesia no tiene una única
dimensión y que la visibilidad no puede agotar su misterio. Así hoy, y en este
tiempo litúrgico, somos invitados a contemplar la belleza del misterio de la Iglesia en todos sus
aspectos. Esta es la Iglesia
que el Señor nos ha dado, esta es la
Iglesia en la cual creemos, ¡esta es la Iglesia que amamos! Una
Iglesia que comparte nuestra peregrinación terrena pero que también nos
entreabre las puertas del Cielo; una Iglesia que vive en el tiempo pero que
también se proyecta y encuentra su morada estable en la eternidad; una Iglesia
que tiene el rostro humano de nosotros, pobres pecadores, pero que también
lleva en sí el esplendor de la santidad de Dios.
Si, justamente, advertimos la urgente necesidad de presentar
así la Iglesia
a nuestro mundo, no menos debemos advertir la necesidad de vivir nosotros
cotidianamente la belleza de este misterio y dejarnos fascinar siempre de nuevo
por esta belleza. Si nos preguntamos cómo es posible esto, viene en nuestra
ayuda la Liturgia
de la Iglesia. En
cada celebración eucarística, al final del prefacio, poco antes de entonar con
el impulso del corazón el Santo, escuchamos la invitación a cantar al
Señor junto a los santos y a las filas de los ángeles. En resumen, a elevar
nuestra alabanza a Dios uniéndonos a todos los habitantes del Paraíso o, en
otras palabras, a la
Jerusalén del Cielo. Diría el apóstol Pablo: “Nuestra
conversación está en los Cielos”. Y bien, ¡que lo esté! Y que pueda ser el
horizonte habitual de nuestra fe y de nuestra pertenencia a la Iglesia.
Esto significa dejar que la solemnidad de Todos los Santos dé
contenido, forma y alimento a nuestra vida espiritual. Pero no es todo. Si hoy
se nos recuerda que existe el Paraíso, que existe una eternidad beata, al mismo
tiempo se nos recuerda que hay un camino que conduce allí. Precisamente por
eso, el Evangelio de la Misa
de esta solemnidad nos hace volver a escuchar las bienaventuranzas. El Paraíso
es para los santos. No sólo para aquellos recordados por el Calendario y que la Iglesia ha reconocido y
reconoce como tales. También para aquellos que podemos y debemos ser nosotros,
con la adhesión de nuestra vida a la voluntad del Señor.
La historia recuerda, entre los fundadores de la Orden Cisterciense,
a San Roberto de Troye. Este gran monje, desde la juventud, amaba repetir a los
demás y a sí mismo: “En la vida no hay más que un único gran error que el
hombre puede cometer: el de no ser santo”. Precisamente para hacernos evitar
este único gran error de la vida, la
Iglesia recuerda cada año a Todos los Santos. Y nosotros, en
la escuela de la Iglesia,
queremos hacer memoria, para repetir con Santa Teresa del Niño Jesús aquel
“quiero” decidido e irrevocable, sin el cual nada puede la gracia de Dios.
2. La conmemoración de Todos los Fieles Difuntos
El motivo que nos lleva a recordar a los fieles difuntos,
después de haber contemplado la realidad del Paraíso, es totalmente lógico y
comprensible. La vida de la
Iglesia, que no se agota en el siglo presente, conoce también
una etapa del todo particular que es la de la purificación, “donde –diría Dante
– el espíritu humano se purga y se hace digno de subir al Cielo”.
En efecto, cuando el Abad San Odilón del Cluny (+1048)
instituyó la
Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, tuvo la genial
intuición de elegir como día litúrgico el inmediatamente sucesivo a Todos los
Santos. Así se ponía de manifiesto que la Iglesia que está en la purificación ultraterrena
ya es Iglesia de los Santos y que la suerte de aquellas almas está eterna e
irreversiblemente orientada a la gloria del Paraíso.
Si nos acercamos con la atención debida al sentido de esta
celebración litúrgica, descubrimos que en ella está presente un doble
llamamiento para la vida de todos nosotros.
En primer lugar, nosotros, peregrinos en la tierra, somos educados
en aquella relación de oración que se llama normalmente “sufragio” y que es una
exquisita obra de caridad. Rezamos para llevar socorro espiritual a nuestros
hermanos que están todavía en espera de lo que constituirá su eterna felicidad.
