Sabemos que esa
"entrega" por parte del Padre tuvo un desenlace dramático:
llegó hasta el sacrificio de su Hijo en la cruz. Si toda la misión histórica de
Jesús es signo elocuente del amor de Dios, lo es de modo muy singular su
muerte, en la que se manifestó plenamente la ternura redentora de Dios. Por
consiguiente, siempre, pero especialmente en este tiempo cuaresmal, la cruz
debe estar en el centro de nuestra meditación; en ella contemplamos la gloria
del Señor que resplandece en el cuerpo martirizado de Jesús. Precisamente en
esta entrega total de sí se manifiesta la grandeza de Dios, que es amor.
Todo cristiano está
llamado a comprender, vivir y testimoniar con su existencia la gloria del
Crucificado. La cruz —la entrega de sí mismo del Hijo de Dios— es, en
definitiva, el "signo" por excelencia que se nos ha dado para
comprender la verdad del hombre y la verdad de Dios: todos hemos sido
creados y redimidos por un Dios que por amor inmoló a su Hijo único. Por eso,
como escribí en la encíclica Deus caritas est,
en la cruz "se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse
para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más
radical" (n. 12).
¡Cuántos, también en
nuestro tiempo, buscan a Dios, buscan a Jesús y a su Iglesia, buscan la
misericordia divina, y esperan un "signo" que toque su mente y su
corazón! Hoy, como entonces, el evangelista nos recuerda que el único
"signo" es Jesús elevado en la cruz: Jesús muerto y resucitado
es el signo absolutamente suficiente. En él podemos comprender la verdad de la
vida y obtener la salvación. Este es el anuncio central de la Iglesia, que no
cambia a lo largo de los siglos. Por tanto, la fe cristiana no es ideología,
sino encuentro personal con Cristo crucificado y resucitado. De esta
experiencia, que es individual y comunitaria, surge un nuevo modo de pensar y
de actuar: como testimonian los santos, nace una existencia marcada por
el amor.
VISITA
PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA
DE DIOS, PADRE MISERICORDIOSO
DE DIOS, PADRE MISERICORDIOSO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
IV Domingo de Cuaresma, 26 de marzo de 2006
Extracto
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