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Primera
Audiencia General ante los fieles reunidos por miles en la Plaza de San Pedro,
del papa Francisco
¡Hermanos y hermanas, buenos
días!
Me alegra darles la
bienvenida a mi primera Audiencia general. Con profunda gratitud y veneración
tomo al "testigo" de las manos de mi amado predecesor Benedicto XVI.
Después de Pascua vamos a reanudar las catequesis del Año de la fe. Hoy
quisiera detenerme sobre la Semana Santa. Con el Domingo de Ramos comenzamos
esta Semana - centro de todo el Año Litúrgico- en la que acompañamos a Jesús en
su Pasión, Muerte y Resurrección.
Pero ¿qué puede significar
para nosotros vivir la Semana Santa? ¿Qué significa seguir a Jesús en su camino
del Calvario hacia la Cruz y la Resurrección?
En su misión terrenal, Jesús
recorrió las calles de Tierra Santa; llamó a doce personas simples para que
permanecieran con Él, compartieran su camino y continuaran su misión; las
eligió entre el pueblo lleno de fe en las promesas de Dios. Habló a todos, sin
distinción, a los grandes y a los humildes, al joven rico y a la pobre viuda, a
los poderosos y a los débiles; trajo la misericordia y el perdón de Dios; curó,
consoló, comprendió; dio esperanza; llevó a todos la presencia de Dios que se
interesa de cada hombre y mujer, como hace un buen padre y una buena madre con
cada uno de sus hijos. Dios no esperó a que fuéramos a Él, sino que es Él que
se mueve hacia nosotros, sin cálculos, sin medidas. Dios es así: Él da siempre
el primer paso, Él se mueve hacia nosotros.
Jesús vivió las realidades
cotidianas de la gente más común: se conmovió delante de la multitud que
parecía un rebaño sin pastor; lloró ante el sufrimiento de Marta y María por la
muerte de su hermano Lázaro; llamó a un publicano como su discípulo; sufrió
también la traición de un amigo. En Él, Dios nos ha dado la certeza de que Él
está con nosotros, en medio de nosotros. «Los zorros - ha dicho Jesús - tienen
sus cuevas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene
dónde reclinar la cabeza». (Mt. 8,20). Jesús no tiene hogar, porque su casa es
la gente, somos nosotros, su misión es abrir a todos las puertas de Dios, ser
la presencia amorosa de Dios.
En la Semana Santa nosotros
vivimos el culmen de este camino, de este plan de amor que recorre a través de
toda la historia de la relación entre Dios y la humanidad. Jesús entra en
Jerusalén para cumplir el paso final, en el que resume toda su existencia: se
entrega totalmente, no se queda con nada para sí mismo, ni siquiera con su vida.
En la Última Cena, con sus amigos, comparte el pan y
distribuye el cáliz "para nosotros". El Hijo de Dios se ofrece a
nosotros, ofrece en nuestras manos su Cuerpo y su Sangre para estar siempre con
nosotros, para habitar entre nosotros.
Y en el Huerto de los Olivos,
al igual que en el juicio ante Pilato, no opone resistencia, se da; es el
Siervo sufriente ya anunciado por Isaías, que se despoja de sí mismo hasta la
muerte (cf. Is. 53,12).
Jesús no vive este amor que
lleva al sacrificio de manera pasiva o como un destino fatal; desde luego no
oculta su profunda perturbación humana frente a la muerte violenta, pero se
entrega plenamente a la confianza del Padre. Jesús se entregó voluntariamente a
la muerte para corresponder al amor de Dios Padre, en perfecta unión con su
voluntad, para demostrar su amor por nosotros. En la cruz, Jesús "me amó y
se entregó a sí mismo por mí" (Gal. 2,20). Cada uno de nosotros puede
decir: me amó y se entregó a sí mismo por mí. Cada uno puede decir este “por
mí”.
¿Qué significa todo esto para
nosotros? Significa que éste es también mi camino, el tuyo, nuestro camino.
