Ciertamente,
la Eucaristía, para la fe, es un misterio de intimidad. El Señor instituyó el
sacramento en el Cenáculo, rodeado por su nueva familia, por los doce
Apóstoles, prefiguración y anticipación de la Iglesia de todos los tiempos.
Por
eso, en la liturgia de la Iglesia antigua, la distribución de la santa comunión
se introducía con las palabras: Sancta
sanctis, el don santo está destinado a quienes han sido santificados. De
este modo, se respondía a la exhortación de san Pablo a los Corintios:
"Examínese, pues, cada cual, y coma así este pan y beba de este
cáliz" (1 Co 11, 28).
Sin embargo, partiendo de esta intimidad, que es don personalísimo del Señor,
la fuerza del sacramento de la Eucaristía va más allá de las paredes de
nuestras iglesias. En este sacramento el Señor está siempre en camino hacia el
mundo. Este aspecto universal de la presencia eucarística se aprecia en la
procesión de nuestra fiesta. Llevamos a Cristo, presente en la figura del pan,
por los calles de nuestra ciudad. Encomendamos estas calles, estas casas,
nuestra vida diaria, a su bondad.
En la procesión del Corpus Christi, como hemos dicho, acompañamos al Resucitado en su camino por el mundo entero. Precisamente al hacer esto respondemos también a su mandato: "Tomad, comed... Bebed de ella todos" (Mt 26, 26 s). No se puede "comer" al Resucitado, presente en la figura del pan, como un simple pedazo de pan. Comer este pan es comulgar, es entrar en comunión con la persona del Señor vivo. Esta comunión, este acto de "comer", es realmente un encuentro entre dos personas, es dejarse penetrar por la vida de Aquel que es el Señor, de Aquel que es mi Creador y Redentor.
La finalidad de esta comunión, de este comer, es la asimilación de mi vida a la suya, mi transformación y configuración con Aquel que es amor vivo. Por eso, esta comunión implica la adoración, implica la voluntad de seguir a Cristo, de seguir a Aquel que va delante de nosotros. Por tanto, adoración y procesión forman parte de un único gesto de comunión; responden a su mandato: "Tomad y comed".
Nuestra
procesión termina ante la basílica de Santa María la Mayor, en el encuentro con
la Virgen, llamada por el amado Papa Juan Pablo II "Mujer
eucarística". En verdad, María, la Madre del Señor, nos enseña lo que
significa entrar en comunión con Cristo: María dio su carne, su sangre a
Jesús y se convirtió en tienda viva del Verbo, dejándose penetrar en el cuerpo
y en el espíritu por su presencia. Pidámosle a ella, nuestra santa Madre, que
nos ayude a abrir cada vez más todo nuestro ser a la presencia de Cristo; que
nos ayude a seguirlo fielmente, día a día, por los caminos de nuestra vida.
Amén.
SOLEMNIDAD DEL
CORPUS CHRISTI EN EL VATICANO
HOMILÍA DE SU
SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 26 de mayo de 2005
Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 26 de mayo de 2005
Extracto
El domingo, día del Señor, es la ocasión propicia para sacar fuerzas de él, que es el Señor de la vida.
En ese desierto, Dios
acudió con el don del maná en ayuda del pueblo hebreo en dificultad, para
hacerle comprender que "no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre
vive de todo lo que sale de la boca del Señor" (Dt 8, 3). En
el evangelio de hoy, Jesús nos ha explicado para qué pan Dios quería preparar
al pueblo de la nueva alianza mediante el don del maná. Aludiendo a la
Eucaristía, ha dicho: "Este es el pan que ha bajado del cielo; no
como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este
pan vivirá para siempre" (Jn 6,
58).
El Hijo de Dios, habiéndose hecho carne, podía convertirse en pan, y así
ser alimento para su pueblo, para nosotros, que estamos en camino en este mundo
hacia la tierra prometida del cielo.
Necesitamos este pan para
afrontar la fatiga y el cansancio del viaje. El domingo, día del Señor, es la
ocasión propicia para sacar fuerzas de él, que es el Señor de la vida. Por
tanto, el precepto festivo no es un deber impuesto desde afuera, un peso sobre
nuestros hombros. Al contrario, participar en la celebración dominical,
alimentarse del Pan eucarístico y experimentar la comunión de los hermanos y
las hermanas en Cristo, es una necesidad para el cristiano; es una alegría; así
el cristiano puede encontrar la energía necesaria para el camino que debemos
recorrer cada semana. Por lo demás, no es un camino arbitrario: el camino
que Dios nos indica con su palabra va en la dirección inscrita en la esencia
misma del hombre. La palabra de Dios y la razón van juntas. Seguir la palabra
de Dios, estar con Cristo, significa para el hombre realizarse a sí mismo;
perderlo equivale a perderse a sí mismo.
