ANTÍFONA
DE ENTRADA
Francisco,
hombre de Dios, dejó su casa, renunció a sus bienes y se hizo pobre; por ello
el Señor lo tomó consigo.
Vir Dei Francíscus relíquit domum suam, dimísit hereditátem suam, inops et pauper factus est; Dóminus autem assúmpsit eum.
ORACIÓN
COLECTA
Dios nuestro, que otorgaste a san Francisco la gracia de
identificarse con Cristo por la humildad y la pobreza; concédenos que,
imitando sus ejemplos, podamos seguir a tu Hijo y unirnos a ti con la alegría
del amor. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la
unidad del Espíritu Santo, y es Dios, por los siglos de los siglos.
Deus, qui beáto Francísco paupertáte et humilitáte Christo configurári
tribuísti, concéde, ut, per illíus sémitas gradiéntes, Fílium tuum sequi et
tibi coniúngi læta valeámus caritáte. Per Dóminum.
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas.
El Señor designó a otros setenta y dos, además de los Doce, y los
envió de dos en dos para que lo precedieran en todas las ciudades y sitios
adonde Él debía ir. Y les dijo: «La cosecha es abundante, pero los trabajadores
son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la
cosecha. ¡Vayan! Yo los envío como a ovejas en medio de lobos. No lleven
dinero, ni provisiones, ni calzado, y no se detengan a saludar a nadie por el
camino. Al entrar en una casa, digan primero: “¡Que descienda la paz sobre esta
casa!” Y si hay allí alguien digno de recibirla, esa paz reposará sobre él; de
lo contrario, volverá a ustedes. Permanezcan en esa misma casa, comiendo y
bebiendo de lo que haya, porque el que trabaja merece su salario. No vayan de
casa en casa. En las ciudades donde entren y sean recibidos, coman lo que les
sirvan; sanen a sus enfermos y digan a la gente: “El Reino de Dios está cerca
de ustedes”. Pero en todas las ciudades donde entren y no los reciban, salgan a
las plazas y digan: “¡Hasta el polvo de esta ciudad que se ha adherido a nuestros
pies, lo sacudimos sobre ustedes! Sepan, sin embargo, que el Reino de Dios está
cerca”. Les aseguro que en aquel Día, Sodoma será tratada menos rigurosamente
que esa ciudad».
Palabra
del Señor.
ORACIÓN
SOBRE LAS OFRENDAS
Presentamos
nuestras ofrendas, Señor, y te pedimos que nos prepares para celebrar
dignamente el misterio de la cruz, al que san Francisco se unió con tanto
fervor. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Múnera tibi, Dómine, offeréntes, quæsumus, ut ad mystérium crucis celebrándum conveniénter aptémur, cui beátus Francíscus tam ardénter adhæsit. Per Christum.
ANTÍFONA
DE COMUNIÓN Mt 5, 3
Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les
pertenece el Reino de los Cielos.
Mt 5,3 Beáti páuperes spíritu, quóniam ipsórum est regnum cælórum.
ORACIÓN
DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
Concédenos, Padre, por los sacramentos
recibidos, que, imitando la caridad y el ardor apostólico de san Francisco,
experimentemos los efectos de tu amor y nos prodiguemos por la salvación de
nuestros hermanos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Da nobis, quæsumus, Dómine, per hæc sancta quæ súmpsimus, ut, beáti Francísci
caritátem zelúmque apostólicum imitántes, tuæ dilectiónis efféctus percipiámus
et in salútem ómnium effundámus. Per Christum.
En el pasaje de la carta a los Gálatas destaca otro aspecto del camino de conversión. Nos lo explica otro gran convertido, el apóstol san Pablo. El contexto de sus palabras es el debate que surgió en la comunidad primitiva: en ella muchos cristianos procedentes del judaísmo tendían a unir la salvación a la realización de las obras de la antigua Ley, desvirtuando así la novedad de Cristo y la universalidad de su mensaje.
VISITA PASTORAL
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI A ASÍS
CON OCASIÓN DEL VIII CENTENARIO
DE LA CONVERSIÓN DE SAN FRANCISCO
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI A ASÍS
CON OCASIÓN DEL VIII CENTENARIO
DE LA CONVERSIÓN DE SAN FRANCISCO
CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
BENEDCITO XVI
Plaza inferior de la Basílica de San
Francisco
Domingo 17 de junio de 2007
Domingo 17 de junio de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
¿Qué nos dice hoy el Señor, mientras celebramos la Eucaristía en el sugestivo
escenario de esta plaza, en la que convergen ocho siglos de santidad, de
devoción, de arte y de cultura, vinculados al nombre de san Francisco de Asís?
