La venida del Espíritu Santo sucede después de la ascensión al cielo. La pasión
y muerte redentora de Cristo producen entonces su pleno fruto. Jesucristo, Hijo
del hombre, en el culmen de su misión mesiánica, “recibe” del Padre el
Espíritu Santo en la plenitud en que este Espíritu debe ser “dado” a los
Apóstoles y a la Iglesia, para todos los tiempos. Jesús predijo: “Yo, cuando
sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mi” (Jn 12, 32). Es una
clara indicación de la universalidad de la redención, tanto en el sentido
extensivo de la salvación obrada para todos los hombres, cuanto en el intensivo
de totalidad de los bienes de gracia que se les han ofrecido.
AUDIENCIA GENERAL Miércoles 26 de abril de 1989
JUAN PABLO II
Ascensión: misterio anunciado (1)
1. Los
símbolos de fe más antiguos ponen después del artículo sobre la resurrección de
Cristo, el de su ascensión. A este respecto los textos evangélicos refieren que
Jesús resucitado, después de haberse entretenido con sus discípulos durante
cuarenta días con varias apariciones y en lugares diversos, se sustrajo plena y
definitivamente a las leyes del tiempo y del espacio, para subir al cielo,
completando así el “retorno al Padre” iniciado ya con la resurrección de
entre los muertos.
En
esta catequesis vemos cómo Jesús anunció su ascensión (o regreso al Padre)
hablando de ella con la
Magdalena y con los discípulos en los días pascuales y en los
anteriores a la Pascua.
2.
Jesús, cuando encontró a la
Magdalena después de la resurrección, le dice “No me toques,
que todavía no he subido al Padre; pero vete donde mis hermanos y diles: Subo
a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn 20, 17).
Ése
mismo anuncio lo dirigió Jesús varias veces a sus discípulos en el período
pascual. Lo hizo especialmente durante la última Cena, “sabiendo Jesús
que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre..., sabiendo que el
Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios
volvía” (Jn 13, 1-3). Jesús tenía sin duda en la mente su muerte ya
cercana, y sin embargo miraba más allá y pronunciaba aquellas palabras en la
perspectiva de su próxima partida, de su regreso al Padre mediante la ascensión
al cielo: “Me voy a Aquel que me ha enviado” (Jn 16, 5): “Me voy
al Padre, y ya no me veréis” (Jn 16, 10). Los discípulos no
comprendieron bien, entonces, qué tenía Jesús en mente, tanto menos cuanto que
hablaba de forma misteriosa: “Me voy y volveré a vosotros”, e incluso añadía:
“Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más
grande que yo” (Jn 14, 28). Tras la resurrección aquellas palabras se
hicieron para los discípulos más comprensibles y transparentes, como anuncio de
su ascensión al cielo.
3. Si
queremos examinar brevemente el contenido de los anuncios transmitidos, podemos
ante todo advertir que la ascensión al cielo constituye la etapa final de la
peregrinación terrena de Cristo, Hijo de Dios, consustancial al Padre, que
se hizo hombre por nuestra salvación. Pero esta última etapa permanece estrechamente
conectada con la primera, es decir, con su “descenso del cielo”, ocurrido
en la encarnación. Cristo «salido del Padre” (Jn 16, 28) y venido
al mundo mediante la encarnación, ahora, tras la conclusión de su misión, «deja
el mundo y va al Padre” (cf. Jn 16, 28). Es un modo único de «subida”,
como lo fue el del “descenso”. Solamente el que salió del Padre como Cristo
lo hizo puede retornar al Padre en el modo de Cristo. Lo pone en evidencia
Jesús mismo en el coloquio con Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo, sino el que
bajó del cielo” (Jn 3, 13). Sólo Él posee la energía divina y el
derecho de “subir al cielo”, nadie más. La humanidad abandonada a sí misma, a
sus fuerzas naturales, no tiene acceso a esa “casa del Padre” (Jn 14,
2), a la participación en la vida y en la felicidad de Dios. Sólo Cristo puede abrir
al hombre este acceso: Él, el Hijo que “bajó del cielo”, que “salió del
Padre” precisamente para esto.