El Señor no nos deja
solos en este camino. Está con nosotros; más aún, desea compartir nuestra
suerte hasta identificarse con nosotros. En el coloquio que acaba de referirnos
el evangelio, dice: "El que come mi carne y bebe mi sangre habita en
mí y yo en él" (Jn 6,
56). ¿Cómo no alegrarse por esa promesa? Pero hemos escuchado que, ante aquel
primer anuncio, la gente, en vez de alegrarse, comenzó a discutir y a
protestar: "¿Cómo puede este darnos a comer su carne?" (Jn 6, 52).
En realidad, esta actitud se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia. Se podría decir que, en el fondo, la gente no quiere tener a Dios tan cerca, tan a la mano, tan partícipe en sus acontecimientos. La gente quiere que sea grande y, en definitiva, también nosotros queremos que esté más bien lejos de nosotros. Entonces, se plantean cuestiones que quieren demostrar, al final, que esa cercanía sería imposible. Pero son muy claras las palabras que Cristo pronunció en esa circunstancia: "Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros" (Jn 6, 53). Realmente, tenemos necesidad de un Dios cercano.
En realidad, esta actitud se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia. Se podría decir que, en el fondo, la gente no quiere tener a Dios tan cerca, tan a la mano, tan partícipe en sus acontecimientos. La gente quiere que sea grande y, en definitiva, también nosotros queremos que esté más bien lejos de nosotros. Entonces, se plantean cuestiones que quieren demostrar, al final, que esa cercanía sería imposible. Pero son muy claras las palabras que Cristo pronunció en esa circunstancia: "Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros" (Jn 6, 53). Realmente, tenemos necesidad de un Dios cercano.
Ante el murmullo de protesta, Jesús habría podido
conformarse con palabras tranquilizadoras. Habría podido decir:
"Amigos, no os preocupéis. He hablado de carne, pero sólo se trata de un
símbolo. Lo que quiero decir es que se trata sólo de una profunda
comunión de sentimientos". Pero no, Jesús no recurrió a esa dulcificación.
Mantuvo firme su afirmación, todo su realismo, a pesar de la defección de
muchos de sus discípulos (cf. Jn 6, 66). Más aún, se mostró dispuesto a
aceptar incluso la defección de sus mismos Apóstoles, con tal de no cambiar
para nada lo concreto de su discurso: "¿También vosotros queréis
marcharos?" (Jn 6, 67), preguntó. Gracias a Dios, Pedro
dio una respuesta que también nosotros, hoy, con plena conciencia, hacemos
nuestra: "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida
eterna" (Jn 6, 68). Tenemos necesidad de un Dios cercano, de
un Dios que se pone en nuestras manos y que nos ama.
En la Eucaristía, Cristo está realmente presente entre nosotros. Su presencia no es estática. Es una presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asimilarnos a él. Cristo nos atrae a sí, nos hace salir de nosotros mismos para hacer de todos nosotros uno con él. De este modo, nos inserta también en la comunidad de los hermanos, y la comunión con el Señor siempre es también comunión con las hermanas y los hermanos. Y vemos la belleza de esta comunión que nos da la santa Eucaristía.
Aquí tocamos una
dimensión ulterior de la Eucaristía, a la que también quisiera referirme antes
de concluir. El Cristo que encontramos en el Sacramento es el mismo aquí, en
Bari, y en Roma; en Europa y en América, en África, en Asia y en Oceanía. El
único y el mismo Cristo está presente en el pan eucarístico de todos los
lugares de la tierra. Esto significa que sólo podemos encontrarlo junto con
todos los demás. Sólo podemos recibirlo en la unidad. ¿No es esto lo que nos ha
dicho el apóstol san Pablo en la lectura que acabamos de escuchar? Escribiendo
a los Corintios, afirma: "El pan es uno, y así
nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo,
porque comemos todos del mismo pan" (1 Co 10, 17)
La consecuencia es
clara: no podemos comulgar con el Señor, si no comulgamos entre nosotros.