Hoy aquí todo habla de conversión, como nos ha recordado mons. Domenico
Sorrentino, a quien agradezco de corazón las amables palabras que me ha
dirigido.
Saludo también a toda la Iglesia de Asís-Nocera Umbra-Gualdo Tadino, así como a
los pastores de las Iglesias de Umbría. Saludo y expreso mi agradecimiento al
cardenal Attilio Nicora, mi legado para las dos basílicas papales de esta
ciudad. Dirijo un saludo afectuoso a los hijos de san Francisco, aquí presentes
con sus ministros generales de las diversas Órdenes. Saludo asimismo al
presidente del Gobierno y a todas las autoridades civiles que han querido
honrarnos con su presencia.
Hablar de conversión significa penetrar en el núcleo del mensaje cristiano y a
la vez en las raíces de la existencia humana. La palabra de Dios que se acaba de
proclamar nos ilumina, poniéndonos ante los ojos tres figuras de
convertidos.
La primera es la de David. El pasaje que se refiere a él, tomado del segundo
libro de Samuel, nos presenta uno de los diálogos más dramáticos del Antiguo
Testamento. En el centro de este diálogo está un veredicto tajante, con el que
la palabra de Dios, proferida por el profeta Natán, pone al descubierto a un rey
que había alcanzado la cumbre de su éxito político, pero que había caído también
en lo más bajo de su vida moral.
Para captar la tensión dramática de este diálogo, es preciso tener presente el
horizonte histórico y teológico en el que se sitúa. Se trata de un horizonte
marcado por la historia de amor con la que Dios elige a Israel como su pueblo,
entablando con él una alianza y preocupándose de asegurarle tierra y libertad.
David es un eslabón de esta historia de solicitud constante de Dios por su
pueblo. Es elegido en un momento difícil y es puesto al lado del rey Saúl, para
convertirse en su sucesor. El plan de Dios atañe también a su descendencia,
vinculada al proyecto mesiánico, que tendrá en Cristo, "hijo de David", su plena
realización.
De este modo, la figura de David es imagen de grandeza histórica y a la vez
religiosa. Por eso, con esa grandeza contrasta mucho más la bajeza en la que cae
cuando, cegado de pasión por Bersabé, se la arrebata a su esposo, uno de sus más
fieles guerreros, y ordena fríamente que sea asesinado. Es un acto
estremecedor: ¿cómo puede un elegido de Dios caer tan bajo? Realmente, el
hombre es grandeza y miseria. Es grandeza, porque lleva en sí la imagen de Dios
y es objeto de su amor; y es miseria, porque puede hacer mal uso de la libertad,
su gran privilegio, acabando por volverse contra su Creador.
El veredicto de Dios sobre David, pronunciado por Natán, ilumina las fibras
íntimas de la conciencia, donde no cuentan los ejércitos, el poder, la opinión
pública, sino donde estamos a solas con Dios. "Tú eres ese hombre". Estas
palabras desvelan a David su culpabilidad. Profundamente afectado por estas
palabras, el rey siente un arrepentimiento sincero y se abre al ofrecimiento de
la misericordia. Es el camino de la conversión.
Hoy es san Francisco quien nos invita a seguir este camino, como David. Por lo
que narran sus biógrafos, en sus años juveniles nada permite pensar en caídas
tan graves como la del antiguo rey de Israel. Pero el mismo Francisco, en el
Testamento redactado en los últimos meses de su vida, considera sus primeros
veinticinco años como un tiempo en que "vivía en los pecados" (cf. 2 Test
1: FF 110). Más allá de las expresiones concretas, consideraba pecado
concebir su vida y organizarla totalmente centrada en él mismo, siguiendo vanos
sueños de gloria terrena. Cuando era el "rey de las fiestas" entre los jóvenes
de Asís (cf. 2 Cel I, 3, 7: FF 588), no le faltaba una natural
generosidad de espíritu. Pero esa generosidad estaba muy lejos del amor
cristiano que se entrega sin reservas a los demás.
Como él mismo recuerda, le resultaba amargo ver a los leprosos. El pecado
le impedía vencer la repugnancia física para reconocer en ellos a hermanos que
era preciso amar. La conversión lo llevó a practicar la misericordia y a la vez
le alcanzó misericordia. Servir a los leprosos, llegando incluso a besarlos, no
sólo fue un gesto de filantropía, una conversión —por decirlo así— "social",
sino una auténtica experiencia religiosa, nacida de la iniciativa de la gracia y
del amor de Dios: "El Señor —dice— me llevó hasta ellos" (2 Test 2:
FF 110). Fue entonces cuando la amargura se transformó en "dulzura de alma y
de cuerpo" (2 Test 3: FF 110).