Tenemos
aquí un primer resultado de nuestro análisis: la ascensión se integra en el
misterio de la Encarnación,
que es su momento conclusivo.
4. La
ascensión al cielo está, por tanto, estrechamente unida a la “economía de la
salvación”, que se expresa en el misterio de la encarnación, y sobre todo, en
la muerte redentora de Cristo en la cruz. Precisamente en el coloquio ya
citado con Nicodemo, Jesús mismo, refiriéndose a un hecho simbólico y
figurativo narrado por el Libro de los Números (21, 4-9), afirma: “Como
Moisés levantó la serpiente en el desierto así tiene que ser levantado (es
decir crucificado), el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él
vida eterna” (Jn 3, 14-15).
Y
hacia el final de su ministerio, cerca ya la Pascua, Jesús repitió claramente que era Él el
que abriría a la humanidad el acceso a la “casa del Padre” por medio de su
cruz: “cuando sea levantado en la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn
12, 32). La “elevación” en la cruz es el signo particular y el anuncio
definitivo de otra “elevación”, que tendrá lugar a través de la ascensión al
cielo. El Evangelio de Juan vio esta “exaltación” del Redentor ya en el
Gólgota. La cruz es el inicio de la ascensión al cielo.
5.
Encontramos la misma verdad en la
Carta a los Hebreos, donde se lee que
Jesucristo, el único Sacerdote de la
Nueva y Eterna Alianza, “no penetró en un santuario hecho por
mano de hombre, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el
acatamiento de Dios en favor nuestro” (Hb 9, 24). Y entró “con su
propia sangre, consiguiendo una redención eterna”: “penetró en el santuario
una vez para siempre” (Hb 9, 12). Entró como Hijo “el cual, siendo
resplandor de su gloria (del Padre) e impronta de su substancia, y el que
sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación
de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas” (Hb 1, 3).
Este
texto de la Carta
a los Hebreos y el del coloquio con Nicodemo (Jn 3, 13), coinciden
en el contenido sustancial, o sea en la afirmación del valor redentor de la
ascensión al cielo en el culmen de la economía de la salvación, en conexión con
el principio fundamental ya puesto por Jesús: “Nadie ha subido al cielo sino
el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3, 13).
6.
Otras palabras de Jesús, pronunciadas en el Cenáculo, se refieren a su muerte,
pero en perspectiva de la ascensión: “Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar
con vosotros. Vosotros me buscaréis, y... adonde yo voy (ahora) vosotros no
podéis venir” (Jn 13, 33). Sin embargo dice enseguida: “En la casa de
mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho, porque voy a
prepararos un lugar” (Jn 14, 2).
Es un
discurso dirigido a los Apóstoles, pero que se extiende más allá de su grupo.
Jesucristo va al Padre ―a la casa del Padre― para “introducir” a los hombres
que sin El no podrían “entrar”. Sólo Él puede abrir su acceso a todos: Él que
“bajó del cielo” (Jn 3, 13), que “salió del Padre” (Jn 16, 28) y
ahora vuelve al Padre “con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna”
(Hb 9, 12). Él mismo afirma: “Yo soy el Camino... nadie ve al Padre sino
por mí” (Jn 14, 6).
7. Por
esta razón Jesús también añade, la misma tarde de la vigilia de la pasión: “Os
conviene que yo me vaya”. Sí, es conveniente, es necesario, es
indispensable desde el punto de vista de la eterna economía salvífica. Jesús lo
explica hasta el final a los Apóstoles: “Os conviene que yo me vaya, porque si
no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré”
(Jn 16, 7). Si. Cristo debe poner término a su presencia terrena, a la
presencia visible del Hijo de Dios hecho hombre, para que pueda permanecer de
modo invisible, en virtud del Espíritu de la verdad, del Consolador-Paráclito.
Y por ello prometió repetidamente: “Me voy y volveré a vosotros” (Jn 14,
3. 28).
