El Espíritu Santo y la Eucaristía
1. La
promesa de Jesús: “...seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos
días” (Hch 1, 5) significa que existe un vínculo entre el Espíritu Santo
y el bautismo. Lo hemos visto en la anterior catequesis, en la que,
partiendo del bautismo de penitencia que Juan impartía en el Jordán anunciando
la venida de Cristo, nos hemos acercado a Aquel que bautizará “en Espíritu
Santo y fuego”. Nos hemos acercado también a aquel único bautismo con que debía
ser bautizado Él mismo (cf. Mc 10, 38): el sacrificio de la cruz, que
ofreció Cristo “por el Espíritu Eterno” (Hb 9, 14) hasta el punto de
hacerse “el último Adán” y, como tal, “espíritu que da vida”, según lo que dice
San Pablo (cf. 1 Co 15, 45). Sabemos que Cristo “dio” a los Apóstoles
el Espíritu que da vida el día de la Resurrección (cf. Jn
20, 22) y, a continuación, en la solemnidad de Pentecostés, cuando todos
quedaron “llenos del Espíritu Santo” (Hch 2, 4).
2. Entre
el sacrificio pascual de Cristo y el don del Espíritu existe, por tanto, una
relación objetiva. Puesto que la
Eucaristía renueva místicamente el sacrificio redentor de
Cristo, es fácil, por lo demás, entender el vínculo intrínseco que existe entre
este sacramento y el don del Espíritu: formando la Iglesia mediante su propia
venida el día de Pentecostés, el Espíritu Santo la constituye haciendo
referencia objetiva a la
Eucaristía y la orienta hacia la Eucaristía.
Jesús
había dicho en una de sus parábolas: “El Reino de los Cielos es semejante a un
rey que celebró el banquete de bodas de su hijo” (Mt 22, 2). La Eucaristía constituye
la anticipación sacramental y en cierto sentido una “pregustación” de aquel banquete
real que el Apocalipsis llama “el banquete del Cordero” (cf. Ap 19,
9). El Esposo que está en el centro de aquella fiesta de bodas, y de su
prefiguración y anticipación eucarística, es el Cordero que “borró los pecados
del mundo”, el Redentor.
3. En
la Iglesia que
nace del bautismo en Pentecostés, cuando los Apóstoles, y junto con ellos los
demás discípulos y confesores de Cristo, son “bautizados en Espíritu”, la Eucaristía es
y permanece hasta el fin de los tiempos el sacramento del cuerpo y de la sangre
de Cristo.
En
Ella está presente “la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció
a sí mismo sin tacha a Dios” (Hb 9, 14); la sangre “derramada por
muchos” (Mc 14, 24) “para perdón de los pecados” (Mt 26, 28); la
sangre que “purificará de las obras muertas nuestra conciencia” (cf. Hb
9, 14); la “sangre de la alianza” (Mt 26, 28). Jesús mismo, al instituir
la Eucaristía,
declara: “Esta copa es la
Nueva Alianza en mi sangre” (Lc 22, 20; cf. 1
Co 11, 25), y recomienda a los Apóstoles: “haced esto en recuerdo mío” (Lc
22, 19).
En la Eucaristía —cada vez—
se renueva (es decir, se realiza nuevamente) el sacrificio del cuerpo y de la
sangre, ofrecido por Cristo una sola vez al Padre en la cruz para la redención
del mundo. Dice la Encíclica Dominum
et Vivificantem que “en el sacrificio del Hijo del hombre el
Espíritu Santo está presente y actúa... El mismo Jesucristo en su
humanidad se ha abierto totalmente a esta acción... que del sufrimiento hace
brotar el eterno amor salvífico” (n. 40).
