(RV).-
Tal como estaba previsto, este Miércoles de Ceniza, el Santo Padre presidió a
las cinco de la tarde, la celebración típica del inicio de la Cuaresma, es
decir el rito de la bendición e imposición de las cenizas cuya procesión
penitencial, si bien habría tenido que realizarse en la basílica romana de
Santa Sabina en la colina del Aventino, se trasladó a la Basílica de San Pedro,
dada la gran afluencia de fieles, deseosos de acompañar al Obispo de Roma en
los últimos actos públicos de su pontificado.
En su homilía el Papa afirmó que Vivir la Cuaresma en una comunión eclesial más intensa y evidente, superando individualismos y rivalidades, es un signo humilde y precioso para los que están alejados de la fe o los indiferentes.
En su homilía el Papa afirmó que Vivir la Cuaresma en una comunión eclesial más intensa y evidente, superando individualismos y rivalidades, es un signo humilde y precioso para los que están alejados de la fe o los indiferentes.
Fuente:radiovaticana.va
TEXTO COMPLETO
¡Venerados
hermanos, queridos hermanos y hermanas!:
Hoy, Miércoles de
Ceniza, iniciamos un nuevo camino cuaresmal, un camino que se desgrana a lo
largo de cuarenta días y nos conduce a la alegría de la Pascua del Señor, a la
victoria de la Vida sobre la muerte. Siguiendo la antiquísima tradición romana
de las estaciones cuaresmales, nos hemos reunido para la Celebración de la
Eucaristía. Tal tradición prevé que la primera estación tenga lugar en la
Basílica de Santa Sabina sobre la colina del Aventino. Las circunstancias han
sugerido reunirse en la Basílica Vaticana. Esta tarde somos numerosos en torno
a la Tumba del Apóstol Pedro también para pedir su intercesión para el camino
de la Iglesia en este particular momento, renovando nuestra fe en el Pastor
Supremo, Cristo Señor. Para mí es una ocasión propicia para dar las gracias a
todos, especialmente a los fieles de la Diócesis de Roma, mientas me dispongo a
concluir el ministerio petrino, y para pedir un especial recuerdo en la
oración.
Las lecturas que
han sido proclamadas nos ofrecen puntos que, con la gracia de Dios, estamos
llamados a convertirse en actitudes y comportamientos concretos en esta
Cuaresma. La Iglesia nos vuelve a proponer, sobre todo, el fuerte llamado que
el profeta Joel dirige al pueblo de Israel: «Así dice el Señor: volvéos a mí
con todo el corazón, con ayunos, con llantos y lamentos» (2,12). Hay que
subrayar la expresión «con todo el corazón», que significa desde el centro de
nuestros pensamientos y sentimientos, de las raíces de nuestras decisiones,
opciones y acciones, con un gesto de total y radical libertad. ¿Pero es posible
esto retorno a Dios? Sí, porque hay una fuerza que no reside en nuestro corazón
sino que mana del mismo corazón de Dios. es la fuerza de su misericordia. Dice
todavía el profeta: «Volved al Señor, vuestro Dios, porque El es misericordioso
y piadoso, lento a la ira, de gran amor, pronto a arrepentirse ante el mal»
(v.13). La vuelta al Señor es posible como ‘gracia’, porque es obra de Dios y
fruto de la fe que nosotros depositamos en su misericordia. Pero este volver a
Dios se hace realidad concreta en nuestra vida sólo cuando la gracia del Señor
penetra en lo profundo y lo sacude donándonos la fuerza de «lacerar el
corazón». Es el profeta una vez más que hace resonar da parte de Dios estas
palabras: "Rasgad los corazones, no las vestiduras" (v.13). En
efecto, también en nuestros días, muchos están listos para "rasgarse las
vestiduras" ante escándalos e injusticias –cometidas naturalmente por
otros–, pero pocos parecen dispuestos a actuar sobre el propio “corazón”, sobre
la propia conciencia y sobre las propias intenciones, dejando que el Señor
transforme, renueve y convierta.
Aquel
"convertíos a mí de todo corazón", es una llamada que no solo implica
al individuo, sino a la comunidad. Hemos escuchado siempre en la primera
Lectura: "Tocad la trompeta en Sión, proclamad el ayuno, convocad la
reunión; congregad al pueblo, santificad la asamblea, reunid a los ancianos,
congregad a muchachos y niños de pecho; salga el esposo de la alcoba"
(vv.15-16). La dimensión comunitaria es un elemento esencial en la fe y en la
vida cristiana. Cristo ha venido "para reunir a los hijos de Dios que
estaban dispersos" (Cfr. Jn 11, 52). El "Nosotros" de la Iglesia
es la comunidad en la que Jesús nos reúne (Cfr. Jn 12, 32): la fe es
necesariamente eclesial. Y esto es importante recordarlo y vivirlo en este
Tiempo de la Cuaresma: que cada uno sea consiente que el camino penitencial no
lo enfrenta solo, sino junto a tantos hermanos y hermanas, en la Iglesia.