Así redescubrimos la consoladora verdad de la Comunión de los Santos.
En virtud de la vida de la gracia que nos acomuna, podemos ir en ayuda unos de
otros: ya en la vida presente y también luego en la futura. Donde la gracia es
patrimonio común, es derribada toda forma de separación. Entonces, el hombre
puede comunicarse con el otro hombre en virtud de Dios que une sus vidas. Y la
oración – particularmente la Misa
-, el sacrificio ofrecido, la práctica de la limosna, el bien realizado, se
convierten en medios de caridad, instrumentos espirituales para el intercambio
de los dones de la gracia. Nuestra vida de caridad no podrá nunca estar
completa si no contempla también el don generoso del sufragio. Si la caridad,
que es el amor mismo de Dios vertido en nuestros corazones, nos lleva a
acercarnos en el modo divino a toda necesidad humana, ¿no nos llevará a
acercarnos también a la “necesidad de las necesidades”, que es la salvación
eterna del hombre?
Además, para ir al segundo llamamiento que surge de la Conmemoración de Todos
los Fieles Difuntos, el estado de purificación ultraterreno de algunos hermanos
nuestros recuerda que la purificación es ya parte necesaria de nuestra vida
terrena. La ascesis, la penitencia, el sacrificio, no son palabras obsoletas
ligadas a un tiempo antiguo que ya no vale la pena recordar. Aquellas palabras,
aunque insertadas en un nuevo contexto cultural y en una sensibilidad diversa,
siguen siendo vehículo de una verdad que es parte de la fe cristiana. El hombre
es pecador y tiene necesidad de purificarse para poder acceder a la presencia
del Dios tres veces Santo.
No hay duda. El primer camino de la purificación es el de la
confesión sincera que obtiene de Dios la gracia del perdón. Sin embargo, la Iglesia nos recuerda que
el pecado del hombre lleva consigo un daño espiritual que va más allá de la
remisión del pecado y que otros caminos de purificación pueden reparar. Es por
eso que la penitencia, en sus diversas formas, es desde siempre una de las
prácticas vividas por los cristianos. Hoy, como ayer, nadie puede pensar en
minimizarla. Y nosotros debemos añadirla en la agenda cotidiana de nuestro
camino de fe.
3. La posibilidad del Infierno
Lo que venimos diciendo no estaría completo si faltara una
palabra sobre esto que, ciertamente, suena duro a nuestros oídos y que, sin
embargo, es necesario escuchar de tanto en tanto. Aludo al Infierno y a su
dramática posibilidad como resultado de nuestra vida terrena.
¿Quién habla actualmente del Infierno? Y, en consecuencia,
¿aún vale la pena hablar de ello? La pregunta puede ser legítima. Pero es
también legítimo preguntarse: ¿el no hablar de ello tiene la capacidad de hacer
inexistente una verdad de nuestra fe? ¿No sería más sabio recordar que la vida
es un recorrido temporal extremadamente serio y cargado de responsabilidad,
como para comportar un resultado eterno que no está descontado para nadie? Al
respecto, así se expresa el Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia Lumen
Gentium: “Como no sabemos ni el día ni la hora, por aviso del Señor,
debemos vigilar constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra
vida terrena, si queremos entrar con Él a las nupcias merezcamos ser contados
entre los escogidos; no sea que, como aquellos siervos malos y perezosos,
seamos arrojados al fuego eterno, a las tinieblas exteriores en donde «habrá
llanto y rechinar de dientes»”(n. 48) .
Nadie quiere, con esto, dar menor importancia a la
misericordia infinita de Dios que resplandece en el rostro de Cristo. Todo lo
contrario. En verdad, la misericordia no podría resplandecer en todo su fulgor
si no se percibiera la dramaticidad del pecado del hombre y la posibilidad de
que tal pecado conduzca a una situación irrevocable de lejanía de Dios.
Porque precisamente de eso se trata cuando se habla del Infierno.
No podemos estar unidos a Dios si no elegimos amarlo. Y no podemos amar a Dios
si pecamos gravemente contra Él, contra el prójimo, o contra nosotros mismos.
No es Dios quien retira de nosotros Su misericordia sin límites sino que somos
nosotros quienes hacemos imposible, con nuestro arraigarnos en el pecado
mortal, que Dios pueda acogernos cerca de sí. “Este estado de autoexclusión
definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se
designa con la palabra «Infierno»” (Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 1033).
