Pentecostés: fiesta de la nueva mies
1. De
las catequesis que hemos dedicado al artículo de los Símbolos de la fe acerca
del Espíritu Santo se puede deducir el rico fundamento bíblico de la verdad
neumatológica. Sin embargo, es preciso al mismo tiempo señalar el diferente
matiz que, en la Revelación
divina, tiene esta verdad en relación con la verdad cristológica. En efecto, de
los textos sagrados se deduce que el Hijo eterno, consubstancial con el Padre,
es la plenitud de la autorrevelación de Dios en la historia de la humanidad. Al
hacerse “hijo del hombre”, “nacido de mujer” (cf. Ga 4, 4), Él se
manifestó y actuó como verdadero hombre. Como tal también reveló
definitivamente al Espíritu Santo, anunciando su venida y dando a conocer
su relación con el Padre y con el Hijo en la misión salvífica, y por
consiguiente en el misterio de la Trinidad. Según el anuncio y la promesa de Jesús,
con la venida del Paráclito comienza la Iglesia, Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12,
27) y sacramento de su presencia “con nosotros hasta el fin del mundo”
(cf. Mt 28, 20).
Sin
embargo, el Espíritu Santo, consubstancial con el Padre y el Hijo,
permanece como el “Dios escondido”. Aún obrando en la Iglesia y en el mundo, no
se manifiesta visiblemente, a diferencia del Hijo, que asumió la naturaleza
humana y se hizo semejante a nosotros, de forma que los discípulos, durante su
vida mortal, pudieron verlo y “tocarlo con la mano”, a Él, la Palabra de vida (cf. 1
Jn 1, 1).
Por el
contrario, el conocimiento del Espíritu Santo, fundado en la fe en la
revelación de Cristo, no tiene para su consuelo la visión de una Persona divina
viviente en medio de nosotros de forma humana, sino sólo la constatación de los
efectos de su presencia y de su actuación en nosotros y en el mundo. El punto
clave para este conocimiento es el acontecimiento de Pentecostés.
2.
Según la tradición religiosa de Israel, Pentecostés era originariamente la
fiesta de la siega. “Tres veces al año se presentarán todos tus varones
ante Yahveh, el Señor, el Dios de Israel” (Ex 34, 23). La primera vez
era con ocasión de la fiesta de Pascua; la segunda, con ocasión de la fiesta de
la siega, y la tercera, con ocasión de la fiesta de las Tiendas.
“La
fiesta de la siega, de las primicias de tus trabajos, de lo que hayas sembrado
en el campo” (Ex 23, 16) se llamaba en griego Pentecostés,
puesto que se celebraba 50 días después de la fiesta de Pascua. Solía también
llamarse fiesta de las semanas, por el hecho de que caía siete semanas
después de la fiesta de Pascua. Luego se celebraba por separado la fiesta de la
cosecha, hacia el fin del año (cf. Ex 23, 16; 34, 22). Los libros de la Ley contenían prescripciones
detalladas acerca de la celebración de Pentecostés (cf. Lv 23, 15 ss.; Nm
28, 26-31), que a continuación se transformó también en la fiesta de la
renovación de la Alianza
(cf. 2 Co 15, 10-13), como veremos a su tiempo.
3.
La bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles y sobre la primera
comunidad de los discípulos de Cristo que en el Cenáculo “perseveraban en la
oración, con un mismo espíritu” en compañía de María, la madre de Jesús (cf. Hch
1, 14), hace referencia al significado veterotestamentario de Pentecostés.
La fiesta de la siega se convierte en la fiesta de la nueva “mies” que
es obra del Espíritu Santo: la mies en el Espíritu.
Esta
mies es el fruto de la siembra de Cristo-Sembrador. Recordemos las
palabras de Jesús que nos refiere el Evangelio de Juan: “Pues bien, yo os digo:
alzad vuestros ojos y ved los campos, que blanquean ya para la siega” (Jn
4, 35). Jesús daba a entender que los Apóstoles recogerían ya tras su muerte la
mies de esta siembra: “Uno es el sembrador y otro el segador: yo os he enviado
a segar donde vosotros no os habéis fatigado. Otros se fatigaron y vosotros os
aprovecháis de su fatiga” (Jn 4, 37-38).
Desde
el día de Pentecostés, por obra del Espíritu Santo, los Apóstoles se
transformarán en segadores de la siembra de Cristo. “El segador recibe el
salario, y recoge fruto para vida eterna, de modo que el sembrador se alegra
igual que el segador” (Jn 4, 36). Y, en verdad, ya el día de
Pentecostés, tras el primer discurso de Pedro, la mies se manifiesta abundante
porque se convirtieron “cerca de tres mil personas” (Hch 2, 41)
de forma que eso constituyó motivo de una alegría común: la alegría de los
apóstoles y de su Maestro, el divino Sembrador.
4.
Efectivamente, la mies es fruto de su sacrificio. Si Jesús habla de la
“fatiga” del sembrador, ella consiste sobre todo en su pasión y muerte en la Cruz. Cristo es aquel
“Otro” que se ha fatigado para esta siega. “Otro” que ha abierto el camino
al Espíritu de verdad, que, desde el día de Pentecostés, comienza a obrar
eficazmente por medio del kerigma apostólico.
