Misa en la
catedral de Río en la que han participado obispos, sacerdotes, religiosas y
religiosos y seminaristas.
homilía que
el papa Francisco
Queridos hermanos
Al ver esta
catedral llena de obispos, sacerdotes, seminaristas, religiosos y religiosas de
todo el mundo, pienso en las palabras del Salmo de la misa de hoy: «Oh Dios,
que te alaben los pueblos» (Sal 66). Sí, estamos aquí para alabar
al Señor, y lo hacemos reafirmando nuestra voluntad de ser instrumentos suyos,
para que alaben a Dios no sólo algunos pueblos, sino todos. Con la misma parresia de
Pablo y Bernabé, queremos anunciar el Evangelio a nuestros jóvenes para que
encuentren a Cristo y se conviertan en constructores de un mundo más fraterno.
En este sentido, quisiera reflexionar con ustedes sobre tres aspectos de
nuestra vocación: llamados por Dios, llamados a anunciar el Evangelio, llamados
a promover la cultura del encuentro.
1. Llamados
por Dios. Creo que es importante reavivar siempre en nosotros este hecho,
que a menudo damos por descontado entre tantos compromisos cotidianos: «No son
ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes», dice
Jesús (Jn 15,16). Es un caminar de nuevo hasta la fuente de nuestra
llamada. Por eso un obispo, un sacerdote, consagrado, una consagrada, un
seminarista, no puede ser un desmemoriado. Pierde la referencia esencial al
inicio de su camino. Pedir la gracia, pedirle a la Virgen que ella tiene una
buena memoria, la gracia de ser memoriosos de ese primer llamado. Hemos sido
llamados por Dios y llamados para permanecer con Jesús (cf. Mc 3,14),
unidos a él. En realidad, este vivir este permanecer en Cristo marca todo lo
que somos y lo que hacemos. Es precisamente «vida en Cristo» lo que garantiza
nuestra eficacia apostólica y la fecundidad de nuestro servicio: «Soy yo el que
los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea
duradero» (Jn 15,16). No es la creatividad por más pastoral que
sea, no son los encuentros o las planificaciones lo que aseguran los frutos, si
ven ayudan y mucho, sino que lo que asegura el fruto es ser fieles a Jesús, que
nos dice con insistencia: «Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes» (Jn 15,4).
Y sabemos muy bien lo que eso significa: contemplarlo, adorarlo y abrazarlo. En
nuestro encuentro cotidiano con él, en la eucaristía, nuestra vida de
oración, nuestros momentos de adoración y también reconocerlo presente y
abrazarlo en las personas más necesitadas. El «permanecer» con Cristo no
significa aislarse, sino un permanecer para ir al encuentro de los otros.
Quiero recordar algunas palabras de la beata Madre Teresa de Calcuta, dice así:
«Debemos estar muy orgullosos de nuestra vocación, que nos da la oportunidad de
servir a Cristo en los pobres. Es en las «favelas», en los «cantegriles»,
en las «villas miserias» donde hay que ir a buscar y servir a Cristo.
Debemos ir a ellos como el sacerdote se acerca al altar: con alegría», hasta
aquí la beata. (Mother Instructions, I, p. 80). Jesús es el Buen Pastor,
es nuestro verdadero tesoro, por favor, no lo borremos de nuestra vida, enraicemos
cada vez más nuestro corazón en él (cf. Lc 12,34).
2. Llamados
a anunciar el Evangelio. Muchos de ustedes queridos obispos y sacerdotes,
si no todos, han venido para acompañar a los jóvenes a la Jornada Mundial de la
Juventud. También ellos han escuchado las palabras del mandato de Jesús:
«Vayan, y hagan discípulos a todas las naciones » (cf.Mt 28,19).
Nuestro compromiso de pastores es ayudarlos a que arda en su corazón el deseo
de ser discípulos misioneros de Jesús. Ciertamente, muchos podrían sentirse un
poco asustados ante esa invitación, pensando que ser misioneros significa
necesariamente abandonar el país, la familia y los amigos. Dios quiere que
seamos misioneros donde estamos, donde Él nos pone, en nuestra patria o donde
Él nos ponga. Ayudemos a los jóvenes a darse cuenta de que ser discípulos
misioneros es una consecuencia de ser bautizados, es parte esencial del ser
cristiano, y que el primer lugar donde se ha de evangelizar es la propia casa,
el ambiente de estudio o de trabajo, la familia y los amigos. Ayudemos a los
jóvenes, pongámosle la oreja para escuchar sus ilusiones, necesitan ser
escuchados, para escuchar sus logros, escuchar sus dificultades. Es
estar sentado, escuchando quizá el mismo libreto pero con música diferente, con
identidades diferentes. La paciencia de escuchar, eso se lo pido de todo
corazón, en el confesionario, en la dirección espiritual, en el acompañamiento.