En este tiempo litúrgico, debemos pensar un poco en el
Infierno. Y debemos pensar en esto no para vivir en un estado habitual de
angustia y de miedo, sino para reencontrar algunos elementos de nuestra vida de
fe que, de otro modo, corren el riesgo de permanecer en la periferia de nuestro
horizonte espiritual y, poco a poco, ser eliminados. ¿A qué me refiero?
En primer lugar, a la gravedad del pecado en todas sus formas.
El hombre moderno, trágicamente –debemos admitirlo – ya no llega a percibir la
gravedad del pecado. Sobre todo en relación al misterio de Dios. A lo sumo, el
hombre de nuestro tiempo está pronto a reconocer la gravedad de algunos actos
que son realizados contra el hombre, contra la sociedad, contra la naturaleza
en sus diversas expresiones. Pero ya no llega a intuir la enormidad de la culpa
en cuanto herida hecha al amor de Dios. Y, en verdad, es precisamente esta
dimensión la que hace del pecado una realidad “terrible”. Todo pecado es un
acto contra Dios. Un acto que parte del hombre, pero al cual el hombre es luego
incapaz de poner remedio con sus fuerzas porque provoca un daño infinito. ¿No
es éste, quizás, el motivo profundo por el que la salvación del hombre podía
provenir sólo de Dios, de un Dios que tomase sobre sí el pecado del hombre?
Recordar esto significa gustar, en toda su fuerza de consolación, el misterio
de la misericordia de Dios. No temamos, entonces, pensar en el Infierno. No
omitamos considerar la gravedad de nuestro pecado. Y desde aquí podrá surgir la
maravilla auténtica por la infinita bondad del Señor.
Y así llegamos a un segundo elemento de la vida espiritual que
la reflexión sobre el Infierno nos ayuda a no perder de vista: la necesidad de
una conversión cotidiana. La percepción de la realidad más intima del pecado y
de sus consecuencias es con frecuencia el punto de partida de una vida de
santidad. No hay duda: tal punto de partida está con frecuencia y sobre todo
constituido por el encuentro con el misterio de la misericordia de Dios. Pero
es indudable también que tal encuentro ocurre verdaderamente donde la
percepción de la misericordia de Dios no está separada de la conciencia del
propio pecado y de la posibilidad del fracaso irremediable de la vida. En este
tiempo litúrgico, entonces, la renovada meditación sobre la verdad de la
condenación eterna y del pecado sirva de estímulo para reencontrar el impulso
para una conversión auténtica y sin titubeos.
4. El Juicio final
En la parte central de la Profesión de Fe, allí donde se renueva el Credo
en el Hijo de Dios, en un cierto momento se afirma: “Y subió al Cielo, y está
sentado a la derecha del Padre; y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a
vivos y muertos”. Tal vez, a veces, pasamos con demasiada superficialidad por
los artículos de la fe. De este modo, no les ponemos más la debida atención y
sobre todo nos olvidamos de lo que significan en orden a nuestra vida
cristiana.
Respecto a este artículo de fe, escuchemos el Catecismo de la Iglesia Católica:
“La resurrección de todos los muertos, «de los justos y de los pecadores» (Hch
24, 15), precederá al Juicio final. Esta será «la hora en que todos los que
estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán
para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5, 28-29)…
Frente a Cristo, que es la
Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de
la relación de cada hombre con Dios… El pronunciará por medio de su Hijo
Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos
el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la
salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que Su Providencia
habrá conducido todas las cosas a su fin último” (nn. 1038-1040).
No se podría describir con más claridad la verdad de fe del
Juicio final. Esta claridad doctrinal no puede más que ayudarnos a descubrir
las consecuencias espirituales que de allí se derivan.
Para empezar, diría que la consideración del Juicio final nos
lleva a redescubrir la gran sabiduría de la práctica del examen de conciencia,
posiblemente diario y particular, como sugería San Ignacio. En efecto, el
examen de conciencia es una suerte de prueba de Juicio que nos acompaña en el
curso de la vida. Aquel día, cuando Cristo vendrá a juzgar a vivos y muertos,
nos veremos a nosotros mismos en la verdad y sin sombra de mentira. El Señor será
la verdad en la cual nos encontraremos reflejados. ¿No es sabio, entonces,
acostumbrarse a mirar la propia vida en la verdad, en Cristo, a lo largo de
toda la existencia? No quisiera ser banal, y sin embargo creo que la siguiente
comparación nos puede ayudar. Cuando somos llamados a afrontar un examen, nos
disponemos a vivir ese momento como un juicio. Y a ese juicio nos preparamos
con cuidado, a menudo simulando lo que ocurrirá más tarde, imaginando las
posibles preguntas y respuestas. ¿No se deberá, con más cuidado aún,
disponernos para el Juicio último sobre nuestra vida, acostumbrándonos a
examinarnos a nosotros mismos según la verdad y, por lo tanto, en Cristo y en
su Palabra?