El
camino ha sido abierto mediante la ofrenda que Cristo hizo de sí mismo en la Cruz: mediante la muerte
redentora, confirmada por el costado atravesado del Crucificado. En
efecto, de su corazón “al instante salió sangre y agua” (Jn 19, 34),
señal de la muerte física. Pero en este hecho se puede ver también el
cumplimiento de las misteriosas palabras que dijo en una ocasión Jesús, el
último día de la fiesta de las Tiendas, acerca de la venida del Espíritu
Santo. “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: de su seno
correrán ríos de agua viva”. El Evangelista comenta: “Esto lo decía
refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él” (Jn
7, 37-39). Quiere decir que los creyentes recibirían mucho más que la lluvia
implorada en la fiesta de las Tiendas, alcanzando una fuente de la que vendría
en verdad el agua regeneradora de Sión, anunciada por los profetas (cf. Za 14,
8; Ez 47, 1 ss.).
5.
Acerca del Espíritu Santo Jesús había prometido: “Si me voy, os lo enviaré” (Jn
16, 7). Verdaderamente el agua que mana del costado atravesado de Cristo (cf. Jn
19, 34) es la señal de este “envío”. Será una efusión “abundante”: incluso, un
“río de agua viva”, metáfora que expresa una especial generosidad y
benevolencia de Dios que se da al hombre.
Pentecostés,
en Jerusalén, es la confirmación de esta abundancia divina, prometida y
concedida por Cristo mediante el Espíritu.
Las
mismas circunstancias de la fiesta parecen tener en la narración de Lucas un
significado simbólico. La bajada del Paráclito sucede efectivamente, en el
apogeo de la fiesta. La expresión usada por el Evangelista alude a una
plenitud, ya que dice: “Al llegar el día de Pentecostés...” (Hch 2, 1).
Por otra parte, San Lucas refiere incluso que “estaban todos reunidos en
un mismo lugar”, lo que indica la totalidad de la comunidad reunida: “todos
reunidos”, no sólo los Apóstoles, sino también la totalidad del grupo
originario de la Iglesia
naciente, hombres y mujeres, en compañía de la Madre de Jesús. Es un primer detalle que conviene
tener presente. Pero en la descripción de aquel acontecimiento hay también
otros detalles que, siempre desde el punto de vista de la “plenitud”, se
revelan igualmente importantes.
Como
escribe Lucas, “de repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de
viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban... y
quedaron todos llenos del Espíritu Santo” (Hch 2, 2. 4). Observemos
la insistencia en la plenitud (“llenó”, “quedaron todos llenos”). Esta
observación puede relacionarse con lo que dijo Jesús al irse a su Padre: “pero
vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días” (Hch
1, 5). Bautizados” quiere decir “inmersos” en el Espíritu Santo: es lo
que expresa el rito de la inmersión en el agua durante el bautismo. La
“inmersión” y el “estar llenos” significan la misma realidad espiritual, obrada
en los Apóstoles, y en todos los que se hallaban presentes en el Cenáculo, por
la bajada del Espíritu Santo.
6.
Aquel “estar llenos”, vivido por la pequeña comunidad de los comienzos el día
de Pentecostés, se puede considerar casi una prolongación espiritual de la
plenitud del Espíritu Santo que “habita” en Cristo, en quien reside “toda
plenitud” (cf. Col 1, 19). Como leemos en la Encíclica Dominum
et Vivificantem todo “lo que dice (Jesús) del Padre y de sí como Hijo,
brota de la plenitud del Espíritu, que está en Él y que se derrama en su
corazón, penetra su mismo ‘yo’, inspira y vivifica profundamente su acción”
(n. 21). Por eso el Evangelio puede decir que Jesús “se llenó de gozo en el
Espíritu Santo” (Lc 10, 21). Así la “plenitud” del Espíritu
Santo, que se halla en Cristo, se manifestó el día de Pentecostés “llenando de
Espíritu Santo” a todos aquellos que estaban reunidos en el Cenáculo. Así se
constituyó aquella realidad cristológico-eclesiológica a que alude el apóstol
Pablo: “alcanzáis la plenitud en él, que es la Cabeza” (Col 2,
10).
7. Se
puede añadir que el Espíritu Santo en Pentecostés “se transforma en amo” de los
Apóstoles, demostrando su poder sobre la comunidad. La manifestación de este
poder reviste el carácter de una plenitud del don espiritual que se
manifiesta como poder del espíritu, poder de la mente, de la voluntad y
del corazón. En efecto, San Juan escribe que “Aquel a quien Dios ha enviado...
da el Espíritu sin medida” (Jn 3, 34): esto vale en primer lugar para
Cristo, pero puede aplicarse también a los Apóstoles, a quienes Cristo dio el
Espíritu, para que ellos, a su vez lo transmitieran a los demás.
8. Por
último, observemos que en Pentecostés se han cumplido también las palabras de
Ezequiel: “infundiré en vosotros un espíritu nuevo” (Ez 36, 26). Y
verdaderamente este “soplo” ha producido la alegría de los segadores, de forma
que se puede decir con Isaías: “Alegría por su presencia, cual la alegría en la
siega” (Is 9, 2).
Pentecostés,
―la antigua fiesta de la siega―, ha adquirido ahora en Jerusalén un significado
nuevo, como una especial “mies” del divino paráclito. Así se ha cumplido
la profecía de Joel: “... yo derramaré mi Espíritu en toda carne” (Jl 3,
1).
No hay comentarios:
Publicar un comentario