Sepamos perder el tiempo con ellos. Sembrar cuesta y cansa, cansa muchísimo y
es mucho más gratificantegozar de la cosecha, todos gozamos más con la
cosecha. Pero Jesús nos pide que sembremos en serio.
No
escatimemos esfuerzos en la formación de los jóvenes. San Pablo, dirigiéndose a
sus cristianos, utiliza una expresión, que él hizo realidad en su vida: «Hijos
míos, por quienes estoy sufriendo nuevamente los dolores del parto hasta que
Cristo sea formado en ustedes» (Ga 4,19). Que también nosotros la
hagamos realidad en nuestro ministerio. Ayudar a nuestros jóvenes a redescubrir
el valor y la alegría de la fe, la alegría de ser amados personalmente por
Dios, esto es muy difícil pero cuando un joven lo entiende, un joven lo
siente con la unción que le da el Espíritu Santo, este ser amado personalmente
por Dios, lo acompaña toda la vida después. La alegría que ha dado a su
Hijo Jesús por nuestra salvación. Educarlos en la misión, salir a ponerse en
marcha, a ser callejeros de la fe. Así hizo Jesús con sus discípulos: no los
mantuvo pegados a él como una gallina con los pollitos; los envió. No podemos
quedarnos enclaustrados en la parroquia, en nuestra comunidad, en nuestra
institución parroquial, en nuestra institución diocesana, cuando tantas
personas están esperando el Evangelio. Salir, enviar. No es un simple abrir la
puerta para que vengan, para acoger, sino salir por la puerta para buscar y
encontrar. Empujemos a los jóvenes para que salgan. Por supuesto que van a ser
'bacanes' a veces. No tengamos miedo, los apóstoles la hicieron antes que
nosotros. Empujémoslos a salir. Pensemos con decisión en la pastoral desde
la periferia, comenzando por los que están más alejados, los que no suelen
frecuentar la parroquia. Ellos son los invitado VIP, vayan al cruce de los
caminos, andad a buscar.
Llamado por
Jesús, llamado para evangelizar y tercero llamados a promover la cultura
del encuentro. En muchos ambientes y en general en este humanismo
economicista que se nos impuso en el mundo, se ha abierto paso una cultura de
la exclusión, una «cultura del descarte». No hay lugar para el anciano ni para
el hijo no deseado; no hay tiempo para detenerse con aquel pobre en la calle. A
veces parece que, para algunos, las relaciones humanas están reguladas por dos
«dogmas»: eficiencia y el pragmatismo. Queridos obispos, sacerdotes,
religiosos, religiosas y ustedes seminaristas que se preparan para el
ministerio, tengan el valor de ir contracorriente de esta cultura. Tened el
coraje. Acuérdense, a mi esto me hace bien y lo medito con frecuencia. Agarren
el primer libro de los Macabeos. Acuérdense cuando quisieron ponerse a tono de
la cultura de la época, "comamos de todo como toda la gente, bueno la ley
sí pero que no sea tanto", y fueron dejando la fe para estar metidos en la
corriente de esta cultura. Tengan el valor de ir contracorriente de esta
cultura eficientista, de esta cultura del descarte. El encuentro y la acogida
de todos, la solidaridad, que es una palabra que están escondiendo en esta
cultura, casi una mala palabra; la solidaridad y la fraternidad, son los
elementos que harán a nuestra civilización verdaderamente humana.
Ser servidores
de la comunión y de la cultura del encuentro. Los quisiera casi obsesionados en
este sentido. Y hacerlo sin ser presuntuosos imponiendo «nuestra verdad».
Más bien guiados por la certeza humilde y feliz de quien ha sido encontrado,
alcanzado y transformado por la Verdad que es Cristo, y no puede dejar de
proclamarla (cf. Lc 24,13-35).
Queridos
hermanos y hermanas, estamos llamados por Dios, con nombre y apellido cada uno
de nosotros, llamados a anunciar el Evangelio y a promover con alegría la
cultura del encuentro. La Virgen María es nuestro modelo. En su vida ha dado el
«ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la
misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva»
(Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 65). Le pedimos
que nos enseñe a encontrarnos cada día con Jesús. Y cuando nos hacemos los
distraídos, que tenemos muchas cosas y el sagrario queda abandonado, que nos
lleve de la mano, pidámoselo. "Mira Madres, cuando ando medio así por
otro lado, llévame de la mano". Que nos empuje a salir al encuentro de
tantos hermanos y hermanas que están en las periferias, que tienen sed de Dios
y no hay quien se lo anuncie. Que no nos eche de casa, pero que nos empuje
a salir de casa. Y así que seamos discípulos del Señor. Que ella nos conceda a
todos esta gracia.
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