Nos
encontramos aquí ante un doble misterio: El de la disposición eterna o
predestinación divina, que fija los modos, los tiempos, los ritmos de la
historia de la salvación con un designio admirable, pero para nosotros
insondable; y el de la presencia de Cristo en el mundo humano mediante
el Espíritu Santo, santificador y vivificador: el modo cómo la humanidad del
Hijo obra mediante el Espíritu Santo en las almas y en la Iglesia ―verdad claramente
enseñada por Jesús―, permanece envuelto en la niebla luminosa del misterio
trinitario y cristológico, y requiere nuestro acto de fe humilde y sabio.
8. La
presencia invisible de Cristo se actúa en la Iglesia también de modo sacramental. En el centro
de la Iglesia
se encuentra la
Eucaristía. Cuando Jesús anunció su institución por vez
primera, muchos “se escandalizaron” (cf. Jn 6, 61), ya que hablaba de
Comer su Cuerpo y beber su Sangre”. Pero fue entonces cuando Jesús reafirmó:
“¿Esto os escandaliza? ¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba
antes?... El Espíritu es el que da la vida, la carne no sirve para nada” (Jn
6, 61-63).
Jesús
habla aquí de su ascensión al cielo: cuando su Cuerpo terreno se entregue a
la muerte en la cruz, se manifestará el Espíritu “que da la vida”.
Cristo subirá al Padre, para que venga el Espíritu. Y, el día de Pascua, el
Espíritu glorificará el Cuerpo de Cristo en la resurrección. El día de
Pentecostés el Espíritu sobre la
Iglesia para que, renovando sobre la Iglesia para que, renovado
en la Eucaristía
el memorial de la muerte de Cristo, podamos participar en la nueva vida de su
Cuerpo glorificado por el Espíritu y de este modo prepararnos para entrar en
las “moradas eternas”, donde nuestro Redentor nos ha precedido para prepararnos
un lugar en la “casa del Padre” (Jn 14, 2).
Ascensión: misterio realizado (2)
1. Ya
los “anuncios” de la
Ascensión, que hemos examinado en la catequesis anterior,
iluminan enormemente la verdad expresada por los más antiguos símbolos de la fe
con las concisas palabras “subió al cielo”. Ya hemos señalado que se
trata de un “misterio”, que es objeto de fe. Forma parte del misterio
mismo de la Encarnación
y es el cumplimiento último de la misión mesiánica del Hijo de Dios, que ha
venido a la tierra para llevar a cabo nuestra redención.
Sin
embargo, se trata también de un “hecho” que podemos conocer a través de los
elementos biográficos e históricos de Jesús, que nos refieren los Evangelios.
2. Acudamos
a los textos de Lucas. Primeramente al que concluye su Evangelio: “Los sacó
hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que,
mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo” (Lc
24, 50-51): lo cual significa que los Apóstoles tuvieron la sensación de
“movimiento” de toda la figura de Jesús, y de una acción de “separación” de la
tierra. El hecho de que Jesús bendiga en aquel momento a los Apóstoles, indica
el sentido salvífico de su partida, en la que, como en toda su misión
redentora, está contenida y se da al mundo toda clase de bienes espirituales.
Deteniéndonos
en este texto de Lucas, prescindiendo de los demás, se deduciría que Jesús
subió al cielo el mismo día de la resurrección, como conclusión de su aparición
a los Apóstoles (cf. Lc 24, 36-39). Pero si se lee bien toda la página,
se advierte que el Evangelista quiere sintetizar los acontecimientos finales de
la vida de Cristo, del que le urgía descubrir la misión salvífica, concluida
con su glorificación. Otros detalles de esos hechos conclusivos los referirá en
otro libro que es como el complemento de su Evangelio, el Libro de los Hechos
de los Apóstoles, que reanuda la narración contenida en el Evangelio, para
proseguir la historia de los orígenes de la Iglesia.
3. En
efecto, leemos al comienzo de los Hechos un texto de Lucas que presenta
las apariciones y la
Ascensión de manera más detallada: “A estos mismos (es decir,
a los Apóstoles), después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas
de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo
referente al reino de Dios” (Hch 1, 3). Por tanto, el texto nos ofrece
una indicación sobre la fecha de la Ascensión: cuarenta días después de la Resurrección. Un
poco más tarde veremos que también nos da información sobre el lugar.
