Ciudad del Vaticano, 28 marzo 2013 (VIS).- El Papa Francisco ha
advertido esta mañana a los sacerdotes católicos del mundo entero que "la
insatisfacción de algunos sacerdotes que terminen tristes y convertidos en una
especie de coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, proviene de
salir poco de sí mismos y perderse lo mejor de nuestro pueblo". Y el Papa
les ha dicho con fuerza que no quiere ese tipo de sacerdotes, que en vez de
mediadores se han convertido en gestores, y les ha manifestado su deseo:
"¡Esto es lo que yo os pido: que seáis pastores con el olor de la oveja! Y
que así se perciba."
Casi 10.000 personas han asistido a esta solemne Misa Crismal del Jueves
Santo celebrada en la Basílica de San Pedro, presidida por el Santo Padre y
concelebrada por todos los cardenales, patriarcas, arzobispos, obispos y
presbíteros, y con el servicio de diáconos y religiosos, todos ellos presentes
en Roma y que sumaban cerca de dos mil.
En su homilía, Francisco también ha señalado que "la prueba más
clara para reconocer al buen sacerdote es fijarse en "cómo su pueblo anda
ungido" y, por el contrario, ha añadido que "no es precisamente en
autoexperiencias ni en introspecciones reiteradas donde vamos a encontrar al
Señor: los cursos de autoayuda en la vida pueden ser útiles, pero vivir pasando
de un curso a otro, de un método a otro, de método en método, lleva a hacernos
pelagianos, a minimizar el poder de la gracia la cual se activa y crece en la
medida en que salimos con fe a darnos y a dar el Evangelio a los demás".
Estos mensajes han sido desarrollados a lo largo de una homilía en la
que el Papa Francisco ha comenzado recordando a todos los sacerdotes
-incluyéndose a sí mismo-, el día de su ordenación como ministros sagrados. En
este contexto, el Papa ha explicado lo que significa ser ungidos: "ser
para" los demás, y se ha detenido en el sentido de las vestimentas.
"Al revestirnos con nuestra humilde casulla, bien podemos sentir sobre los
hombros y en el corazón, el peso y el rostro de nuestro pueblo fiel, de
nuestros santos y de nuestros mártires... ¡Que en nuestro tiempo, son
tantos!", ha exclamado el nuevo Papa.
Francisco se ha detenido asimismo en detallar cómo la belleza de lo
litúrgico -"que no es puro adorno y gusto por los trapos", ha dicho-,
esta destinada a la acción que se espera del sacerdote: "La unción no es
para perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos en un
frasco, ya que el aceite se pondría rancio... Y amargo el corazón".
El Santo Padre ha detallado incluso detalles concretos para animar a los
sacerdotes en su misión pastoral y ha comentado: "Nuestra gente agradece
el evangelio predicado con unción, agradece cuando el evangelio que predicamos
llega a su vida cotidiana, cuando baja como el óleo de Aarón hasta los bordes
de la realidad, cuando ilumina las situaciones límites, «las periferias» donde
el pueblo fiel está más expuesto a la invasión de los que quieren saquear su
fe. Nos lo agradece porque siente que hemos rezado por las cosas de su vida
cotidiana, por sus penas y alegrías, por sus angustias y sus esperanzas. Y
cuando siente que el perfume del Ungido, de Cristo, llega a través nuestro, se
anima a confiarnos todo lo que quieren que le llegue al Señor: «Rece por mí, padre,
que tengo este problema...», «Bendígame» y «rece por mí»", ha contado
Francisco.
"Lo que quiero señalar -ha continuado el Papa-, es que siempre
tenemos que reavivar la gracia e intuir en toda petición -a veces inoportunas,
a veces puramente materiales, incluso banales, pero lo son sólo en apariencia–,
el deseo de nuestra gente de ser ungidos con el óleo perfumado, porque sabe que
lo tenemos. Intuir y sentir como sintió el Señor la angustia esperanzada de la
hemorroísa cuando tocó el borde de su manto".
Antes de terminar su homilía, el Santo Padre se ha dirigido también a
los fieles laicos a los que ha pedido que se muestren cercanos a los
sacerdotes: "acompañad a vuestros sacerdotes con el afecto y la oración,
para que sean siempre Pastores según el corazón de Dios".