Vivir la Semana Santa, siguiendo a Jesús, no sólo con la conmoción del corazón;
vivir la Semana Santa siguiendo a Jesús quiere decir aprender a salir de
nosotros mismos - como dije el domingo pasado - para salir al encuentro de los
demás, para ir hasta las periferias de la existencia, ser nosotros los primeros
en movernos hacia nuestros hermanos y hermanas, especialmente los que están más
alejados, los olvidados, los que están más necesitados de comprensión, de
consuelo y de ayuda. ¡Hay tanta necesidad de llevar la presencia viva de Jesús
misericordioso y lleno de amor!
Vivir la Semana Santa es
entrar cada vez más en la lógica de Dios, en la lógica de la Cruz, que no es en
primer lugar la del dolor y la muerte, sino la del amor y la de la entrega de
sí mismo que da vida. Es entrar en la lógica del Evangelio. Seguir, acompañar a
Cristo. Permanecer con Él requiere una "salir", salir.
Salir de sí mismos, de un
modo de vivir la fe cansino y rutinario, de la tentación de ensimismarse en los
propios esquemas que terminan por cerrar el horizonte de la acción creadora de
Dios. Dios salió de sí mismo para venir en medio de nosotros, colocó su tienda
entre nosotros para traer su misericordia que salva y da esperanza. También
nosotros, si queremos seguirlo y permanecer con Él, no debemos contentarnos con
permanecer en el recinto de las noventa y nueve ovejas, debemos "salir”,
buscar con Él a la oveja perdida, a la más lejana. Recuerden bien: salir de
nosotros, como Jesús, como Dios salió de sí mismo en Jesús, y Jesús salió de sí
mismo para todos nosotros.
Alguien podría decirme: “Pero
Padre no tengo tiempo", "tengo muchas cosas que hacer", "es
difícil", "¿qué puedo hacer yo con mis pocas fuerzas, también con mi
pecado, con tantas cosas?". A menudo nos conformamos con algunas
oraciones, con una misa dominical distraída e inconstante, con algún gesto de
caridad, pero no tenemos esta valentía de "salir" para llevar a Cristo.
Somos un poco como San Pedro. Tan pronto como Jesús habla de la pasión, muerte
y resurrección, de darse a sí mismo, de amor a los demás, el Apóstol lo lleva
aparte y lo reprende. Lo que Jesús dice altera sus planes, le parece
inaceptable, pone en dificultad las seguridades que él se había construido, su
idea del Mesías. Y Jesús mira a los discípulos y dirige a Pedro quizá una de
las palabras más duras del Evangelio: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás!
Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres». (Mc.
8,33).
Dios piensa siempre con
misericordia: no olviden esto. Dios piensa siempre con misericordia: ¡es el
Padre misericordioso! Dios piensa como el padre que espera el regreso de su
hijo y va a su encuentro, lo ve venir cuando todavía está muy lejos... ¿Esto
que significa? Que todos los días iba a ver si el hijo volvía a casa: éste es
nuestro Padre misericordioso. Es la señal que lo esperaba de corazón en la
terraza de su casa.
Dios piensa como el
samaritano que no pasa cerca del desventurado compadeciéndose o mirando hacia
otra parte, sino socorriéndolo sin pedir nada a cambio; sin preguntar si era
judío, si era pagano, si era samaritano, si era rico, si era pobre: no pide
nada. No pide estas cosas, no pide nada. Va en su ayuda: así es Dios. Dios piensa
como el pastor que da su vida para defender y salvar a las ovejas.
La Semana Santa es un tiempo
de gracia que el Señor nos da para abrir las puertas de
nuestro corazón, de nuestra vida, de nuestras parroquias, - ¡qué pena
tantas parroquias cerradas! - de los movimientos, de las asociaciones, y
"salir" al encuentro de los demás, acercarnos nosotros para llevar la
luz y la alegría de nuestra fe ¡Salir siempre!
Y hacer esto con amor y con
la ternura de Dios, con respeto y paciencia, sabiendo que ponemos nuestras
manos, nuestros pies, nuestro corazón, pero que es Dios quien los guía y hace
fecundas todas nuestras acciones.
Les deseo a todos que vivan
bien estos días siguiendo al Señor con valentía, llevando en nosotros mismos un
rayo de su amor a todos los que encontremos.
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