Respecto
al problema del tiempo, no se ve por qué razón podría negarse que Jesús
se haya aparecido a los suyos en repetidas ocasiones durante cuarenta días,
como afirman los Hechos. El simbolismo bíblico del número cuarenta, que
sirve para indicar una duración plenamente suficiente para alcanzar el fin
deseado, es aceptado por Jesús, que ya se había retirado durante cuarenta días
al desierto antes de comenzar su ministerio, y ahora durante cuarenta días
aparece sobre la tierra antes de subir definitivamente al cielo. Sin duda el tiempo
de Jesús resucitado pertenece a un orden de medida distinto del nuestro. El
Resucitado está ya en el Ahora eterno, que no conoce sucesiones ni
variaciones. Pero, en cuanto que actúa todavía en el mundo, instruye a los
Apóstoles, pone en marcha la
Iglesia, el Ahora trascendente se introduce en el tiempo del
mundo humano, adaptándose una vez más por amor. Así, el misterio de la relación
eternidad-tiempo se condensa en la permanencia de Cristo resucitado en la
tierra. Sin embargo, el misterio no anula su presencia en el tiempo y en el
espacio; antes bien ennoblece y eleva al nivel de los valores eternos lo que El
hace, dice, toca, instituye, dispone: en una palabra, la Iglesia. Por esto de
nuevo decimos: Creo, pero sin evadir la realidad de la que Lucas nos ha
hablado.
Ciertamente,
cuando Cristo subió al cielo, esta coexistencia e intersección entre el Ahora
eterno y el tiempo terreno se disuelve, y queda el tiempo de la Iglesia peregrina en la
historia. La presencia de Cristo es ahora invisible y “supratemporal”, como la
acción del Espíritu Santo, que actúa en los corazones.
4.
Según los Hechos de los Apóstoles, Jesús “fue llevado al cielo” (Hch 1,
2) en el monte de los Olivos (Hch 1, 12): efectivamente, desde allí los
Apóstoles volvieron a Jerusalén después de la Ascensión. Pero
antes que esto sucediese, Jesús les dio las últimas instrucciones: por ejemplo,
“les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la promesa
del Padre”: (Hch 1, 4). Esta promesa del Padre consistía en la
venida del Espíritu Santo: “Seréis bautizados en el Espíritu Santo” (Hch 1,
5), “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y
seréis mis testigos...” (Hch 1, 8). Y fue entonces cuando “dicho
esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a
sus ojos” (Hch 1, 9).
El
monte de los Olivos, que ya había sido el lugar de la agonía de Jesús en
Getsemaní, es por tanto el último punto de contacto entre el Resucitado y el
pequeño grupo de sus discípulos en el momento de la Ascensión. Esto
sucede después de que Jesús ha repetido el anuncio del envío del Espíritu, por
cuya acción aquel pequeño grupo se transformará en la Iglesia y será guiado por
los caminos de la historia. La
Ascensión es, por tanto, el acontecimiento conclusivo de la
vida y de la misión terrena de Cristo: Pentecostés será el primer día de la
vida y de la historia “de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,
24). Este es el sentido fundamental del hecho de la Ascensión, más allá de
las circunstancias particulares en las que ha acontecido y el cuadro de los
simbolismos bíblicos en los que puede ser considerado.
5.
Según Lucas, Jesús “fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a
sus ojos” (Hch 1, 9). En este texto hay que considerar dos momentos
esenciales: “fue levantado” (la elevación-exaltación) y “una nube le ocultó”
(entrada en el claroscuro del misterio).
“Fue
levantado”: con esta expresión, que responde a la experiencia
sensible y espiritual de los Apóstoles, se alude a un movimiento ascensional, a
un paso de la tierra al cielo, sobre todo como signo de otro “paso”: Cristo
pasa al estado de glorificación en Dios. El primer significado de la Ascensión es
precisamente éste: revelar que el Resucitado ha entrado en la intimidad
celestial de Dios. Lo prueba “la nube”, signo bíblico de la presencia
divina. Cristo desaparece de los ojos de sus discípulos, entrando en la esfera
trascendente de Dios invisible.