En esta Misa Crismal, que abre el Triduo Pascual de la Semana Santa y
cuyo rito se celebra en todas las catedrales del mundo, los sacerdotes han
renovado las promesas sacerdotales -de pobreza, castidad y obediencia-, y el
Papa ha bendecido los óleos de los catecúmenos y de los enfermos, y el crisma
-aceite y bálsamos mezclados- que se utilizará para ungir a los que se
bautizan, a los que se confirman y para la ordenación sacerdotal
fuente:visnews-es.blogspot.
HOMILÍA COMPLETA
Queridos
hermanos y hermanas:
Celebro con alegría la primera Misa Crismal como Obispo de Roma. Os saludo a todos con afecto, especialmente a vosotros, queridos sacerdotes, que hoy recordáis, como yo, el día de la ordenación.
Celebro con alegría la primera Misa Crismal como Obispo de Roma. Os saludo a todos con afecto, especialmente a vosotros, queridos sacerdotes, que hoy recordáis, como yo, el día de la ordenación.
Las Lecturas nos hablan de los
«Ungidos»: el siervo de Yahvé de Isaías, David y Jesús, nuestro Señor. Los tres
tienen en común que la unción que reciben es para ungir al pueblo fiel de Dios
al que sirven; su unción es para los pobres, para los cautivos, para los
oprimidos... Una imagen muy bella de este «ser para» del santo crisma es la del
Salmo: «Es como óleo perfumado sobre la cabeza, que se derrama sobre la barba,
la barba de Aarón, hasta la franja de su ornamento» (Sal 133,2). La imagen del
óleo que se derrama, que desciende por la barba de Aarón hasta la orla de
sus vestidos sagrados, es imagen de la unción sacerdotal que, a través del
ungido, llega hasta los confines del universo representado mediante las
vestiduras.
La vestimenta sagrada del sumo
sacerdote es rica en simbolismos; uno de ellos, es el de los nombres de los
hijos de Israel grabados sobre las piedras de ónix que adornaban las hombreras
del efod, del que proviene nuestra casulla actual, seis sobre la piedra del
hombro derecho y seis sobre la del hombro izquierdo (cf. Ex 28,6-14). También
en el pectoral estaban grabados los nombres de las doce tribus de Israel (cf.
Ex 28,21). Esto significa que el sacerdote celebra cargando sobre sus hombros
al pueblo que se le ha confiado y llevando sus nombres grabados en el corazón.
Al revestirnos con nuestra humilde casulla, puede hacernos bien sentir sobre
los hombros y en el corazón el peso y el rostro de nuestro pueblo fiel, de
nuestros santos y de nuestros mártires, que en este tiempo son tantos.
De la belleza de lo litúrgico,
que no es puro adorno y gusto por los trapos, sino presencia de la gloria de
nuestro Dios resplandeciente en su pueblo vivo y consolado, pasamos a fijarnos
en la acción. El óleo precioso que unge la cabeza de Aarón no se queda perfumando
su persona sino que se derrama y alcanza «las periferias». El Señor lo dirá
claramente: su unción es para los pobres, para los cautivos, para los enfermos,
para los que están tristes y solos. La unción, queridos hermanos, no es para
perfumarnos a nosotros mismos, ni mucho menos para que la guardemos en un
frasco, ya que se pondría rancio el aceite... y amargo el corazón.
Al buen sacerdote se lo reconoce
por cómo anda ungido su pueblo, esto es una prueba clara. Cuando la gente
nuestra anda ungida con óleo de alegría se le nota: por ejemplo, cuando sale de
la misa con cara de haber recibido una buena noticia. Nuestra gente agradece el
evangelio predicado con unción, agradece cuando el evangelio que predicamos
llega a su vida cotidiana, cuando baja como el óleo de Aarón hasta los bordes
de la realidad, cuando ilumina las situaciones límites, «las periferias» donde
el pueblo fiel está más expuesto a la invasión de los que quieren saquear su
fe.
Nos lo agradece porque siente que
hemos rezado con las cosas de su vida cotidiana, con sus penas y alegrías, con
sus angustias y sus esperanzas. Y cuando siente que el perfume del Ungido, de
Cristo, llega a través nuestro, se anima a confiarnos todo lo que quieren que
le llegue al Señor: «Rece por mí, padre, que tengo este problema...».