Pero hay también algo más que la consideración del Juicio
final nos ayuda a no perder de vista. Me refiero a la mirada de fe con que
observamos e interpretamos los hechos de la vida: la nuestra, la ajena, y la
del mundo entero. Aquel día, nos ha recordado el Catecismo, entenderemos
finalmente el sentido verdadero y completo de la creación, de la redención, de
cada obra realizada por Dios y, por lo tanto, también de cada acontecimiento
que ha caracterizado la historia de los hombres. Aquella luz aclarará toda
sombra de incomprensión. Entonces, la fe dejará espacio a la visión. Pero ya
desde ahora podemos, de algún modo, anticipar y pregustar esa visión: en la
medida en que miramos todo con los ojos de Dios. La fe es anticipación de la
visión. Quien no tiene la fe, vive en la ceguera del sentido de las cosas.
Cuanto más aumenta nuestra fe, más nos acercamos a la comprensión del misterio
de la Providencia
de Dios y a la experiencia de esa luz que vendrá a nosotros en el día del
Juicio. Cuanto más aumenta la fe, más se disipan las zonas oscuras e
incomprensibles de nuestra vida. Ejercitémonos, por lo tanto, en la mirada de
la fe. Y pidamos la gracia de crecer en la fe.
5. Muerte
Cuanto hemos ido meditando hasta ahora, implica claramente el
paso del hombre a través de la experiencia de la muerte. Y es igualmente claro
que la hora de la muerte, a partir de las otras consideraciones hechas, recibe
una luz del todo nueva, desconocida para quien recorre el camino de la
existencia sin la fe. Así se muestra y hace aún más evidente que la
consideración de las realidades últimas llena de sentido aquellas realidades
penúltimas que, de otro modo, permanecen como el gran e irresuelto enigma de la
existencia humana.
Tal vez es por esto que hoy se prefiere hablar poco de la
muerte, de evitarla como argumento indeseado, de no pensar en ella y esperar una
muerte repentina. ¡Qué lejano parece el tiempo en el que se preparaba para la
buena muerte y se pedía la gracia de ser liberados de una muerte improvista! Si
esto no concierne sólo a los hombres del siglo presente que han perdido la fe,
¿no será porque también nosotros, que decimos tener fe, hemos perdido el
sentido cristiano de la muerte? El tiempo litúrgico en que vivimos, el mes de
noviembre, popularmente conocido como el mes de los difuntos, puede ayudarnos a
redescubrir el sentido cristiano del morir.
En primer lugar, es sabio pensar en la muerte. Un historiador
griego de la antigüedad narra que el rey Damocles quiso un día mostrar cómo
vive un rey a un súbdito que envidiaba su condición. Lo invitó a almorzar; un
almuerzo opulento, de rey. La vida del rey parecía al siervo cada vez más
envidiable. Pero, en un cierto momento, el rey lo invita a levantar la mirada
sobre sí, ¿y qué ve el siervo? ¡Una espada pendía sobre su cabeza, con la punta
hacia abajo, colgada de una crin de caballo! De golpe, el siervo se puso
pálido, dejó de comer, el bocado se le quedó en la garganta y comenzó a
temblar.
La muerte es un gran predicador cristiano. Predica siempre y a
todos. Dejemos que también a nosotros nos dirija su prédica, que es una prédica
de gran sabiduría. Dice la
Imitación de Cristo: “En cada acción, en cada pensamiento,
deberías comportarte como si tuvieras que morir hoy mismo; si tuvieras la
conciencia recta, no tendrías miedo a morir. Sería mejor estar lejos del pecado
que huir de la muerte. Si hoy no estás preparado para morir, ¿cómo lo estarías
mañana?” (1, 23,1).