Sí, mis queridos hermanos y hermanas, convertirnos al amor es pasar de la
amargura a la "dulzura", de la tristeza a la alegría verdadera. El hombre es
realmente él mismo, y se realiza plenamente, en la medida en que vive con Dios y
de Dios, reconociéndolo y amándolo en sus hermanos.
En el pasaje de la carta a los Gálatas destaca otro aspecto del camino de conversión. Nos lo explica otro gran convertido, el apóstol san Pablo. El contexto de sus palabras es el debate que surgió en la comunidad primitiva: en ella muchos cristianos procedentes del judaísmo tendían a unir la salvación a la realización de las obras de la antigua Ley, desvirtuando así la novedad de Cristo y la universalidad de su mensaje.
San Pablo se sitúa como testigo y pregonero de la gracia. En el camino de
Damasco, el rostro resplandeciente y la voz fuerte de Cristo lo habían arrancado
de su celo violento de perseguidor y habían encendido en él un nuevo celo por el
Crucificado, que reconcilia en su cruz a los que están cerca y a los que están
lejos (cf. Ef 2, 11-22). San Pablo había comprendido que en Cristo toda
la ley está cumplida y que quien sigue a Cristo se une a él y cumple la ley.
Llevar a Cristo, y con Cristo al único Dios, a todas las naciones se había
convertido en su misión. En efecto, Cristo "es nuestra paz: el que de los dos
pueblos hizo uno, derribando el muro que los separaba..." (Ef 2, 14)
Su personalísima confesión de amor expresa al mismo tiempo la esencia común de
la vida cristiana: "La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe
del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). Y
¿cómo se puede responder a este amor sino abrazando a Cristo crucificado, hasta
vivir de su misma vida? "Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, sino que
es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 19-20).
Al decir que está crucificado con Cristo, san Pablo no sólo alude a su nuevo
nacimiento en el bautismo, sino a toda su vida al servicio de Cristo. Este nexo
con su vida apostólica se pone claramente de manifiesto en las palabras
conclusivas de su defensa de la libertad cristiana al final de la carta a los
Gálatas: "En adelante nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo los
estigmas de Jesús" (Ga 6, 17).
Es la primera vez, en la historia del cristianismo, que aparecen las palabras
"estigmas de Jesús". En la disputa sobre el modo correcto de ver y de vivir el
Evangelio, al final, no deciden los argumentos de nuestro pensamiento; lo que
decide es la realidad de la vida, la comunión vivida y sufrida con Jesús, no
sólo en las ideas o en las palabras, sino hasta en lo más profundo de la
existencia, implicando también el cuerpo, la carne.
Los cardenales recibidos en una larga historia de pasión son el testimonio de la
presencia de la cruz de Jesús en el cuerpo de san Pablo, son sus estigmas. Así
puede decir que no es la circuncisión la que lo salva: los estigmas son la
consecuencia de su bautismo, la expresión de su morir con Jesús día a día, la
señal segura de ser una nueva criatura (cf. Ga 6, 15).
Por lo demás, al utilizar la palabra "estigmas", san Pablo alude a la costumbre
antigua de grabar en la piel del esclavo el sello de su propietario. Así el
esclavo era "estigmatizado" como propiedad de su amo y quedaba bajo su
protección. La señal de la cruz, grabada en largas pasiones en la piel de san
Pablo, es su orgullo: lo legitima como verdadero esclavo de Jesús, protegido
por el amor del Señor.
Queridos amigos, san Francisco de Asís nos repite hoy todas estas palabras de
san Pablo con la fuerza de su testimonio. Desde que el rostro de los leprosos,
amados por amor a Dios, le hizo intuir de algún modo el misterio de la "kénosis"
(cf. Flp 2, 7), el abajamiento de Dios en la carne del Hijo del hombre, y
desde que la voz del Crucifijo de San Damián le puso en su corazón el programa
de su vida: "Ve, Francisco, y repara mi casa" (2 Cel I, 6, 10: FF
593), su camino no fue más que el esfuerzo diario de configurarse con Cristo. Se
enamoró de Cristo. Las llagas del Crucificado hirieron su corazón, antes de
marcar su cuerpo en la Verna. Por eso pudo decir con san Pablo: "Ya no vivo yo,
sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20).
Llegamos ahora al corazón evangélico de la palabra de Dios de hoy. Jesús mismo,
en el pasaje del evangelio de san Lucas que se acaba de leer, nos explica el
dinamismo de la auténtica conversión, señalándonos como modelo a la mujer
pecadora rescatada por el amor. Se debe reconocer que esta mujer actuó con gran
osadía. Su modo de comportarse ante Jesús, bañando con lágrimas sus pies y
secándolos con sus cabellos, besándolos y ungiéndolos con perfume, tenía que
escandalizar a quienes contemplaban a personas de su condición con la mirada
despiadada de un juez.
