Querido
Arzobispo de Rio de Janeiro
y queridos hermanos en el episcopado;
Honorables Autoridades
Estimados miembros de la Venerable Orden Tercera de San Francisco de la Penitencia
Queridos médicos, enfermeros y demás agentes sanitarios,
Queridos jóvenes y familiares
y queridos hermanos en el episcopado;
Honorables Autoridades
Estimados miembros de la Venerable Orden Tercera de San Francisco de la Penitencia
Queridos médicos, enfermeros y demás agentes sanitarios,
Queridos jóvenes y familiares
Buenas noches
Dios ha querido
que, después del Santuario de Nuestra Señora de Aparecida, mis pasos se
encaminaran hacia un santuario particular del sufrimiento humano, como es el
Hospital San Francisco de Asís. Es bien conocida la conversión de su santo
Patrón: el joven Francisco abandona las riquezas y comodidades para hacerse
pobre entre los pobres; se da cuenta de que la verdadera riqueza y lo que da la
auténtica alegría no son las cosas, el tener, los ídolos del mundo, sino el
seguir a Cristo y servir a los demás; pero quizás es menos conocido el momento
en que todo esto se hizo concreto en su vida: fue cuando abrazó a un leproso.
Aquel hermano que sufría era «mediador de la luz (...) para san Francisco de
Asís» (cf. Carta enc. Lumen fidei, 57), porque en cada hermano y hermana en
dificultad abrazamos la carne de Cristo que sufre. Hoy, en este lugar de lucha
contra la dependencia química, quisiera abrazar a cada uno y cada una de
ustedes que son la carne de Cristo, y pedir que Dios colme de sentido y firme
esperanza su camino, y también el mío.
Abrazar,
abrazar. Todos hemos de aprender a abrazar a los necesitados, como San
Francisco. Hay muchas situaciones en Brasil, en el mundo, que necesitan
atención, cuidado, amor, como la lucha contra la dependencia química. Sin
embargo, lo que prevalece con frecuencia en nuestra sociedad es el egoísmo.
¡Cuántos «mercaderes de muerte» que siguen la lógica del poder y el dinero a
toda costa! La plaga del narcotráfico, que favorece la violencia y siembra
dolor y muerte, requiere un acto de valor de toda la sociedad. No es la
liberalización del consumo de drogas, como se está discutiendo en varias partes
de América Latina, lo que podrá reducir la propagación y la influencia de la
dependencia química. Es preciso afrontar los problemas que están a la base de
su uso, promoviendo una mayor justicia, educando a los jóvenes en los valores
que construyen la vida común, acompañando a los necesitados y dando esperanza
en el futuro. Todos tenemos necesidad de mirar al otro con los ojos de amor de
Cristo, aprender a abrazar a aquellos que están en necesidad, para expresar
cercanía, afecto, amor.
Pero abrazar
no es suficiente. Tendamos la mano a quien se encuentra en dificultad, al que
ha caído en el abismo de la dependencia, tal vez sin saber cómo, y decirle: «Puedes
levantarte, puedes remontar; te costará, pero puedes conseguirlo si de verdad
lo quieres».
Queridos
amigos, yo diría a cada uno de ustedes, pero especialmente a tantos otros que
no han tenido el valor de emprender el mismo camino: «Tú eres el protagonista
de la subida, ésta es la condición indispensable. Encontrarás la mano tendida
de quien te quiere ayudar, pero nadie puede subir por ti». Pero nunca están
solos. La Iglesia y muchas personas están con ustedes. Miren con confianza
hacia delante, su travesía es larga y fatigosa, pero miren adelante, hay «un
futuro cierto, que se sitúa en una perspectiva diversa de las propuestas
ilusorias de los ídolos del mundo, pero que da un impulso y una fuerza nueva
para vivir cada día» (Carta enc. Lumen fidei, 57). Quisiera repetirles a todos
ustedes: No se dejen robar la esperanza. No se dejen robar la esperanza. Pero
también quiero decir: No robemos la esperanza, más aún, hagámonos todos
portadores de esperanza.
En el
Evangelio leemos la parábola del Buen Samaritano, que habla de un hombre
asaltado por bandidos y abandonado medio muerto al borde del camino. La gente
pasa, mira y no se para, continúa indiferente el camino: no es asunto suyo. No
se dejen robar la esperanza. Cuántas veces decimos: no es mi problema. Cuántas
veces miramos a otra parte y hacemos como si no vemos. Sólo un samaritano, un
desconocido, ve, se detiene, lo levanta, le tiende la mano y lo cura (cf. Lc
10, 29-35). Queridos amigos, creo que aquí, en este hospital, se hace concreta
la parábola del Buen Samaritano. Aquí no existe indiferencia, sino atención, no
hay desinterés, sino amor. La Asociación San Francisco y la Red de Tratamiento
de Dependencia Química enseñan a inclinarse sobre quien está dificultad, porque
en él ve el rostro de Cristo, porque él es la carne de Cristo que sufre. Muchas
gracias a todo el personal del servicio médico y auxiliar que trabaja aquí; su
servicio es valioso, háganlo siempre con amor; es un servicio que se hace a
Cristo, presente en el prójimo: «Cada vez que lo hicieron con el más pequeño de
mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40), nos dice Jesús.
Y quisiera
repetir a todos los que luchan contra la dependencia química, a los familiares
que tienen un cometido no siempre fácil: la Iglesia no es ajena a sus fatigas,
sino que los acompaña con afecto. El Señor está cerca de ustedes y los toma de
la mano. Vuelvan los ojos a él en los momentos más duros y les dará consuelo y
esperanza. Y confíen también en el amor materno de María, su Madre. Esta
mañana, en el santuario de Aparecida, he encomendado a cada uno de ustedes a su
corazón. Donde hay una cruz que llevar, allí está siempre ella, nuestra Madre,
a nuestro lado. Los dejo en sus manos, mientras les bendigo a todos con afecto.
Muchas gracias.
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