La Iglesia, cuando busca a Cristo, llama siempre a la casa de la Madre y le pide: «Muéstranos a Jesús».
TEXTO
COMPLETO: Homilía del Papa Francisco en el Santuario de Aparecida
¡Qué alegría venir a la casa de la Madre de todo brasileño, el Santuario
de Nuestra Señora de Aparecida! Al día siguiente de mi elección como Obispo de
Roma fui a la Basílica de Santa María la Mayor, en Roma, con el fin de
encomendar a la Virgen mi ministerio como Sucesor de Pedro. Hoy he querido
venir aquí para pedir a María, nuestra Madre, el éxito de la Jornada Mundial de
la Juventud, y poner a sus pies la vida del pueblo latinoamericano.
Quisiera ante todo decirles una cosa. En este santuario, donde hace seis
años se celebró la V Conferencia General del Episcopado de América Latina y el
Caribe, ha ocurrido algo muy hermoso, que he podido constatar personalmente:
ver cómo los obispos —que trabajaban sobre el tema del encuentro con Cristo, el
discipulado y la misión— se sentían alentados, acompañados y en cierto sentido
inspirados por los miles de peregrinos que acudían cada día a confiar su vida a
la Virgen: aquella Conferencia ha sido un gran momento de Iglesia.
Y, en efecto, puede decirse que el Documento de Aparecida nació
precisamente de esta urdimbre entre el trabajo de los Pastores y la fe sencilla
de los peregrinos, bajo la protección materna de María. La Iglesia, cuando
busca a Cristo, llama siempre a la casa de la Madre y le pide: «Muéstranos a
Jesús». De ella se aprende el verdadero discipulado. He aquí por qué la Iglesia
va en misión siguiendo siempre la estela de María.
Hoy, en vista de la Jornada Mundial de la Juventud que me ha traído a
Brasil, también yo vengo a llamar a la puerta de la casa de María —que amó a
Jesús y lo educó— para que nos ayude a todos nosotros, Pastores del Pueblo de
Dios, padres y educadores, a transmitir a nuestros jóvenes los valores que los
hagan artífices de una nación y de un mundo más justo, solidario y fraterno.
Para ello, quisiera señalar tres sencillas actitudes: mantener la esperanza,
dejarse sorprender por Dios y vivir con alegría.
1. Mantener
la esperanza. La Segunda Lectura de la Misa presenta una escena
dramática: una mujer —figura de María y de la Iglesia— es perseguida por un
dragón —el diablo— que quiere devorar a su hijo. Pero la escena no es de muerte
sino de vida, porque Dios interviene y pone a salvo al niño (cf. Ap12,13a-16.15-16a).
Cuántas dificultades hay en la vida de cada uno, en nuestra gente, nuestras
comunidades. Pero, por más grandes que parezcan, Dios nunca deja que nos
hundamos.
Ante el desaliento que podría haber en la vida, en quien trabaja en la
evangelización o en aquellos que se esfuerzan por vivir la fe como padres y
madres de familia, quisiera decirles con fuerza: Tengan siempre en el corazón esta certeza:
Dios camina a su lado, en ningún momento los abandona. Nunca perdamos la
esperanza. Jamás la apaguemos en nuestro corazón. El «dragón», el mal, existe
en nuestra historia, pero no es el más fuerte. El más fuerte es Dios, y Dios es
nuestra esperanza.
Cierto que hoy en día, todos un poco, y también nuestros jóvenes,
sienten la sugestión de tantos ídolos que se ponen en el lugar de Dios y
parecen dar esperanza: el dinero, el éxito, el poder, el placer. Con frecuencia
se abre camino en el corazón de muchos una sensación de soledad y vacío, y
lleva a la búsqueda de compensaciones, de estos ídolos pasajeros. Queridos
hermanos y hermanas, seamos luces de esperanza. Tengamos una visión positiva de
la realidad. Demos aliento a la generosidad que caracteriza a los jóvenes,
ayudémoslos a ser protagonistas de la construcción de un mundo mejor: son un
motor poderoso para la Iglesia y para la sociedad. Ellos no sólo necesitan
cosas.
Necesitan sobre todo que se les propongan esos valores inmateriales que
son el corazón espiritual de un pueblo, la memoria de un pueblo. Casi los
podemos leer en este santuario, que es parte de la memoria de Brasil:
espiritualidad, generosidad, solidaridad, perseverancia, fraternidad, alegría;
son valores que encuentran sus raíces más profundas en la fe cristiana.
2. La segunda actitud: dejarse sorprender por Dios. Quien es hombre, mujer de
esperanza —la gran esperanza que nos da la fe— sabe que Dios actúa y nos
sorprende también en medio de las dificultades. Y la historia de este santuario
es un ejemplo: tres pescadores, tras una jornada baldía, sin lograr pesca en
las aguas del Río Parnaíba, encuentran algo inesperado: una imagen de Nuestra
Señora de la Concepción. ¿Quién podría haber imaginado que el lugar de una
pesca infructuosa se convertiría en el lugar donde todos los brasileños pueden
sentirse hijos de la misma Madre?
Dios nunca deja de sorprender, como con el vino nuevo del Evangelio que
acabamos de escuchar. Dios guarda lo mejor para nosotros. Pero pide que nos
dejemos sorprender por su amor, que acojamos sus sorpresas. Confiemos en Dios.
Alejados de él, el vino de la alegría, el vino de la esperanza, se agota. Si
nos acercamos a él, si permanecemos con él, lo que parece agua fría, lo que es
dificultad, lo que es pecado, se transforma en vino nuevo de amistad con él.
3. La tercera actitud: vivir con alegría. Queridos amigos, si caminamos en la
esperanza, dejándonos sorprender por el vino nuevo que nos ofrece Jesús, ya hay
alegría en nuestro corazón y no podemos dejar de ser testigos de esta alegría.
El cristiano es alegre, nunca triste. Dios nos acompaña. Tenemos una Madre que
intercede siempre por la vida de sus hijos, por nosotros, como la reina Esther
en la Primera Lectura (cf. Est 5,3).
Jesús nos ha mostrado que el rostro de Dios es el de un Padre que nos
ama. El pecado y la muerte han sido vencidos. El cristiano no puede ser
pesimista. No tiene el aspecto de quien parece estar de luto perpetuo. Si
estamos verdaderamente enamorados de Cristo y sentimos cuánto nos ama, nuestro corazón
se «inflamará» de tanta alegría que contagiará a cuantos viven a nuestro
alrededor. Como decía Benedicto XVI: «El discípulo sabe que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay
amor, no hay futuro» (Discurso Inaugural de la V Conferencia general del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe, Aparecida, 13 de mayo 2007: Insegnamenti III/1
[2007], p. 861).
Queridos amigos, hemos venido a llamar a la puerta de la casa de María.
Ella nos ha abierto, nos ha hecho entrar y nos muestra a su Hijo. Ahora ella
nos pide: «Hagan todo lo que él les diga» (Jn 2,5). Sí, Madre nuestra, nos comprometemos a hacer
lo que Jesús nos diga. Y lo haremos con esperanza, confiados en las sorpresas
de Dios y llenos de alegría. Que así sea.
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