Nexo entre las lecturas
Sugiero como centro unificador de las lecturas el concepto de plenitud.
Jesucristo en el evangelio revela la plenitud de la Ley y de la Profecía
apareciendo a los discípulos entre Moisés y Elías; revela igualmente su
plenitud más que humana que resplandece en su ser resplandeciente y
transfigurado. En Jesucristo llega también a su plenitud la promesa
extraordinaria hecha a Abrahán (primera lectura). En la segunda lectura san
Pablo nos enseña que la plenitud de Cristo es comunicada a los cristianos,
ciudadanos del cielo, que "transformará nuestro mísero cuerpo en un
cuerpo glorioso como el suyo".
Mensaje doctrinal
1. Jesucristo, plenitud sublime. Sabemos que el término
"plenitud" es relativo a la capacidad del objeto o de la persona
a que se refiere. Por otra parte, no es sólo un término con valor
cuantitativo (capacidad de un vaso o de una jarra), sino principalmente con
valor cualitativo (plenitud del amor, de la salvación...). Finalmente, el
concepto de plenitud no está al margen de la historia, sino que está
íntimamente ligado a ella (plenitud de un ciclo histórico, de un
imperio...). Todo lo dicho nos proporciona una ayuda para captar mejor lo que
significa decir que Jesucristo es plenitud sublime. Ante todo, su plenitud
humana ha llegado al grado máximo en la transfiguración, en la que el
resplandor de la divinidad ha penetrado toda su humanidad, y una voz del
cielo le confiesa su "Hijo predilecto". En esa misma experiencia
de la transfiguración, Jesús alcanza la plenitud de la revelación,
concentrada en dos figuras del Antiguo Testamento, representantes de las
dos grandes partes en que se dividía la revelación divina: la Ley o
tradición escrita, cuyo representante es Moisés, y la profecía o tradición
oral, representada por Elías. Jesucristo es el vértice hacia el que se
orientaban tanto la Ley como la profecía. Cristo es también la plenitud de
la promesa hecha a Abrahán: bendición, tierra, fecundidad. En efecto, el
Padre nos ha bendecido con toda clase de bendiciones en Cristo, nos ha
hecho partícipes de un cielo nuevo y una tierra nueva, ha hecho de nosotros
un pueblo nuevo fecundado con su sangre redentora. Jesucristo es,
igualmente, plenitud de la historia. La marcha de la historia ha llegado a
la terminal en la vida histórica de Jesús de Nazaret. Antes de su presencia
histórica, todos los acontecimientos marchaban y miraban hacia Él; después
de su partida de este mundo, Jesús es el portaestandarte de la historia y
los hombres marchan tras él con la conciencia de no poder sobrepasarle en
su plenitud humana y divina. Jesucristo, finalmente, llena con su plenitud
no sólo la historia, sino también el más allá de la historia. En efecto, la
plenitud de Cristo, de la que ya participamos en el tiempo por la gracia,
nos inundará y nos dará la plenitud correspondiente a nuestra capacidad de
ser hijos en el Hijo. El cielo en realidad no es otra cosa sino la plenitud
de Cristo presente en cada uno de los salvados.
2. La plenitud de Cristo nos interpela. Interpela al mismo
Abrahán, porque la promesa y la alianza de Dios para con él sólo tendrá el
cumplimiento pleno en Jesucristo. Abrahán creyó en Dios, le obedeció y de
esta manera abrió las puertas de la historia a Cristo. Interpela a Moisés,
cuyo Decálogo anhela, por así decir, su plenitud en la Ley de Cristo,
coronamiento del decálogo y de toda ley humana. Interpela a Elías, el fiel
intérprete de la historia, como lo serán todos los verdaderos profetas, cuyo
sentido más genuino y definitivo será dado por Cristo desde el madero de la
cruz y de la salvación; Cristo, en efecto, no es un intérprete más de una
parcela de la historia, sino el intérprete último y definitivo de la
historia, de toda la historia humana. Interpela a Pedro, Juan y Santiago, a
quienes fue concedida una experiencia singular del misterio de Cristo en
orden a su misión futura; en ellos nos interpela a todos los discípulos y
apóstoles. Interpela a Pablo y a los cristianos que, habiendo sido elevados
por Cristo a ciudadanos del cielo, han de vivir en conformidad con lo que
son, y no convertirse en "enemigos de la cruz de Cristo". Cristo,
de cuya plenitud todos hemos recibido, interpela a todo hombre, porque él
es el hombre en plenitud y él es a la vez la plenitud del hombre.
Sugerencias pastorales
1. De su plenitud todos hemos recibido... La plenitud
total de Cristo y la participación de todo hombre a esa plenitud no se la
han inventado ni el Papa ni los obispos; forma parte de la revelación
cristiana. Si a un budista, a un judío, a un musulmán se le pidiese
renunciar a parte de sus libros sagrados, o a una doctrina que ellos
consideran revelación divina, ¿cómo reaccionarían? ¿Se puede renunciar a
algo en lo que el mismo Dios está comprometido? A nosotros, cristianos, se
nos pide ser los primeros en mostrar coherencia con la revelación
cristiana, que abarca el Antiguo y el Nuevo Testamento. Nosotros,
cristianos, por coherencia con nuestra fe, hemos de ser respetuosos con los
creyentes de otras religiones, pero hemos de pedir también a los no
cristianos el respeto debido a nuestra fe. Sería una buena iniciativa por
parte de los cristianos explicar, de modo sencillo y convincente, la
pretensión cristiana de la plenitud de Jesucristo: qué es lo que significa,
cómo influye en la relación con las otras religiones, en qué manera explica
la salvación universal querida por Dios, cómo podemos conocernos mejor unos
a otros para evitar así malentendidos, confusión, manipulación... Se habla
de diálogo ecuménico, interreligioso, y esto es estupendo, pero, es bien
sabido que la base de todo diálogo no puede ser otra sino el respeto de la
persona y de la identidad del interlocutor. Digamos la verdad cristiana con
caridad, con respeto. Sólo entonces podrá comenzar el diálogo auténtico y
fructuoso con quienes busquen y amen la verdad.
2. Una vida transfigurada. La experiencia de Pedro, Juan y
Santiago duró sólo un rato. Sus efectos, sin embargo, permanecieron a lo
largo de toda la vida. ¿No fue algo inolvidable y eficazmente
transformante? En nuestra vida ha habido y podrá haber momentos también de
"transfiguración", de experiencia viva y gratificante de Dios. A
veces esa experiencia de Dios se prolonga por un tiempo o incluso una vida,
pero con no poca frecuencia la intensidad con que se ha experimentado a
Dios pasa. Debe, sin embargo, dejar su huella. A esta huella llamo yo
"vida transfigurada". En otras palabras, vida de quien ha visto y
ve el rostro de Dios en las realidades y acontecimientos de la existencia.
Ve el rostro de Dios en ese niño sonriente y activo, como lo ve igualmente
en ese otro pequeño minusválido. Mira a Dios en los ojos transparentes de
una joven limpia de alma, que ha consagrado a Dios su vida entera; pero lo
mira también en los ojos de una prostituta, obligada a ese trabajo forzado
para sobrevivir y sostener a sus padres y hermanos. Descubre al Viviente en
las especies del pan y del vino, no menos que en las chispas de redención
que saltan del pedernal de una conciencia endurecida y pecadora. Todo está
transfigurado, porque todo porta consigo de alguna manera la marca
original: made in God.
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