6.
También esta última consideración confirma el significado del misterio que
es la Ascensión
de Jesucristo al cielo. El Hijo que “salió del Padre y vino al mundo, ahora
deja el mundo y va al Padre” (cf Jn 16, 28). En este “retorno” al Padre
halla su concreción la elevación “a la derecha del Padre”, verdad mesiánica ya
anunciada en el Antiguo Testamento. Por tanto, cuando el Evangelista Marcos nos
dice que “el Señor Jesús... fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de
Dios” (Mc 16, 19), en sus palabras evoca el “oráculo del Señor”
enunciado en el Salmo: “Oráculo de Yavé a mi Señor: Siéntate a mi diestra,
hasta que yo haga de tus enemigos el estrado de tus pies” (Sal 109/110,
1). “Sentarse a la derecha de Dios” significa co-participar en su poder real y
en su dignidad divina.
Lo
había predicho Jesús: “Veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder
y venir entre las nubes del cielo”, como leemos en el Evangelio de Marcos (Mc
14, 62). Lucas, a su vez, escribe (Lc 22, 69): “El Hijo de Dios estará
sentado a la diestra del poder de Dios”. Del mismo modo el primer mártir de
Jerusalén, el diácono Esteban, verá a Cristo en el momento de su muerte: “Estoy
viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre que está en pie a la diestra de
Dios” (Hch 7, 56). El concepto, pues, se había enraizado y difundido en
las primeras comunidades cristianas, como expresión de la realeza que Jesús
habla conseguido con la
Ascensión al cielo.
7.
También el Apóstol Pablo, escribiendo a los Romanos, expresa la misma verdad
sobre Jesucristo, “el que murió; más aún, el que resucitó, el que está a la
diestra de Dios y que intercede por nosotros” (Rm 8, 34). En la Carta a los
Colosenses escribe: “Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de
arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios” (Col 3,
1; cf. Ef 1, 20). En la
Carta a los Hebreos leemos (Hb 1, 3; 8, 1): “Tenemos
un Sumo Sacerdote tal, que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos”. Y
de nuevo (Hb 10, 12 y Hb 12, 2): “...soportó la cruz, sin miedo a
la ignominia, y está sentado a la diestra del trono de Dios”.
A su
vez, Pedro proclama que Cristo “habiendo ido al cielo está a la
diestra de Dios y le están sometidos los Ángeles, las Dominaciones y las
Potestades” (1 P 3, 22).
8. El
mismo Apóstol Pedro, tomando la palabra en el primer discurso después de
Pentecostés, dirá de Cristo que, “exaltado por la diestra Dios, ha
recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que
vosotros veis y oís” (Hch 2, 33, cf. también Hch 5, 31). Aquí se
inserta en la verdad de la
Ascensión y de la realeza de Cristo un elemento nuevo,
referido al Espíritu Santo.
Reflexionemos
sobre ello un momento. En el Símbolo de los Apóstoles, la Ascensión al cielo se
asocia a la elevación del Mesías al reino del Padre: “Subió al cielo, está
sentado a la derecha del Padre”. Esto significa la inauguración del reino
del Mesías, en el que encuentra cumplimiento la visión profética del
Libro de Daniel sobre el hijo del hombre: “A él se le dio imperio, honor y
reinó, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un
imperio eterno, que nunca pasará, y su reino nunca será destruido jamás” (Dn
7, 13-14).
El
discurso de Pentecostés, que tuvo Pedro, nos hace saber que a los ojos de
los Apóstoles, en el contexto del Nuevo Testamento, esa elevación de
Cristo a la derecha del Padre está ligada sobre todo con la venida del
Espíritu Santo. Las palabras de Pedro testimonian la convicción de los
Apóstoles de que sólo con la
Ascensión Jesús “ha recibido el Espíritu Santo del Padre”
para derramarlo como lo había prometido.
