HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
XXVII Jornada Mundial de la Juventud
Domingo 1 de abril de 2012
XXVII Jornada Mundial de la Juventud
Domingo 1 de abril de 2012
¡Queridos hermanos y hermanas!
El Domingo de Ramos es el gran pórtico que nos lleva a la Semana Santa,
la semana en la que el Señor Jesús se dirige hacia la culminación de su vida
terrena. Él va a Jerusalén para cumplir las Escrituras y para ser colgado en la
cruz, el trono desde el cual reinará por los siglos, atrayendo a sí a la
humanidad de todos los tiempos y ofrecer a todos el don de la redención.
Sabemos por los evangelios que Jesús se había encaminado hacia Jerusalén con
los doce, y que poco a poco se había ido sumando a ellos una multitud creciente
de peregrinos. San Marcos nos dice que ya al salir de Jericó había una «gran
muchedumbre» que seguía a Jesús (cf. 10,46).
En la última parte del trayecto se produce un acontecimiento particular,
que aumenta la expectativa sobre lo que está por suceder y hace que la atención
se centre todavía más en Jesús. A lo largo del camino, al salir de Jericó, está
sentado un mendigo ciego, llamado Bartimeo. Apenas oye decir que Jesús de
Nazaret está llegando, comienza a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión
de mí» (Mc 10,47). Tratan de acallarlo, pero en vano, hasta que
Jesús lo manda llamar y le invita a acercarse. «¿Qué quieres que te haga?», le
pregunta. Y él contesta: «Rabbuní, que vea» (v. 51). Jesús le dice:
«Anda, tu fe te ha salvado». Bartimeo recobró la vista y se puso a seguir a
Jesús en el camino (cf. v. 52). Y he aquí que, tras este signo prodigioso,
acompañado por aquella invocación: «Hijo de David», un estremecimiento de
esperanza atraviesa la multitud, suscitando en muchos una pregunta: ¿Este Jesús
que marchaba delante de ellos a Jerusalén, no sería quizás el Mesías, el nuevo
David? Y, con su ya inminente entrada en la ciudad santa, ¿no habría llegado
tal vez el momento en el que Dios restauraría finalmente el reino de David?
También la preparación del ingreso de Jesús con sus discípulos
contribuye a aumentar esta esperanza. Como hemos escuchado en el Evangelio de
hoy (cf. Mc 11,1-10), Jesús llegó a Jerusalén desde Betfagé y
el monte de los Olivos, es decir, la vía por la que había de venir el Mesías.
Desde allí, envía por delante a dos discípulos, mandándoles que le trajeran un
pollino de asna que encontrarían a lo largo del camino. Encuentran
efectivamente el pollino, lo desatan y lo llevan a Jesús. A este punto, el
ánimo de los discípulos y los otros peregrinos se deja ganar por el entusiasmo:
toman sus mantos y los echan encima del pollino; otros alfombran con ellos el
camino de Jesús a medida que avanza a grupas del asno. Después cortan ramas de
los árboles y comienzan a gritar las palabras del Salmo 118, las antiguas
palabras de bendición de los peregrinos que, en este contexto, se convierten en
una proclamación mesiánica: «¡Hosanna!, bendito el que viene en el nombre del
Señor. ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las
alturas!» (vv. 9-10). Esta alegría festiva, transmitida por los cuatro
evangelistas, es un grito de bendición, un himno de júbilo: expresa la
convicción unánime de que, en Jesús, Dios ha visitado su pueblo y ha llegado
por fin el Mesías deseado. Y todo el mundo está allí, con creciente expectación
por lo que Cristo hará una vez que entre en su ciudad.
Pero, ¿cuál es el contenido, la resonancia más profunda de este grito de
júbilo? La respuesta está en toda la Escritura, que nos recuerda cómo el Mesías
lleva a cumplimiento la promesa de la bendición de Dios, la promesa originaria
que Dios había hecho a Abraham, el padre de todos los creyentes: «Haré de ti
una gran nación, te bendeciré… y en ti serán benditas todas las familias de la
tierra» (Gn 12,2-3). Es la promesa que Israel siempre había tenido
presente en la oración, especialmente en la oración de los Salmos. Por eso, el
que es aclamado por la muchedumbre como bendito es al mismo tiempo aquel en el
cual será bendecida toda la humanidad. Así, a la luz de Cristo, la humanidad se
reconoce profundamente unida y cubierta por el manto de la bendición divina,
una bendición que todo lo penetra, todo lo sostiene, lo redime, lo santifica.