Impresiona, por el contrario, la ternura con que Jesús trata a esta mujer, a la
que tantos explotaban y todos juzgaban. Ella encontró, por fin, en Jesús unos
ojos puros, un corazón capaz de amar sin explotar. En la mirada y en el corazón
de Jesús recibió la revelación de Dios Amor.
Para evitar equívocos, conviene notar que la misericordia de Jesús no se
manifiesta poniendo entre paréntesis la ley moral. Para Jesús el bien es bien y
el mal es mal. La misericordia no cambia la naturaleza del pecado, pero lo quema
en un fuego de amor. Este efecto purificador y sanador se realiza si hay en el
hombre una correspondencia de amor, que implica el reconocimiento de la ley de
Dios, el arrepentimiento sincero, el propósito de una vida nueva. A la pecadora
del Evangelio se le perdonó mucho porque amó mucho. En Jesús Dios viene a darnos
amor y a pedirnos amor.
Queridos hermanos y hermanas, ¿qué fue la vida de Francisco convertido
sino un gran acto de amor? Lo manifiestan sus fervientes oraciones, llenas de
contemplación y de alabanza, su tierno abrazo al Niño divino en Greccio, su
contemplación de la pasión en la Verna, su "vivir según la forma del santo
Evangelio" (2 Test 14: FF 116), su elección de la pobreza y su
búsqueda de Cristo en el rostro de los pobres.
Esta es su conversión a Cristo, hasta el deseo de "transformarse" en él,
llegando a ser su imagen acabada, que explica su manera típica de vivir, en
virtud de la cual se nos presenta tan actual, incluso respecto de los grandes
temas de nuestro tiempo, como la búsqueda de la paz, la salvaguardia de la
naturaleza y la promoción del diálogo entre todos los hombres. San Francisco es
un auténtico maestro en estas cosas. Pero lo es a partir de Cristo, pues
Cristo es "nuestra paz" (cf. Ef 2, 14). Cristo es el principio mismo del
cosmos, porque en él todo ha sido hecho (cf. Jn 1, 3). Cristo es la
verdad divina, el "Logos" eterno, en el que todo "dia-logos" en el
tiempo tiene su último fundamento. San Francisco encarna profundamente esta
verdad "cristológica" que está en la raíz de la existencia humana, del cosmos y
de la historia.
No puedo olvidar, en este contexto, la iniciativa de mi predecesor, de santa
memoria, Juan Pablo II, el cual quiso reunir aquí, en 1986, a los representantes
de las confesiones cristianas y de las diversas religiones del mundo, para un
encuentro de oración por la paz. Fue una intuición profética y un momento de
gracia, como reafirmé hace algunos meses en mi carta al obispo de esta ciudad
con ocasión del vigésimo aniversario de ese acontecimiento.
La decisión de celebrar ese encuentro en Asís estaba sugerida precisamente por
el testimonio de san Francisco como hombre de paz, al que tantos miran con
simpatía incluso desde otras posiciones culturales y religiosas. Al mismo
tiempo, la luz del Poverello sobre esa iniciativa era una garantía de
autenticidad cristiana, ya que su vida y su mensaje se apoyan tan visiblemente
en la opción de Cristo, que rechazan a priori cualquier tentación de
indiferentismo religioso, que no tiene nada que ver con el auténtico diálogo
interreligioso.
El "espíritu de Asís", que desde ese acontecimiento se sigue difundiendo por el
mundo, se opone al espíritu de violencia, al abuso de la religión como pretexto
para la violencia. Asís nos dice que la fidelidad a la propia convicción
religiosa, sobre todo la fidelidad a Cristo crucificado y resucitado, no se
manifiesta con violencia e intolerancia, sino con un sincero respeto a los
demás, con el diálogo, con un anuncio que apela a la libertad y a la razón, con
el compromiso por la paz y la reconciliación.
No podría ser actitud evangélica ni franciscana no lograr conjugar la acogida,
el diálogo y el respeto a todos con la certeza de fe que todo cristiano, al
igual que el santo de Asís, debe cultivar, anunciando a Cristo como camino,
verdad y vida del hombre (cf. Jn 14, 6), único Salvador del mundo.
Que san Francisco de Asís obtenga a esta Iglesia particular, a las Iglesias que
están en Umbría, a toda la Iglesia que está en Italia, de la que él, juntamente
con santa Catalina de Siena, es patrono, y a todos los que en el mundo se
remiten a él, la gracia de una auténtica y plena conversión al amor de Cristo.
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