4. La Eucaristía es
el sacramento de este amor redentor, estrechamente vinculado a la presencia
del Espíritu Santo y a su acción. ¿Cómo no recordar, en este momento, las
palabras pronunciadas por Jesús cuando, en la sinagoga de Cafarnaún, tras
la multiplicación del pan (cf. Jn 6, 27), proclamaba la necesidad de
alimentarse de su carne y de su sangre? A muchos de los que lo escuchaban, su
lenguaje sobre el comer su cuerpo y beber su sangre (cf. Jn 6, 53)
les pareció “duro” (Jn 6, 60). Intuyendo esta dificultad Jesús les dijo:
“¿Esto os escandaliza? ¿ Y cuándo veáis al Hijo del hombre subir adonde estaba
antes?” (Jn 6, 61-62). Era una explícita alusión a la futura ascensión
al cielo. Y precisamente en aquel momento añade una referencia al Espíritu
Santo, que sólo tras la ascensión adquiriría plenitud de sentido. Dijo: “El
espíritu es el que da vida: la carne no sirve para nada. Las palabras que os he
dicho son espíritu y son vida” (Jn 6, 63)
Los
oyentes de Jesús entendieron de modo “material” aquel primer anuncio
eucarístico. El Maestro quiso en seguida precisar que su contenido sólo podía
aclararse y entenderse por obra del “Espíritu que da vida”. En la Eucaristía Cristo
nos da su cuerpo y su sangre como alimento y bebida, bajo las especies del pan
y del vino, como durante el banquete pascual de la última Cena. Solamente en
virtud del Espíritu, que da vida, el alimento y la bebida eucarísticos pueden
obrar en nosotros la “comunión”, es decir, la unión salvífica con el
Cristo crucificado y glorificado.
5. Hay
un hecho significativo, ligado al acontecimiento de Pentecostés: desde los
primeros tiempos después de la venida del Espíritu Santo los Apóstoles y sus
seguidores, convertidos y bautizados, “acudían asiduamente... a la fracción del
pan y a las oraciones” (Hch 2, 42), como si el mismo Espíritu Santo nos
hubiera orientado a la
Eucaristía. He subrayado en la Encíclica Dominum
et Vivificantem que, “guiada por el Espíritu Santo, la Iglesia desde el
principio se manifestó y se confirmó a sí misma a través de la Eucaristía” (n.
62).
La Iglesia primitiva
era una comunidad fundada en la enseñanza de los Apóstoles (Hch 2, 42) y
animada en su totalidad por el Espíritu Santo, el cual infundía luz a los
creyentes para que comprendiesen la
Palabra, y los congregaba en la caridad en torno a la Eucaristía. Así la Iglesia crecía y se
propagaba en una muchedumbre de creyentes que “no tenía sino un solo corazón y
una sola alma” (Hch 4, 32).
6. En
la Encíclica
citada leemos también que “mediante la Eucaristía, las personas y comunidades, bajo la
acción del Paráclito consolador, aprenden a descubrir el sentido divino de la
vida humana” (n. 62).
Es decir, descubren el valor de la vida interior, realizando en sí mismas la
imagen de Dios Trinidad que siempre se nos ha presentado en los libros del
Nuevo Testamento y especialmente en las Cartas de San Pablo, como Alfa y Omega
de nuestra vida, o sea, el principio según el cual el hombre es creado y
modelado, y el fin último al que está ordenado y es guiado según el designio y
la voluntad del Padre, reflejados en el Hijo-Verbo y en el Espíritu-Amor. Es
una hermosa y profunda interpretación que la tradición patrística, resumida y
formulada en términos teológicos por Santo Tomás (cf. Summa Theol. I, q.
93, a.
8), ha dado de un principio clave de la espiritualidad y de la antropología
cristiana, así expresado en la
Carta a los Efesios: “Por eso doblo mis rodillas ante el
Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que
os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción
de su Espíritu en el hombre interior; que Cristo habite por la fe en vuestros
corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con
todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad,
y conocer el amor de Cristo que excede a todo conocimiento, para que os vayáis
llenando hasta la total Plenitud de Dios” (Ef 3, 14-19)
7. Es
Cristo quien nos da esta plenitud divina (cf. Col 2, 9 ss.) mediante la
acción del Espíritu Santo. Así, colmados de vida divina, los cristianos entran
y viven en la plenitud del Cristo total, que es la Iglesia, y, a través de la Iglesia, en el nuevo
universo que poco a poco se va construyendo (cf. Ef 1, 23; 4, 12-13; Col
2, 10). En el centro de la
Iglesia y del nuevo universo está la Eucaristía, donde se
halla presente el Cristo que obra en los hombres y en el mundo entero mediante
el Espíritu Santo.
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