Podemos descubrir aquí un primer gran mensaje que nos trae la festividad
de hoy: la invitación a mirar de manera justa a la humanidad entera, a cuantos
conforman el mundo, a sus diversas culturas y civilizaciones. La mirada que el
creyente recibe de Cristo es una mirada de bendición: una mirada sabia y
amorosa, capaz de acoger la belleza del mundo y de compartir su fragilidad. En
esta mirada se transparenta la mirada misma de Dios sobre los hombres que él
ama y sobre la creación, obra de sus manos. En el Libro de la Sabiduría,
leemos: «Te compadeces de todos, porque todo lo puedes, cierras los ojos a los
pecados de los hombres, para que se arrepientan. Amas a todos los seres y no
aborreces nada de lo que hiciste;… Tú eres indulgente con todas las cosas,
porque son tuyas, Señor, amigo de la vida» (Sb 11,23-24.26).
Volvamos al texto del Evangelio de hoy y preguntémonos: ¿Qué late
realmente en el corazón de los que aclaman a Cristo como Rey de Israel?
Ciertamente tenían su idea del Mesías, una idea de cómo debía actuar el Rey
prometido por los profetas y esperado por tanto tiempo. No es de extrañar que,
pocos días después, la muchedumbre de Jerusalén, en vez de aclamar a Jesús,
gritaran a Pilato: «¡Crucifícalo!». Y que los mismos discípulos, como también
otros que le habían visto y oído, permanecieran mudos y desconcertados. En
efecto, la mayor parte estaban desilusionados por el modo en que Jesús había
decidido presentarse como Mesías y Rey de Israel. Este es precisamente el
núcleo de la fiesta de hoy también para nosotros. ¿Quién es para nosotros Jesús
de Nazaret? ¿Qué idea tenemos del Mesías, qué idea tenemos de Dios? Esta es una
cuestión crucial que no podemos eludir, sobre todo en esta semana en la que
estamos llamados a seguir a nuestro Rey, que elige como trono la cruz; estamos
llamados a seguir a un Mesías que no nos asegura una felicidad terrena fácil,
sino la felicidad del cielo, la eterna bienaventuranza de Dios. Ahora, hemos de
preguntarnos: ¿Cuáles son nuestras verdaderas expectativas? ¿Cuáles son los
deseos más profundos que nos han traído hoy aquí para celebrar el Domingo de
Ramos e iniciar la Semana Santa?
Queridos jóvenes que os habéis reunido aquí. Esta es de modo particular
vuestra Jornada en todo lugar del mundo donde la Iglesia está presente. Por eso
os saludo con gran afecto. Que el Domingo de Ramos sea para vosotros el día de
la decisión, la decisión de acoger al Señor y de seguirlo hasta el final, la
decisión de hacer de su Pascua de muerte y resurrección el sentido mismo de
vuestra vida de cristianos. Como he querido recordar en el Mensaje a los jóvenes para esta Jornada –
«alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4) –, esta es la decisión que
conduce a la verdadera alegría, como sucedió con santa Clara de Asís que, hace
ochocientos años, fascinada por el ejemplo de san Francisco y de sus primeros
compañeros, dejó la casa paterna precisamente el Domingo de Ramos para
consagrarse totalmente al Señor: tenía 18 años, y tuvo el valor de la fe y del
amor de optar por Cristo, encontrando en él la alegría y la paz.
Queridos hermanos y hermanas, que reinen particularmente en este día dos
sentimientos: la alabanza, como hicieron aquellos que acogieron a Jesús en
Jerusalén con su «hosanna»; y el agradecimiento, porque en esta Semana Santa el
Señor Jesús renovará el don más grande que se puede imaginar, nos entregará su
vida, su cuerpo y su sangre, su amor. Pero a un don tan grande debemos
corresponder de modo adecuado, o sea, con el don de nosotros mismos, de nuestro
tiempo, de nuestra oración, de nuestro estar en comunión profunda de amor con
Cristo que sufre, muere y resucita por nosotros. Los antiguos Padres de la
Iglesia han visto un símbolo de todo esto en el gesto de la gente que seguía a
Jesús en su ingreso a Jerusalén, el gesto de tender los mantos delante del
Señor. Ante Cristo – decían los Padres –, debemos deponer nuestra vida, nuestra
persona, en actitud de gratitud y adoración. En conclusión, escuchemos de nuevo
la voz de uno de estos antiguos Padres, la de san Andrés, obispo de Creta: «Así
es como nosotros deberíamos prosternarnos a los pies de Cristo, no poniendo
bajo sus pies nuestras túnicas o unas ramas inertes, que muy pronto perderían
su verdor, su fruto y su aspecto agradable, sino revistiéndonos de su gracia,
es decir, de él mismo... Así debemos ponernos a sus pies como si fuéramos unas
túnicas... Ofrezcamos ahora al vencedor de la muerte no ya ramas de palma, sino
trofeos de victoria. Repitamos cada día aquella sagrada exclamación que los
niños cantaban, mientras agitamos los ramos espirituales del alma: “Bendito el
que viene, como rey, en nombre del Señor”» (PG 97, 994). Amén.
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