«Bendígame padre» y «rece por mí» son la señal de que la unción llegó a la orla
del manto, porque vuelve convertida en petición, petición del pueblo de Dios.
Cuando estamos en esta relación con Dios y con su Pueblo, y la gracia pasa a
través de nosotros, somos sacerdotes, mediadores entre Dios y los hombres.
Lo que quiero señalar es que
siempre tenemos que reavivar la gracia e intuir en toda petición, a veces
inoportunas, a veces puramente materiales, incluso banales – pero lo son sólo
en apariencia – el deseo de nuestra gente de ser ungidos con el óleo perfumado,
porque sabe que lo tenemos. Intuir y sentir como sintió el Señor la angustia
esperanzada de la hemorroisa cuando tocó el borde de su manto. Ese momento de
Jesús, metido en medio de la gente que lo rodeaba por todos lados, encarna toda
la belleza de Aarón revestido sacerdotalmente y con el óleo que desciende sobre
sus vestidos. Es una belleza oculta que resplandece sólo para los ojos llenos
de fe de la mujer que padecía derrames de sangre.
Los mismos discípulos – futuros
sacerdotes – todavía no son capaces de ver, no comprenden: en la «periferia
existencial» sólo ven la superficialidad de la multitud que aprieta por todos
lados hasta sofocarlo (cf. Lc 8,42). El Señor en cambio siente la fuerza de la
unción divina en los bordes de su manto.
Así hay que salir a experimentar
nuestra unción, su poder y su eficacia redentora: en las «periferias» donde hay
sufrimiento, hay sangre derramada, ceguera que desea ver, donde hay cautivos de
tantos malos patrones. No es precisamente en autoexperiencias ni en
introspecciones reiteradas que vamos a encontrar al Señor: los cursos de
autoayuda en la vida pueden ser útiles, pero vivir nuestra vida sacerdotal
pasando de un curso a otro, de método en método, lleva a hacernos pelagianos, a
minimizar el poder de la gracia que se activa y crece en la medida en que
salimos con fe a darnos y a dar el Evangelio a los demás; a dar la poca unción
que tengamos a los que no tienen nada de nada.
El sacerdote que sale poco de sí,
que unge poco – no digo «nada» porque gracias a Dios nuestra gente nos roba la
unción se pierde lo mejor de nuestro pueblo, eso que es capaz de activar lo más
hondo de su corazón presbiteral. El que no sale de sí, en vez de mediador, se va
convirtiendo poco a poco en intermediario, en gestor.
Todos conocemos la diferencia: el
intermediario y el gestor «ya tienen su paga», y puesto que no ponen en juego
la propia piel ni el corazón, tampoco reciben un agradecimiento afectuoso que
nace del corazón. De aquí proviene precisamente la insatisfacción de algunos,
que terminan tristes, sacerdotes tristes y convertidos en una especie de
coleccionistas de antigüedades o bien de novedades, en vez de ser pastores con
«olor a oveja», y esto os pido, sed pastores con olor a oveja, pastores en
medio de su rebaño, y pescadores de hombres.
Es verdad que la así llamada
crisis de identidad sacerdotal nos amenaza a todos y se suma a una crisis de
civilización; pero si sabemos barrenar su ola, podremos meternos mar adentro en
nombre del Señor y echar las redes. Es bueno que la realidad misma nos lleve a
ir allí donde lo que somos por gracia se muestra claramente como pura gracia,
en ese mar del mundo actual donde sólo vale la unción – y no la función – y
resultan fecundas las redes echadas únicamente en el nombre de Aquél de quien
nos hemos fiado: Jesús.
Queridos fieles, acompañad a
vuestros sacerdotes con el afecto y la oración, para que sean siempre Pastores
según el corazón de Dios.
Queridos sacerdotes, que Dios
Padre renueve en nosotros el Espíritu de Santidad con que hemos sido ungidos,
que lo renueve en nuestro corazón de tal manera que la unción llegue a todos,
también a las «periferias», allí donde nuestro pueblo fiel más lo espera y
valora. Que nuestra gente nos sienta discípulos del Señor, sienta que estamos
revestidos con sus nombres, que no buscamos otra identidad; y pueda recibir a
través de nuestras palabras y obras ese óleo de alegría que les vino a traer
Jesús, el Ungido. Amén.
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