Si queremos presentaros ante él, también debemos ponernos en camino para ir al
encuentro unos de otros. Por eso, es necesario aprender la gran lección del
perdón: no dejar que se insinúe en el corazón la polilla del
resentimiento, sino abrir el corazón a la magnanimidad de la escucha del otro,
abrir el corazón a la comprensión, a la posible aceptación de sus disculpas y
al generoso ofrecimiento de las propias.
La Eucaristía -repitámoslo- es sacramento de la unidad. Pero, por desgracia, los cristianos están divididos, precisamente en el sacramento de la unidad. Por eso, sostenidos por la Eucaristía, debemos sentirnos estimulados a tender con todas nuestras fuerzas a la unidad plena que Cristo deseó ardientemente en el Cenáculo. Precisamente aquí, en Bari, feliz Bari, ciudad que custodia los restos de san Nicolás, tierra de encuentro y de diálogo con los hermanos cristianos de Oriente, quisiera reafirmar mi voluntad de asumir el compromiso fundamental de trabajar con todas mis energías en favor del restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los seguidores de Cristo.
La Eucaristía -repitámoslo- es sacramento de la unidad. Pero, por desgracia, los cristianos están divididos, precisamente en el sacramento de la unidad. Por eso, sostenidos por la Eucaristía, debemos sentirnos estimulados a tender con todas nuestras fuerzas a la unidad plena que Cristo deseó ardientemente en el Cenáculo. Precisamente aquí, en Bari, feliz Bari, ciudad que custodia los restos de san Nicolás, tierra de encuentro y de diálogo con los hermanos cristianos de Oriente, quisiera reafirmar mi voluntad de asumir el compromiso fundamental de trabajar con todas mis energías en favor del restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los seguidores de Cristo.
Debemos redescubrir con orgullo el privilegio de participar
en la Eucaristía, que es el sacramento del mundo renovado. La resurrección de
Cristo tuvo lugar el primer día de la semana, que en la Escritura es el día de
la creación del mundo. Precisamente por eso, la primitiva comunidad cristiana
consideraba el domingo como el día en que había iniciado el mundo nuevo, el día
en que, con la victoria de Cristo sobre la muerte, había iniciado la nueva
creación.
Al congregarse en torno a la mesa eucarística, la comunidad iba formándose como nuevo pueblo de Dios. San Ignacio de Antioquía se refería a los cristianos como "aquellos que han llegado a la nueva esperanza", y los presentaba como personas "que viven según el domingo" ("iuxta dominicam viventes"). Desde esta perspectiva, el obispo antioqueno se preguntaba: "¿Cómo podríamos vivir sin él, a quien incluso los profetas esperaron?" (Ep. ad Magnesios, 9, 1-2
Al congregarse en torno a la mesa eucarística, la comunidad iba formándose como nuevo pueblo de Dios. San Ignacio de Antioquía se refería a los cristianos como "aquellos que han llegado a la nueva esperanza", y los presentaba como personas "que viven según el domingo" ("iuxta dominicam viventes"). Desde esta perspectiva, el obispo antioqueno se preguntaba: "¿Cómo podríamos vivir sin él, a quien incluso los profetas esperaron?" (Ep. ad Magnesios, 9, 1-2
MISA DE CLAUSURA DEL
CONGRESO EUCARÍSTICO ITALIANO (BARI)
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Solemnidad del "Corpus Christi"
Domingo 29 de mayo de 2005
Solemnidad del "Corpus Christi"
Domingo 29 de mayo de 2005
extracto
Nos ha amado hasta la muerte de su propio Hijo
La
Iglesia no es santa por sí misma, pues está compuesta de
pecadores, como sabemos y vemos todos. Más bien, siempre es santificada de
nuevo por el Santo de Dios, por el amor purificador de Cristo. Dios no sólo ha
hablado; además, nos ha amado de una forma muy realista, nos ha amado hasta la
muerte de su propio Hijo. Esto precisamente nos muestra toda la grandeza de la
revelación, que en cierto modo ha infligido las heridas al corazón de Dios
mismo. Así pues, cada uno de nosotros puede decir personalmente, con san
Pablo: "Yo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a
sí mismo por mí" (Ga 2,
20).
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
DURANTE LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
EN LA SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
Miércoles 29 de junio de 2005
DURANTE LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
EN LA SOLEMNIDAD DE SAN PEDRO Y SAN PABLO
Miércoles 29 de junio de 2005
Extracto
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