9. El
discurso de Pedro testimonia también que, con la venida del Espíritu Santo, en
la conciencia de los Apóstoles maduró definitivamente la visión de ese reino
que Cristo había anunciado desde el principio y del que había hablado
también tras la resurrección (cf. Hch 1, 3). Hasta entonces los oyentes
le habían interrogado sobre la restauración del reino de Israel (cf. Hch 1,
6), tan enraizada en su interpretación temporal de la misiona mesiánica. Sólo después
de haber reconocido “la potencia” del Espíritu de verdad, “se convirtieron en
testigos” de Cristo y de ese reino mesiánico, que se actuó de modo
definitivo, cuando Cristo glorificado “se sentó a la derecha del Padre”. En la
economía salvífica de Dios hay, por tanto, una estrecha relación entre la
elevación de Cristo y la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles. Desde
ese momento los Apóstoles se convierten en testigos del reino que no tendrá
fin. En esta perspectiva adquieren también pleno significado las
palabras que oyeron después de la Ascensión de Cristo: “Este Jesús que os ha
sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al
cielo”. (Hch 1, 11). Anuncio de una plenitud final y definitiva que se
tendrá cuando, en la potencia del Espíritu de Cristo, todo el designio divino
alcance su cumplimiento en la historia.
Los frutos de la Ascensión: el
reconocimiento de que Jesús es el Señor(3)
1. El
anuncio de Pedro en el primer discurso Pentecostal en Jerusalén es elocuente y
solemne: “A este Jesús Dios lo resucitó; de lo cual todos nosotros somos
testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el
Espíritu Santo prometido y lo ha derramado. (Hch 2, 32-33).
“Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido
Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros bebéis crucificado” (Hch
2, 36). Estas palabras ―dirigidas a la multitud compuesta por los habitantes de
aquella ciudad y por los peregrinos que habían llegado de diversas partes para
la fiesta― proclaman la elevación de Cristo ―crucificado y resucitado― “a la
derecha de Dios”. La “elevación”, o sea, la ascensión al cielo, significa la
participación de Cristo hombre en el poder y autoridad de Dios mismo. Tal
participación en el poder y autoridad de Dios Uno y Trino se manifiesta en
el “envío” del Consolador, Espíritu de la verdad el cual “recibiendo” (cf. Jn
16, 14) de la redención llevada a cabo por Cristo, realiza la conversión de
los corazones humanos. Tanto es así, que ya aquel día, en Jerusalén, “al oír
esto sintieron el corazón compungidos” (Hch 2, 37). Y es sabido que en
pocos días se produjeron miles de conversiones.
2. Con
el conjunto de los sucesos pascuales, a los que se refiere el Apóstol Pedro en
el discurso de Pentecostés, Jesús se reveló definitivamente como Mesías enviado
por el Padre y como Señor.
La
conciencia de que Él era “el Señor”, había entrado ya de alguna
manera en el ánimo de los Apóstoles durante la actividad prepascual de Cristo.
Él mismo alude a este hecho en la última Cena: “Vosotros me llamáis el Maestro
y el Señor, y decís bien porque lo soy” (Jn 13, 13). Esto explica
por qué los Evangelistas hablan de Cristo “Señor” como de un dato admitido
comúnmente en las comunidades cristianas. En particular, Lucas pone ya ese
término en boca del ángel que anuncia el nacimiento de Jesús a los pastores:
“Os ha nacido... un salvador que es el Cristo Señor” (Lc 2, 11).
En muchos otros lugares usa el mismo apelativo (cf. Lc 7, 13; 10, 1: 10,
41; 11, 39; 12, 42; 13, 15; 17, 6; 22, 61). Pero es cierto que el conjunto
de los sucesos pascuales ha consolidado definitivamente esta conciencia. A
la luz de estos sucesos es necesario leer la palabra “Señor” referida también a
la vicia y actividad anterior del Mesías. Sin embargo, es necesario profundizar
sobre todo el contenido y el significado que la palabra tiene en el contexto
de la elevación y de la glorificación de Cristo resucitado, en su ascensión
al cielo.