A quien tiene el don de la fe, no le basta pensar en la muerte
para ser reconducido a una reflexión más sabia sobre el sentido de la vida y,
por lo tanto, a un modo diverso de vivir. De hecho, a la luz de la palabra del
Señor, la misma muerte cambia la propia fisonomía quedando profundamente
transformada: de muro insuperable contra el que se quiebran las esperanzas y
las ilusiones del hombre, a paso que conduce al mundo eterno de Dios. “Para tus
fieles, Señor, - así se expresa de modo inigualable la liturgia de la Iglesia – la vida se
transforma, no se acaba; y disuelta esta morada terrenal, se nos prepara una
mansión eterna en el Cielo” (Prefacio de Difuntos I).
Así, para el cristiano, el pensamiento de la muerte es siempre
un pensamiento habitado por la resurrección de Cristo, primicia de la
resurrección de todos nosotros. ¿Y no debería esto cambiar profundamente los
criterios de nuestro vivir? Un hombre, que se declaraba no creyente, confiaba
un día a un amigo sacerdote: “Yo no frecuento la Iglesia. Pero me
sucede, a veces, con ocasión de la muerte de algún conocido, que debo ir al
cementerio. Allí escucho a los sacerdotes decir: “¡Este hombre, esta mujer,
resucitarán!” Yo miro a la gente, a mi alrededor. Nadie parece sobresaltarse.
No se inmutan. Sin embargo, sé que son creyentes. Yo, que no creo en aquella
locura, me digo entonces que, si creyera, habría tenido un shock terrible.
¿Entendéis? Habría que ponerse a gritar, saltar, romper con todo lo que se
hacía antes. Si creyese, gritaría un « ¡Viva! » que repercutiría hasta los
confines de la tierra. Y, en cambio, todo esto a ellos no les dice nada y cada
uno sigue impasible en su lugar”. Cuando realmente se es hijo de la
resurrección, esto se ve, ¡porque la vida se convierte en una vida de
resucitados! Cada uno de nosotros debería poder decir: “Quiero ver a Dios pero
para verlo es necesario morir” (Santa Teresa de Jesús); “No muero, entro a la
vida” (Santa Teresa del Niño Jesús).
6. Jesucristo, Rey del Universo
Y al final de nuestra meditación nos detenemos en la
contemplación de Cristo, Rey del Universo y Señor de la historia. Al final,
porque la celebración de esta gran solemnidad concluye el año litúrgico. Y, sin
embargo, parece claro que en todo lo que hemos venido diciendo estaba implícita
la contemplación del Señor resucitado y vivo. Precisamente en Él, el Señor, es
posible la santidad y se realiza la vida eterna con Dios. Es por Él que podemos
entrar en relación de gracia con nuestros hermanos difuntos. Es frente a Él que
ocurrirá el juicio de misericordia y de justicia para la salvación o para la
condenación. Él es la resurrección y la vida que ha derrotado para siempre a la
muerte. Es Él, Jesucristo Rey del Universo, el sentido de todo. Y es para Él
que nosotros existimos, vivimos y morimos.
Para nosotros, por lo tanto, ¡vivir es Cristo! Ninguna otra
persona o cosa. Y es por eso que la vida cristiana está orientada al mañana, es
espera de lo que será o, mejor, de Aquel que vendrá. Cristo está presente y
vivo en el hoy de la historia. Pero el régimen de nuestro ser con Él es aún el
régimen de la fe. Y nosotros anhelamos la visión cara a cara, la posesión sin
fin, la perfección del amor. ¡Qué bien lo habían entendido los primeros cristianos!
Su ánimo se manifiesta en ese repetido grito de invocación que concluye el
último libro de la Biblia:
“¡Ven, Señor!” (Ap. 22, 17.20). Ese grito que ha resonado en los labios de los
primeros cristianos y de las generaciones que nos han precedido no puede no
resonar también en nuestros labios. Es el grito de la fe. El grito de quien ama
al Señor. El grito de quien, en Cristo, ha encontrado el sentido de la vida. El
grito de quien vive con esperanza y en la alegría de Dios. Es el grito de quien
espera para el futuro la plenitud de la vida ahora pregustada. Es el grito de la Iglesia y, en la Iglesia, es nuestro grito.
El Año Litúrgico se concluye así. Así se concluye también nuestra meditación.
Así, a la luz de este grito, debe recomenzar nuestra vida.
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