El profeta, en fin,
se detiene sobre la oración de los sacerdotes, los cuales, con los ojos llenos
de lágrimas, se dirigen a Dios diciendo: "¡No entregues tu herencia al
oprobio, y que las naciones no se burlen de ella! ¿Por qué se ha de decir entre
los pueblos: Dónde está su Dios?" (v.17). Esta oración nos hace reflexionar
sobre la importancia del testimonio de fe y de vida cristiana de cada uno y de
nuestras comunidades para manifestar el rostro de la Iglesia y cómo, algunas
veces este rostro es desfigurado. Pienso, en particular, en las culpas contra
la unidad de la Iglesia, en las divisiones en el cuerpo eclesial. Vivir la
Cuaresma en una comunión eclesial más intensa y evidente, superando
individualismos y rivalidades, es un signo humilde y precioso para los que
están alejados de la fe o los indiferentes.
"¡Éste es el
tiempo favorable, éste es el día de la salvación!" (2 Co 6, 2). Las
palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Corinto resuenan también para
nosotros con una urgencia que no admite omisiones o inercias. El término “éste”
repetido tantas veces dice que este momento non se debe dejar escapar, se nos
ofrece como ocasión única e irrepetible. Y la mirada del Apóstol se concentra
en el compartir, con el que Cristo ha querido caracterizar su existencia,
asumiendo todo lo humano hasta hacerse cargo del mismo pecado de los hombres.
La frase de san Pablo es muy fuerte: Dio "Dios lo identificó con el pecado
en favor nuestro". Jesús, el inocente, el Santo, «Aquél que no conoció el
pecado" (2 Co 5, 21), asume el peso del pecado compartiendo con la humanidad
el resultado de la muerte, y de la muerte en la cruz. La reconciliación que se
nos ofrece ha tenido un precio altísimo, el de la cruz levantada en el Gólgota,
donde fue colgado el Hijo de Dios hecho hombre. En esta inmersión de Dios en el
sufrimiento humano en el abismo del mal está la raíz de nuestra justificación.
El "volver a Dios con todo nuestro corazón" en nuestro camino
cuaresmal pasa a través de la Cruz, el seguir a Cristo por el camino que
conduce al Calvario, al don total de sí. Es un camino en el cual debemos
aprender cada día a salir cada vez más de nuestro egoísmo y de nuestro
ensimismamiento, para dejar espacio a Dios que abre y transforma el corazón. Y
san Pablo recuerda que el anuncio de la Cruz resuena también para nosotros
gracias a la predicación de la Palabra, de la que el mismo Apóstol es
embajador; un llamado para nosotros, para que este camino cuaresmal se
caracterice por una escucha más atenta y asidua de la Palabra de Dios, luz que
ilumina nuestros pasos.
En la página del
Evangelio de Mateo, del llamado Sermón de la Montaña, Jesús se refiere a tres
prácticas fundamentales previstas por la Ley mosaica: la limosna, la oración y
el ayuno; son también indicadores tradicionales en el camino cuaresmal para
responder a la invitación de "volver a Dios de todo corazón". Pero
Jesús subraya que la calidad y la verdad de la relación con Dios son las que
califican la autenticidad de todo gesto religioso. Por ello Él denuncia la
hipocresía religiosa, el comportamiento que quiere aparentar, las conductas que
buscan aplausos y aprobación. El verdadero discípulo no se sirve a sí mismo o
al “público”, sino a su Señor, en la sencillez y en la generosidad: "Y tu
Padre, que ve en lo secreto, te recompensará" (Mt 6,4.6.18). Nuestro
testimonio, entonces, será más incisivo cuando menos busquemos nuestra gloria y
seremos conscientes de que la recompensa del justo es Dios mismo, el estar
unidos a Él, aquí abajo, en el camino de la fe, y al final de la vida, en la
paz y en la luz del encuentro cara a cara con Él para siempre (Cfr. 1 Co 13,
12).
Queridos hermanos y
hermanas, comencemos confiados y alegres este itinerario cuaresmal. Que resuene
fuerte en nosotros la invitación a la conversión, a "volver a Dios de todo
corazón", acogiendo su gracia que nos hace hombres nuevos, con aquella
sorprendente novedad que es participación en la vida misma de Jesús. Nadie, por
lo tanto, haga oídos sordos a esta llamada, que se nos dirige también en el
austero rito, tan sencillo y al mismo tiempo tan sugestivo, de la imposición de
las cenizas, que realizaremos dentro de poco ¡Que nos acompañe en este tiempo
la Virgen María, Madre de la Iglesia y modelo de todo auténtico discípulo del
Señor! ¡Amén!
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