3. Una
de las afirmaciones más repetidas en las Cartas paulinas es que Cristo es el
Señor. Es conocido el pasaje de la Primera Carta a los Corintios donde
Pablo proclama: apara nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre,
del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor,
Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros” (1
Co 8, 6; cf. 16, 22; Rm 10, 9; Col 2, 6). Y el de la Carta a los
Filipenses, donde Pablo presenta como Señor a Cristo, que humillado hasta
la muerte, ha sido también exaltado “para que al nombre de Jesús toda rodilla
se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua
confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre” (Flp 2,
10-11). Pero Pablo subraya que “nadie puede decir: ‘Jesús es Señor’ sino
bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Co 12, 3). Por tanto, “bajo la
acción del Espíritu Santo” también el Apóstol Tomás dice a Cristo, que
se le apareció después de la resurrección: “Señor mío y Dios mío” (Jn
20, 28). Y lo mismo se debe decir del diácono Esteban, que durante la
lapidación ora: “Señor Jesús, recibe mi espíritu... no les tengas en cuenta
este pecado” (Hch 7, 59-60).
Finalmente,
el Apocalipsis concluye el ciclo de la historia sagrada y de la revelación con
la invocación de la Esposa
y del Espíritu: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 20).
Es el
misterio de la acción del Espíritu Santo “vivificante” que introduce continuamente
en los corazones la luz para reconocer a Cristo, la gracia para interiorizar en
nosotros su vida, la fuerza para proclamar que Él ―y sólo Él ― es “el Señor”.
4.
Jesucristo es el Señor, porque posee la plenitud del poder “en los
cielos y sobre la tierra”. Es el poder real “por encima de todo Principado,
Potestad, Virtud, Dominación... Bajo sus pies sometió todas las cosas” (Ef 1,
21-22). Al mismo tiempo es la autoridad sacerdotal de la que habla
ampliamente la Carta
a los Hebreos, haciendo referencia al Salmo 109/110, 4: “Tú eres sacerdote
para siempre, a semejanza de Melquisedec” (Hb 5, 6). Este eterno
sacerdocio de Cristo comporta el poder de santificación de modo que
Cristo “se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le
obedecen” (Hb 5, 9). “De ahí que pueda también salvar perfecto lamente a
los que por El se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su
favor” (Hb 7, 25). Así mismo, en la Carta a los Romanos leemos que
Cristo “está a la diestra de Dios e intercede por nosotros” (Rm 8, 34).
Y finalmente, San Juan nos asegura: “Si alguno peca, tenemos a uno que
abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo” (1 Jn 2, 1).
5.
Como Señor, Cristo es la
Cabeza de la
Iglesia, que es su Cuerpo. Es la idea central de San
Pablo en el gran cuadro cósmico histórico-soteriológico, con que describe el
contenido del designio eterno de Dios en los primeros capítulos de las Cartas
a los Efesios y a las Colosenses: “Bajo sus pies sometió todas las
cosas y le constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena
todo en todo” (Ef 1, 22). “Pues Dios tuvo a bien hacer residir en él
toda la Plenitud”
(Col 1, 19): en Él en el cual “reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente”
(Col 2, 9).
Los Hechos
nos dicen que Cristo “se ha adquirido” la Iglesia “con su sangre” (Hch
20, 28, cf. 1 Co 6, 20). También Jesús cuando al irse al Padre decía a
los discípulos: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt
28, 20), en realidad anunciaba el misterio de este Cuerpo que de él saca
constantemente las energías vivificantes de la redención. Y la redención
continúa actuando como efecto de la glorificación de Cristo.
Es
verdad que Cristo siempre ha sido el “Señor”, desde el primer momento de
la encarnación, como Hijo de Dios consubstancial al Padre, hecho hambre por
nosotros. Pero sin duda ha llegado a ser Señor en plenitud por el hecho
de “haberse humillado ‘se despojó de si mismo’ haciéndose obediente hasta la
muerte y muerte de cruz” (cf. Flp 2, 8). Exaltado, elevado al cielo y
glorificado, habiendo cumplido así toda su misión, permanece en el Cuerpo de
su Iglesia sobre la tierra por medio de la redención operada en cada uno y en
toda la sociedad por obra del Espíritu Santo. La redención es la fuente de
la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia, como leemos
en la Carta
a los Efesios: “Él mismo ‘dió’ a unos el ser apóstoles; a otros, profetas;
a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, para el recto ordenamiento
de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del
Cuerpo de Cristo... a la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4,
11-13).
6. En
la expansión de la realeza que se le concedió sobre toda la economía de la
salvación, Cristo es Señor de todo el cosmos. Nos lo dice otro gran
cuadro de la Carta
a los Efesios: “Este que bajó es el mismo que subió por encima de todos los
cielos, para llenarlo todo” (Ef 4, 10). En la Primera Carta
a los Corintios San Pablo añade que todo se le ha sometido “porque todo
(Dios) lo puso bajo sus pies” (con referencia al Sal 8, 5).
“...Cuando diga que ‘todo está sometido’, es evidente que se excluye a Aquel
que ha sometido a él todas las cosas” (1 Co 15, 27). Y el Apóstol
desarrolla ulteriormente este pensamiento, escribiendo: “Cuando hayan sido
sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel
que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todo” (1
Co 15, 28). “Luego, el fin, cuando entregue a Dios Padre el Reino, después
de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad” (1 Co 15,
24).
7. La Constitución Gaudium
et spes del Concilio Vaticano II ha vuelto a tomar este tema
fascinante, escribiendo que “El Señor es el fin de la historia humana,
‘el punto focal de los deseos de la historia y de la civilización’, el
centro del género humano, la alegría de todos los corazones, la
plenitud de sus aspiraciones” (n. 45). Podemos resumir diciendo que Cristo
es el Señor de la historia. En Él la historia del hombre, y puede decirse
de toda la creación, encuentra su cumplimiento trascendente. Es lo que en la
tradición se llamaba recapitulación (“re-capitulatio”, en
griego: ). Es una concepción que
encuentra su fundamento en la Carta
a los Efesios, en donde se describe el eterno designio de Dios “para
realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por
Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef
1, 10).
8.
Debemos añadir, por último, que Cristo es el Señor de la vida eterna. A Él
pertenece el juicio último, del que habla el Evangelio de Mateo: “Cuando el
Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se
sentará en su trono de gloria... Entonces dirá el Rey a los de su derecha:
‘Venid, benditos de mi Padre. recibid la herencia del Reino preparado para
vosotros desde la creación del mundo’” (Mt 25, 31. 34).
El
derecho pleno de juzgar definitivamente las obras dé los hombres y las
conciencias humanas. pertenece a Cristo en cuanto Redentor del mundo. El, en
efecto, “adquirió” este derecho mediante la cruz. Por eso el Padre “todo juicio
lo ha entregado al Hijo” (Jn 5, 22). Sin embargo el Hijo no ha venido
sobre todo para juzgar, sino para saldar. Para otorgar la vida divina que está
en Él. “Porque, como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha
dado al Hijo tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar, porque es
Hijo del hombre” (Jn 5, 26-27).
Un
poder, por tanto, que coincide con la misericordia que fluye en su corazón
desde el seno del Padre, del que procede el Hijo y se hace hombre “propter nos
homines et propter nostram salutem”. Cristo crucificado y resucitado, Cristo
que “subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre”. Cristo que es,
por tanto, el Señor de la vida eterna, se eleva sobre el mundo y sobre la
historia como un signo de amor infinito rodeado de gloria, pero deseoso de
recibir de cada hombre una respuesta de amor para darles la vida eterna.
Referencias:
1)JUAN PABLO II AUDIENCIA GENERAL
miércoles 5 de abril de 1989
2)JUAN PABLO II AUDIENCIA GENERAL Miércoles 12 de abril de 1989
3)JUAN PABLO II AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 19 de abril de 1989
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